El Crepúsculo Industrial, S. A.[1]
EN una vieja ciudad castellana se encuentra un
rótulo en el local de una modesta industria: «LA INTIMIDAD — FABRICA DE HIELO». Me he acordado de este título y
de lo que sugiere al pensar en el de una sociedad recientemente establecida en
los Estados Unidos, en New England, que ha iniciado sus primeros talleres en
Haverhill, una pequeña ciudad de ese Estado de Massachusetts que algún tiempo
ha sido mi mundo: «Sunset Industries,
Incorporated», que se podría traducir algo libremente «El Crepúsculo Industrial, S. A.» o más literalmente, «Industrias de
la Puesta del Sol». La originalidad de esta sociedad consiste simplemente en que
«sólo» recluta su personal entre hombres y mujeres de sesenta años en adelante.
Las mujeres que constituyen el primer taller tienen entre 60 y 78 años: una de
ellas es bisabuela.
Esta sociedad no hace sino tomar en serio una
situación característica de nuestro tiempo, cuyas consecuencias son en parte
previsibles — pero hace falta molestarse en preverlas—, en parte difícilmente imaginables:
el hecho de que los hombres y mujeres del siglo XX no se deciden fácilmente a
morir, ni siquiera a declinar. Hasta hace pocos decenios, en efecto, la gran
mayoría de los hombres habían muerto antes de cumplir les 60 años; sólo
quedaban «supervivientes» de mayor
edad, y esto en un doble y hasta triple sentido: 1º, eran numéricamente, muy
pocos, 2º por ello, «las formaciones»
que habían substituido antes estaban maltrechas y desarticuladas, 3º estaban —
salvo excepciones— en franca decadencia física y, sobre todo, moral. La vejez
sobrevenía muy pronto, en parte por causas fisiológicas, en parte por una
cuestión de actitud; cuando se empieza a decir — en broma y sin creerlo— «yo ya estoy viejo», «a mis años», etc., al cabo de algún
tiempo todo eso resulta verdad. Hace ahora ochenta años la infanta carlista
doña Nieves de Braganza, llevada por los azares de la guerra civil, llega a la
ciudad catalana de Ripoll; allí se hospedaba de una familia; la mujer, de gran
belleza, es conocida con el nombre de «la
Rubia de Ripoll», la infanta, en sus Memorias,
se admirara: qué belleza, qué cutis terso, qué cabellos dorados; le dicen la
edad de la guapa catalana: veintiocho años; y no puede creerlo, no puede comprender
que a esa edad esté tan joven y hermosa, tenga esa piel y esos cabellos; porque
a los veintiocho años, insiste, no se puede decir, de ninguna manera, que una
mujer, aunque sea casada es joven. A los veintiocho años, «la Rubia de Ripoll» tenía la obligación de entrar en el crepúsculo y
dar a sus cabellos áureos una luz de poniente.
Según cálculos aproximados, la duración media de
la vida humana en 1500 era de 22 años, en 1700 de 34; en 1800 de 46; en 1960,
de 49; en 1953 de 69. Se ve, desde luego, que el siglo XX tiene algún misterio.
Pero estos datos sirven de poco, porque son demasiado complejos: no se trata,
claro está, sólo de la longevidad, sino de la enorme disminución de mortalidad
infantil, la desaparición de muchas enfermedades graves y de la gravedad de
otras que persisten, pero domesticadas por la cirugía o los antibióticos. Es interesante
ver lo que ocurre sólo con los en los viejos: en los Estados Unidos las
compañías de seguros consideran que la vida medía probable es hoy de 68, 8 años
para los hombres y 72,1 para las mujeres; las probabilidades de que un niño
nacido en 1938 alcance los 65 se calculaban en el 53 por 100; para el nacido en
1953, el porcentaje es 64 — si es niña, 74—. Y no es sólo esto: los 65 años no
son un límite, sino una edad casi se calcula casi “media” que más de la mitad
de los de esa edad vivirán todavía 12 años, una quinta parte 20 años más; para
las mujeres, la situación es increíblemente favorable: la mitad de las que
tiene 65 años llegarán a 80, la quinta parte alcanzarán los 88, Hay ahora en los
Estados Unidos 13 millones y medio de personas de más de 65 años; a finales de
siglo se prevé que haya 26 millones.
Esto quiere decir que habrá generaciones compactas
con sus cuadros firmes, con su estructura; es decir, que en lugar de
supervivientes del gran naufragio de la ancianidad, «Rari nantes in gurgite vasto», dentro de poco tiempo habrá «una generación más» en el escenario histórico;
y habrá que plantearse el problema de la dinámica de las generaciones en esta
nueva situación, y por tanto de su duración e intervalo, posiblemente distinto
al alterarse de modo perceptible ese elemento de la estructura empírica de la
vida humana que es el esquema de las edades.
Pero no es este aspecto colectivo el que en este
momento me interesa, sino la nueva situación que en la vida humana «individual» introduce esta longevidad
estadísticamente frecuente, con la cual, por tanto, se va a empezar a «contar». que va a funcionar en nuestro
horizonte. La expresión que emplean las compañías de seguros americanas, «life expectancy», expectación o esperanza
de vida, tiene un sentido abstracto y estadístico, que es el que a ellos les
interesa, y no el otro concreto, imaginativo y cordial: lo que cada uno de los
hombres espera como probable e incierto límite de su vida terrena.
Hasta ahora se contaba con que la vida terminaba
hacia los sesenta años; por lo menos, su fase activa; piénsese en las
connotaciones sentimentales de la palabra «sexagenario»,
y en la irritación que producen a todos los sexagenarios actuales. Las formas
de la vida colectiva estaban determinadas por esos supuestos, y se contaba con que
los hombres, al llegar a cierta edad catre 60 y 70—, dejan de funcionar: es la edad
de la jubilación o el retiro, del paso a lo hoy se llama «clases pasivas». Ahora resulta que las clases pasivas no lo son,
sino que se sienten capaces de plena actividad. Pero ésta — y, por tanto, la figura
de sus vidas — resulta problemática.
Caben, en efecto, dos posibilidades bien distintas,
que podríamos denominar así: continuar o empezar de nuevo. En unos casos, la
tendencia es aumentar la edad del retiro; en muchas universidades americanas es
de 65, en otros casos de 68; en pocos se llega a la de 70, normal en Europa; se
trata de establecer este tope o incluso otro más avanzado; una innovación mayor
es la desaparición de la edad forzosa de retiro; desde cierta fecha, una
comisión decide si el trabajador continúa en activo o debe retirarse; es decir,
no es la edad, ninguna edad, la que aparta del trabajo activo, sino las
condiciones del individuo.
Pero hay otra tendencia, que en los Estados Unidos
se manifiesta claramente: un paradójico retiro temprano. Los amplios ingresos
del norteamericano medio, la adquisición de una casa propia y otros medios
desde muy pronto, el ahorro, todo ello permite a muchos, desde el punto de vista
económico, retirarse a los sesenta años, tal vez antes, Y no son pocos los que
lo hacen, muchos más los que lo desean.
Pero hay que preguntarse: ¿Retirarse de qué o a
qué? Porque no se debe aceptar tan llanamente la interpretación negativa del
retiro. Se trata de retirarse de la profesión ejercida hasta entonces, pero no
para aguardar una melancólica extinción sino para iniciar nuevas actividades. Éste
es el fondo de la cuestión: la idea de la “vida
nueva” que empieza cuando antes se pensaba que estaba terminando la vida.
Probablemente, antes de tener formas profesionales
esta actitud germinó en las mujeres americanas. Estas se casan pronto — antes
de los 21 por término medio —; en un país sin servicio doméstico, trabajo de la
casa y el cuidado de los hijos constituyen una pesada carga; las mujeres
trabajan esforzadamente durante muchos años. Pero llega un momento en que los
hijos están ya criados, son independientes, tal vez se han casado, en todo caso
están en sus años de «college», casi
siempre en otra ciudad; y las madres, gracias a una buena constitución racial,
dieta adecuada, ejercicio y artes cosméticas, se encuentran a larga distancia
de todo asomo de vejez. Entonces puede empezar la segunda vida, con tiempo
libre para ellas mismas, con libertad para planear su vida sin sacrificarla al
cuidada apremiante de los hijos. Muchos matrimonios, al quedarse más o menos
solos, vuelven a mirarse con ojos distintos y a planear nuevos programas.
Al hacer los nuevos proyectos para la segunda
etapa, se produce también una crisis en el hombre. ¿Por qué seguir haciendo lo
mismo? Hay que advertir que los americanos tienen mayor propensión a cambiar de
trabajo, puesto o residencia que los europeos — una de las razones es la mayor
semejanza entre las ciudades de los Estados Unidos que las de Europa: la
diferencia que existe entre vivir en Providente o en Baltimore no es comparable
a la que significa vivir en Granada o en Oviedo, en Múnich o en Heidelberg—.
Tal vez la pareja ha vivido años y años en no clima duro e inhóspito, en Iowa o
en North Dakota; ¿por qué no intentar California o Florida? Todo lleva a la
actitud de «volver a empezar».
Pero esto tiene algunos supuestos delicados.
Uno de ellos, la capacidad de modificar sustancialmente el proyecto vital; lo
cual implica una cierta insolidaridad con el pasado, por una parte; una
elasticidad juvenil, por otra. Además, pone al descubierta con una sinceridad
que no es frecuente, el hecho de que los hombres no suelen vivir de acuerdo con
su vocación. Existen en el mundo infinitas tareas para las que los hombres no
se sienten «llamados»; las realizan, sin embargo porque son necesarias —
colectivamente —; porque tienen que vivir — individualmente—; pero la ilusión
que producen es muy moderada. Muchos hombres aceptan que las cosas sean así;
algunos acaban por sentir la ilusión de la tarea cotidiana, la realizan con «amore», ponen en ella una buena parte de
sí mismos, y al quererse, la quieren; otros se amargan, se agrian, fermentan en
descontento y rencor; bastantes jamás piensan en ello, porque ni siquiera se
les ocurre que la vida pueda ser de otra manera. Muchos americanos, al llegar a
los sesenta años, tal vez antes, abandonan el «trabajo» en sentido estricto, impuesto, profesional, forzoso, penoso,
aburrido, sin interés, y se dedican a iniciar lo que Ortega llama «ocupaciones felicitarías»; que, por lo
general, consisten en otro trabajo, tal vez de tanto esfuerzo.
Trabajo, pero «otro». El elegido, no automáticamente designado por las
circunstancias. Esto hace que el impulso vital se renueve, como un proyectil al
que se hace seguir avanzando con un nuevo cohete. La trayectoria, que iba ya de
vencida, que pronto tocaría el suelo, vuelve a tenderse y avanzar hacia un
horizonte más lejano: es una nueva forma del elixir de la juventud.
Porque lo que quiero decir es esto: el aumento
de la vida media humana y de la conservación del hombre a edades avanzadas es
la causa de que se esté llegando a nuevas estructuras sociales, de que se
vuelva a empezar, de que los profesores legalmente jubilados por las
Universidades sean contratados por otras, que organizan una espléndida «faculty» de «viejos oficiales», que juvenilmente despliegan las velas de su
segunda navegación, de que en otra Universidad de Massachusetts se den cursos
«exclusivamente» para mujeres de más de 65 años. Pero esta reacción positiva a
la longevidad estadística va a incrementarla. El reajuste de las vidas individuales
les va a dar lozanía y frescura por unos cuantos decenios más. No va a ser
simplemente que hombres y mujeres «no se
mueren», que siguen sobre el suelo más años de los que se esperaban, sino
que van a tener más vida, un suplemento de vitalidad, lo cual implica una
segunda parte del programa, del programa vital en qué consisten. Un gran
maestro español, al cumplir los 80 años, pedía a su médico dieciséis más de
vida: los necesitaba —dieciséis, ni más ni menos— para acabar los trabajos que
tenía entre manos. No dudo de que Dios se los conceda; ya lleva cinco más, y no
hay en él señal de decadencia. Y estoy seguro de que al cumplir 96—ya se sabe
lo que es el trabajo intelectual — le faltarán aún muchas cosas; y se le habrán
ocurrido nuevos temas incitantes; necesitará una prórroga. La puesta del sol es
a reces muy lenta y larga; espero cambios decisivos en la estructura de la
sociedad y de la historia, sólo a causa de la moral que implican esas «Industrias del Crepúsculo» que acaban de
nacer en Massachusetts.
Julián Marías, Destino, Año XVIII, Núm. 900 (6 nov. 1954), pp-34-35
[1] Este
artículo está incluido en: Julián Marías, Los
Estados Unidos en escorzo (artículos escritos entre 1951 y 1955), Emecé
Editores, Buenos Aires, 1964.
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