LA
LLUVIA ES UN VIEJO PALACIO
Sólo los videntes ven lo invisible que surge al
dictado de su propia autoridad. Para los demás, lo invisible es lo inexistente.
Por lo tanto, yo no me referiría, como lo hace Italo Calvino en «Seis propuestas para el próximo milenio»,
a lo imaginario de una época, sino a su realidad (a su verdad) esencial. Con
ella, por ejemplo, Catalina Emmerich, asistida por Brentano, pudo reconstruir
la vida oculta de Cristo, la maravilla de las maravillas. Cristóbal Serra, a
partir de estas connotaciones (miradas con prevención y disgusto por los
racionalistas) acaba de escribir por primera vez la vida de Jesús entera,
complementando los Evangelios, apareciendo este hecho deseable por todos,
aunque impublicable hasta ahora por rechazo de la verdad revelada. Otro ejemplo
lo constituye el propio Calvino con su caballero inexistente, armadura -vacía- símbolo,
que actuaba al ejemplo de «la voluntad y
de la fe». Es un aire crispado. ¿Quién se lo va a creer? Nadie. A no ser
los poetas, los niños y los puros de corazón.
Por lo demás, la lluvia es un viejo palacio.
Aparece como una arquitectura de cristal con sus pasadizos, sus escaleras y
subterráneos. Todo surge allí, sin comunicación con el mundo, con lo exterior;
es como una segunda «matière de Bretagne»,
realizando sueños, ilusiones, esperanzas, voces diluyéndose en el ocaso. Dante
hizo mal colocando la lluvia en el Purgatorio, hablando de ella allí.
Naturalmente, origina el mundo vegetal, lleno de elfos, silfos y pequeños
seres. Las plantas nos escuchan, cantan al anochecer, son lastimadas por los
que viven en el mundo de (os coches, de las segundas residencias y las
guarderías infantiles. ¿Quién cria hoy a un niño, el ser más parecido a los
poetas? ¿Quiénes aman a estos pequeños seres? Yo elijo todo ello según el deseo
de mi intuición (no mi razón), que es lo que recomienda el «Chan», escuela china de meditación de la
que salió, más tarde, el «Zen»
japonés. Según el «Chan», el
verdadero conocimiento sólo lo proporciona la intuición en estado de gracia.
Según esto, la realidad es la realidad
interior, la que nos aleja de los hechos materiales y groseros. La literatura,
a mi entender, debe alejarnos de estos hechos demasiado corrientes con los que
tropezamos todos los días. Calvino dice que en el universo infinito de la
literatura se abren otras vías que explorar, novísimas o muy antiguas, estilos
y formas que pueden cambiar nuestra imagen del mundo. «Pero si la literatura no basta para asegurarme que no hago sino
perseguir sueños, busco en la ciencia alimento para mis visiones, en las que
toda pesadez se disuelve.» Es posible, pero no seguro. Antonio Risco dice
que «el primer problema que plantea la
literatura fantástica reside en que toda la literatura, tal como la entendemos
hoy, se afirma como ficción y, por consiguiente, como fantasía». Pero aun
admitiéndolo, afirmaremos que la realidad es injusta y cruel, despreciable. Los
poetas se sienten lesionados por ella, a veces se sienten heridos por el roce
de una corriente de aire o por un ruido. La literatura, para ellos, no es
fantástica, sino que les aparta simplemente de lo antifantástico.
Imagino el próximo milenio, y me horrorizo. En
él impera la ciencia, si una hecatombe no lo impide (que es lo más probable).
La ciencia -la razón- nos ha conducido a una época de falsas maravillas
técnicas a costa de lo primigenio: el aire, el agua, los bosques, el mundo
animal. Discuten los científicos sobre la naturaleza del átomo, pero olvidan
que nos vamos a morir irremediablemente de sed, de hambre, de asfixia. Por otro
lado, el mundo racional, entre otras cosas, ha alargado en efecto la vida, y ha
creado unas siniestras instituciones, o falsas residencias de ancianos que,
contra natura (inmutables e inexpresivos) parecen contemplar, sin verlos, los
programas de televisión, o son disfrazados ignominiosamente con gorritos de
papel para celebrar la Nochebuena. Cuando llegue su hora, les darán una
azucarada tableta entre compases estremecedores de la «Quinta Sinfonía».
Cabe aquí decir que la mayor frustración de la ciencia
y de la filosofía es su racionalidad, y ésta es también su miseria. La razón es
humana y construye sus andamios lenta y trabajosamente, y se equivoca. Es mucho
mejor la verdad revelada, o sea, la intuición. Conocemos la belleza
intuitivamente no por la razón; nos enamoramos sin saber por qué; sabemos dónde
se oculta el mal por una simple corazonada. Todo ello con suma certeza. La
intuición, como fuente de conocimiento, es divina, deslumbrante (San Pablo,
cayendo del caballo ante Damasco) y segura.
De lo que antecede se colige mi criterio de que
el creador es un «médium». Yo
escribí, hace muchos años, un libro con este título. Todo es muy misterioso.
Sin misterio no hay gran literatura, porque las cosas nunca son claras. Si lo
fueran, se detendría el mundo, sería el fin de todo, ya que entonces
empezaríamos a ser dioses. Hay versos míos que todavía no me han revelado su
secreto. Algún día lo harán.
Esta manera de ser y de estar en el mundo puede
ayudar a ver a los fantasmas. Los fantasmas existen, pero el común de la gente
no los ve. Están agazapados, esperando. La literatura da conciencia de ellos,
pues se manifiestan a través de nosotros. No todos ven a los fantasmas. Los
racionalistas no los ven nunca.
Finalmente, recomiendo ejercer la «alta fantasía»,
aludida por Calvino en sus «Seis
propuestas...». Ejercerla sistemáticamente, contra viento y marea, abriendo
puertas secretas a la poesía. Sólo la poesía es válida. Sólo ella puede salvar
al mundo de su destrucción.
Juan PERUCHO, ABC, 22 de mayo de 1992, p. 3.
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