domingo, 16 de septiembre de 2018

Entrevista a Vladimir Nabokov sobre "Lolita" (Sur, enero/febrero de 1960)


ENTREVISTA A NABOKOV SOBRE “LOLITA
Redactor. — En Francia, como en todas partes, por lo demás, Lolita ha tenido gran éxito. ¿Lo esperaba usted?
Vladimir Nabokov. — Cuando un autor escribe un libro, tiene de su libro cierta visión. El éxito está contenido en esa visión. Si escribe un libro es para que se publique; si se publica, es para que se lea; y para que se lea bien. Es decir, para que tenga éxito. Es un elemento del libro mismo.
Debo agregar que Lolita es mi libro favorito, el que prefiero entre las docenas que he escrito en ruso y en inglés. Me dije: hay muchos lectores en el mundo. Lo leerán.
R.— ¿De qué naturaleza ha sido el éxito de Lolita en los Estados Unidos?
V. N. — Un éxito artístico y filosófico, no de escándalo. Extrañamente, los norteamericanos no han considerado Lolita como un libro que no había que poner en todas las manos. Los jóvenes lo leían como cualquier otra cosa. En seguida venían a buscarme —estudiantes, escolares— y me decían: "Traigo un ejemplar de Lolita. Quisiera ofrecérselo para Pascuas a papá, para Navidad a mamá; ¿podría usted firmármelo, señor Nabokov?" Yo no firmaba los ejemplares, pero lo que importa es que dieran ese paso. Después, el papá y la mamá lo leían, y no me llegaba ningún reproche. Al contrario: grupos religiosos me han pedido conferencias sobre Lolita. Que no he dado. Y he recibido del mundo entero cartas de lectores entusiasmados con el libro y que hablan de él con sutileza.
R. — Muchos lectores consideran que Lolita encubre, bajo su anécdota, una devastadora historia de amor. ¿Fue lo que usted se propuso al escribirlo?
V- N.— Hay en Lolita algo lleno, lleno como un huevo; algo armonioso. Me parece que un escritor percibe su libro como cierto dibujo que desea reproducir, y creo haber reproducido bastante bien ese dibujo. Está el contorno, y también los detalles. Hubo un momento en que me dije: “Bueno, se acabó. Ya no puedo agregar nada.” Quizá después haya eliminado algunas páginas, por aquí, por allá. En fin, ahí está la novela. He luchado con ella durante años. Tenía otras cosas que hacer: mis conferencias en la universidad de Cornell y un libro, un trabajo erudito sobre Pushkin que me ha tomado diez años (iba a decir cien...). Sólo durante las vacaciones escribía Lolita. Mi mujer y yo recorríamos Norteamérica, toda Norteamérica... los motels... . Cazábamos mariposas en los Montes Rocosos y cuando llovía, cuando el tiempo estaba gris, si yo no me sentía fatigado me instalaba en nuestro automóvil que estacionábamos junto a la cabina del motel. Escribía. Escribía una página, dos páginas. Si la cosa andaba, continuaba escribiendo...
R— ¿Escribía usted en su automóvil?
V. N.  — Sí, escribo a mano, en esas tarjetas que llamamos "index-cards”. Escribo a lápiz. Mi sueño sería tener siempre un lápiz con buena punta. Después paso el primer borrador en papel común, con tinta. Después mi mujer lo pasa a máquina. Yo no sé escribir a máquina. No sé hacer nada con las manos. Ni siquiera conducir un automóvil.
R. — ¿No decía usted que cazaba mariposas?
V. N. — ¡Oh, es lo único! Cuando comienzo a desmontar, a desmembrar una mariposa para examinarla con el microscopio, desarrollo de golpe manos delicadas, dedos afilados, y lo puedo todo. Pero sólo entonces. En seguida me vuelvo “all thumbs”, como dicen los ingleses. "Todo pulgares”.
R. — ¿Corrige usted mucho sus libros?
V. N.— Constantemente. Por eso escribo al principio con lápiz: puede uno tomar la goma y borrar. Escribir, en mí, no surge como un chorro. Me significa mucho, mucho trabajo. Una carta, hasta una tarjeta postal, me toma horas. No sé por qué.
R. — ¿Cómo eligió el nombre Lolita?
V. N.  — Empecé por Dolores. Es un nombre muy lindo, Dolores. Un nombre con un largo velo, un nombre de ojos líquidos. El sobrenombre de Dolores es Lola, y el diminutivo de Lola, Lolita. ¿Sabe usted dónde hay una Dolores? Acabo de recordarlo en este instante: en Montecristo. Yo lo leía de pequeño.
R. — ¿Es que el tema de Lolita no está en sus libros desde hace mucho tiempo ?
V.N.— Es lo que pretenden los críticos. Tengo chiquillas por aquí, muchachas muy jóvenes por allá, quizá un poco perversas. . . No lo sé. Voy a publicar un libro de recuerdos en Gallimard. En ese libro evoco un amor de mi niñez. Hablo de una chiquilla que conocía en la playa de Biarritz. Yo tenía diez años; ella, nueve. Fue un amor enteramente platónico. Es absurdo ver en él a la primera Lolita.
R.— ¿Es usted quien inventó la expresión "nínfula’?
V.N. — Sí, soy yo. Existía "ninfa”, desde luego, y Ronsard, que gustaba de los diminutivos latinos, ha usado "nymphette” en un soneto. Pero no en el sentido en que yo lo utilizo. Para él se trata de una ninfa benévola.
R.—La suya no lo es, en efecto. ¿No cree usted haberse mostrado bastante duro con Lolita?
V.N. — Sí. Pero es también un personaje muy patético. Hacia el final del libro, lector y autor sienten piedad por ella, por esa pobre niña inmolada en el altar de los motels. ¡Qué triste! Ella se casa con un pobre muchacho, ese Schiller, y entonces Humbert Humbert comprende que la ama y que esta vez es el verdadero amor. Ella no es ya bonita, no es ya graciosa, va a tener un hijo, y es ahora cuando él la ama. Es la gran escena de amor. Le dice: "Deja a tu marido y vente a vivir conmigo", y ella no entiende. Es siempre su Lolita y él la ama con un amor muy tierno. No ya con su antigua pasión morbosa. Después ella muere... . En la introducción hablaba yo de una Mrs. Schiller que ha muerto en un pueblito de Alaska, Gray Star. Era Lolita, pero como el lector no sabe que habría de casarse y llamarse Mrs. Schiller, no comprende. Sin embargo, ya todo está dado. Lolita ha muerto, puesto que el libro se publica y que ésa era la condición para que se publicara, Todo ello me ha costado lágrimas de sangre. Esos pequeños detalles. ... Es muy difícil hacer que un libro se sostenga desde el principio hasta el fin.
R.— ¿Escribe usted algún otro en estos momentos?
V.N. — Sí, una obra formidable. Ese trabajo sobre Pushkin de que le hablé. Cinco volúmenes. Acabo de terminarlo y está en manos de dos editores de Nueva York: Random House y Morning Press. Ahora descanso conversando un poco con usted. Bien pronto escribiré otro libro. Una novela, creo.
R.— ¿Sobre qué tema?
V. N. — No me lo pregunte. No puedo decírselo. Si empiezo a hablar de esas cosas, mueren. Es como una metamorfosis: no se produce si se la mira.
V. N. — Mucho se ha admirado el estilo de Lolita. ¿Cree usted que ha influido en él su perfecto conocimiento de tres lenguas: ruso, francés e inglés?
V. N. — Me gustan las palabras. Conozco bien esas tres lenguas, esa troika, esos tres caballos que siempre he atado a mi vehículo. Mi primera criada, mi nodriza, era inglesa. Después tuve una institutriz francesa. Durante todo ese tiempo, hablaba en ruso, claro está. Después, siete u ocho institutrices inglesas, un preceptor inglés y también un preceptor suizo.
R.— ¡Una educación de príncipe!
V. N. — Una educación a la Rousseau, más bien. En casa se hablaba en los tres idiomas. Pero en la mesa, para que no comprendieran los criados que servían, hablábamos en francés o en inglés.
R. — ¿Es indiscreto preguntarle en qué idioma piensa usted?
V./N. — ¿Es que se piensa en un idioma? Se piensa más bien por imágenes. Es el error que ha cometido Joyce, a mi juicio, la dificultad que no supo vencer por completo. Hacia el fin de Ulises, y en Finnegans Wake, hay un oleaje de palabras sin puntuación que intentan expresar el lenguaje interior. Pero las personas no piensan así. Piensan por palabras, desde luego, pero también por fórmulas hechas, por clisés. Y después por imágenes. La palabra se disuelve en imagen, y la imagen produce la palabra siguiente.
R.— ¿Qué diferencia de uso indicaría usted entre esas tres lenguas, esos tres instrumentos?
V. N.— Matices. Tomemos, por ejemplo, "frambuesa”. En francés, "framboise” es un color escarlata, un color bien rojo. En inglés, la palabra "raspberry” es más bien descolorida, quizá tenga un poco de pardo o de violáceo; en ruso, "malinoe” resplandece; es una palabra con asociaciones brillantes, llena de alegría; en ella tocan campanas. ¿Cómo quiere usted traducir?
R, — En Lolita, hace usted una sátira bastante violenta de Norteamérica.
V. N. — Quizá. Pero es una "maquette” de Norteamérica, y yo hubiera podido construir otra. He hecho una Norteamérica que me place, extraña, divertida, y he hecho circular a mis personajes entre sus jardines y sus montañas que he imitado, o más bien inventado. En cuanto a las ideas que le he dado a Humbert Humbert, son ideas bastante neutras. Las ideas de un profesor medio. No las mías.
R. — Parece, en efecto, bastante chocado por lo que hay de escandaloso en su aventura. En tanto que el autor establece cierta distancia, contempla con ironía el drama que hace Humbert Humbert a propósito de sus relaciones con Lolita. ¿No es verdad?
V.N.— Yo no tomo partido. ¡Allá Humbert Humbert! Es asunto suyo. Y por él muere. Podría decirse: en el fondo, ésta es la moral, el gendarme de la moral que llega al final del libro. Pero también... Humbert Humbert debía morir por ello. Si no, no hubiera habido libro. Más aún: Humbert Humbert no ha tenido la suerte de encontrarse donde debió encontrarse. En un Estado como Texas o Mississippi, es posible casarse con una niña de 11 años. ¡Pero mi buen hombre lo ignoraba!
R. — ¿Cómo es que usted no lo dice?
V. N. — Si lo dijera, ¡no habría libro!
R. — ¿Cuáles son sus ideas personales sobre Norteamérica?
V.N.— Es el país donde respiro a pleno pulmón.
R. — ¿No sufrió usted de lo que se llama su materialismo?
V.N.— De ningún modo. Es como en todos lados. Hay personas enojosas y personas interesantes, filisteos y gente decente. Todas las sociedades son materialistas. Ya lo eran cuando se escribía con una pluma de ganso y con polvo para secar la tinta.
R.— ¿Volverá usted a Rusia?
V. N. — No. A Rusia, no, jamás. Rusia se terminó para mí. Es un sueño que hice. Inventé a Rusia. Y el sueño salió muy mal. Se terminó.
R. — ¿Lee usted mucho?
V. N. — Sí, demasiado. Dos o tres libros por día. Y después olvido todo.
R. — ¿Lee usted novelas?
V. N. — Para ese trabajo sobre Pushkin he releído toda la literatura inglesa hasta Byron y toda la francesa hasta Chateaubriand. Leo rápido, pero me ha tomado tiempo. La nueva Eloísa, por ejemplo. Quedé muerto después, pero la leí. He leído también al Abate Prevost. Manon Lescaut es muy hermoso, uno de esos libros que sobrecogen, que producen un escalofrío. Una notita de violín, ¿sabe usted? Les sanglots longs des violons...
R.— ¿Piensa usted que todavía se escriben novelas de amor?
V. N. — Está Proust...
R. — Me refería a los contemporáneos.
V. N. — Yo tenía veinte años cuando murió Proust. Es un escritor de mis tiempos. Pero tome usted La jalousie, de Robbe-Grillet: he aquí una muy hermosa novela de amor. Uno de los libros más poéticos que conozco, que da ese pequeño escalofrío de que hablábamos.
R. — ¿En verdad?
V. N. — Sí, la más hermosa novela de amor que se ha escrito después de Proust. Pero no hablemos de los contemporáneos. Los pobres no se han muerto.
R. — Sí, no hay que matarlos por adelantado. ¿Le ha gustado Gide?
V. N. — No demasiado. Ha escrito cosas muy buenas. Les caves du Vatican... Pero, a la larga, es hartador. No conocía la vida. No sabe nada del mundo. Quizá su descripción de los pequeños árabes no está del todo mal... Un cierto género de frutas abrillantadas...
R. — ¿Va usted al teatro?
V. N. — Conozco muy bien el teatro de Scribe en que sacudían el polvo de los muebles en el primer acto... Y cuando era joven me gustaban mucho las piezas de Lenormand. ¿Todavía las representan?
R. —No.
V. N. — ¡Se acabó, se acabó! ¡Y era tan bonito, tan poético! No voy a menudo al teatro. La última vez fue en 1932.
R.— ¿Y al cine?
V. N. — Está la televisión. Ver un Hitchcock allí o allá es lo mismo, ¿no le parece?
R. — ¿Se interesa usted en el film que van a extraer de su novela?
V.N. — Sé que habrá una Lolita muy bonita, muy bien formada. Pero eso es todo.
R. — ¿Qué lo trae a Europa?
V. N. — Descansar y ver de nuevo a .mis amigos y a personas de mi familia. Tengo una hermana que no he visto desde 1935 y que vive en Ginebra. Voy a verla. Tengo también un hermano en Bruselas.
R. — ¿En qué año dejó usted Europa?
V.N. — En 1940. Me fui en el Champlain. Un barco encantador que navegaba en zigzag para evitar los submarinos, sin duda. Fue su último viaje. Después lo echaron a pique. Lástima.
R. — ¿Qué cambios ha encontrado en Europa desde hace veinte años?
V. N. — Los automóviles. Eso es todo, o casi todo. Y también hay más cuartos de baño.

Sur, 262, enero/febrero de 1960. pp. 30-35.
Traducción de Carlos Heredia de la entrevista de Anne Guérin
a Vladimir Nabokov: "Le bon M. Nabokov." /L'Express/ (Paris), 5-Nov-59, p.32-33.

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