SOCIOLOGÍA DEL VERDUGO
Muerte
del verdugo
Al
leer los artículos de los diarios dedicados a la muerte de Anatole Deibler, “ejecutor
de altas obras” de la República, parecería que sólo por su fallecimiento
descubrió la sociedad la existencia de su verdugo. Rara vez, en todo caso,
suscita una muerte natural tantos comentarios sobre la vida de un hombre oscuro
que se empeñaba en hacerse olvidar por los demás y que aparentemente los demás,
por su parte, sólo deseaban olvidar. Este hombre había hecho rodar las cabezas
de cuatrocientos de sus semejantes y, cada vez, la curiosidad se había
orientado hacía el ejecutado, nunca hacia el ejecutor. Reinaba a su respecto
algo más que una conspiración del silencio. Era como si una interdicción
misteriosa y omnipotente prohibiera evocar al maldito; como si un obstáculo
secreto y eficaz impidiera hasta pensar en hacerlo.
Muere:
su muerte es anunciada por los diarios con títulos destacados, en primera
plana, en varias columnas. No se regatea ni el lirismo ni la documentación
fotográfica. ¿Nada ocurre en el mundo, para que se preste tanta atención a un “fait
divers”? Empero, la suerte de Europa está en juego y acaso se decide: es el
momento en que un triunfo sin gloria entrega a un vencedor des--honrado una
provincia entera que el heroísmo de un pueblo sin armas y abandonado por todos
no podía defender más tiempo; es el momento en que el jefe de una gran nación
toma oficialmente partido en la querella que divide a los demás países y
traslada las fronteras de su patria allende un océano cuya inmensidad —así se
creía— no era menos invitación al aislamiento que garantía contra la amenaza.
No importa: largos artículos refieren la carrera del muerto y de sus
predecesores definiendo su, situación en el Estado, comentando sus cualidades
profesionales, su forma de operar, su “doigté” no dejando ignorar cosa alguna
de su vida privada, de su carácter, de sus costumbres. Ningún detalle parece
indigno de interesar al lector. Causa sorpresa ese exceso de publicidad dada a
un accidente que parecía normal anunciar en un modesto suelto de pocas líneas.
Imputar este exceso a la curiosidad malsana
del público que exige a los periodistas su pitanza cotidiana, sería una
solución algo simple: en todo caso, no dispensaría de meditar sobre la
naturaleza malsana de esa curiosidad, de interrogarse acerca de su causa, su
función, en fin, de determinar los turbios
instintos que satisfaría. Pero en este caso particular se puede hacer más: las informaciones publicadas sobre el
verdugo fallecido no son, en efecto, vulgares. Muchas parecen honrar más la
imaginación de los reporteros que la seguridad de sus datos. Tanto más notable
resulta que, a pesar de las contradicciones que presentan en cuanto se los
compara, los distintos artículos trazan del verdugo una imagen del mismo tipo.
Esta, según uno u otro autor, está compuesto de elementos divergentes pero cuya
organización mutua acaba en todos los casos por formar un rostro de igual expresión, como si las imaginaciones se hubieran
sentido imperiosamente solicitadas por un mismo esquema, fascinadas por una
misma figura, y se hubiesen aplicado a reproducirla con medios de fortuna y
trazos más o menos arbitrarios. Trátase, pues, de reconstituir ese modelo ideal
tan persuasivo. Tiene uno, de antemano, la certeza de que la tarea no carece de
interés, pues se tropieza de pronto con la más absorbente dificultad al
comprobarse hasta qué punto los autores de los artículos están menos de acuerdo
sobre los hechos que sobre su halo legendario, hasta qué punto sus relatos se
destruyen mutuamente cuando se trata del incidente observable, material,
histórico, que constituye la muerte de un anciano, a la madrugada, en una
estación del subterráneo metropolitano, y se corroboran, al contrario, por todo
lo que añaden de subjetivo e incontrolable al acontecimiento puro. En general,
uno no espera encontrar deleznable y difusa la realidad, resistente y neto lo
imaginario.
No
hay que extrañarse excesivamente de que las versiones del incidente no
concuerden: sería absurdo pedir a los periodistas más de lo que pueden dar. En
verdad, no tienen ni el tiempo ni los medios de obrar como historiadores. Pero
no deja de ser sorprendente que hayan logrado —como por el efecto de una
armonía preestablecida— semejante acuerdo en todo lo demás. Acaso han bebido en
la misma fuente[1]
pero —aparte de que las informaciones están lejos de referirse todas a los
mismos puntos— ello no explica de ningún modo la identidad tan impresionante de
los comentarios tendenciosos que acompañan.
En
primer lugar, se advierte el cuidado sistemático con que parece haberse
intentado oponer el carácter del verdugo a su función. Como ésta da miedo, se
le describe como temeroso y asustadizo. Se compara su “villa” a una casamata de
la Línea Maginot, tan provista está de dispositivos de seguridad. Se cuenta
que, negándose a subir a un automóvil del Ministerio de Justicia que le va a
buscar a su domicilio para un caso de urgencia, llama un taxímetro, diciendo a
los enviados del Ministro: “Disculpen, pero nunca se puede confiar en
desconocidos”[2].
Su función es solemne y severa: se dice que el verdugo es familiar y afable.
Pasea todas las mañanas a su perrito, frecuenta por las tardes los hipódromos,
se hace llevar a menudo el aperitivo a su casa, desde el café vecino, cuando su
estómago se lo permite; gusta de jugar a la “manille”[3]: se le describe como un
pequeño rentista[4],
como un “jubilado”[5];
posee “bienes”[6].
Su vida es la de un funcionario puntual, un “buen padre de familia”[7]. En su barrio le llaman
“el burgués del Point-du-Jour”[8], sin malicia, al parecer,
porque el periodista que señala el detalle no parece tener conciencia del doble
sentido siniestro de la expresión, ya que el verdugo opera al amanecer[9]. Ejerce la más implacable
de todas las profesiones: le atribuyen un corazón sensible, siempre dispuesto a
prestar servicio a sus semejantes y auxiliar a los pobres[10]. Se explican por su
temperamento humanitario los perfeccionamientos que introdujo en la guillotina[11]. Se presta a su rostro
una expresión dulce y melancólica[12]. Su oficio es lúgubre,
brutal, sangriento: le muestran exclusivamente dedicado a tareas refinadas,
delicadas. Aficionado a lo hermoso y creador de belleza, cultiva rosas raras
con celoso cuidado, modela y cuece vasijas artísticas[13]. Sufre en su vida privada
más tormentos que los que inflige en su vida pública: el error de un
farmacéutico provoca la muerte de su hijo a la edad de cinco años. Su hija, que
envejece sin encontrar marido, lleva “una existencia perseguida”. Es más de lo
necesario para ensombrecer los días de ese verdugo supliciado en su vida
familiar[14].
El
encarnizamiento con que se busca el contraste produce a veces las asociaciones
más caprichosas: uno de los comentaristas se pregunta si este hombre dedicado a
las tareas macabras no ha elegido, para residir en ella, la calle Claude
Terasse, porque lleva el nombre de un músico alegre[15]. En general, el tema
doblemente fúnebre de la muerte del verdugo da ocasión para provocar la risa
por chistes de circunstancias o por el recuerdo de anécdotas relacionadas con
la profesión del personaje. Se observa, por ejemplo, que el oficio de verdugo
no tiene “morte-saison”, o sea períodos de merma del trabajo[16]. Entre las anécdotas
cómicas relatadas, una sola, suntuosa y absurda, da el tono verdadero de este
intento de liberación de una angustia, de ese recurso al sacrilegio que
representa infaltablemente, en esta oportunidad, la risa. Uno de los Sansón,
verdugos en la época de Luis XV, tenía la mano tan liviana que operaba sin que
el reo tuviera la menor sensación. Cuando ejecutó a Lally-Tolendal, éste le
preguntó con impaciencia: “Vamos, amigo, ¿qué está esperando?”. Y Sansón
contestó lo que sigue, cuya comicidad nace del horror mismo y procede del hecho
de que se dirigía a un cadáver: “Ya está. Monseñor; repóngase usted”[17], Pero Deibler es
representado como persona sumamente indiferente, si no hostil, a las historias
de verdugos y de ejecuciones. Devuelve una colección de obras sobre dicho tema
a un inglés que se las había obsequiado, con estas palabras altaneras y en
cierto modo solemnes: “Para todo lo que se relaciona con el ejercicio de sus
funciones, el verdugo no debe saber leer”[18].
Inversamente,
oponiéndose a estas patrañas, se observa una tendencia a forzar el carácter
siniestro, inexplicable, del ejecutor
de justicia. Apenas se ha descrito su existencia como “apacible”, se la pinta
después como “espantosa”. Se le convierte así, cual lo indica el título
destacado de un artículo, en el “verdugo de doble existencia”[19]. Desde la infancia es
separado de la sociedad de sus semejantes. El oficio de su padre, que él
desconoce —según dicen— le condena en la escuela al aislamiento. Sus compañeros
le persiguen, le insultan, le excluyen de sus juegos[20]. Por ellos se entera de
la “maldición” que pesa sobre él. Esto le causa una “conmoción terrible”. Pero
derivando orgullo de su ignominia, juega a “guillotinar” a sus condiscípulos y
se ingenia para aterrorizarlos[21]. Más tarde, cuando
intenta encontrar trabajo, se declinan sus ofrecimientos en cuanto se conoce su
nombre “marcado con un sello sangriento”[22]. De noche, es despertado
por su padre, presa de alucinaciones, que grita: “¡Sangre!... ¡Sangre!”[23], Este, efectivamente,
presenta su renuncia porque, durante las ejecuciones, se siente cubierto de
sangre, aunque esté tan inmaculado como los magistrados que se hallan a su lado[24]. Nadie consiente en dar
su hija en matrimonio al hijo del verdugo. Pide la mano de la hija del
carpintero Heurteloup, que fabrica para el mundo entero guillotinas y cadalsos,
el único hombre que, como el ejecutor, pero indirectamente, vive de la muerte
ajena. Se lo rechaza: el artesano no quiere que su hija se case con un cortador
de cabezas[25].
Aquí interviene lo novelesco, es decir que se
convierte naturalmente al verdugo en héroe de novela: por desesperación de amor
consiente en suceder a su padre[26]. También se refiere que
un amor desgraciado empujó al primero de los Sansón a entrar en la carrera que
habían de ilustrar sus descendientes[27]. Así resulta manifiesta
la naturaleza folklórica del relato.
Se
traza un cuadro dramático de la mañana en que el joven acepta su destino. Su
padre va a despertarle al alba para la ejecución en que, por primera vez, le
servirá de ayudante, y le dice: “Levántate, es hora”. Se hace observar que “el
futuro verdugo era arrancado al sueño como un condenado a muerte”[28].
Los
cronistas, por fin, se complacen en situar la muerte del verdugo en el terreno
de la maravilla. Se considera que las coincidencias no son casuales, sino de
una oscura necesidad. Se insiste en el hecho de que el hombre que daba la
muerte súbita ha muerto súbitamente. Se subraya que perdió la vida en el
momento en que partía para dar la muerte. Se advierte que la ejecución a la
cual se dirigía iba a tener lugar en Rennes, su ciudad natal. La providencia
—se dice— no podía hacer morir al verdugo en forma ordinaria. Es éste, acaso,
el tema más constante de los cotidianos[29]: es preciso que el
fallecimiento del ejecutor de justicia termine de un modo satisfactorio y
homogéneo una existencia que se representa enteramente sometida a una
fatalidad.
La
realidad, hay que confesarlo, nada tiene que envidiar al mito. En efecto, el
personaje del verdugo aparece único en el Estado. No es, propiamente dicho, un
funcionario, sino un empleado directo que el Ministerio de Justicia retribuye
con fondos de un capítulo especial de su presupuesto. Se quiere dar a entender
que el Estado no le conoce. En todo caso,
en un punto importante, está fuera de la ley: se le “olvida” en los
registros de la conscripción. Los hijos de los verdugos están dispensados del
servicio militar por un acuerdo tácito. El extinto verdugo, para escapar a su
suerte, se presentó espontáneamente en la oficina de enrolamiento, sin
convocatoria, y se plantó “ante los oficiales estupefactos”. Fue preciso
enrolarlo, por falta de textos legales que oponerle[30]. Más aún: el cargo de
verdugo es, prácticamente, hereditario. Cuando se quiere poner en evidencia la
fatalidad que gravita sobre su vida, se le muestra como hijo, nieto y bisnieto
de verdugos[31].
El carácter hereditario del empleo —escandaloso, sin embargo, en una
democracia— no suscita comentario alguno. Al contrario, es puesto de relieve en
los subtítulos compuestos en tipo grueso: “El último de una dinastía”[32], ‘‘una estirpe de
verdugos”, “una familia de ejecutores”[33], “una trágica estirpe”.
Algunos diarios admiten como natural la sucesión en la rama lateral y la
transmisión automática al sobrino de M. Deibler del cargo de éste, que no tiene
heredero del sexo masculino en línea directa[34]. Se señala, sin subrayar
su carácter excepcional, la prerrogativa —típica del poder soberano— que
permite al verdugo designar a su sucesor. Se advierte solamente que el extinto
hizo uso de ella en julio de 1932 en favor del hijo de su hermana, pero nadie
se preocupa de explicar cómo, en tales condiciones, otro candidato puede
presentar su candidatura a la función de verdugo.
Por
fin, se menciona una tradición “secular’ según la cual, después de la muerte
del verdugo, se conmutaría la pena del primer reo que habría de subir al
cadalso[35]. Todo se presenta como si
la vida del verdugo rescatara la del criminal, y esta intervención de un
derecho de gracia que se ejercería con motivo de la muerte del verdugo, tal como después del nacimiento de un heredero del trono, asimila nuevamente, en cierto
grado, el ejecutor de justicia al depositario del poder supremo.
Tal
es, en efecto, su realidad sociológica, la que explica sus privilegios
singulares y su situación paradójica con respecto a la ley, la que, por otra
parte, justifica la atmósfera de maravilla con que se complacen en rodearle y
el carácter ambiguo que se presta a su existencia. Aprieta el botón homicida en nombre del pueblo francés[36]:
sólo él puede hacerlo. Se le llama Monsieur
de Paris. Este título de nobleza evidente, cuya solemnidad se comenta[37], parece haber
impresionado tanto a los periodistas que éstos intentan a veces proponer
explicaciones del mismo. Estas explicaciones proceden, significativamente, del
racionalismo grosero, del evemerismo ingenuo en que se fundan generalmente las
primeras tentativas de reducción de un mito. Aquí se habla, sin insistir, del
hombre a quien llaman, en provincias,
“El Señor de Paris”[38]; y la sugestión es clara.
Allá, el autor no omite precisiones: en los hoteles donde paraba el verdugo
—afirman seriamente— éste recomendaba al personal que no revelase su identidad.
Por eso contestaban a los curiosos que preguntaban su nombre: “Es el señor de
París”[39]. Aparte que esta
respuesta es estrictamente imposible de dar (porque el empleo del articulo
definido supone que la persona de quien se habla es conocida ya) no explica que
la expresión se haya conservado y generalizado, ni —sobre todo— que se haya
transformado completamente por la supresión del artículo. Cada cual, sin que
sea necesario insistir, siente toda la diferencia que existe entre “el señor de
París” y “Señor de París”. En realidad, se trata de una apelación oficial,
paralela a las de los verdugos provinciales: Monsieur de Bretagne, Monsieur
d’Alger, etc., en que Monsieur tiene
el sentido de Monseigneur, y que
corresponde exactamente al título protocolar que usaban antaño los altos
dignatarios de la Iglesia, y particularmente los obispos. Por ejemplo, se califica corrientemente a Bossuet de « Monsieur
de Meaux”, a Fénelon de “Monsieur de Cambrai”, a Talleyrand de “Monsieur
d'Autun”. La tentativa de exégesis sólo es interesante por su
absurdo mismo. Traduce el malestar del espíritu racionalista frente a hechos
cuya naturaleza se le escapa.
Empero,
el parecido del verdugo y del jefe del Estado, su situación antitética
—destacada por las instituciones— se manifiesta hasta en la indumentaria: la
levita, en efecto, se considera como un verdadero uniforme, casi como un traje
de ceremonia que pertenece menos al hombre que a su función y se transmite con
ella. En uno de los relatos de la vida de M. Deibler, para significar
simbólicamente que se resigna por fin a su destino, se menciona que un día
lleva a su casa la levita negra de los ayudantes[40]. Esta, agregada al
sombrero de copa —en que se pretende ver un “refinamiento de gentilhombre”[41]— convierte al verdugo,
para los ojos, en una especie de doble siniestro del jefe del Estado, vestido
tradicionalmente del mismo modo. En igual forma, bajo la monarquía, la
apariencia del verdugo era la de un gran señor: tenía obligación de enrularse y
empolvarse el cabello, de llevar entorchados, medias blancas y escarpines
negros. Se sabe, además, que en ciertos estados de Alemania, el verdugo
adquiría determinados títulos y privilegios de nobleza cuando había cortado un
número fijo de cabezas. Más extraño es que, en Wurtemberg, tenía derecho de
hacerse llamar “doctor”. En Francia gozaba de ciertos privilegios: recibía una
cabeza de cerdo de la Abadía de Saint Germain cuando había procedido a una
ejecución en su territorio, y en el día de San Vicente marchaba al frente de la
procesión de la abadía. En París, la municipalidad le destinaba cinco varas de
paño para vestirse. Cobraba algunos derechos, especialmente sobre las verduras
expuestas en el mercado central. Iba personalmente a exigir ese pago. Sobre
todo se le reconocía el privilegio del “hâvage”, que consistía en apoderarse de
la cantidad que su mano podía apresar de todos los cereales expuestos en el
mercado. Más aún: una costumbre extraña, una obligación más característica que
un privilegio, le convertía en sustituto del rey en circunstancias muy
precisas: estaba encargado de sentar a su mesa a los caballeros de San Luis
empobrecidos. Se hace observar que, en tales circunstancias, Sansón ostentaba
una hermosísima platería.
El verdugo (Richard Brandon) con un hacha en la mano y la cabeza del rey Carlos I de Inglaterra en la otra. |
El
soberano y el verdugo
La
secreta afinidad del personaje a quien más se honra en el Estado y del
personaje más desacreditado se revela hasta en las imaginaciones, en donde
ambos son tratados del mismo modo. Se ha visto con qué insistencia se
confrontaba el horror y la sangre de la guillotina con la vida tranquila y el carácter apacible del verdugo. Simétricamente, en
cada oportunidad, coronación o visita de soberanos, se complace la gente en
oponer al fausto real, a la pompa lujosa que los rodea, la sencillez y la
modestia de sus gustos, sus costumbres “burguesas”. En uno y otro caso, se
coloca al personaje en un círculo de espanto o de seducción, pero al mismo
tiempo se empeñan los comentaristas en ponerle en contradicción con ese círculo,
en reducirle a la medida del hombre común. Es como si éste sintiera un doble
estremecimiento al ver a los seres de excepción, a la vez muy cercanos y muy
alejados de sí mismo. Tiende a identificarse con ellos y a separarse de ellos
con igual movimiento de avidez y de retroceso. Se ha reconocido ya la
constelación psicológica que define la actitud del hombre frente a lo sagrado,
tal como San Agustín la describió, confesándose lleno de ardor al pensar en su semejanza con lo divino, y presa del horror cuando se representa su
disimilitud con él[42]. El soberano y el
ejecutor de justicia se encuentran, de igual modo, aproximados a la masa
homogénea de los ciudadanos, y se ven al mismo tiempo violentamente alejados de
ella. La ambigüedad que presentaba cada
uno de ellos se manifiesta ahora también entre ellos, reuniendo uno en su persona todos los honores y todos
los respetos, y el otro todas las repugnancias y todos los desprecios. Así
ocupan en los espíritus como en la estructura del Estado situaciones
correspondientes y sentidas como tales, únicos cada cual en su lugar y
evocándose uno al otro precisamente por su antagonismo[43].
El
soberano y el verdugo desempeñan, pues, uno en la claridad y el esplendor, el
otro en lo sombrío y repugnante, funciones cardinales y simétricas, uno manda
el ejército, del cual el otro está excluido. Son igualmente intocables: se mancharía al primero tocándole
o aun mirándole (hay que bajar los ojos ante un superior). Se mancharía uno
mismo al contacto del segundo. Así, en las sociedades primitivas, ambos están
sometidos a numerosas interdicciones que los apartan de la existencia común[44] y hasta hace poco,
todavía, estaba prohibido al verdugo entrar en un lugar público. Es difícil
casarse con el rey, y es igualmente difícil casarse con el verdugo. El primero
no se une con cualquiera. Con el segundo, cualquiera no consiente en unirse. El
nacimiento aísla a ambos en su grandeza o en su ignominia pero, representando
los dos polos de la sociedad, se atraen mutuamente, tienden a reunirse por
encima del mundo profano. Sin que sea necesario hacer aquí el estudio del
verdugo en la mitología y el folklore, hay que insistir, sin embargo, en la
frecuencia con que. en los cuentos, el amor une a la reina con el verdugo (o su
hijo) y al ejecutor con la hija del rey. Es, en particular, el tema de una
leyenda de la Baja Austria del cual sacó Karl Zuckmayer su célebre pieza
teatral Der Schelm von Bergen. En
otros relatos, la reina, durante un baile de máscaras, danza con un hermosísimo
caballero de rojo antifaz, de quien se enamora locamente y que no es otro que
el verdugo. En un tercer tipo de cuentos, el hijo del verdugo conquista a una
princesa, por ser el único que logra vencer el sortilegio que la sume en mágica
melancolía, que la priva de sueño o que, al contrario, le impide despertar[45]. Tal como el rey asume a
veces funciones sacerdotales, y en todo caso se encuentra clasificado del mismo
lado que el sacerdote y Dios, ocurre que el verdugo aparezca como el personaje
sacrosanto que representa a la sociedad en todos los actos religiosos. Se le
confía la consagración de las primicias de la cosecha[46]. Pero pertenece en
general al aspecto irregular, siniestro, maléfico, del mundo sobrenatural. Es
una especie de brujo, de sacerdote al revés; puede comulgar, pero debe recibir
la hostia con las manos enguantadas, cosa que se prohíbe a todos los demás
fieles: cuando los padres niegan su consentimiento al matrimonio de dos
jóvenes, cuando la Iglesia, por algún motivo, no acepta bendecir su unión, van
a buscar al verdugo que los casa uniendo sus manos, no sobre un libro santo
sino sobre una espada. Además, vestido de rojo, el ejecutor en cierto modo es
asimilado al diablo. Su arma esconde toda la contagiosidad de lo sacro: lo que
se pone en contacto con ella le queda dedicado y le pertenecerá tarde o
temprano. En un cuento de Clément Brentano, por inadvertencia, una joven posa
la mano en el hacha del verdugo: ya está; haga lo que haga, está destinada al
cadalso y, efectivamente, le corta la cabeza el mismo hierro que
imprudentemente ha tocado.
Se
atribuyen al verdugo, como a un personaje sobrenatural, los fenómenos meteorológicos.
En Saint-Malo, cuando nieva, dicen que “el verdugo descañona sus gansos”. En un
conjuro contra la niebla, se la amenaza, para hacerla huir, con la llegada del
verdugo que la estrangulará “con su perra y su perro”. Desempeña el papel de
personaje legendario cuyo paso ha marcado la naturaleza, el paisaje, el lugar.
En el “Bocage” normando, un riacho se llama “el arroyo de las manos sucias”.
Otrora, sus aguas eran puras. Pero desde que el verdugo se lavó allí las manos
ensangrentadas, después de haber despellejado a un personaje local, han quedado
mancilladas. En virtud de esa ley que atribuye a todo lo que causa horror un
poder eficaz de curación, una vertiente de Saint-Cyr en Talmondois, llamada “Fuente
del Brazo Rojo” porque —según la tradición— allí se ahogó un verdugo, tiene
fama de estar dotada de virtudes curativas. Los curanderos de verrugas, de
excrecencias de toda índole, van allá a pronunciar sus fórmulas, como si el
ejecutor, el que hace rodar las cabezas, hubiera comunicado al agua el poder de
hacer caer, ella también, todo lo que
sobresale[47].
De
un modo general, el verdugo pasa por brujo. En verdad está bien colocado, por
sus funciones, para poseer en abundancia los múltiples ingredientes extraídos
de los cadáveres de los reos, con los cuales la magia se complace en componer
sus remedios. Le compran grasa de ahorcado, con que se curan los reumatismos, y
raspadura de cráneo humano, que se utiliza contra la epilepsia. Sobre todo,
comercia con la mandrágora que crece al pie de los patíbulos y cuya posesión
procura mujeres, tesoros y poderío. Conservó durante mucho tiempo el privilegio
de vender los despojos de los supliciados, que la superstición siempre
considera como talismanes; el pueblo de París se disputó apasionadamente los de
la marquesa de Brinvilliers. Aquí también se advierte el Vínculo que une al
poder soberano las fuerzas oscuras y poderosas que residen en el verdugo y en
el crimen. En el palacio del emperador de Monomotapa, estado otrora poderoso
del sudeste africano, había una pieza en que se calcinaban los cuerpos de los
condenados; sus restos servían para fabricar un elixir reservado para el uso
exclusivo del potentado.
Es
inútil hacer conjeturas —como se ha venido haciendo— sobre la práctica de
supercherías para explicar tal situación. Puede admitirse que los verdugos
hayan empleado subterfugios en ciertas ejecuciones, practicando, debajo de la
cuerda, una abertura en la arteria del cuello del ahorcado, y dejando de dar a
éste la patada en las vértebras cervicales, destinada a acabarlo[48]. Pero es preciso negarse
a ver en eso nada que haya podido hacer atribuir al verdugo la capacidad de
resucitar a los muertos. Si el engaño se intentó jamás, era conocido y no pudo
servir para que Se atribuyera al ejecutor un poder que, por otro lado, en
ninguna parte se atestigua. Al contrario, es patente que los conocimientos
médicos que se les atribuyen provienen de la naturaleza misma de su oficio, de
la facilidad que de él deriva para procurarse las sustancias que requiere la
composición de los diversos ungüentos, y del género de vida que estaban
obligados a llevar. Aun en el siglo XIX, el verdugo desempeña el papel de
curandero y hace una competencia solapada al médico diplomado. El de Nimes es
célebre. Un inglés que padecía una tortícolis rebelde, abandonado por los
profesores de la Universidad de Montpellier a quienes —cruzando al Canal de la
Mancha— había ido a consultar, acaba por confiarse a sus cuidados. El verdugo
simula ahorcarle y le cura. La anécdota habla por sí sola. Tal como los jóvenes
que desesperan de recibir la
bendición regular de las autoridades
eclesiásticas se hacen casar por el maldito, los pacientes que desesperan de la ciencia oficial van a golpear a su puerta para
lograr la curación. Así, en forma constante, se ve al verdugo oponerse y
sustituirse a las instituciones que reconoce, respeta y sostiene la sociedad, y
que, en cambio, reflejan sobre ella la veneración y el prestigio de los cuales
son rodeadas. Quienes pierden la fe en estos organismos todopoderosos, quienes
ya no esperan de ellos la realización de sus esperanzas, se vuelven hacia su
contrapartida siniestra y despreciada, que no está constituida en cuerpo como la Justicia, la Iglesia, la
Ciencia, que vive apartada, al margen,
que se huye y se persigue a la vez, que se teme y que se maltrata: cuando Dios
no responde, se dirigen al Diablo, cuando el médico es impotente, al curandero,
cuando los Bancos se niegan, al usurero. El verdugo abarca ambos mundos. Tiene
mandato de la ley pero es su último servidor, el que se halla más cerca de las
regiones oscuras, periféricas en que se mueven o están ocultos aquellos a
quienes combate. Parece emerger de una zona turbia y terrífica a la luz del
orden y de la legalidad. Aparentemente, se disfraza con la ropa que viste para
oficiar. La Edad Media no le permitía residir en el interior de las ciudades.
Su casa estaba edificada en los baldíos de los suburbios, tierra de elección de
los criminales y las prostitutas. Durante mucho tiempo, la condición de verdugo,
disimulada al alquilar un inmueble, era causa valedera de anulación del
contrato. Aún hoy, en París, el transeúnte observa con sorpresa, en la Place;-Saint
Jacques, miserables casuchas bajas, perdidas al pie de altos edificios de
renta: allí vivían antaño el verdugo y sus ayudantes, y se depositaban los
palos de la horca. Casualidad o prejuicio, nadie hasta hoy las ha adquirido
para derribarlas y edificar en ese sitio. En España, la casa del ejecutor se
pintaba de rojo. El mismo debía llevar una casaca de paño blanco orlada de
escarlata y cubrirse la cabeza con ancho sombrero. Porque importa señalar su
antro y su persona al horror de sus semejantes.
Todo
vincula al verdugo a la parte no asimilada del cuerpo social. La más de las
veces es un criminal perdonado. En otros tiempos, era el último habitante instalado en la ciudad: en Suabia, el último concejal elegido: en Franconia,
el último casado. Desempeñar las
funciones de ejecutor se convierte así en una especie en un cargo confiado a la
persona que se encuentra en un período marginal y que debe asumirlo hasta que
un recién venido ocupe su sitio de último
en llegar[49]
y lo suelde definitivamente a los demás miembros de la colectividad.
Hasta
las rentas de los verdugos parecerían condenadas a ser inconfesables. Alquilaba
los puestos de la plaza de la Picota. Es dueño —o se le atribuye la
administración— de los prostíbulos. Bajo el antiguo régimen, cobraba un derecho
a las prostitutas. Rechazado por la sociedad, comparte la suerte de todo lo que
ella reprueba y mantiene apartado. Es nombrado por carta de la Gran
Cancillería, rubricada por el rey mismo. Pero se le arroja el documento bajo la
mesa, a donde debe ir a recogerlo, arrastrándose. Es, ante todo, el hombre que
acepta matar a los hombres en nombre de la ley. Tan sólo el soberano del Estado
tiene el derecho de vida y muerte sobre los ciudadanos de una nación, y es el
verdugo, tan sólo, quien aplica este derecho. Deja al soberano la parte
prestigiosa, y se encarga de la parte infamante. La sangre que mancha sus manos
no salpicará al tribunal que pronunció la sentencia: el ejecutor toma sobre sí
todo el horror de la ejecución. Por el mismo hecho se encuentra asimilado a los
criminales que sacrifica. Aquellos a quienes están destinados a proteger los
terribles ejemplos cuyo artesano es, se apartan de él, le miran como a un
monstruo, le desprecian y le temen en la misma medida que temen a aquellos de
los cuales está encargado el verdugo de librarlos definitivamente. Llega esto
hasta el punto de que su muerte, aparentemente, rescata la vida de un criminal.
Es anexado por el mundo de perdición en cuya frontera se halla colocado como
centinela vigilante e implacable, a la vez que se ve abrumado y rechazado por
quienes le deben su seguridad. Javier de Maistre, al final del retrato
impresionante que hizo del verdugo, del terror que inspira, de su aislamiento
entre sus semejantes, ha señalado justamente que ese colmo viviente de
abyección es, sin embargo, la condición y el sostén de toda grandeza, de todo
poderío, de toda subordinación. “Es el horror y el vínculo de la asociación
humana” concluye. No podía manifestar con fórmula más feliz hasta qué punto el
ejecutor constituye el “pendant” solidario y antitético del “honor y el vínculo”
de esa asociación, del soberano cuya majestad supone la mitad de oprobio que
asume su abyección.
Se
comprende, en estas condiciones, que la ejecución capital del rey llene de
asombro y espanto al pueblo, y aparezca como el punto culminante de las
revoluciones. Reúne los dos polos de la sociedad, para hacer sacrificar a uno
por el otro, para asegurar una victoria momentánea de las fuerzas de desorden y
de tinieblas sobre las potencias de orden y de luz. Este triunfo sólo dura el
instante en que cae el hacha, porque el acto no es menos sacrificio que
sacrilegio. Atenta a una majestad, pero este atentado sirve para fundar otra, y
de la sangre del soberano nace la divinidad de la nación. Cuando el verdugo
muestra al pueblo la cabeza del monarca, atestigua la perpetración de un
crimen, pero al mismo tiempo comunica a la concurrencia, bautizándola con
sangre real, la virtud santa del soberano decapitado.
Sea
cual fuere el carácter paralizante de tal gesto, no hay que esperar que haya
recibido jamás en la historia una significación más precisa, en cuanto se sale
de las sociedades en que la ejecución periódica del rey forma parte del juego
regular de las instituciones, entra en su funcionamiento normal a título de
rito de rejuvenecimiento o de expiación. Tales representaciones no tienen
relación alguna con la ejecución del soberano, tal como ocurre en el curso de
una crisis de régimen o de dinastía, cuando se presenta como episodio de
naturaleza y función puramente políticas, aun si ha suscitado en cierto número
de personas, como es normal, reacciones individuales
de carácter netamente religioso. Lo cual no impide tener por seguro que, en la conciencia popular, la
decapitación del rey aparece infaltablemente como la cima de la revolución. Es
para la multitud el espectáculo sangriento y solemne de la transmisión de
poderes, la ceremonia que santifica al pueblo en nombre de quien se realiza.
Muy
significativa, a este respecto, es la actitud de la Revolución Francesa con
respecto al ejecutor. Se asiste a numerosas manifestaciones claramente
destinadas a integrarle en la esfera
noble, justa, respetada del mundo social. El Padre Maury le discute aún el 23
de diciembre de 1789 los derechos de ciudadano activo. La Convención irá más
lejos que acordárselos. No hay marca de honor que no se le prodigue. Lequinio,
representante del pueblo en misión, abraza públicamente al verdugo de Rochefort
después de haberle invitado a comer y sentado a la mesa frente a él; le hacen
abrir el baile en las fiestas oficiales. Un decreto de la Convención da a los
ejecutores de justicia el grado de oficiales en los ejércitos de la República.
Un general hace grabar la guillotina en su sello. La Asamblea refuerza la
prohibición de darles el nombre infamante de verdugos. Se discute el nuevo
título que ha de dárseles. Se propone el de “Vengador del Pueblo”. En el curso
del debate, Mathon de la Varenne hace su apología: se indigna de que el castigo
del culpable sea “deshonroso para quien se lo hace sufrir”. Por lo menos, según
él, la ignominia debería ser repartida entre todos los que colaboran en la obra
de justicia, desde el presidente del tribunal hasta el último escribiente.
A
esta promoción del verdugo corresponde la destitución del rey. Se hace entrar a
uno en la legalidad en el momento en que se hace salir de ella al otro. El
discurso pronunciado por Saint-Just el 13 de noviembre de 1792, y que causó tal
sensación en la opinión pública que los historiadores lo consideran como el
acto mismo que determinó la condena de Luis XVI, está consagrado enteramente a
legitimar la exclusión del monarca de la protección de las leyes. La fría e
implacable lógica del orador muestra que no hay término medio: Luis debe
“reinar o morir”. No es ciudadano, no puede votar, no puede llevar las armas.
Las leyes de la ciudad no están hechas para él. En una monarquía, está por
encima de ellas: en una República, está fuera de la sociedad por el simple
hecho de haber sido rey. ‘‘No se puede reinar inocentemente”. Del mismo modo
hemos visto al verdugo escapar a las leyes: él tampoco podía llevar las armas y
querían quitarle el derecho de votar, como si no se pudiera ser verdugo
inocentemente. La situación está invertida. La comunidad rechaza al rey de su seno
y convierte al ejecutor en mandatario honroso de la soberanía popular.
Saint-Just no oculta que la muerte del rey será la fundación misma de la
República y constituirá para ella “un vínculo de espíritu público y de unidad”[50].
Si
la decapitación de Luis XVI se ofrece así como prenda y símbolo del
advenimiento de un nuevo régimen, si su destitución aparece tan precisamente
simétrica con la ascensión del verdugo, se comprende que la ejecución del 21 de
enero de 1793 puede ocupar, en el curso de la Revolución, el sitio
correspondiente a una especie de paso por el cénit. Representa verdaderamente
el punto culminante de una curva y provee la ilustración más densa, más
apretada, más vigorosa de la crisis entera, y la que la resume más
completamente en la memoria.
Al
contrario, la ejecución de María Antonieta no fue, de ningún modo, asunto de
Estado. No hizo renacer la majestad de un rey en la majestad de un pueblo. La “Viuda
Capeto” comparece ante el Tribunal Revolucionario y no ante la Convención, es
decir ante jueces y no ante los representantes de la nación. Se encarnizan con
su vida privada. Se persigue en ella tanto a la mujer como a la reina. Se
ingenian para deshonrarla. La multitud la insulta mientras la carreta la
conduce al cadalso. Un diario, al informar sobre la ejecución, observa que fue
preciso que “bebiera largamente la muerte”.
Incontestablemente,
esta vez, un componente sádico desempeña su papel en los aplausos de la
asistencia que ve a la reina entregada al verdugo. La escena parece la
contraparte de los cuentos en que la soberana se enamora del ejecutor. El amor
y la ejecución acercan extrañamente a los representantes de los dos polos de la
sociedad. El beso de la reina y del maldito parece un rescate del mundo de las
tinieblas por el de la luz. La caída de la real cabeza, la ejecución
ignominiosa de la reina, manifiesta la victoria de las potencias de la
condenación. Más que la muerte del rey, suscita generalmente el horror y la
reprobación, causa mayor estremecimiento, suscita las reacciones más violentas.
Porque, en los patíbulos de la historia o en los bailes de máscaras de la
leyenda, el encuentro de la reina con el verdugo confiere la significación más
accesible, la más directamente conmovedora —al trasponerla al terreno pasional—
a los instantes en que las fuerzas opuestas de la sociedad se miden y se cruzan
y, como los astros, entran en conjunción para alejarse inmediatamente y volver
a ocupar su lugar a distancia respetuosa unas de otras.
Así,
el verdugo y el soberano forman pareja. Aseguran de consuno la cohesión del
cuerpo social, uno llevando el cetro y la corona, y atrayendo sobre su persona
todos los honores adscriptos al poder supremo; el otro, llevando el peso de los
pecados que arrastra necesariamente su oficio, por justo y moderado que sea. El
horror que suscita es la contrapartida del esplendor que rodea al monarca, cuyo
derecho de gracia supone, a la inversa, el ademán mortífero del ejecutor. La
vida de los hombres está en manos de ambos; por consiguiente, no es extraño que
sean objeto de sentimientos de horror o de veneración cuya naturaleza sagrada
se advierte claramente. Uno protege todo lo que se respeta, todo lo que
constituye los valores y las instituciones en torno de las cuales gravita la
sociedad entera; el otro parece contaminado por las máculas de aquellos de
quienes libra a la sociedad, extrae su provecho de las prostitutas, tiene fama
de brujo. Le rechazan hacia las tinieblas exteriores, hacia el mundo sombrío,
hormigueante, inasimilable, espantoso que persigue la justicia y de la cual es,
sin embargo, ministro. Por consiguiente, puede considerarse que no hizo mal la
prensa en dedicar artículos tan extensos a la muerte de Anatole Deibler.
Permitió reconocer hasta qué punto el verdugo sigue siendo un personaje de
leyenda, hasta qué punto conserva en las imaginaciones las grandes líneas
desaparecidas de su ser de antaño. Ha mostrado que no hay sociedad tan
totalmente conquistada por las potencias de abstracción como para que el mito y
las realidades que le dan vida pierdan en ella, completamente, sus derechos y
sus poderes.
Roger Caillois, Sur,
n.º 56, mayo de 1939, pp. 17-38
[1] Probablemente en
las Memorias de Deibler publicadas
otrora por Paris-Soir. Estas mismas memorias, por otra parte, ya están estilizadas
desde un principio, pues fueron redactadas por un periodista que alquiló una
pieza en la casa del verdugo para recoger sus confidencias por cuenta de su
diario.
[2] Le Figaro (no cabe
duda de que se trata de un infundio: no se decapita “con urgencia”).
[3] Excelsior.
[4] Le Figaro.
[5] Paris-Soir.
[6] L'Intransigeant.
[7] Paris-Soir (título).
[8] Paris-Soir (subtítulo).
[9] El Point-du-Jour
es un sector del barrio de Auteuil. Su nombre significa casi literalmente “despuntar
del alba”. — (N. del T.).
[10] Le Figaro.
[11] Le Figaro, L'Intransigeant, etc.
[12] Le Figaro
[13] Excelsior.
[14]Paris-Soir.
[15] La Liberté.
[16] L'Ordre.
[17] Le Figaro (Les Echos, p. 2).
[18] Le Figaro.
[19] Paris-Soir.
[20] Paris-Soir, Ce Soir.
[21] Paris-Soir (demás
esta señalar el carácter “gratuito” de estos detalles),
[22] Paris-Soir.
[23] Le Progrès de Lyon.
[24] L’Intransigeant.
[25] L’Intransigeant, Ce
Soir, Le Progrès de Lyon.
[26] Ce Soir.
[27] Le Figaro.
[28] Paris Soir.
[29] 1 L'Epoque.
[30] L'Intransigeant.
[31] Le Figaro.
[32] Ce Soir.
[33] Paris-Soir.
[34] 5 L'Humanité, L´ Action Française, L´ Ere Nouvelle.
[35] L'Humanité, Le Petit Parisien, Paris-Soir.
[36] L'Intransigeant.
[37] La Liberté.
[38] Excelsior.
[39] Le Jour.
[40] Ce Soir.
[41] L´Ordre.
[42] Confesiones XI, 9, 1: “Et inhorresco, et inardesco.
Inhorresco in quantum dissimilis ei sum. Inardesco in quantum similis ei sum”.
[43] Siéntese uno
tentado de interpretar así algunos detalles aberrantes de los artículos
dedicados a la muerte de M. Deibler. Acaso sea temerario, pero la ausencia de toda
explicación es una excusa para proponer una. Se dice que el verdugo se consoló
de sus amores desgraciados con la hija del carpintero Heuteloup con “la petite
reine” (L'Intransigeant), expresión
que, al parecer, designa a los concursos ciclistas. Hay motivo de preguntarse
si el ejemplo de esta extraña metáfora no ha sido provocado por el sentimiento
más o menos consciente de la situación homologa, en toda sociedad, del jefe del
estado y del verdugo. Un periodista pregunta quién es el funcionario francés,
único en su género, cuyo nombre contiene las letras L. E. B y R y pretende que
el hombre de la calle contestará que se trata de M. Lebrún. Sin duda no hay que
pedir a tales chistes más de lo poco que son susceptibles de aportar, pero por
lo menos esto último atestigua que el magistrado supremo y el verdugo de la
República tienden a formar pareja en el espíritu.
[44] En cuanto al rey
es cosa harto conocida: en cuanto al verdugo, ver, por ejemplo, Frazer “Tabou
et les périls de l'âme”, trad. francesa, París, 1927, p. 150-51.
[45] Estos datos me
fueron comunicados por M. Hans Mayer a quien agradezco aquí muy vivamente.
[46] 2 Frazer: Le Bouc émissaire,
trad. francesa, Paris, 1925, ps. 158 y 407 (n* 440).
[47] P. Sébillot: Le Folklore de la France, Paris 1906, I, 86; I, 119; II, 282; II.
374. , •
[48] Charles Durand, en
un manuscrito inédito citado en el artículo “Bourrau” del Grand Larousse.
[49] “Dernier venu”:
esta expresión tiene un sentido netamente peyorativo francés. — (N. del T.).
[Nota del autor:] Parecen
prestarse muy particularmente las circunstancias actuales a un trabajo crítico
referente a las relaciones mutuas del ser del hombre y el ser de la sociedad,
lo que él espera de ella, lo que ella exige de él.
Los últimos veinte
años han asistido, en efecto, a uno de los más considerables tumultos
intelectuales que se puedan imaginar. Nada duradero, nada sólido, nada que
funde; todo se pulveriza y pierde sus aristas, aunque el tiempo apenas haya
dado un paso más. Pero existe una extraordinaria y casi inconcebible
fermentación: los problemas de la víspera se plantean de nuevo cada día y un
sinnúmero de otros —nuevos, extremos, desconcertantes— son incansablemente
inventados por espíritus de prodigiosa actividad y no menos prodigiosa
incapacidad de paciencia y continuidad. En resumen: una producción que inunda
realmente el mercado, sin proporción con las necesidades y la capacidad misma
del consumo.
De hecho, muchas
riquezas, muchos espacios vírgenes bruscamente abiertos a la exploración y, a
veces, a la explotación: el sueño, lo inconsciente, todas las formas de lo
maravilloso y del exceso (lo uno definiendo a lo otro), un individualismo
furioso, que convertía al escándalo en valor, daba al conjunto una especie de
unidad efectiva y como lírica. Era, en verdad, pasarse de la meta: en todo
caso, es mucho dar a la sociedad eso de complacerse tanto en provocarla. Quizá
deba verse ahí el germen de una contradicción cuya amplitud creciente tenía que
acabar por dominar, bajo un cierto registro, la vida intelectual de la época:
intentando los escritores, con torpeza o soberbia, participar de las luchas
políticas, y viendo acordarse tan mal sus preocupaciones intimas con las
exigencias de su causa, que pronto debían someterse o abandonar la empresa.
De esas dos determinaciones
opuestas, investigación de los fenómenos humanos de gran profundidad,
solicitación imperativa de los hechos sociales, ninguna puede ser dejada de
lado sin que muy pronto se lo lamente. En cuanto a sacrificar a la una por la
otra o esperar que sea posible seguirlas ambas paralelamente, la experiencia no
ha dejado de mostrar a qué graves errores exponían tan falsas soluciones. De
otro lado debe venir la salvación.
Ahora bien, desde
hace medio siglo, las ciencias del hombre han progresado con rapidez tal que
aún no se tiene suficientemente la conciencia de las posibilidades nuevas que
ofrecen, muy lejos de haberse tenido el tiempo y la audacia de aplicarlas a los
múltiples problemas que plantea el juego de los instintos y de los mitos que
las componen o movilizan en la sociedad contemporánea. Resulta naturalmente de
dicha carencia que todo un aspecto de la vida colectiva moderna, su aspecto más
grave, sus capas profundas, escapan a la inteligencia. Y esta situación no sólo
tiene como efecto volver a! hombre a las vanas potencias de sus sueños, sino
alterar la comprensión del conjunto entero de los fenómenos sociales y viciar
en su principio las máximas de acción que en ella encuentran referencia y
garantía.
Esta preocupación
de volver a encontrar, traspuestos en la escala social, las aspiraciones y los
conflictos primordiales de la condición individual, es la base del Colegio de
Sociología. Es la conclusión del texto que notifica su fundación y define su
programa. Necesitamos transcribirlo aqui sin demora:
1. En
cuánto se atribule una importancia particular al estudio de las estructuras
sociales, se advierte que los pocos resultados obtenidos por la ciencia en este
dominio no sólo son generalmente ignorados, sino que, además, están en
contradicción directa con las ideas corrientes acerca de estos temas. Esos
resultados, tales como se presentan, parecen sumamente promisorios y abren
perspectivas insospechadas para el estudio del comportamiento del ser humano.
Pero siguen siendo tímidos e incompletos, por una parte, porque la ciencia se
ha limitado demasiado al análisis de las estructuras de las sociedades llamadas
primitivas —descartando las sociedades modernas— y, por otra, porque los
descubrimientos realizados no han modificado tan profundamente como debería
esperarse los postulados y el espíritu de la investigación. Aun parece que
obstáculos de naturaleza particular se oponen al desarrollo de un conocimiento
de los elementos vitales de la sociedad: el carácter necesariamente contagioso
y activista de las representaciones que el trabajo pone de relieve parece ser
responsable de ello.
2. Por
consiguiente, hay motivo de desarrollar entre quienes se proponer, llevar lo
más lejos posible las investigaciones en ese sentido, uno comunidad moral, en
parte distinta de la que une habitualmente a los sabios, y vinculada
precisamente al carácter virulento del terreno estudiado y de las
determinaciones que en él se revelan poco a poco.
Esa comunidad no es por ello menos libremente
accesible que la de la ciencia constituida, y toda persona puede aportarle su
punto de vista personal, sin consideración de la preocupación particular que la
induce a tomar conocimiento más preciso de los aspectos esenciales de la
existencia social. Sean cuales fueren su origen y su meta, se considera que
esta preocupación es suficiente por si sola para fundar los vínculos necesarios
para la acción común.
3. El
objeto preciso de la actividad contemplada puede recibir el nombre de
sociología sagrada, por cuanto implica el estudio de la existencia social en
todas aquellas manifestaciones en que se manifiesta la presencia activa de lo
sagrado. Se propone así establecer los puntos de coincidencia entre las
tendencias obsesivas fundamentales de la psicología individual y los
estructuras dirigentes que presiden la organización social y ordenan sus
revoluciones.
El hombre valora al
extremo ciertos instantes raros, fugitivos y violentos, de su experiencia
intima. El Colegio de Sociología parte de ese dato y se esfuerza por descubrir
movimientos equivalentes —en el corazón mismo de la existencia social— en los
fenómenos elementales de atracción y de repulsión que la determinan, así como
en sus composiciones más acusadas y significativas, tales como las iglesias,
los ejércitos, las cofradías, las sociedades secretas. Tales problemas
principales dominan este estudio: el del poder, el de lo sagrado, el de los
mitos. Su solución no es tan sólo materia de información y de exégesis: es
necesario, además, que abarque la actividad total del ser. Por cierto, necesita
una labor emprendida en común con una seriedad, un desinterés, una severidad
crítica capaces no sólo de acreditar los resultados eventuales, sino de imponer
respeto desde el principio de la investigación. Empero, oculta una esperanza de
orden muy distinto que da todo su sentido a la empresa: la ambición de que la
comunidad así formada se desborde de su plan inicial, se deslice de la voluntad
de conocimiento a la voluntad de potencia, se convierta en núcleo de una más
vasta conjuración. Oculta el cálculo deliberado de que ese cuerpo encuentre un
alma.
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