BRONWYN
(Simbolismo de un argumento cinematográfico)
Nota preliminar
En 1966 se estrenó en Barcelona la película cinematográfica «El señor de la guerra», dirigida por Franklin Schaffner, basada en el drama «The Lovers» de Leslie Stevens (Universal), protagonizada por Rosemary Forsyth y Charlton Heston, Guy Stockwell, etc. La obra ofrecía un verismo escrupuloso en la reconstrucción arqueológica del siglo XI y un argumento particularmente interesante, original, cargado de símbolos y evidentemente fundamentado en leyendas célticas. La acción acontecía en Brabante, donde los normandos hablan de proteger a la población celta contra los ataques frisios. La casa productora tenía conciencia de haber creado una obra que se apartaba de lo usual, pues en su prospecto de propaganda dice: «El señor de la guerra es una de las películas más singulares en la historia del cine. Tiene grandiosidad, un tema muy humano y acción vigorosa y rápida. Sin embargo, no se la puede clasificar como un drama de acción, porque esencialmente es la historia de un amor tan profundo... que crea un ambiente de misticismo rara vez visto en la pantalla» Misticismo heterodoxo, ciertamente, o, mejor, tradicional, relacionado con pervivencias de paganismo, con la ideología céltica y con la concepción del amor-pasión tal como cristalizó en la leyenda de «Tristán», comentada por Denis de Rougemont en «L'Amour et l'Occident». Las pervivencias del paganismo en el siglo XI no pueden extrañar, ya que han sido reconocidas por los historiadores. Desde Grecia a Escandinavia e Irlanda, en pleno periodo románico, se honraban las fuentes milagrosas, arroyos Y pozos. En 802, Carlomagno se quejaba de que en su tiempo se venerasen árboles, rocas Y fuentes y se interrogase a hechiceros y adivinos.
La simple toma de contacto con el argumento de El señor de la guerra ya introducía en un mundo legendario. Esto no puede extrañar si recordamos que, según Mircea Eliade, el mito pasa a la leyenda y a los cuentos folklóricos, se profaniza e incluso puede resurgir en formas literarias y sus derivaciones: poemas, dramas, novelas o películas cinematográficas. Cabe que el autor del argumento, Leslie Stevens, crease tal floración de símbolos, inconscientemente, como consecuencia del clima de leyendas en que se inspiró; pero también es muy posible que construyera su obra con perfecta conciencia de cada elemento y de su significado. Sea como fuere, dio a su obra -y Schaffner transfirió al cine perfectamente ese carácter- el sentido de un mito. Hemos de recordar que el mito es una creación del alma, inconscientemente creadora, según Loeffler Delachaux, quien añade que mitos, cuentos y leyendas son el reflejo de nuestra vida psíquica. La antropóloga reconoce en el mito el «modelo» de lo verdadero, la realidad primordial, que luego los hechos de la existencia fenoménica repiten traduciéndolo a diversos niveles. En «Aspects du mythe», Eliade precisa que el cuento maravilloso «presenta la estructura de una aventura infinitamente grave y responsable; se reduce a un escenario iniciático (lugar sagrado = paisaje completo) y a unas determinadas pruebas», que terminan con la boda de los personajes simbólicos y/o con la muerte de uno de ellos o de los dos. El viaje al más allá, el encuentro de un príncipe con una doncella que puede aparecer en una situación de gran inferioridad (cenicienta) o inconsciente (la bella durmiente), son elementos casi constantes de este mito que, a su modo, «El señor de la guerra» -con otras implicaciones y simbolismos- desarrolla con perfecta coherencia, aunque con graves incógnitas finales. Gran acierto de Stevens fue situar la acción en el mundo céltico, pues el simbolismo es la forma de pensamiento más propia del alma celta. Según Langyel, el fin de ese simbolismo es «la integración de cada conocimiento en la dialéctica de lo sacro y el revestimiento de cada elemento de lo real (seres, cosas) de una cualidad cósmica que lo convierte "en otra cosa"». Vamos a analizar el simbolismo y la ideología de “The Lovers”.
Chrysagón de la Cruz, caballero normando, «señor de la guerra», es enviado por el duque de Brabante a una región al norte del país, que le concede en feudo, para que proteja a sus vasallos de las incursiones periódicas de los frisios. Chrysagón va acompañado de su hermano Draco, de su escudero Boors, de un halconero enano y de un grupo de hombres de armas. Recién llegado a la comarca que debe defender ya tiene que intervenir para rechazar una agresión frisia. Esta es dirigida por el rey de una tribu, que lleva consigo a su hijo, a pesar de ser un niño, y al que pierde en el tumulto de la pelea y en su huida.
Llegan ante la torre. Junto a ella hay restos de una iglesia de piedra y una cruz con relieves como las anglosajonas e irlandesas. Por la izquierda se extiende el mísero poblado primitivo. Detrás de la torre, a poca distancia, se halla el mar. Los frisios se adentraban en el territorio por la desembocadura del río. No hay hombres de armas en torno a la torre ni signos de vida. Abierta la puerta, Chrysagón, Draco, el escudero y el sacerdote ascienden por la escalera interior a los pisos altos de la torre, ancha como verdadero castillo. Entran en la habitación del alcaide -anterior gobernante de la comarca en nombre del duque de Brabante- y lo encuentran muerto. A su lado, muerta también, hay una joven desnuda. Sobre ella se ve una corona de flores blancas. Es una novia que, según la costumbre céltica, se cedió al señor del lugar en la primera noche de bodas. En la corona de flores hay una abeja, detalle que el escudero califica de «presagio de muerte». El espíritu supersticioso es común a todos aquellos hombres de mediados del siglo XI.
Chrysagón se muestra desagradablemente sorprendido ante todo lo acontecido; ordena que quemen los cadáveres y que limpien la torre profanada. Sube a la terraza guarnecida de almenas con el sacerdote y allá narra a éste que casi estuvo a punto de apoderarse del rey de los frisios, antiguo enemigo que muchos años atrás hizo prisionero a su padre y sólo lo devolvió contra el pago de tan gran rescate que los arruinó. Por eso lleva veinte años combatiendo sin cesar, para intentar recuperar sus antiguos dominios. Se advierte que es un hombre vigoroso, pero al borde de la crisis de su vida, cansado ya de su existencia, «maduro para la muerte» como diría Nietzsche. Chrysagón ignora que el niño frisio prisionero es hijo del rey frisio, pues el único que descubrió su emblema real es el halconero, que se apoderó del muchacho para convertirlo en su servidor.
Al día siguiente de su llegada a la comarca, los normandos van de caza. Chrysagón lleva una lanza tridente. Llega a la orilla del rio, donde está teniendo lugar un incidente. Los perros de los cazadores se han arrojado sobre el grupo de cerdos que guarda una joven e incluso sobre ésta. Un hombre de armas, en vez de ayudarla, la empuja al agua a la vez que tira de su túnica de tosco tejido claro. Ella queda desnuda dentro del rio. Cuando el escudero se hace cargo de la situación y advierte la gran belleza de la joven, expulsa a todos del lugar y deja que Chrysagón se quede solo con la muchacha. A la pregunta de cómo se llama, ella le dice su nombre: Bronwyn. Ella invita a que salga del agua y ella lo hace a medias cruzándose los brazos sobre el pecho. En el agua flota una corona de flores blancas. Chrysagón le pregunta si es novia y Bronwyn responde que sí. Al ir a tocar la corona una abeja pica a Chrysagón. Este vacila y decide apartarse renunciando a la joven. Pero se ha producido el «encuentro» y Chrysagón lo ha experimentado como algo turbador y sacro aun mismo tiempo, como algo que firma parte del misterio del lugar.
Bronwyn se ha vestido y va para el poblado, donde encuentra a su novio, que es Marc, hijo del jefe celta Odins, que ejerce también funciones sacerdotales. Bronwyn es hija adoptiva de éste y se ignora su origen. Marc le pregunta qué le sucede, pues ella llora, y al recibir su explicación la conmina a que se aparte del nuevo «señor del lugar».
En la torre todos advierten días después que Chrysagón está profundamente alterado. Tiene fiebre. Le hacen bromas sobre su docilidad en permitir que Bronwyn se alejara sin ser su presa. El escudero piensa en la herida de la espalda y dice que debe curarla. Draco hace que Bronwyn pase a la torré como ocasional sirvienta. El escudero cura la herida de Chrysagón, cauterizándola con un puñal al rojo, mientras Bronwyn sostiene las manos del caballero.
Pasan unos días. Chrysagón, Draco, Boors el escudero y el halconero van de caza, utilizando esta vez los halcones. Un incidente provoca una pelea de los dos hermanos y Draco huye a galope. Chrysagón parte en su busca, pero a quien encuentra es a Bronwyn, con una rama de muérdago atada al brazo y recogiendo hierbas medicinales. El normando descabalga y la asedia. La acusa de brujería por el hecho de que conozca las propiedades de las plantas, con el fin de asustarla y adquirir dominio sobre ella. Va a abrazarla por fuerza cuando, del enorme árbol junto al cual se hallan, brota con gran ruido de aleteo una bandada de aves, lo que asusta a Chrysagón como presagio maligno. Empieza a sentir que se halla fuera de su campo de acción habitual. Otra vez deja ir a la joven sin molestarla.
Al día siguiente, ejerce justicia en la torre y dirime las querellas de los campesinos. Al terminar, se presentan Bronwyn, Marc y Odins, para pedir permiso si señor del lugar, pues los jóvenes van a casarse. Chrysagón lo otorga. Muestra desorientación primero y luego furia. Al parecer, la curación de la herida no ha terminado con su fiebre. Su hermano, interpretando que padece un trastorno debido a su pasión sexual por la joven, le aconseja que exija el mismo derecho que se concedió al alcaide (y que a él le pareció indigno), ya que Bronwyn va a casarse. El sacerdote se opone y dice que la Iglesia no aprueba ese derecho, pero al fin cede invocando la palabra clave de la tradición celta: fecundidad.
Se celebra la boda de Marc y Bronwyn en el bosque, oficiando Odins. Hay un somero conato de orgia. Repentinamente, se presentan Chrysagón y los suyos para exigir el derecho. El jefe celta accede, mientras Marc es sujetado por sus amigos. A la noche, en procesión, llevan a Bronwyn a la torre. Su padre adoptivo va delante; advierte a Chrysagón que se la entrega pero sólo por aquella noche y que al amanecer irá a reclamarla. Quedan solos Bronwyn y Chrysagón. Ella se muestra atemorizada y él habla de renunciar, pero luego dice que la necesita. Ella le responde que también «está hechizada». Pasan juntos la noche y al amanecer ella se asoma a la ventana, envuelta en un cobertor de pieles, mientras comienza a brillar el sol. El padre exige la devolución de la joven. Chrysagón se niega y para justificarse ante Bronwyn le promete matrimonio -olvidando la distancia jerárquica y su deber- y le pone el anillo familiar, que su padre le entregó al morir junto con su espada. Cuando Draco ve esto prorrumpe en insultos contra la porqueriza Bronwyn. Chrysagón le obliga por fuerza a ponerse de rodillas ante ella, y se advierte que la tensión entre los hermanos, ya señalada desde que llegan ante la torre, se ha convertido en odio que será imposible dominar.
Vuelve la noche. Chrysagón despierta y se ve solo en la cama. Sube a la terraza, donde brillan las lanzas alineadas en un soporte, y encuentra alii a Bronwyn, desnuda, contemplando las estrellas. La cubre con el cobertor de pieles, la abraza y hablan. Le promete que un día «la llevará a un lugar lejano que él conoce... ». Ruidos insólitos le hacen mirar hacia abajo y ve frisios que se han acercado en la oscuridad y están intentando soltar el puente levadizo que él hizo construir así como excavar un foso y llenarlo de agua. Combate con ellos. La lucha prosigue al día siguiente. Se ve que el pueblo se ha unido a los atacantes, a cuyo encuentro había ido Marc. El halconero también se ha unido a los enemigos. Draco lo mata de un flechazo. Los frisios atacan con fuego y convierten el foso en un mar de llamas. Pasan días y el asedio prosigue; finalmente, una gran estructura de madera, construida por los frisios, es apoyada contra la torre y por su escalera trepan los guerreros nórdicos para saltar a la terraza almenada. Draco, en vista de la difícil situación, ha salido en busca de ayuda. Consigue una balista y con sus disparos de piedras y fuego incendia las máquinas de asalto frisias.
Al entrar en la torre, Chrysagón le saluda afectuosamente pero su hermano se burla de él. Ha contado al duque todo lo acontecido y éste, enfurecido par los errores de Chrysagón, que han puesto a su pueblo al lado de los frisios, le ha arrebatado la dignidad de señor del lugar, concediéndola a Draco. Pero los hombres de armas se niegan a prestarle juramento de obediencia mientras viva Chrysagón. Por ello, decide matarlo. Bronwyn se interpone. Chrysagón no quiere luchar, pero al fin se ve forzado a hacerlo y mata a Draco en defensa propia.
Los frisios han sido vencidos pero no destruidos. Se han retirado al bosque. Como el motivo principal de este ataque no ha sido, ciertamente, vengar a Marc, pero si recuperar al hijo del rey, de cuyo destino Marc les ha informado, están a la expectativa. Chrysagón, presa de sentimientos de culpabilidad, aunque tuvo que pagar rescate por su padre entrega al enemigo su hijo contra nada. Es el fundamento de la paz, pues el rey frisio reconoce la generosidad de Chrysagón. Pero éste es atacado traidoramente por Marc, que le hiere con una hoz. Presintiendo su próxima muerte, Chrysagón se despide de Bronwyn y la entrega al rey frisio (que le promete cuidar de ella -de nuevo hija adoptiva-) y luego dice a Boors, su escudero, que va a presentarse al duque de Brabante para pedirle perdone cuanto ha hecho. Por el camino muere. Los frisios ya no vuelven a atacar las comarcas brabantinas que han presenciado el sacrificio del «señor de la guerra». Nada se sabe ya del ulterior destino de Bronwyn. Va a lo desconocido como de lo desconocido vino. Su sola presencia bastó para dar a Chrysagón unas horas de felicidad que nunca conociera, pero también para causar su ruina y su muerte.
Para conocer el
significado de los símbolos que van apareciendo en el argumento de Stevens no
vamos a emprender una investigación probatoria de tales sentidos, ya que esto
ha sido hecho por especialistas; nos atendremos al principio de autoridad y a
la confianza que determinados criterios nos merecen. En vez de estudiar los
símbolos a medida que aparecen en el argumento, lo que, por su yuxtaposición,
crearla un confusionismo de difícil solución, hemos preferido agruparlos por «constelaciones»
que se refieren a personajes o a hechos, tratando primeramente de los símbolos
sustanciales para la «historia» de Chrysagón y Bronwyn y aludiendo luego a los
secundarios.
Comenzaremos por
especificar que «el ambiente de misticismo rara vez visto...» nos conduce a un
clima similar al descrito por Corbin (4), para quien los «hechos», los
fenómenos terrestres, son «algo más que fenómenos, son hierofanías mazdeanas
que nos revelan quiénes son los seres
y cosas». Agrega que en este mundo hemos de llegar allá, es decir, a vivir el «otro». Esto y no otra cosa es el
misticismo. En cuanto al fondo de creencias sobre el que se dibujan los
personajes y hechos de El señor de la
guerra, se centran sobre todo en el preeminente valor dado a la
fecundidad-fertilidad, que, según Hubert (9), era la principal inspiradora de
la religión de los celtas. La cesión de las novias al «señor del lugar» y las
orgías, según Eliade (7), tenían la finalidad de estimular la fertilidad
agraria. Podríamos agregar que la vida de las plantas y de la tierra no dejaba
de implicar una «animación» de la propia muerte, como se verá, concibiéndose el
mundo de los muertos como una suerte de «depósito» del que brota la vida, y al
que se enriquece mediante sacrificios humanos, tal como explican las historias
de las religiones.
La condición de
caballero de Chrysagón ya tiene valor simbólico, pues representa la sublimación
del guerrero. Según Marx (16), la idea del caballero es céltica. Indica que
Irlanda influyó en Gales, y Gales, por mediación de las cortes anglonormandas
de Inglaterra, aportó la noción del caballero y del fatum del amor. Pero es fundamental que el «señor de la guerra» no
aparezca solo, sino con un hermano. El mito de los dos hermanos (Dioscuros, sol
levante y sol poniente, parte inmortal y parte mortal del hombre, espíritu e
instintos) es conocido de todos los antropólogos y psicólogos (11). Schneider
habla de «un hermano claro y otro oscuro» y señala que ambos hermanos,
juntamente, forman un dios doble (Géminis), que es a la vez «el dios de la
guerra y de la fecundidad, de la muerte y del renacer, de ahí la necesidad de
los ritos sangrientos para crear y mantener la vida» (19). Agrega que ese dios
es un símbolo de la naturaleza, que crea y mata. También dice que la crisis que
determina esa antítesis fundamental al Géminis, al producirse apare ce como
lucha y se expresa por el hecho de que «este combate se desarrolla entre
hermanos» (19). Es interesante la connotación simbólica del «señor de la
guerra» en tanto que tal, que lo asimila a Marte, quien, según Thevenot (21),
«presidia lagos, fuentes y arroyos, entre los celtas», apareciendo también como
protector de grupos sociales.
Es importante el significado simbólico de los nombres
de los dos hermanos de El señor de la
guerra. Este se llama Chrysagón, del griego Chrysos (oro) y agonía (lucha),
mientras que la asimilación de Draco a dragón apenas necesita comentarse. El
oro, simbólicamente, es igual al color blanco. Savoret habla del «caballo
blanco labrado en una roca en Berkshire Downs... A cierta distancia se halla la
"colina del dragón" y, según leyendas locales, San Jorge (caballo
blanco, luchador de oro) mató en esa colina al dragón al que está
tradicionalmente asociado» (18). Advertimos así un segundo significado
simbólico de la lucha Chrysagón-Draco, que refuerza el primario del Géminis, ya
expuesto. Dragón simboliza la parte inferior del hombre (como el toro en la
religión de Mithra) y también sequía, enfermedad, plaga o tiranía (20). De otro
lado, el dragón es el guardián del tesoro (Bronwyn), el obstáculo para su
posesión (1), y el caballero ha de vencerlo para lograr lo que anhela (15).
Incluso en el «lugar lejano... », para coger los frutos del jardín paradisiaco,
«el héroe ha de afrontar al monstruo guardián», según Eliade (7).
Psicológicamente, se diría que el dragón es la «sombra» del caballero. A la vez
el halconero enano es la «sombra» de Draco (11).
Respecto al valor simbólico de los nombres en sí,
mencionaremos ideas muy interesantes. Según Marx (16), el nombre puede
constituir el origen de una leyenda o ésta concentrarse en el nombre. Vendryes
dice que «el nombre precisa el objeto». Puede «evocar sentimientos e implica
cierto juicio de valor».
Vamos a referirnos ahora a los símbolos del lugar
donde se producen los «hechos» de El
señor de la guerra. Resulta casi increíble la literalidad de las convergencias
de sentido. Sabemos que el «señor» llega con su naturaleza dual (Géminis) a
unas tierras que le han sido concedidas en feudo y que estas son pantanosas.
Apuntamos ya que el caballero parece hallarse en situación interior crítica,
«maduro para la muerte». Dice Marius Schneider (19): «El hombre, desilusionado
y dolorido, después de haberse enfrentado con el monte de la culpa, se halla
ante dos caminos para continuar. Puede seguir la región pantanosa, que visitan los cazadores y que se extiende hasta el rio de la muerte o puede intentar trepar la
sierra del deber, del dolor y del sacrificio». Chrysagón sigue ante todo el
primer camino y cuando, tras ser herido por Marc, quiere seguir el segundo,
muere.
La comarca es un «paisaje completo», es decir, el paisaje cósmico. Przyluski dice: «El
lugar sagrado se descompone en tres elementos principales: piedra, agua, árbol.
La parte sugiere el todo... El lugar santo es el paisaje completo: monte (o
torre), valle, lago, rio, bosque, mar, rocas, sentido como un todo...
Fecundidad, fertilidad, nacimiento y muerte, muerte y renacimiento, estos
procesos atestiguan la variedad y fuerza del dina mismo de que el lugar santo
es la manifestación permanente». Y agrega esta tremenda afirmación: «En ese
estadio, el lugar santo tiende a
convertirse en una figura femenina. Luego, ella se convierte en diosa y
adquiere una leyenda» (17). El pantano, específicamente, se refiere al
predominio del principio femenino, por ser la síntesis de los dos elementos
femeninos (tierra y agua).
De otro lado, Vendryes (22) señala que, «en el mundo
céltico (como en el misticismo sufí) el universo es concebido como compuesto de
dos mundos, no superpuestos, sino confundidos: el de los hombres y el de las
hadas, uno visible y otro invisible, salvo excepcionalmente» (22). Thevenot
precisa (21) que «una corriente de agua, un lago, o la cima de un monte, era el
lugar de residencia de una deidad o el de su aparición». Esta aparición es, en
el plano más directo, un fenómeno, pero en el plano místico es una vibración
producida por la brusca iluminación de este mundo por un factor que procede del
otro. En la mística sufí se habla de la «tierra de las visiones», mundo en que
tienen lugar los acontecimientos espirituales reales. Lugar donde el espíritu
se «corporeiza». Existe así una «geografía visionaria» en la que todos los
elementos son símbolos. Cuando un ser humano ve seres de este mundo bajo la luz
de lo superior, ha entrado en el barzakh,
en el intermundo, ha penetrado en el país llamado Hurkalya, o «tierra del
alma», que es la visión del alma. Dice Corbin, de quien tomamos estas nociones
(4), que «ver las cosas en Hurkalya es verlas como acontecimientos del alma».
Así, los «hechos» que tienen lugar en el «paisaje completo» muestran ya la faz
del más allá. De otro lado, se señala el peligro que para un ser vivo tiene
este acontecimiento, pues, como indica Caillois (2), «sacro es aquello a lo que
uno no se aproxima sin morir». Y es porque lo sacro es lo absoluto. Lo absoluto
linda siempre con la muerte porque en el mundo fenoménico no puede darse lo
absoluto.
Precisemos que en el «paisaje completo» donde se
cumple el destino de Chrysagón el bosque es el templo céltico (14) y recordemos
que, en él, la torre sustituye a la montaña, siendo el lugar de la boda de la
tierra y el cielo. Eliade dice: «La hierofanía (y hierogamia) es simbolizada
por un axis mundi (montaña, pirámide,
torre) en la que se verifica una ruptura de niveles» (7). Schneider confirma
que la torre (o la montaña) es «el lugar en que se cruzan el cielo y la tierra»
(19) siendo la escalera del interior de la torre una ratificación del axis mundi a la vez que un símbolo del
culto de los antepasados (19).
Hemos analizado hasta ahora los símbolos del «señor de
la guerra» y de la comarca donde tienen lugar los hechos que consuman su
destino. Vamos a ver ahora los valores simbólicos de los hechos primordiales y
los de la doncella misteriosa que surge para darle una rápida felicidad y
causar su muerte sacrificial. Bronwyn está desnuda en el agua cuando Chrysagón
la conoce. Existen en ese episodio crucial cinco símbolos esenciales. Las aguas
simbolizan «la suma universal de virtualidades... son el depósito de todas las
posibilidades de la existencia» (7). Tienen un carácter a la vez virginal y
materno (15). La inmersión en el agua simboliza, según Langyel, «el retomo a lo
preformal, igual que la salida del agua repite el gesto cosmogónico de la
creación formal y diferenciada» (12). Loeffler precisa que «el agua regenera,
provoca una resurrección» (15), es decir, un despertar, un cambio de
naturaleza, lo que verdaderamente sucede en el caso de Bronwyn, que habla
vivido como oscura porqueriza hasta el instante y, repentinamente, parece
iluminada por poderes nuevos. Rank halló, mediante un estudio estadístico, que
la inmersión en el agua o el salvamento de ella son preponderantes en los mitos
de héroes y semidioses.
Bronwyn está desnuda en el agua. Prescindiendo de la
belleza de su cuerpo, de su relativo efecto producido en el ánimo de un «señor
de la guerra» (el carácter «místico» de los hechos resulta de lo evidentemente
desproporcionado de sus consecuencias), según Corbin «desvestirse de la ropa
material es anticipar el "cuerpo de luz" o de resurrección, pura
incandescencia diáfana de las luces arcangélicas» (4). Vendryes se limita a señalar
que «en las sociedades primitivas, la desnudez posee virtud mágica» (22) y
Przyluski reitera exactamente lo mismo y agrega que «los velos, trajes, son
pantallas que impiden la difusión del maná, de la potencia mágico-religiosa»
(17). Por su parte, Loeffler alude al carácter trágico de la revelación al
decir: «Venus Anadiornena, enteramente desnuda, representa el último momento de la vida, el instante de la
inmersión en el agua-madre para un renacer» (51), dando aquí a la inmersión un
sentido más radical y trascendente.
Otro símbolo es la corona de flores blancas, que alude
a la pureza de Bronwyn y a su calidad de novia (3), apuntando a la probabilidad
de conflicto real, como efectivamente se produce. Finalmente queda el
«encuentro» como símbolo. Loeffler dice que ella (la durmiente, la que vivía
sin saber quién era) «se despierta a veces por el encuentro con él» (15), y
alude incluso al lugar del encuentro en El
señor de la guerra diciendo: «En los cuentos, con frecuencia, la princesa
encuentra cerca de una fuente a su hada protectora (un aspecto superior de su
propia personalidad) (3), o al príncipe encantador» (15). En el más alto nivel
el encuentro es una hierofanla, una revelación de lo sacro (7). Jung, valorando
un factor del encuentro, doce que «lo propio desconocido se aparece en una
figura desconocida». Es el momento en que se revela el Ánima anunciadora del destino (10). Y Schneider explica mucho más
concretamente el problema al decir: «Se alcanza el punto culminante (de una
existencia) cuando una persona oye su propia melodía, es decir, la melodía de
su propia alma, pero no cantada por ella misma, sino emitida por algo o por
alguien "que esté fuera del cuerpo físico de esa persona". Nadie
puede escapar al dictado imperioso de esa voz... Es la hora de la muerte» (19).
Por eso Wagner puede llamar a la amada auténtica «mensajera de la muerte».
Veamos ahora qué sucede con Bronwyn. Su carácter de
«hija adoptiva» de origen ignorado permite hacer todas las suposiciones. El
hecho de que, en el argumento, el hijo del rey frisio quede en poder de los
celtas pudiera ser un indicio de que, años atrás, a Bronwyn le sucedió igual.
Pero ¿hubieran llevado los frisios a una niña a la guerra? De otro lado, la
«ascensión» de su situación es vertiginosa y tiende a lo sobrenatural, mejor
que a la simple justificación de que un noble pase por alto su baja calidad social
para desposarse con ella. El hecho de que toda mujer gozara de elevado
prestigio espiritual entre los celtas (5) no bastaría para explicar nada. Se
insinúan sus poderes ya en su relación con los animales: las abejas, mundo en el que la madre o la
reina es la que hace prosperar a su pueblo (15); las aves que apartan a Chrysagón en un momento dado (11) y son símbolo
de espíritus malignos (15); los cerdos
que ella cuida y que desempeñan papel importante, con el jabalí, en la
mitología céltica (15)y que son animales que se sacrifican a la Gran Diosa (18);
y los halcones usados en la caza por
Chrysagón, «símbolo de la victoria sobre los instintos con el consiguiente
desgarramiento» (3). Es un caso latente de Potnia
theron (señora de los animales). De otro lado, la poesía céltica abunda en
testimonios de una creencia que expresarla cierta síntesis de panteísmo y
transmigración. Jean Markale, en Les
celtes (1969), transcribe estos versos del bardo Tuan mae Cardli: «Viví
primero en la manada de los cerdos / heme aquí ahora en la bandada de los
pájaros». A la vez, su conocimiento de las propiedades de las plantas la
convierte en druidesa y lleva una rama de muérdago atada al brazo en su segundo
encuentro carnal con Chrysagón. El muérdago
(11) era empleado en ritos de fecundidad. La belleza de Bronwyn es una caja de
Pandora para el caballero normando, todos los bienes y males provienen de ella.
Pero ¿cómo se somete tan pasivamente?, ¿cómo no se reduce todo a un afán de
posesión que él podía satisfacer con facilidad?, ¿por qué ella precipita la
crisis entre los dos hermanos?, ¿por qué Chrysagón se casa con ella?
Evidentemente, el «plano» realista de la historia no puede explicar nada de
esto. Bronwyn resulta ser un personaje de ambigüedades sumas, a la vez que capaz
de desarrollar progresivamente un gran poder de sugestión. Chrysagón la acusa
de haberle hechizado. Como «hija adoptiva» cabe suponer que no fuera una simple
campesina. Sea como fuere, se presenta con los rasgos que la mitología céltica
atribuye a la ban shee (mujer hada),
cuya aparición, en el libro de Grimal - convergencia con Schneider- es
«presagio de muerte» (8). El hada es la conciencia humana en el cuarto estadio
de la evolución, cuando adquiere los primeros poderes supranormales (15). El
mismo autor, Loeffler, no deja de señalar que, con frecuencia, en leyendas y
cuentos folklóricos, las hadas aparecen con la mayor ambigüedad, dotadas de
altos poderes y trabajando en los menesteres más bajos (cenicienta,
porqueriza). Es una «princesa» que se ignora -parcela del inconsciente que se
une, para una acción fecunda y determinada, con la parcela correspondiente de
la conciencia (príncipe)- siempre según Loeffler. Pero hay más, volviendo a la
obra de Grimal, se afirma que la mujer-hada no es sino la antigua diosa decaída
de los goidélicos, «seres que aparecen y desaparecen sin que se sepa de dónde
vienen ni a dónde van» (8). Por tanto, Bronwyn, tras la inmersión en las aguas
primordiales «recobra» su verdadera naturaleza (que Draco no puede ver, pero
que Chrysagón reconoce de inmediato y por esto se somete a ella). El, a fin de
cuentas, no es sino un componente del estamento feudal. Ella es una deidad, es
la diosa que preside la caza y la guerra, es la personificación del lugar santo, asociada a las aves (17). Siendo
Marte el consorte de la Gran Diosa, Chrysagón ha de casarse con Bronwyn. La
relación de ésta con las aguas, aparte de las explicaciones dadas, leda también
carácter de «ninfa», situación intermedia entre el hada y la gran diosa. Posee
un significado que rebasa cuanto podemos comentar. Dice Jung estas enigmáticas
palabras (10): «El anhelo de la ninfa de una revivificación y salvación tiene
su contra partida en aquella sustancia
real que está oculta en el mar y clama por su liberación». Afrodita, naciendo
del mar, también esa «sustancia real», auténtico arcano ¿materia de la
transmutación universal y fuente de todo el devenir cósmico?
Si preferimos no elevar a Bronwyn al
rango de deidad, hipótesis sentada sobre su acción y los contextos de ésta,
cabe hacerla derivar al rango de «arcángel femenino» del sufismo. Spenta
Armaiti rige la tierra, Haurvatat las aguas, Amertat las plantas. Bronwyn es la fravarti, la Daena de Chrysagón, su propia alma fuera de él, lo que nos
retrotrae a cuanto dijimos sobre el «encuentro» a base de las afirmaciones de
Marius Schneider sobre «oír la propia melodías emitida por un ser que está
«fuera del propio cuerpo». Esto y no otra cosa es lo que crea en El señor de la guerra el «ambiente de
misticismo rara vez visto» y esto es lo que crea en el «El señor de la guerra»
el «ambiente de misticismo rara vez visto» y esto es lo que justifica que él se
precipite, contra todo riesgo, en la autodestrucción inmolándose por su amor a
Bronwyn.
Hay una serie de símbolos secundarios en tomo a
Chrysagón que esclarecen su situación: las máquinas de guerra incendiadas de
los frisios podrían ser el «carro de fuego» del simbolismo, del cual dice
Loeffler: «Cuando el carro de fuego lleva a un héroe es el emblema del cuerpo
de este héroe, abrasado por la acción, consumiéndose al servicio del alma» (15).
La caza es un símbolo tradicional de la persecución de objetos en el mundo
fenoménico. Y él se aparta de la caza y entonces vuelve a encontrar a Bronwyn.
La fiebre se relaciona con su herida y con el símbolo que Schneider llama «mar
de llamas». En la lucha, Chrysagón pasa a través del fuego con que los frisios
atacan la torre. «Atravesar el fuego es trascender la condición humana» (3). La
herida es símbolo de culpa (Filoctetes, Amfortas). Chrysagón ha combatido –y
matado seres humanos- durante veinte años para vengarse del aprisionamiento de
su padre, para enriquecerse y porque es su profesión. Llega al pantano y al
«lugar santo» en crisis moral. La «herida en la espalda» precisa más el sentido
simbólico de la herida (aparte de que sea real), pues lo que sucede «en» o «a»
la espalda no se ve, sucede en el inconsciente. El «mar de llamas», creado
efectivamente porros frisios y los normandos cuando éstos vierten un líquido
inflamable sobre las hogueras de los primeros situadas en el puente levadizo,
correspondiendo a la fiebre (19) señala que la tensión llega a su nivel máximo.
A la vez, todo ello simboliza el profundo estado pasional de Chrysagón, cuyos
veinte años de guerra le han apartado de cualquier forma de amor, lo que él
dice concretamente.
Lengyel (13) afirma que «el amor es el que crea a la
persona, pues reclamará su libertad y, para obtenerlo, destruirá las fronteras
que lo ligan». Esto es, exactamente, lo que hace Chrysagón. Pero Schneider, al referir
a la mística ese amor, dice: «Bajo la férrea ley del Géminis (oposición de
Draco, lucha con él, muerte de Draco y posterior muerte de Chrysagón) se
realiza el matrimonio místico del cielo y la tierra, en el cual la novia mata al novio para asegurar la vida a la
progenitura (o al pueblo). La entrega del anillo alude a otro símbolo: el
anillo no tiene comienzo ni fin, simboliza el encadenamiento de dos vidas.
Parece como si Chrysagón presintiera su próximo fin la noche en que sube a la
terraza de la torre, encuentra allí a Bronwyn y le habla de «un lugar lejano
que conoce, al que la llevará». Ese lugar, en la mitología céltica (8) Mag mell (llanura de la alegría) y Tit
non og (tierra de la juventud), «es el más allá, lugar donde nos envejece, los
prados están siempre esmaltados de flores y acompañan a los guerreros mujeres
de belleza maravillosa» (íd.).
Y Chrysagón muere. Obsérvese una coincidencia (¿) más.
Marc lo mata con una hoz. Przyluski (17) dice que el matador del baal (señor)
se llama Mot (Muerte) y su arma es una hoz. Como la muerte y lo que la sigue
«era para los celtas el reino de lo maravilloso», según Langyel (12), se
comprende que Chrysagón sólo puede morir cuando ha cumplido su evolución. Jung
precisa que esa evolución se cumple a través «de formas acuáticas, aéreas e igneas»,
lo que confirma el relato (10). La última prueba de la sublimación total
operada en el espíritu de Chrysagón es su entrega del niño (símbolo del futuro,
de las fuerzas formativas de carácter benéfico) (3), al referido frisio,
pagando con un don el daño que éste le habla ocasionado en el pasado y que fue
el impulso inicial de toda su vida y aventura. El olvido de la ofensa no deja
de implicar cierta desvalorización de lo que sucediera a su padre, esto es, una
superación del «culto a los antepasados» (3) que parece expresar que su
situación espiritual está más allá de tales contingencias. Lo que para un
espectador actual es un fin trágico (la muerte del protagonista) no lo era en
su propio contexto. Los druidas «tenían una doctrina completa sobre la inmortalidad...
El mundo de la muerte es un mundo de vida», dice Hubert (9). De otro lado, la
pacificación de las tierras de Brabante se logra por su sacrificio. El alma de
Chrysagón vela ya siempre allí. «La transferencia del alma a algo no es posible
sino por medio de un sacrificio sangriento», tal cual sucede en todos los
comienzos cosmogónicos (7). De otro lado, la muerte es el nacimiento del «yo
celeste» (4) y Chrysagón en el momento de su muerte llegó, sin duda, al «lugar
lejano» al que quena llevar a Bronwyn. Corbin dice: «Cada persona resucita
(nace al más allá) asumiendo lo que, por su obra, ha tomado existencia en lo
más secreto de él mismo». Por eso la tumba «significa el deseo de la persona,
su deseo más íntimo», Bronwyn.
Volviendo al simbolismo del puer, hijo del rey frisio, debe
subrayarse su inmensa importancia, de la que dimana la trascendencia del acto
de Chrysagón al devolverlo a su padre. En Paracélsica,
Jung transcribe una importante idea del alquimista Michael Maier sobre este
símbolo; dice: «El filius regis es
para él (Maier), en realidad, la secreta sustancia de transformación que
originariamente ha caído desde el sitio más alto a la más profunda y oscura
materia y está oprimido esperando la salvación». El niño es, por tanto, la
imagen de su propia alma, y su situación es análoga a la de Bronwyn. De ahí
acaso, la doblé entrega a esos misteriosos «frisios» que tal vez ocultan un
simbolismo racial, nórdico, apto para desdoblarse en otro más profundo: el de
las virtualidades libres e infinitas del cosmos En cuanto a la «necesidad» de
la muerte de Chrysagón, Jean Markale, en Les
celtes (1969), insiste en que para los celtas -cuya ideología rige todo El señor de la guerra las aventuras que
acaban mal materialmente expresan el adecuado fin espiritual y además asegura
la tendencia céltica a las historias, leyendas y aventuras terminadas
desastrosamente, desde el ataque de Brennus a Delfos a la muerte del rey
Arturo.
Obvio es que todos los símbolos que se han estudiado
en las páginas precedentes remiten a las concepciones de las sociedades
primitivas o a la mística del paganismo o del sufismo. Muy posiblemente, la
ausencia de atmósfera cristiana en la obra refleja menos una voluntad de
describir objetivamente el mundo del siglo XI en Brabante, por reminiscencias
de religiosidad céltica que pudiera haber, que la mentalidad contemporánea de
los autores del argumento y su plasmación. Queda planteada sea como fuere, una
ideología en la que predominan dos principios: el femenino y el masculino, con
distintos equivalentes poderes -de no prevalecer el femenino-, lo cual es lo
más distinto que cabe de la religión iahvética o de su derivada. El concepto
primitivo de la necesidad del «sacrificio sangriento» predomina en la obra. La
idea de la muerte como resolución del dualismo y cumplimiento del «deseo más
íntimo» es lo que proyecta la luz más radiante sobre el argumento. La obra
demuestra que los seres humanos son más
que lo que parecen ser y que los hechos son pruebas en las que se decide el destino. Todo ello es más esotérico
que otra cosa y parece difícil que haya sido «construido» inconscientemente.
No
sería imposible buscar equivalencias de las principales situaciones y símbolos
con figuras y elementos de la tradición cristiana, aunque seguramente
facilitarla la tarea acudir a fuentes heterodoxas, como la Theosophia practica de Juan Gichtel (1696), seguidor de Bohme. Así,
dicho autor, en la obra citada, habla con frecuencia del combate del alma con
el dragón (a veces alude a la lucha de San Miguel con Satán en su aspecto
draconífero) y dice que si el alma cumple con las condiciones que se exigen
para su salvación «se promete a Sophia», imagen gnóstica de la mujer como
símbolo de la salvación por el conocimiento, no muy lejana de la concepción con
que Dante acaba por representar a Beatriz. Gichtel habla también de la
necesidad de vencer el dualismo originario del bien y la cólera (Géminis,
hermano claro y hermano oscuro=Chrysagón y Draco). Por tanto, el proceso de
salvación en su esquema pasa por un combate contra el mal interior y señala
como premio de la victoria la posesión de la «celeste Sophia»... «que estrecha
a su prometido contra su corazón cuando se encuentran en la conjunción del
amor». Incluso alude a que «esa luz no mora constantemente en el temperamento
(sino que) la Virgen celeste se retira a su éter y prueba a su prometido para
ver si le será fiel». En caso afirmativo, «el dragón de fuego pierde su reino y
su trono y el amor se alza sobre la muerte del egoísmo... Sólo entonces se
eleva en el alma el paraíso», es decir, sólo entonces llega el alma al «lugar
lejano».
En cuanto a la «ascensión» de Bronwyn desde su primera
situación de «durmiente» hasta el final, cabe establecer paralelismos
analógicos. Es la transición señalada por Jung con los nombres de Eva, Beatriz,
Sofía y María, por el paganismo con los aspectos de mujer, hada, ninfa y
deidad. En realidad, Bronwyn surge ya en el segundo estadio (paralelo al de Beatriz
y hada) y su elevación se realiza a los otros dos (equivalentes en cierto modo
a las nociones de Daena sufí y de la Shekina -aspecto femenino de Dios- del
kabalismo hebraico. Todas estas analogías no tienen otra finalidad sino
ratificar el carácter arquetípico del personaje y el dinamismo ascensional que
lo domina, comunicándose irresistiblemente a Chrysagón e impulsándolo a «quemar
las etapas» de su evolución hasta llegar a una rápida muerte que es el pago de
sus culpas y el principio de su renacimiento o de su felicidad eterna junto a
su «sophia» gichteliana.
Respecto al aparecer y desaparecer y a la acción de
Bronwyn, en la obra citada de Gichtel se lee un párrafo que puede servir de
aclaración perfecta. «Y aunque ella (Sophia) descienda alguna vez a alegrar a
su amante en la codicia tenebrosa (de los anhelos terrenos), a fin de que no se
ensombrezca y desespere, no se queda mucho tiempo; ella se retira, tanto dentro
del hombre interior como dentro de su principio
interior. Por eso la paciencia y humildad son necesarias». O el final trágico.
La comprobación analítica de que
determinadas intuiciones experimentadas al contacto con la obra son verdaderas
no va más allá de esto. El simbolismo sólo facilita conocimientos
«relacionales», es decir, traducciones de unos órdenes fenoménicos a otros
porque si se refiere a principios trascendentales éstos requieren, para ser
utilizados y vividos, la creencia en su
realidad. El simbolismo alude como hemos visto, a concepciones del
universo, a místicas y religiones, a mitos, pero no se pronuncia en cuanto a la
concreta apertura de estos mundos al
que los intuye o estudia. Un ensayo como el precedente no da certidumbre sobre
nada, salvo indicar que un argumento cinematográfico, como un cuento folklórico,
puede desdoblarse en un estrato simbólico y aludir así a mitos y arquetipos que
conciernen a la vida espiritual. Esto es poco, es el fondo. Porque no decide si
esa vida espiritual es un ensueñe de sociedades pasadas y perdidas,
reverberando en la brillante superficie de un relato actual, o una verdad
eterna, que se deja ver por los intersticios de la opacidad profana. Después de
asimilar Bronwyn a Daena hay que decidir si Daena es una suposición arbitraria,
la intuición de una posibilidad posmundana, o una realidad absoluta. Si durante
muchos siglos, los seres humanos han preferido el mito a la interpretación, el
ensueño a la formulación racional de sus elementos, la creencia a un
conocimiento que, seguramente, por esencia propia es imposible en tanto que tal,
es por miedo a la decepción que tales conclusiones aportan. La virtud del
relato, de la poesía, del mito es «mover el alma a creer», mientras que la
explicación simbólica no puede sino dar a la razón comprobaciones
«relacionales», como antes las calificábamos. Saber que el bosque es el templo
para el celta acaso sea menos afectivo que sentir la belleza mágica del bosque,
la misteriosidad de sus verdes claroscuros. La comunicación no intelectual de
las imágenes: Bronwyn en las aguas cenagosas, Bronwyn con la corona de flores
blancas en su boda, Bronwyn a la luz del amanecer tras la noche de entrega al Señor de la guerra, Bronwyn por el campo
recogiendo hierbas, es más poderosa que la corroboración del sentido de estos
actos o que la misma dilucidación -que no descarta una variable relatividad- de
su naturaleza humana-sobre humana. Por ello, tal vez la mejor respuesta a un
mensaje de naturaleza emocional sea también la de carácter emocional, como la
música o la poesía. Explicar el simbolismo de algo no es probar la verdad en sí
de las realidades aludidas por ese simbolismo. Con todo, hay que declarar que
ésa tampoco es la finalidad de la simbología, sector del conocimiento que se
limita -que se retiene que limitar- a valorar lo inferior por lo superior, lo contingente
por lo acontecido en illum tempore,
como diría Eliade. A partir de esta iluminación de una «historia» terrena con los fuegos del espíritu, sólo éste puede
atreverse a decidir qué es, en
verdad, lo que sucede.
Se abre, pues, aquí la disyuntiva absoluta. O los
símbolos aleccionan simplemente sobre unas estructuras mentales arcaicas y de
otro modo relativamente permanentes, por el movimiento de sus arquetipos, o son
la revelación -o la confirmación- de una creencia. O admitimos, sea con la
ortodoxia sea con cualquier heterodoxia creyente (como la esotérica), que el
trabajo del alma en una vida no se pierde
y que es posible hallar en el más allá a la celeste Sophia de Gichtel, a la
Daena de los sufís, a Bronwyn. O una vez agitado el multicolor espacio de los
ensueños miramos el futuro del alma con el tenso desesperar no confesado del
nihilista.
Una explicación
psicologista
Con los libros de Jung
sucede que se mantienen en una especial ambigüedad, cuando no recaen netamente
en la restricción psicologista. Es decir, las afirmaciones míticas, espiritualistas
surgen como explicaciones de procesos mentales, de «situaciones críticas»,
etc., sin que se afirme nunca con claridad que lo que esos símbolos prometen es
cierto objetivamente. Un ejemplo lo tenemos en su Paracélsica (10), que, de otro lado, en la historia transcrita, no
deja de mostrar sorprendentes analogías con cuanto acontece en El señor de la guerra. Aludiendo a
Paracelso, pero explicando esas aventuras de la «historia del alma» (alma cuya
naturaleza tampoco aclara Jung, sin decantarse por una explicación sobrenatural
o natural), dice: ... En su lugar escoge la figura legendaria de Melusina. Esta
no es por cierto una irrealidad alegórica, o una mera metáfora, sino que tiene
una particular realidad psíquica, en el sentido de un fenómeno por así decir
fantasmal, que, de acuerdo con su modo, es por un lado una visión condicionada
psíquicamente, pero, por otro, en virtud de la fuerza de realización
imaginativa del alma, del llamado Ares (Marte) es una esencialidad distinta y
objetal, como un sueño que transitoriamente se convierte en realidad. La figura
de Melusina sirve de forma magnífica para estos fines. Los fenómenos anímicos
pertenecen a aquellos «fenómenos límite»» que aparecen en situaciones psíquicas
especiales Tales situaciones se caracterizan siempre por una irrupción más o
menos súbita de una forma o situación vital que parece ser la condición o el
fundamento imprescindible del curso individual de una vida. Cuando aparece una
catástrofe de esa especie, no sólo se rompen los puentes que quedaron atrás,
sino que parece no existir ningún camino hacia adelante. Se está ante una
oscuridad sin esperanza e impenetrable, cuyo vacío abismal se llena de súbito
por la visión o la presencia palpable de un ser extraño, pero que promete
ayuda; del mismo modo que en una larga soledad, el silencio o la oscuridad se
hacen visibles, audibles o palpables, y lo propio desconocido se nos aparece en
una figura desconocida. La condición especial de los fenómenos del alma se
encuentra también en la saga de la Melusina. Emmerich, conde de Poitiers, había
adoptado al hijo de un pariente pobre, Ravmond. tas relaciones entre el padre
adoptivo y el hijo eran armónicas. Una vez, cuando iban de caza, persiguiendo
un jabalí, se separaron de su séquito y se perdieron en el bosque. Al caer la
noche encendieron fuego para calentarse. De pronto, Emmerich es atacado por el
jabalí perseguido; Raymond lo hiere con su espada; pero, por una desgraciada
casualidad, rebota el acero y hiere mortalmente a Emmerich. Ravmond desconsolado
y confuso monta a caballo y huye hacia lo desconocido. Después de un tiempo
llega a una pradera donde hay una fuente. Allí encuentra tres mujeres hermosas.
Una de ellas es Melusina, que con sabio consejo aparta de él su destino de
deshonra y de exilio. «En el momento crítico surge el Anima anunciadora del
destino. Sí, pero volvemos a preguntarnos, ¿qué trascendencia objetiva tiene
esa Anima? Creemos que ninguna para la psicología y toda para la mística,
ortodoxa o heterodoxa que ella utiliza para un adentramiento en la «historia
del alma».
Apéndice 2
Simbolismo del nombre
Bronwyn
Señala Jean Markale en Les Celtes (2969) que el nombre céltico Bron aparece también en las formas Bran y Bren. Respecto a Wen su
pronunciación tiende a identificarlo con Win
o Wyn. Indica que Bron puede significar cuervo, seno y
altura (por el sistema ternario de significaciones propio del simbolismo y de
muchas etimologías célticas), Wen
significa blanco. Bronwyn sería equivalente, pues, a Blanco seno, Altura blanca
o Cuervo blanco.
Según nuestro propio
sistema de simbolismo fonético [Simbolismo fonético II, La Vanguardia, 17/09/1970],
el significado más profundo de este nombre no deriva del sentido de sus dos
componentes citados, sino del de cada letra. Es evidente, por lo demás, que
éstas se unen en dos sílabas, siendo importante la «contraposición
fónica» (Vendrves) que determinan: Bron-Wyn. La B, tanto en la Kabala como en
otros sistemas simbológicos, corresponde a la idea de continente: cuerpo, casa,
forma, materia; la R a la noción de rapto, impulso, acción y movimiento. La O
es una vocal afirmativa, como la A (en contraposición a las negativas U, Ü, I,
V, y a la de transición E). BRON sería, pues, una expresión afirmativa material
terminada en un impulso a la disolución (N — aguas disolutivas, en
contraposición a M = aguas fecundantes). Y WYN sería la unión de tres sonidos
negativos, disolutivos, reafirmando el final de la primera sílaba del nombre.
Este, pues, sería el nuncio del destino de Chrysagón: recibir una forma de
realidad activa para ser impulsado por ella a la disolución (y al dominio de
las virtualidades infinitas).
a)
Hechos Fecundidad Orgía
b)
Caballero Dragón Enano Hermanos
Nombres Pelea hermanos Señor de la guerra
c)
Bosque Destino Escalera Paisaje
completo Pantano Sacro Torre
d)
Aguas Corona de flores blancas
Desnudez Encuentro Inmersión
e)
Arcángeles femeninos Diosa Druidesa-Muérdago
Hada Hija adoptiva Mujer Ninfa Porqueriza Princesa Resumen
f)
Abeja Aves Cerdos Halcón
g)
Carro de fuego Caza Fiebre Fuego
Guerra Herida Mar de llamas Tridente
h)
Amor Anillo Lugar lejano
i)
Hoz Muerte Niño Padre-hijo
Bibliografía
(1)
Bayard, Jean-Pierre: Histoire des
Légendes. París, PUF, 1961.
(2)
Caillois, Roger: L'Homme el le Sacré.
París,
Gallimard, 1950
(3) Cirlot, J.-Eduardo: Diccionario de símbolos. Barcelona,
Labor, 1969.
(4)
Corbin, Henry: Terre céleste et corps de résurrection.
Correa. Buchet/Chastel, 1960.
(5)
Dillon y Chadwick: The Celtic Realms.
Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1967.
(6)
Eliade, Mircea: Aspects du Mythe.
París, Gallimard, 1963.
(7)
Eliade, Mircea: Le Sacré et le profane.
París, Gallimard, 1965.
(8)
Grimai., P.: Mythologies des Montagnes,
des Forêts et des Îles. París, Larousse, 1963 («Mythologic Celtique», por G. Roth).
(9) Hubert, Henri : Los Celtas desde la época de la Tène y la
civilización céltica. Méjico, Uthea, 1957.uadernos Hispanoame
(10) Jung, Carl Gustav: Paracélsica. Buenos Aires, Sur, 1962.
(11) Jung, Carl Gustav: Símbolos de transformación. Buenos
Aires, Paidós, 1962.
(12)
Lengyel., Lancelot: Le Secret des Celtes.
Les Hautes Plaines de Mane. R. Morel éditeur, 1969.
(13)
Lengyel, Lancelot: «Le moment historique de la prise de conscience de
l`amour-passion et le symbolisme dans les sources celtiques du mythe de
«Tristán». Le Surréalisme même, núm.
2, París, 1955.
(14) Le
Roux, François: Les Druides. París,
1961.
(15) Loeffler-Delachaux
: Le Symbolisme des Contes de fées.
París, L´Arche, 1949.
(16) Marx,
Jean: Les Littératures celtiques.
París, PUF, 1967.
(17) Przyluski,
Jean: La Grande Déese París, Payot,
1950.
(18)
Savoret, A.: De Quelques symboles
druidiques. París, 1947.
(19) Schneider,
Marius: El origen musical de los
animales-símbolos en la mitología y escultura antiguas. Barcelona, CSIC,
1946.
(20) Schneider,
Marius: La danza de espadas y la
tarantela. Barcelona, CSIC, 1948.
(21) Thevenot,
Emile: Histoire des Gaulois. París,
PUF, 1966.
(22) Vendryes,
J.: Choix d'études linguistiques et
celtiques. París, Librairie C. Klincksieck, 1952.
No hay comentarios:
Publicar un comentario