Heidegger y el cadáver de nuestra civilización
El proyecto de una filosofía que nos propone
revocar veinte siglos de cultura.
Nietzsche,
en «El origen de la tragedia», inició la demolición de los fundamentos de la
civilización cristiana. La obra de Martin Heidegger culmina en una indagación
etimológica que refuta los cimientos donde
ha reposado, durante veinte siglos, la metafísica platónica, la teoría de las
ideas expuesta en el «Fedro», raíz de la moral cristiana e inflexión ética y
lingüística que la religión ascendente, desde Orígenes, se apropió en un acto de
vampirismo cultural de vastas proporciones.
A
partir de la «Carta sobre el humanismo» (1946) a Jean Beaufret y «El retorno al
fundamento de la metafísica» (1949), Heidegger inicia el desarrollo de tal
impugnación. Sus escritos sobre Hölderlin y el origen de la obra de arte, su
rescate de los presocráticos, los dos gigantescos volúmenes de su «Nietzsche».
desarrollaran su teoría del nuevo humanismo que. tras la muerte de la
metafísica, la imposibilidad verbal de continuar «Sein und Zeit», tiene un
objetivo único: proyectar los cimientos de la civilización poscristiana, imaginar
los fundamentos de otra civilización, aquella que pudo ser, pero que la
metafísica platónica abortó en la ética y la estética cristianas. Tal proceso
incluirá, pues, un análisis de las imposturas verbales, las falacias y malentendidos
verbales en que reposa nuestra civilización. La etimología nos conduce hasta
los orígenes de nuestra cultura, y el discurso desmonta los mecanismos a través
de los cuales las palabras, los usos verbales, erigieron los templos vacíos don
de adoramos a las divinidades perdidas.
No es
un azar que Heidegger nos recuerde la actualidad del politeísmo: su búsqueda de
unas raíces para la vida del hombre tras la muerte de Dios lo conduce a Heráclito
y los presocráticos. Vacía la casa del hombre que se llamó metafísica, hueca la
caja que dio cobijo a la existencia del hombre occidental, Heidegger advierte
que hubo otras sendas posibles: pero se perdieron pisoteadas por la tropa de
filósofos que siguieron a Platón.
Los
títulos con que Heidegger jalona su propio discurso son bien elocuentes: Holzwege
(«Caminos del bosque», 1935-46), Der Satz vom Grund («¿Qué significa pensar?», 1954), Unterwegs zur Sprache («En camino hada el lenguaje», 1959). El lenguaje
será el fundamento donde la existencia se engarza, crece y se multiplica. La
etimología, desenredando, como Penélope, la madeja con que las palabras
tejieron el paño de la civilización, nos enseña nuevos usos, variaciones, de
tan equívocos utensilios. Y así, haciendo oscilar la traducción de las
palabras, Heidegger inicia lo que habrá de ser el humanismo poscristiano.
Su
legado oscila, pues, entre dos variantes de una pregunta única: la interrogación
de las palabras y la interrogación de lo que él llama «el acontecer de la
verdad» Desvelar una arqueología de las palabras y la metáforas desemboca en la
metafísica anterior a Platón (que había sustituido la diversidad de los mitos
originales por el mito por excelencia de la civilización cristiana: «yo»,
divinidad única que el antropomorfismo cristiano lleva a sus última
consecuencias de todo tipo). El devenir de la verdad, tras la interrogación etimológica,
nos advierte de un hecho elemental: la verdad no coincide con el concepto de
verdad fraguado por nuestra civilización, que entronizó el crimen, la mentira,
como normas de conducta, santificándolas en un nuevo concepto, una nueva
divinidad, la «historia» (tejido de palabras y leyendas, que es necesario
revocar, refutar.
Es
bien evidente que «Dios», a partir la revolución industrial, será una categoría
que es sustituida, dócilmente, por «Naturaleza» e «Historia»: vocablos tan generales
y omnímodos como la divinidad a quien sustituyen, y de quien toman todos sus
atributos. La frialdad asesina con que el genocidio y los campos de
concentración se justifican en nombre de la «Historia» es bien evidente que
tiene su contrapartida en tribunales de inquisición que se sienten iluminados y
representantes de los derechos y poderes de la ley divina. El culto a la
personalidad de los tiranuelos contemporáneos posee una iconografía y un
talante dogmático paralelo al santoral cristiano, con sus mártires, doctores y
policías. Las «leyes» de la historia, como las de Moisés, componen un decálogo
de prohibiciones y normas de conducta, y aseguran el funciona miento de nuevos
códigos militares con qué alimentar a los ejércitos y el derecho a matar,
siempre que la sangre derramada lo sea en nombre de la ley.
Así,
el legado de Heidegger, en suma, en su fundamentación de un nuevo humanismo,
nos enseña, básicamente, los valores negativos de nuestra cultura: cómo despojarnos
de la mentira que somos y huir de la palabras que nos suplantan con su cuerpo
vacío; cómo escapar a la cárcel que nos habita, fundando nuestra vida en
fraudes verbales y tautologías; cómo vivir, cuando los ejércitos de palabras
han transformado nuestra vida en un erial tachado por los restos de batallas
perdidas.
Quizá,
sin duda, Heidegger no nos enseña a responder tales cuestiones; su mérito ha sido
muy otro: mostramos que son esas
cuestiones que debemos responder, y no otras; enseñamos el camino que nos permita
formular, con exactitud, las preguntas esenciales.
Tal
proyecto, evidentemente, implica una gramática y una economía de los signos. Una
etimología, una arqueología de la palabra, que nos permita conocer con exactitud
el carácter verbal (legendario, mitológico) de las arquitecturas que rigen la vida
de los pueblos. Y una economía de lo sagrado que nos permita comprender los mecanismos
a través de los cuales el intercambio de las mercaderías espirituales reglamenta
el comercio de los cuerpos.
Wittgenstein
y Bataille, en la historia de las ideas modernas, aportan materiales decimos
para comprender, y materializar, tal proyecto. El «Tractatus» es el primer
pronto de gramática-filosófica. «La parte maldita» partiendo del célebre
«Estudio sobre el Don» de Marcel Mauss, sienta las bases antropológicas para
una economía de lo sagrado (la profunda incultura de las escuelas de economismo
clásico todavía no han descubierto a Bataille, poniendo bien en evidencia su
ignorancia).
Asistimos,
nada más cierto, a la caída de civilización cristiana, prolongada y sustituida
por las nuevas sectas religiosas (el economismo y la dictadura de la estrategia
política). Heidegger nos enseña que nuestra civilización pudo ser otra, que
existen cimientos perdidos (Hölderlin los rastrea en «El Archipiélago», y
nosotros en nuestra nostalgia del paraíso perdido: la angustia contemporánea es
la del hombre que perdió el rumbo de su existencia, de ahí la actualidad de Stevenson:
todos buscan un John Silver que nos conduzca a la isla del tesoro), los rastros
inolvidables de otra cultura, que nos hace posible imaginar la verdad, la
justicia, el deseo: palabras sagradas para nombrar aquello que anhelamos y
nuestra civilización ha perdido en la más vil ignominia. La conquista de
nuestra libertad, ahora lo sabemos, pasa pues, por la revocación de las palabras
que alimentan con nuestras venas el sin vida de una civilización que sólo se
sostiene como un cadáver en un hospital de sangre.
Juan Pedro Quiñonero
En la muerte de Martin Heidegger
La memoria del pensamiento y de la propia
biografía del filósofo en esta hora puede ser una llamada a la teología
católica de hoy.
Por
razones eminentemente políticas o incluso de cambio de decorado en la comedia
de la historia y de una cultura sometida ella misma al ritmo del consumismo y
de la moda, se ha hecho en los últimos años un silencio pesado en tomo a
Heidegger, un silencio «en la feria que se tiene por el foro del espíritu»,
como ya decía el P. Rahner en el homenaje que a Heidegger tributó como maestro
en su ochenta cumpleaños. Pero la muerte es necesaria que libre ahora al hombre
de todos los juicios provisionales y nos permita enfrentamos con su pensamiento
muy lejos de haber sido explotado en toda su riqueza, de modo muy especial en
ese ámbito de lo teológico y de lo religioso, que el propio Heidegger dejó, una
y otra vez, en blanco en su pensamiento.
En
último término, Heidegger no tenía por qué llenar esos blancos, y la incitación
que debe recibir el pensador religioso del pensamiento de Heidegger le viene
precisamente de esos silencios y del énfasis puesto por el propio Heidegger, en
que en todo y en cada ser se debe rastrear un misterio que nos interroga En
este sentido es como ha influido en lo mejor de la teología católica del siglo
XX y como se ofrece aún a más profundas reflexiones por parte de esa teología
en cuanto ésta vuelva a recuperar la confianza en sí misma.
La
teología católica de este momento, en efecto, atraviesa por una especie de
vergüenza de sí misma o, mejor diríamos, por la oscurísima noche de sentirse
inútil, vacía, reducida a nada. En realidad está atravesando por la experiencia
de «el nihilismo a las puertas», que el mismo Heidegger describió como una
experiencia ineludible para el mundo del pensamiento y de los valores del mundo
de después de Nietzsche. Sí Dios, como fundamento suprasensible y como fin de
todo lo real está muerto —escribía a propósito del «Dios ha muerto»
nietzscheano—, si el mundo suprasensible de las ideas ha perdido su fuerza
obligatoria y sobre todo despertadora y constructiva, ya no queda nada a que el
hombre pueda atenerse y por lo cual pueda guiarse. De ahí que en el pasaje leído
(el pasaje de «Dios ha muerto») figura la pregunta: ¿No vagamos como si fuera
por una nada infinita? La frase «Dios ha muerto» contiene la comprobación de
que esa nada se ensancha. Nada significa en este caso ausencia de un mundo
suprasensible, obligatorio. El nihilismo, «el más inquietante de todos los
huéspedes», está a la puerta.
La
teología católica, por otra parte, ha quedado muy resentida y marcada por la
utilización que de ella se ha lucho en el plano político para la sustentación
de las más crueles dictaduras, exactamente como el nazismo aprovechó el
pensamiento heideggeriano para apuntalar el mito nacionalista y racial, y teme
que la reflexión en tomo al misterio y a lo inefable la lleve a apoyar nuevas
irracionalidades políticas. Ha preferido, en amplias zonas al menos,
proporcionar una reflexión para la liberación política y económica de los
oprimidos y para la protesta contra toda alienación. Hada hay que reprocharla
por ello. La teología, desde luego, no puede andar por ahí con su túnica impoluta
mientras miles de hombres son sacrificados en sus vidas o en su humanidad, pero
para eso no necesita convertirse en antropología ni en puro discurso político.
El discurso teológico tendrá que seguir siendo sobre Dios y sobre la ligazón
misteriosa que existe en cada cosa con el ser.
También
la teología católica tiene que reprocharse, en mayor medida aún que Heidegger,
el no haberse levantado contra la idolatría hitleriana o el haber suministrado
categorías teológicas a otras dictaduras, pero ahora tampoco puede hacerse
cómplice de otras visiones totales y totalitarias del hombre y de la historia,
aunque ostenten un rostro de racionalidad, de eficacia o incluso de renuencia
ética: el marxismo o la civilización tecnológica, por ejemplo.
La
muerte de Heidegger, la equivocidad del pensamiento de Heidegger y del mismo
pensamiento católico con la irracionalidad política —el nazismo— es, sin duda,
otra urgencia para plantearse la lucidez ante la fascinación de nuevas
equivocidades o la fascinación de la derrota y del nihilismo.
José Jiménez Lozano
Destino,
Año XXXVIII, No. 2019 (10 jun. 1976), pp. 30-31
¡¡¡Cómo agradecerte el rescate de ese texto...'????!!!!!
ResponderEliminarGraciassss
Q.-
No hay que agradecer nada. Es un gran artículo. De lo mejorcito que se escribió en España a la muerte de Heidegger.
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