Antonio Espina
El
lector del acervo documental que publicó el historiador Miguel Durán bajo el
título 1936 en Mallorca, apenas abre
las primeras páginas, se encuentra con el nombre de Antonio Espina. ¿Azar? No,
ni mucho menos. El azar no es ingrediente de la historiografía. Si Espina sale
a relucir en esta obra y asimismo en La
última palabra, memorándum histórico de la Guerra Civil en la isla que nos
dio a conocer el doctor y escritor Bartolomé Mestre, es porque se encontraba en
aquel aciago 36 en nuestra isla, representando como gobernador al entonces
Gobierno legítimo de la Nación.
Nos
imaginamos a Espina en aquel trance. Unos nuevos poderes habían derribado el
suyo, negándole toda legitimidad y haciendo de él un personaje que había que
barrer. Si no estuvo alienado, como es fama, pudo estarlo, porque locuras
momentáneas nacen en tales circunstancias. No quisiéramos pecar de atrevidos,
afirmando que la insania le salvó, librándole del furor fratricida. La
peripecia sucedida, según ciertas versiones, nos recuerda aquella salida de
estampía de Italia del gran Quevedo para sortear los peligros que se cernían
sobre su cabeza. En alguna parte he leído que Quevedo disfrazado, asistió
impasible a la quema de su efigie. En disfraz de loco cascabelero, salió de
estampía Antonio Espina, y su salida, aún con ser trágica, tuvo aire de
morisqueta.
Crítico del problema histórico
Antonio
Espina, representante de la entonces flamante República, se había dado a
conocer como periodista, como poeta, y como crítico de la vida y de la cultura
españolas. Había viajado por Francia, Portugal y Marruecos. Había dirigido con
J. Díaz Fernández la revista Nueva España.
El año 34, cuando más candente estaba el problema político español, había
publicado un libro cuyo título El Nuevo
Diantre puede darnos una idea de su crítica zascandilera. Allí, como un año
después en su magnífica biografía de “Romea”,
se daría a conocer como un crítico sutil de problematismo histórico. De hecho,
leer a Espina es como releer a Larra. Hay mucho Larra natural en Espina. Por
eso, Juan Ramón Jiménez en Retratos de
Españoles de tres mundos pudo verle como un duelista consigo mismo, como un
suicida de armas tomar.
Acaso
lo más estimable de Espina no sea su coruscante prosa. Tal vez su mayor
contribución a las letras españolas sea su misterioso humor, su ácida visión,
su constante ironía, su pesimismo entrañable. La amarga experiencia, por la que
siempre pasaron tantos espíritus españoles, acentuó en él el desgarro que le
convierte en un segundo Fígaro.
Un español indómito
Antonio
Espina fue uno de los más inquebrantables que dio la generación de la
República. El, y con él un nutrido grupo de españoles indómitos, jamás mudó de
perfil. Las experiencias de la guerra española y del exilio no cambiaron a este
hombre, siempre fiel a su pergenio literario. Espina no aprovechó material
alguno de la contienda civil. Siguió con su invención verbal absoluta, que da a
su arte literario, ese sabor de autenticidad , de creación jamás tributaria.
Inalterable
talento, hizo derroches de ingenio y se entregó a un puro y limpio juego
verbal. Podría aplicársele el dicho que antaño corrió de Garibay: ni sube ni baja ni si está quedo. No en balde es obra suya El Alma Garibay donde se leen esas
palabras que le pintan: “Eso de la España
y la Anti-España es algo así como si se cortase un queso en dos partes y a una la llamásemos queso y a otra antiqueso.”
Si
tuviera que encasillarlo debidamente, pues bien situado no está, lo colocaría
en la promoción literaria que entró en cupo entre los años 30 y 33, años que
coinciden con el hecho trascendental de la Segunda República española.
Ahora
se vocea la generación del año 1927, en la que se incluyen muchos que no tienen
porqué estar. Sin ir más lejos, Larrea y Bergamín siempre dijeron que era
arbitraria la pertenencia a esas generación que se les adjudicaba.
Escritor de la República
Antonio
Espina, por su parte, negó siempre que la generación del 27 fuera la suya. Aún
más, calificó de arbitraria la elección del año 27 como fecha significativa,
cuando precisamente esta fecha no tiene ninguna significación.
Existe,
más allá de cualquier convencionalismo clasificador, una generación de la
República, o sea, del 31, fecha significante. Por cierto, esta generación, que
puede considerarse un post-noventa y ocho, fue menos acongojada, aunque más
atribulada, que la que venimos asociando con la fecha la liquidación de las últimas
colonias. La de la República fue la más alegre generación literaria que hemos
tenido, por ostentar el lema de la alegría y de la confianza en el porvenir
como ninguna otra, ni antes ni después. Antonio Espina escribió de ella que fue
“precisa y sarcásticamente la generación
más dramática en destinos individuales”. Realmente, sin exagerar, sus
nombres nutrieron la diáspora española. Exiliados quedaron casi todos los
nombres de aquella promoción que se dio a conocer en 1921 y que alcanzó su
madurez el 31, diez años después. Los promovidos, prosistas y poetas, fueron:
Salinas, Guillén, Salazar, Moreno Villa, Bergamín, Espina. Otros nombres, como
el de Albertí o Ramón Gómez de la Serna vienen a cuento para redondear el
elenco.
Bergamín
propuso que a esta generación, mal llamada del 27, si no se la quería llamar
generación de la República, se la llamase de la Dictadura, porque coincide
cronológicamente con la dictadura del general Primo de Rivera, que comienza en
1923.
Estoy
tentado a llamarla la generación de la República, porque, aún coincidiendo
cronológicamente con la dictadura primo-riverista, culmina con el hecho
pacífico de la Segunda República y también con el magnífico de la Guerra Civil
que la barre y dispersa.
Famoso y mal conocido
A
Espina le tocó la misma suerte que a muchos escritores óptimos de esa
generación: ser famoso y al mismo tiempo mal conocido. Su muerte, acaecida en
Madrid un día cualquiera de febrero de 1972, no encontró el eco que otros
decesos, menos ilustres, han encontrado. Para ser justos, hay que decir que don
Antonio murió injustamente olvidado. El rencor, la envidia, el revanchismo de
los traficantes de la Hispanidad, le cercaron despiadadamente. Se lo impidió
cualquier tipo de manifestación, Se le condenó al anonimato prohibiendo sus
escritos y retirando sus antiguos libros. Para encontrarlos, las pasé moradas.
La búsqueda de esos primeros libros me llevó a conocer otros que corrían con
menos trabas; Espartero, Cánovas, Quevedo.
Publicados en editoriales de tinte más bien patriótico, estos libros
paradójicamente seguían ofreciendo al lector los dones coruscantes de un Espina
eclipsado por las circunstancias. Para mí, estos libros fueron tan
aleccionadores como los últimos episodios galdosianos.
En forma siempre ágil, sin mazapán erudito, Espina iba trazando ante mí el
itinerario real de la zigzagueante España decimonónica.
El mejor biógrafo y ensayista
En
esas biografías se revela fino zahorí de la historia y de la vida española.
Conoce bien los dos cacicatos -el militar y el político- que mantuvieron en
vilo la vida del país, haciendo sus cambios cada dos por tres, como quien
cuelga el gabán del perchero.
Antonio
Espina que, como creador de ficción, no ha de pasar a la historia, en el campo
de la biografía, puede pasar por un favorecido de los dioses. Sin duda, es
nuestro mejor biógrafo. Si en sus conatos novelísticos faltan la creación y la
inventiva, en las biografías encontramos verdaderas reanimaciones de personajes
hasta darles un alma y un cuerpo.
La
ensayística también fue su fuerte. Pocos son sus ensayos y breves, pero ni su
corto número ni su brevedad son obstáculo para que sea uno de los más lúcidos y
más modernos ensayistas de nuestro país. Basta leer El Genio Cómico para comprobar que estamos ante un ensayista
de cuerpo entero. Ya, al final de todo, como quién no dice nada, habla del
topicazo del individualismo español y aclara que individualistas no somos, sino
insolidarios. No se le escapa a Espina que nos autocalificamos de
individualistas por confundir las ideas de individualismo e insolidaridad, Su
sagacidad le lleva a contraponer el pueblo español al inglés, pueblo tan
individualista como solidario. Espina sigue en este punto, como en algunos
otros, el magisterio de Ortega, y aboga por borrar del repertorio de los lugares
comunes la idea topiquera del individualismo español ...
Cristóbal
Serra, Baleares, 2 marzo 1986.
Coleccionable Mallorca en Guerra. Memoria Civil
(1935-1939), núm. 9, p. VII
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