lunes, 15 de octubre de 2018

"Antonio Espina" por Cristóbal Serra (Baleares, 2 de marzo de 1986)

Antonio Espina
El lector del acervo documental que publicó el historiador Miguel Durán bajo el título 1936 en Mallorca, apenas abre las primeras páginas, se encuentra con el nombre de Antonio Espina. ¿Azar? No, ni mucho menos. El azar no es ingrediente de la historiografía. Si Espina sale a relucir en esta obra y asimismo en La última palabra, memorándum histórico de la Guerra Civil en la isla que nos dio a conocer el doctor y escritor Bartolomé Mestre, es porque se encontraba en aquel aciago 36 en nuestra isla, representando como gobernador al entonces Gobierno legítimo de la Nación.
Nos imaginamos a Espina en aquel trance. Unos nuevos poderes habían derribado el suyo, negándole toda legitimidad y haciendo de él un personaje que había que barrer. Si no estuvo alienado, como es fama, pudo estarlo, porque locuras momentáneas nacen en tales circunstancias. No quisiéramos pecar de atrevidos, afirmando que la insania le salvó, librándole del furor fratricida. La peripecia sucedida, según ciertas versiones, nos recuerda aquella salida de estampía de Italia del gran Quevedo para sortear los peligros que se cernían sobre su cabeza. En alguna parte he leído que Quevedo disfrazado, asistió impasible a la quema de su efigie. En disfraz de loco cascabelero, salió de estampía Antonio Espina, y su salida, aún con ser trágica, tuvo aire de morisqueta.
Crítico del problema histórico
Antonio Espina, representante de la entonces flamante República, se había dado a conocer como periodista, como poeta, y como crítico de la vida y de la cultura españolas. Había viajado por Francia, Portugal y Marruecos. Había dirigido con J. Díaz Fernández la revista Nueva España. El año 34, cuando más candente estaba el problema político español, había publicado un libro cuyo título El Nuevo Diantre puede darnos una idea de su crítica zascandilera. Allí, como un año después en su magnífica biografía de “Romea”, se daría a conocer como un crítico sutil de problematismo histórico. De hecho, leer a Espina es como releer a Larra. Hay mucho Larra natural en Espina. Por eso, Juan Ramón Jiménez en Retratos de Españoles de tres mundos pudo verle como un duelista consigo mismo, como un suicida de armas tomar.
Acaso lo más estimable de Espina no sea su coruscante prosa. Tal vez su mayor contribución a las letras españolas sea su misterioso humor, su ácida visión, su constante ironía, su pesimismo entrañable. La amarga experiencia, por la que siempre pasaron tantos espíritus españoles, acentuó en él el desgarro que le convierte en un segundo Fígaro.
Un español indómito
Antonio Espina fue uno de los más inquebrantables que dio la generación de la República. El, y con él un nutrido grupo de españoles indómitos, jamás mudó de perfil. Las experiencias de la guerra española y del exilio no cambiaron a este hombre, siempre fiel a su pergenio literario. Espina no aprovechó material alguno de la contienda civil. Siguió con su invención verbal absoluta, que da a su arte literario, ese sabor de autenticidad , de creación jamás tributaria.
Inalterable talento, hizo derroches de ingenio y se entregó a un puro y limpio juego verbal. Podría aplicársele el dicho que antaño corrió de Garibay: ni sube ni baja ni si está  quedo. No en balde es obra suya El Alma Garibay donde se leen esas palabras que le pintan: “Eso de la España y la Anti-España es algo así como si se cortase un queso en dos partes y a una la llamásemos queso y a otra antiqueso.”
Si tuviera que encasillarlo debidamente, pues bien situado no está, lo colocaría en la promoción literaria que entró en cupo entre los años 30 y 33, años que coinciden con el hecho trascendental de la Segunda República española.
Ahora se vocea la generación del año 1927, en la que se incluyen muchos que no tienen porqué estar. Sin ir más lejos, Larrea y Bergamín siempre dijeron que era arbitraria la pertenencia a esas generación que se les adjudicaba.
Escritor de la República
Antonio Espina, por su parte, negó siempre que la generación del 27 fuera la suya. Aún más, calificó de arbitraria la elección del año 27 como fecha significativa, cuando precisamente esta fecha no tiene ninguna significación.
Existe, más allá de cualquier convencionalismo clasificador, una generación de la República, o sea, del 31, fecha significante. Por cierto, esta generación, que puede considerarse un post-noventa y ocho, fue menos acongojada, aunque más atribulada, que la que venimos asociando con la fecha la liquidación de las últimas colonias. La de la República fue la más alegre generación literaria que hemos tenido, por ostentar el lema de la alegría y de la confianza en el porvenir como ninguna otra, ni antes ni después. Antonio Espina escribió de ella que fue “precisa y sarcásticamente la generación más dramática en destinos individuales”. Realmente, sin exagerar, sus nombres nutrieron la diáspora española. Exiliados quedaron casi todos los nombres de aquella promoción que se dio a conocer en 1921 y que alcanzó su madurez el 31, diez años después. Los promovidos, prosistas y poetas, fueron: Salinas, Guillén, Salazar, Moreno Villa, Bergamín, Espina. Otros nombres, como el de Albertí o Ramón Gómez de la Serna vienen a cuento para redondear el elenco.
Bergamín propuso que a esta generación, mal llamada del 27, si no se la quería llamar generación de la República, se la llamase de la Dictadura, porque coincide cronológicamente con la dictadura del general Primo de Rivera, que comienza en 1923.
Estoy tentado a llamarla la generación de la República, porque, aún coincidiendo cronológicamente con la dictadura primo-riverista, culmina con el hecho pacífico de la Segunda República y también con el magnífico de la Guerra Civil que la barre y dispersa.
Famoso y mal conocido
A Espina le tocó la misma suerte que a muchos escritores óptimos de esa generación: ser famoso y al mismo tiempo mal conocido. Su muerte, acaecida en Madrid un día cualquiera de febrero de 1972, no encontró el eco que otros decesos, menos ilustres, han encontrado. Para ser justos, hay que decir que don Antonio murió injustamente olvidado. El rencor, la envidia, el revanchismo de los traficantes de la Hispanidad, le cercaron despiadadamente. Se lo impidió cualquier tipo de manifestación, Se le condenó al anonimato prohibiendo sus escritos y retirando sus antiguos libros. Para encontrarlos, las pasé moradas. La búsqueda de esos primeros libros me llevó a conocer otros que corrían con menos trabas; Espartero, Cánovas, Quevedo. Publicados en editoriales de tinte más bien patriótico, estos libros paradójicamente seguían ofreciendo al lector los dones coruscantes de un Espina eclipsado por las circunstancias. Para mí, estos libros fueron tan aleccionadores como los últimos episodios galdosianos. En forma siempre ágil, sin mazapán erudito, Espina iba trazando ante mí el itinerario real de la zigzagueante España decimonónica.
El mejor biógrafo y ensayista
En esas biografías se revela fino zahorí de la historia y de la vida española. Conoce bien los dos cacicatos -el militar y el político- que mantuvieron en vilo la vida del país, haciendo sus cambios cada dos por tres, como quien cuelga el gabán del perchero.
Antonio Espina que, como creador de ficción, no ha de pasar a la historia, en el campo de la biografía, puede pasar por un favorecido de los dioses. Sin duda, es nuestro mejor biógrafo. Si en sus conatos novelísticos faltan la creación y la inventiva, en las biografías encontramos verdaderas reanimaciones de personajes hasta darles un alma y un cuerpo.
La ensayística también fue su fuerte. Pocos son sus ensayos y breves, pero ni su corto número ni su brevedad son obstáculo para que sea uno de los más lúcidos y más modernos ensayistas de nuestro país. Basta leer El Genio Cómico para comprobar que estamos ante un ensayista de cuerpo entero. Ya, al final de todo, como quién no dice nada, habla del topicazo del individualismo español y aclara que individualistas no somos, sino insolidarios. No se le escapa a Espina que nos autocalificamos de individualistas por confundir las ideas de individualismo e insolidaridad, Su sagacidad le lleva a contraponer el pueblo español al inglés, pueblo tan individualista como solidario. Espina sigue en este punto, como en algunos otros, el magisterio de Ortega, y aboga por borrar del repertorio de los lugares comunes la idea topiquera del individualismo español ...
Cristóbal Serra, Baleares, 2 marzo 1986. 
Coleccionable Mallorca en Guerra. Memoria Civil (1935-1939), núm. 9, p. VII

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