ENTREVISTA A NABOKOV SOBRE “LOLITA”
Redactor.
— En Francia, como en todas partes, por lo demás, Lolita ha tenido gran éxito. ¿Lo esperaba usted?
Vladimir
Nabokov. — Cuando un autor escribe un libro, tiene de su libro cierta visión.
El éxito está contenido en esa visión. Si escribe un libro es para que se
publique; si se publica, es para que se lea; y para que se lea bien. Es decir,
para que tenga éxito. Es un elemento del libro mismo.
Debo
agregar que Lolita es mi libro
favorito, el que prefiero entre las docenas que he escrito en ruso y en inglés.
Me dije: hay muchos lectores en el mundo. Lo leerán.
R.—
¿De qué naturaleza ha sido el éxito de Lolita
en los Estados Unidos?
V.
N. — Un éxito artístico y filosófico, no de escándalo. Extrañamente, los norteamericanos
no han considerado Lolita como un
libro que no había que poner en todas las manos. Los jóvenes lo leían como
cualquier otra cosa. En seguida venían a buscarme —estudiantes, escolares— y me
decían: "Traigo un ejemplar de Lolita. Quisiera ofrecérselo para Pascuas a papá,
para Navidad a mamá; ¿podría usted firmármelo, señor Nabokov?" Yo no
firmaba los ejemplares, pero lo que importa es que dieran ese paso. Después, el
papá y la mamá lo leían, y no me llegaba ningún reproche. Al contrario: grupos
religiosos me han pedido conferencias sobre Lolita.
Que no he dado. Y he recibido del mundo entero cartas de lectores entusiasmados
con el libro y que hablan de él con sutileza.
R.
— Muchos lectores consideran que Lolita
encubre, bajo su anécdota, una devastadora historia de amor. ¿Fue lo que usted
se propuso al escribirlo?
V-
N.— Hay en Lolita algo lleno, lleno
como un huevo; algo armonioso. Me parece que un escritor percibe su libro como
cierto dibujo que desea reproducir, y creo haber reproducido bastante bien ese
dibujo. Está el contorno, y también los detalles. Hubo un momento en que me
dije: “Bueno, se acabó. Ya no puedo
agregar nada.” Quizá después haya eliminado algunas páginas, por aquí, por
allá. En fin, ahí está la novela. He luchado con ella durante años. Tenía otras
cosas que hacer: mis conferencias en la universidad de Cornell y un libro, un
trabajo erudito sobre Pushkin que me ha tomado diez años (iba a decir cien...).
Sólo durante las vacaciones escribía Lolita.
Mi mujer y yo recorríamos Norteamérica, toda Norteamérica... los motels... .
Cazábamos mariposas en los Montes Rocosos y cuando llovía, cuando el tiempo
estaba gris, si yo no me sentía fatigado me instalaba en nuestro automóvil que
estacionábamos junto a la cabina del motel. Escribía. Escribía una página, dos
páginas. Si la cosa andaba, continuaba escribiendo...
R—
¿Escribía usted en su automóvil?
V.
N. — Sí, escribo a mano, en esas
tarjetas que llamamos "index-cards”.
Escribo a lápiz. Mi sueño sería tener siempre un lápiz con buena punta. Después
paso el primer borrador en papel común, con tinta. Después mi mujer lo pasa a
máquina. Yo no sé escribir a máquina. No sé hacer nada con las manos. Ni
siquiera conducir un automóvil.
R.
— ¿No decía usted que cazaba mariposas?
V.
N. — ¡Oh, es lo único! Cuando comienzo a desmontar, a desmembrar una mariposa
para examinarla con el microscopio, desarrollo de golpe manos delicadas, dedos
afilados, y lo puedo todo. Pero sólo entonces. En seguida me vuelvo “all thumbs”, como dicen los ingleses.
"Todo pulgares”.
R.
— ¿Corrige usted mucho sus libros?
V.
N.— Constantemente. Por eso escribo al principio con lápiz: puede uno tomar la
goma y borrar. Escribir, en mí, no surge como un chorro. Me significa mucho,
mucho trabajo. Una carta, hasta una tarjeta postal, me toma horas. No sé por
qué.
R.
— ¿Cómo eligió el nombre Lolita?
V.
N. — Empecé por Dolores. Es un nombre
muy lindo, Dolores. Un nombre con un largo velo, un nombre de ojos líquidos. El
sobrenombre de Dolores es Lola, y el diminutivo de Lola, Lolita. ¿Sabe usted
dónde hay una Dolores? Acabo de recordarlo en este instante: en Montecristo. Yo lo leía de pequeño.
R.
— ¿Es que el tema de Lolita no está
en sus libros desde hace mucho tiempo ?
V.N.—
Es lo que pretenden los críticos. Tengo chiquillas por aquí, muchachas muy
jóvenes por allá, quizá un poco perversas. . . No lo sé. Voy a publicar un
libro de recuerdos en Gallimard. En
ese libro evoco un amor de mi niñez. Hablo de una chiquilla que conocía en la
playa de Biarritz. Yo tenía diez años; ella, nueve. Fue un amor enteramente
platónico. Es absurdo ver en él a la primera Lolita.
R.—
¿Es usted quien inventó la expresión "nínfula’?
V.N.
— Sí, soy yo. Existía "ninfa”,
desde luego, y Ronsard, que gustaba de los diminutivos latinos, ha usado "nymphette” en un soneto. Pero no en el
sentido en que yo lo utilizo. Para él se trata de una ninfa benévola.
R.—La
suya no lo es, en efecto. ¿No cree usted haberse mostrado bastante duro con Lolita?
V.N.
— Sí. Pero es también un personaje muy patético. Hacia el final del libro,
lector y autor sienten piedad por ella, por esa pobre niña inmolada en el altar
de los motels. ¡Qué triste! Ella se casa con un pobre muchacho, ese Schiller,
y entonces Humbert Humbert comprende que la ama y que esta vez es el verdadero
amor. Ella no es ya bonita, no es ya graciosa, va a tener un hijo, y es ahora
cuando él la ama. Es la gran escena de amor. Le dice: "Deja a tu marido y vente a vivir conmigo",
y ella no entiende. Es siempre su Lolita y él la ama con un amor muy tierno. No
ya con su antigua pasión morbosa. Después ella muere... . En la introducción
hablaba yo de una Mrs. Schiller que ha muerto en un pueblito de Alaska, Gray Star. Era Lolita, pero como el lector no sabe que habría de casarse y llamarse
Mrs. Schiller, no comprende. Sin embargo, ya todo está dado. Lolita ha muerto,
puesto que el libro se publica y que ésa era la condición para que se
publicara, Todo ello me ha costado lágrimas de sangre. Esos pequeños detalles.
... Es muy difícil hacer que un libro se sostenga desde el principio hasta el
fin.
R.—
¿Escribe usted algún otro en estos momentos?
V.N.
— Sí, una obra formidable. Ese trabajo sobre Pushkin de que le hablé. Cinco
volúmenes. Acabo de terminarlo y está en manos de dos editores de Nueva York: Random House y Morning Press. Ahora descanso conversando un poco con usted. Bien
pronto escribiré otro libro. Una novela, creo.
R.—
¿Sobre qué tema?
V.
N. — No me lo pregunte. No puedo decírselo. Si empiezo a hablar de esas cosas,
mueren. Es como una metamorfosis: no se produce si se la mira.
V.
N. — Mucho se ha admirado el estilo de Lolita.
¿Cree usted que ha influido en él su perfecto conocimiento de tres lenguas:
ruso, francés e inglés?
V.
N. — Me gustan las palabras. Conozco bien esas tres lenguas, esa troika, esos
tres caballos que siempre he atado a mi vehículo. Mi primera criada, mi
nodriza, era inglesa. Después tuve una institutriz francesa. Durante todo ese
tiempo, hablaba en ruso, claro está. Después, siete u ocho institutrices
inglesas, un preceptor inglés y también un preceptor suizo.
R.—
¡Una educación de príncipe!
V.
N. — Una educación a la Rousseau, más bien. En casa se hablaba en los tres
idiomas. Pero en la mesa, para que no comprendieran los criados que servían,
hablábamos en francés o en inglés.
R.
— ¿Es indiscreto preguntarle en qué idioma piensa usted?
V./N.
— ¿Es que se piensa en un idioma? Se piensa más bien por imágenes. Es el error
que ha cometido Joyce, a mi juicio, la dificultad que no supo vencer por
completo. Hacia el fin de Ulises, y en Finnegans Wake, hay un oleaje de palabras sin puntuación que intentan expresar el
lenguaje interior. Pero las personas no piensan así. Piensan por palabras,
desde luego, pero también por fórmulas hechas, por clisés. Y después por
imágenes. La palabra se disuelve en imagen, y la imagen produce la palabra
siguiente.
R.—
¿Qué diferencia de uso indicaría usted entre esas tres lenguas, esos tres
instrumentos?
V.
N.— Matices. Tomemos, por ejemplo, "frambuesa”.
En francés, "framboise” es un
color escarlata, un color bien rojo. En inglés, la palabra "raspberry” es más bien descolorida,
quizá tenga un poco de pardo o de violáceo; en ruso, "malinoe” resplandece; es una palabra con asociaciones brillantes,
llena de alegría; en ella tocan campanas. ¿Cómo quiere usted traducir?
R,
— En Lolita, hace usted una sátira
bastante violenta de Norteamérica.
V.
N. — Quizá. Pero es una "maquette”
de Norteamérica, y yo hubiera podido construir otra. He hecho una Norteamérica
que me place, extraña, divertida, y he hecho circular a mis personajes entre
sus jardines y sus montañas que he imitado, o más bien inventado. En cuanto a
las ideas que le he dado a Humbert Humbert, son ideas bastante neutras. Las
ideas de un profesor medio. No las mías.
R.
— Parece, en efecto, bastante chocado por lo que hay de escandaloso en su
aventura. En tanto que el autor establece cierta distancia, contempla con
ironía el drama que hace Humbert Humbert a propósito de sus relaciones con
Lolita. ¿No es verdad?
V.N.—
Yo no tomo partido. ¡Allá Humbert Humbert! Es asunto suyo. Y por él muere.
Podría decirse: en el fondo, ésta es la moral, el gendarme de la moral que
llega al final del libro. Pero también... Humbert Humbert debía morir por ello.
Si no, no hubiera habido libro. Más aún: Humbert Humbert no ha tenido la suerte
de encontrarse donde debió encontrarse. En un Estado como Texas o Mississippi,
es posible casarse con una niña de 11 años. ¡Pero mi buen hombre lo ignoraba!
R.
— ¿Cómo es que usted no lo dice?
V.
N. — Si lo dijera, ¡no habría libro!
R.
— ¿Cuáles son sus ideas personales sobre Norteamérica?
V.N.—
Es el país donde respiro a pleno pulmón.
R.
— ¿No sufrió usted de lo que se llama su materialismo?
V.N.—
De ningún modo. Es como en todos lados. Hay personas enojosas y personas
interesantes, filisteos y gente decente. Todas las sociedades son
materialistas. Ya lo eran cuando se escribía con una pluma de ganso y con polvo
para secar la tinta.
R.—
¿Volverá usted a Rusia?
V.
N. — No. A Rusia, no, jamás. Rusia se terminó para mí. Es un sueño que hice.
Inventé a Rusia. Y el sueño salió muy mal. Se terminó.
R.
— ¿Lee usted mucho?
V.
N. — Sí, demasiado. Dos o tres libros por día. Y después olvido todo.
R.
— ¿Lee usted novelas?
V.
N. — Para ese trabajo sobre Pushkin he releído toda la literatura inglesa hasta
Byron y toda la francesa hasta Chateaubriand. Leo rápido, pero me ha tomado
tiempo. La nueva Eloísa, por ejemplo.
Quedé muerto después, pero la leí. He leído también al Abate Prevost. Manon
Lescaut es muy hermoso, uno de esos libros que sobrecogen, que producen un
escalofrío. Una notita de violín, ¿sabe usted? Les sanglots longs des violons...
R.—
¿Piensa usted que todavía se escriben novelas de amor?
V.
N. — Está Proust...
R.
— Me refería a los contemporáneos.
V.
N. — Yo tenía veinte años cuando murió Proust. Es un escritor de mis tiempos.
Pero tome usted La jalousie, de
Robbe-Grillet: he aquí una muy hermosa novela de amor. Uno de los libros más
poéticos que conozco, que da ese pequeño escalofrío de que hablábamos.
R.
— ¿En verdad?
V.
N. — Sí, la más hermosa novela de amor que se ha escrito después de Proust.
Pero no hablemos de los contemporáneos. Los pobres no se han muerto.
R.
— Sí, no hay que matarlos por adelantado. ¿Le ha gustado Gide?
V.
N. — No demasiado. Ha escrito cosas muy buenas. Les caves du Vatican... Pero, a
la larga, es hartador. No conocía la vida. No sabe nada del mundo. Quizá su
descripción de los pequeños árabes no está del todo mal... Un cierto género de
frutas abrillantadas...
R.
— ¿Va usted al teatro?
V.
N. — Conozco muy bien el teatro de Scribe en que sacudían el polvo de los
muebles en el primer acto... Y cuando era joven me gustaban mucho las piezas de
Lenormand. ¿Todavía las representan?
R.
—No.
V.
N. — ¡Se acabó, se acabó! ¡Y era tan bonito, tan poético! No voy a menudo al
teatro. La última vez fue en 1932.
R.—
¿Y al cine?
V.
N. — Está la televisión. Ver un Hitchcock allí o allá es lo mismo, ¿no le
parece?
R.
— ¿Se interesa usted en el film que van a extraer de su novela?
V.N.
— Sé que habrá una Lolita muy bonita, muy bien formada. Pero eso es todo.
R.
— ¿Qué lo trae a Europa?
V.
N. — Descansar y ver de nuevo a .mis amigos y a personas de mi familia. Tengo
una hermana que no he visto desde 1935 y que vive en Ginebra. Voy a verla.
Tengo también un hermano en Bruselas.
R.
— ¿En qué año dejó usted Europa?
V.N.
— En 1940. Me fui en el Champlain. Un
barco encantador que navegaba en zigzag para evitar los submarinos, sin duda.
Fue su último viaje. Después lo echaron a pique. Lástima.
R.
— ¿Qué cambios ha encontrado en Europa desde hace veinte años?
V.
N. — Los automóviles. Eso es todo, o casi todo. Y también hay más cuartos de
baño.
Sur,
262, enero/febrero de 1960. pp. 30-35.
Traducción de Carlos Heredia de la entrevista de Anne Guérin
a Vladimir Nabokov: "Le
bon M. Nabokov." /L'Express/ (Paris), 5-Nov-59, p.32-33.
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