EL SURREALISMO EN ESPAÑA
Un movimiento que nunca existió
Eduardo
Haro Ibars
FRANCISCO Aranda parece ser un surrealista ortodoxo; el menos eso
muestran sus otros libros publicados —un estudio muy interesante sobre Buñuel,
antologías y estudios sobre poemas de Buñuel y de Larrea, poemas y prosas
suyas, dentro de la corriente surrealista... Su libro, editado por “Lumen”, es un intento de aglutinar en
torno al vocablo “surrealismo” a
varias personalidades del mundo de las artes, de la poesía, del teatro —en fin,
de la cultura— españoles, de dar una coherencia y unidad al mosaico de
tendencias, influencias e individualidades que forman el panorama de la cultura
artística española, aproximadamente desde la generación —así llamada— del 27 hasta hoy mismo. “El
Surrealismo Español” es un intento interesante, un buceo en nuestra
historia artística y cultural, cuyo planteamiento inicial puede estar
equivocado, pero que no por ello sirve menos para aportar datos, para conocer
las claves que configuran la esencia incuestionable de nuestra cultura.
¿Qué
demonios es el surrealismo?
El surrealismo es, literalmente, eso: un
demonio, y obra de demonios. Nace oficialmente en 1924 —“de una costilla de Dada”, diría, creo, Ribemont-Dessaignes— y
hereda y canaliza todas las tendencias de las vanguardias de su tiempo,
formales y de fondo, a las que añade el espíritu —no muerto todavía y, desde
luego, no nacido, como nos quieren hacer creer los manuales de literatura, de
Víctor Hugo en Francia, y de Novalis en Alemania—, el hálito eterno del
romanticismo. Como este, ensalza las potencias del sueño y de la imaginación
desbordante, la búsqueda de la verdad en lo irracional, la liberación del
hombre por la magia, la omnipotencia —y esto precisamente será aportación del
español Dalí— del deseo: hace el elogio de la locura, y declara —anticipándose
en esto a los movimientos antipsiquiátricos actuales— al loco como un rebelde
total contra el orden establecido, llegando incluso a pedir para él el estatuto
de prisionero de guerra.
A este impulso romántico se suma el escandaloso
espíritu de las vanguardias de su tiempo: Dada y el futurismo habían dado en el
clavo al postular que, para cargarse a una sociedad burguesa y a un pensamiento
burgués, había que empezar por el lenguaje: romper su concatenación, en
apariencia lógica, destrozar incluso el orden sintáctico de las frases,
pulverizar el sistema de coordinadas habituales que hacen de un texto —de este
mismo, por ejemplo— algo legible, asimilable y catalogable dentro del apartado
“arte” o “cultura”.
El surrealismo francés —a mi entender, el único
movimiento surrealista organizado como tal, e impulsor de los surrealistas del
mundo, fue el francés—, fundado por André Breton, Soupault —a quien nuestro
autor Francisco Aranda supone suicidado hacia 1934, cuando la verdad es que,
según la última edición del Larousse, no ha muerto todavía; quizá lo confunda
con Jacques Rigaut—, Aragon, Eluard y otros, no pretendía ser un movimiento
específicamente “artístico” o “literario”; más bien rechazaba estos
remoquetes: se pretendía un movimiento revolucionario, destinado a transformar
el mundo por completo. De ahí las relaciones continuas del movimiento
surrealista con diversos grupos políticos, desde el PCF hasta los grupos
anarquistas, pasando por el trotskismo —Breton y Trotsky fueron grandes amigos,
y llegaron incluso a redactar textos juntos—, y la influencia que sus teorías
han tenido en grupos políticos contemporáneos, como la Internacional Situacionista, la Internacional
Nexialista o los yippies americanos.
Hay que entender el surrealismo como fruto de
una situación específica muy concreta: nacido después de una guerra
devastadora, en plena crisis de todos los valores en que se fundaba la cultura
occidental, y producto de la transmutación de todos los valores que habían
llevado a cabo tres pensadores de excepción: Nietzsche, Freud y Marx; pues,
aunque Breton, que se pretendió en un momento discípulo de Marx, justifique
muchas de sus teorías surrealistas por medio de Hegel, la influencia tácita de
Nietzsche queda muy clara, desde la teoría de la muerte de Dios en adelante, y
convendría que algún estudioso se pusiera manos a la obra y elucidase con más
claridad tales relaciones. Y hay que entenderlo también como un “estado de ánimo” no superado aún,
vigente en muchos todavía, puesto que el espíritu de rebelión contra la “vida invivible”, que ya denunciaba
Bretón, no ha muerto; y la vida sigue siendo invivible.
Y así, como estado de ánimo, podemos pensar que
ha habido y hay españoles surrealistas; pero nunca un movimiento surrealista, salvo el esporádico intento de Canarias,
pronto abortado por la masacre franquista, y algunos grupos de postguerra, que
ni siquiera se llamaron surrealistas.
Las
vanguardias españolas de principios de siglo: movimientos olvidados
Es difícil entender la poesía de la generación
del 27, donde Aranda incluye a tantos de sus “surrealistas”, sin partir antes de las tendencias europeístas que
conformaron los diversos grupos en torno a los que se fundó la vanguardia
española de principios de siglo, hasta los años 20. Vanguardias efímeras,
portadoras de poca teoría y pocos frutos; pero ricas piruetas, carambolas
literarias y pictóricas, añadidas a un deseo de ruptura con el pasado, de
superación del simbolismo rubeniano, tan lleno de lapislázulis, cisnes y
princesas.
Como es habitual, más que a movimientos,
tendremos que referirnos a individualidades, a personas, fundadores de grupos y
difusores de nuevos decires literarios, de los que ellos son, a veces, los
únicos representantes. Tenemos, por ejemplo, el caso de Rafael Cansinos-Assens,
maestro para muchos, que funda el ultraísmo, y redacta, junto con Guillermo de
Torre, el “Manifiesto Ultra”, a
finales de 1918. Este poeta, novelista, ensayista y traductor, se dio pronto
cuenta de que la poesía modernista ya no tenía sentido, que convenía infundir
un aire verdaderamente nuevo a la poesía, y hacer irrumpir en ella elementos
cotidianos y hasta conversacionales. Gracias a él, y a Guillermo de Torre,
curioso teorizante y crítico de las vanguardias, palabras como “tranvía”, “autogiro” y “aeroplano”
entraron en el lenguaje poético; la imagen sustituyó a la metáfora —artificio
poético que heredaría luego el surrealismo— y el poema se concretó en versos,
más que en estrofas —como hace notar muy bien Aranda en su libro—, que tenían
mucho que ver con la greguería inventada por Ramón Gómez de la Serna. Muchos
poetas ultraístas utilizaron también como elementos poéticos el caligrama y
otras formas más gráficas que literarias, siguiendo el ejemplo de Apollinaire.
Se ha llamado a Ramón Gómez de la Serna “el Apollinaire español”, y a mí me
parece una definición poco acertada, una comparación artificiosa. De entrada,
le falta el talento poético de Apollinaire, su —digamos—profundidad. Pero tuvo
un don de asimilación y de inventiva mucho mayores: fue el primero en nuestro país
que descubrió y difundió el futurismo, publicando textos de Marinetti en su
revista “Prometeo”, e incluso
redactando un texto totalmente ortodoxo, dentro de esa corriente, amparado en
el seudónimo de “Tristán”. En 1909,
editó —también en las páginas de “Prometeo”—
la traducción que hiciera Ricardo Baeza de “Los
Cantos de Maldoror”.
Ramón, presurrealista, principe frívolo de las
letras vanguardistas, tiene más que ver con la postura de “dilettante” de un Cocteau, de quien era buen amigo, que con
Apollinaire. Su libro “Ismos”, que
recoge todos los movimientos de la vanguardia europea, es más bien —salvo el
excelente estudio “La verdadera historia
de Picasso y el Cubismo”— un juego de periodista/ humorista que un estudio
severo y sereno de las distintas tendencias de la literatura y el arte de su
época.
Al mismo tiempo, bajo el doble padrinazgo de
Francis Picabia y del sombrerero Joan Prats, Dada triunfaba en Barcelona, al
mismo tiempo que lo hacía en Zúrich: la galería Dalmau organizaba exposiciones
del ruso Charchoune y del propio Picabia, y el primer número de la revista “391” se editaba allí, con texto de Max
Jacob y de Pierre Reverdy, entre otros. En Zúrich, Tzara proclamaba, como uno
de los “presidentes Dada”, a Rafael
Cansinos-Assens.
La vanguardia española de principios de siglo
fue, digo, frívola: aqui no se vivía una guerra devastadora, y la neutralidad
permitía hacer grandes negocios, afianzaba a la burguesía y la hacía reponerse
del golpe brutal que para ella había supuesto la pérdida de las colonias. No
era, pues, caso de tirar por tierra unos valores que estaban cada vez más sanos
y florecientes. Pero algunos espíritus curiosos investigaban con las formas y
los valores estéticos que configuraban el movimiento contra-estético de la
vanguardia europea.
La
“generación del 27” y la del 36
Los poetas del 27, los de la “Residencia de Estudiantes”, tan famosa,
tan laica y liberal, son el filón donde Aranda encuentra la mayor parte de su
surrealismo español de preguerra. Y, desde luego, no puede negarse la
influencia que en la mayor parte de ellos tuvo el surrealismo francés. De
hecho, en 1925, la “Revista de Occidente”
publicó una traducción del “Manifiesto
del Surrealismo” y, desde esa revista y desde otras, se estaba al corriente
de todo lo que sucedía en París. Los poetas y pintores de aquí —Lorca, Dalí,
Buñuel, Hinojosa...— gastaban bromas surrealistas, y en sus poemas se advertía
el espíritu del tiempo —también herencia de las vanguardias autóctonas—, donde
campaban en libertad la rebeldía y el sueño.
No puede, sin embargo, hablarse de un espíritu
surrealista en sus empresas, como no puede hablarse de un grupo homogéneo, con
un ideario y un comportamiento comunes. Ni siquiera estaban de acuerdo unos y
otros con el amor a Góngora, que era lo que más parecía unirles, y que hoy en día
ha sido sustituido —para los prosistas y poetas más jóvenes— por el amor a otro
barroco más o menos maldito: Quevedo. Los poetas de entonces, y los pintores, tenían
la ideología política más diversa, desde el fascismo clarísimo de Giménez
Caballero hasta el comunismo de Alberti o Buñuel, pasando por el liberalismo,
propio de la Institución Libre de Enseñanza, que caracterizaba a García Lorca.
La imaginería surrealista, e incluso su
espíritu rebelde y contrario a cualquier institución, está, sin embargo,
presente en casi todos los poetas antologados por Gerardo Diego en su volumen
fundamental: Larrea, Aleixandre, Cernuda, Lorca, Domenchina, Hinojosa, etc.,
participan todos de la vena onírica y brutal del surrealismo, y su poesía es
—estéticamente— mucho más importante que la de sus colegas franceses,
precisamente por ser menos cerrada, menos demostrativa. En los poemas de los
surrealistas franceses, sobre todo en los de Breton, parece que se pretende
demostrar la verdad de una teoría, que ha surgido antes que la práctica
poética; los de aquí, precisamente por no disponer de ningún aparato teórico
previo a la creación, y por ser más abiertos a diversas corrientes de
influencias, son mucho más creativos que didácticos.
Casi todos los poetas de aquella época, citados
por Francisco Aranda, se declaran como no surrealista. Veamos los ejemplos que
él mismo ha escogido: “El surrealismo
español viene de Goya... Nunca me he considerado un surrealista consciente”,
dice Alberti. Y Aleixandre: “He escrito
que no soy ni fui un poeta estrictamente superrealista, porque no creí nunca en
la base dogmática y la consiguiente abolición de la conciencia artística”.
Muñoz Rojas, que está considerado como un ejemplo del surrealismo español,
confiesa: "Vicente (Aleixandre) me dijo que había que leer los Cantos
de Maldoror, suscribirse a La
Révolution Surréaliste y oír reverente a
Breton y cofrades sin que, la verdad, acabaran de calarle a uno como le calaron
otras cosas.”
El surrealismo, en España, no podía
constituirse en grupo teórico porque no estaba aquí el horno para esos bollos.
Vuelvo a referirme, como he hecho anteriormente, a la no beligerancia de España
en la guerra europea: y añadiré más detalles: las dictaduras, no tan blandas
como se cuenta, de Primo de Rivera y Berenguer, la guerra de Marruecos, la
Monarquía vacilante..., detalles todos que conducían a poetas y artistas por
derroteros teóricos y de acción muy diferentes de los de sus coetáneos
europeos. No: el surrealismo, nacido de una total crisis de valores —incluso de
la crisis personal y moral de sus fundadores—, de un desengaño profundo ante
las formas tradicionales no sólo de la escritura, sino de la mismísima vida, y
de una investigación científica no menos profunda sobre el psiquismo humano,
por parte de Breton y Aragon, que habían cursado estudios de medicina —no
olvidemos las palabras de López Torres, citadas también por Aranda: “El surrealismo no tiene miedo en alejarse
del arte, porque entonces cae dentro del campo de la experimentación, de la
ciencia, y de esta manera es como va a servir más y mejor al materialismo
científico, como documental para la estructuración de una nueva cultura”—,
arrancando, primero, de las investigaciones de Freud; unido más tarde a un
análisis marxista de la realidad y del hombre; ese surrealismo científico,
situado más allá del estrecho campo del arte y de la literatura, que se
pretendía revolucionario en todos los aspectos, no tenía cabida en el
pensamiento artístico español, donde la polémica era todavía en torno al valor
de la “poesía pura” y la orteguiana “deshumanización del arte”, conceptos ya
superados por entonces en el resto de Europa.
Españoles
en Paris: Picasso, Larrea, Dalí, Buñuel
“No salí
de España atraído por el surrealismo, sino por otras razones, de orden poético,
sí, pero peculiar y muy maduramente mías. Claro que aproveché del surrealismo
aquellos elementos que a mi personalidad resultaban útiles.” (Juan Larrea.)
He aquí cuatro individualidades geniales, cada
una a su forma, a las que se puede, o no, calificar de surrealistas. Empecemos
por Juan Larrea, el poeta y ensayista que empezó en la difícil vanguardia
primeval hispana, y acabó fundido en místico, siguiendo una tradición hispana
también bastante surrealista. Larrea empezó su obra poética vinculado al
creacionismo de Gerardo Diego y Vicente Huidobro, movimiento literario que se
me ha quedado en la cinta de la máquina al hablar de las vanguardias de
principios de siglo, y que, sin embargo, es el que más relación tiene —en la
forma, ya que no en el fondo— con el surrealismo. Fundó en Paris la revista “Favorables Paris Poemas”, y no estuvo
demasiado vinculado con el grupo de Breton, aunque le unían relaciones de
amistad con casi todos sus miembros. Aunque Buñuel afirma —citado, una vez más,
por Francisco Aranda— que “existe un
surrealismo español porque existe Juan Larrea”, yo sigo pensando que el
surrealismo no es tan sólo una actitud estética y vital, sino una ideología, de
la que el autor de “Del Surrealismo a
Machu-Pichu” no es, en absoluto, participe. Larrea está en una línea
poética que podría entroncar con San Juan de la Cruz y los místicos
franciscanos —nada más surrealista, en la forma, que la teoría mística del “conocimiento cuadrado”; nada, sin
embargo, más alejado de la teoría surrealista—; y lo que más le podría unir al
grupo de Bretón seria su feroz moralismo, su necesidad de mantenerse en una
postura ética, más que estética, rigurosa.
Tampoco puede ser considerado como surrealista
Pablo Ruiz Picasso, aunque Breton le incluyera en el grupo. Picasso fue un
talento muy especial, que lo inventó todo, que lo encontró todo sin buscarlo, y
que pasó por el surrealismo como un meteoro. De surrealistas pueden calificarse
sus poemas, su obra de teatro “El Deseo
atrapado por la cola” y algunos de sus cuadros y dibujos. Pero, como ya
digo, este personaje universal no puede ser encasillado en ningún grupo. en
ninguna tendencia; ni siquiera en el cubismo, que inventó también, como
jugando. Sin embargo, y también un poco a modo de juego, aportó a la plástica
surrealista varios de sus elementos principales, aunque él mismo los emplease
de una manera totalmente personal: el collage,
que Max Ernst elevaría a conceptos visuales y literarios excelsos, sirvió a
Picasso fundamentalmente —y esto lo señala también Aranda— para acentuar la
bidimensionalidad del lienzo; la yuxtaposición de elementos dispares, e incluso
contradictorios. que forman parte incluso del lenguaje de los sueños; la distorsión,
no ya onírica, sino de campo, del espacio e incluso del tiempo en sus lienzos;
y, sobre todo, la total libertad del pintor frente al cuadro, la concepción de
la creación como un acto mágico —basándose en ello en el arte negro y oceánico,
arte que no es tal, sino técnica mágico-ritual—: éstas fueron las principales
aportaciones con las que Picasso enriqueció el lenguaje surrealista. Pero ellos
utilizaron estos elementos de un modo muy distinto al de su inventor.
Si fue —y, a mi entender, lo sigue siendo—
surrealista el pintor Joan Miró, el que “pinta
como un jardinero”. Desde los títulos enormemente poéticos de sus cuadros
—donde siempre cita estrellas, lunas y pájaros— hasta su concepción —que aúna
el automatismo con el trabajo prolongado—, hasta el sentido lúdico, el no
tomarse muy en serio su trabajo creativo; en todo ello es surrealista Miró, y
en muchas cosas más: en forma de vida, en ideología política, impregnada de un
cierto comunismo libertario, y en la fusión constante que hace, en su obra, de
sueño y realidad.
Más surrealista aun, Buñuel. Él llevó el
surrealismo al cine, o el cine al surrealismo, según se mire. Ya se habían
hecho intentos en ese sentido —entre otros, el famoso “Entr'acte”, de René Clair que, aunque realizado en pleno reino de
Dada, era surrealista en si—, y ya los miembros del grupo de Bretón miraban la
imagen en movimiento como algo que les pertenecía por derecho: los hallazgos de
Meliés, por ejemplo, dentro del campo de lo mágico maravilloso, o el humor
disparatado de un Buster Keaton, eran las formas que, en el cine, adoptaba la
“ola de sueños” de que hablase Louis Aragon. Pero Buñuel hizo más: en “El Perro Andaluz” y “La Edad de Oro” llevó a la pantalla el
decálogo surrealista. Buñuel si es un verdadero surrealista hispano, y
Francisco Aranda nos da algunas de las claves de estas películas, en apariencia
herméticas. relacionándolas con el tipo de bromas, a veces sangrientas, que se
gastaban en la Residencia de Estudiantes. Si bien me mantengo en mi tesis de
que no se puede hablar de un surrealismo español organizado, sí diré que, a
través de Buñuel —y de Dalí, también de Dalí—, entraron en el movimiento
francés todo aquello que de renovador, sanguinolento y brutal, todo el espíritu
de rebeldía de los jóvenes españoles. Gracias a él —que, a mi entender, ha
seguido siendo surrealista durante toda su vida y su obra— se enriqueció el
movimiento francés con aportaciones que no podían haber nacido más que en
España.
Más surrealista aun que las dos anteriores
puede considerarse la película “Tierra
sin Pan”, feroz denuncia de la miseria y el sufrimiento de los hurdanos: ahí,
la realidad misma se hace surreal, y la denuncia contra la “vida invivible” se apoya en hechos
concretos, en la vida cotidiana de una región maldita y olvidada.
Surrealista teórico y práctico fue, sin lugar a
dudas, Salvador Dalí. A pesar de sus juegos y veleidades politicas con el
franquismo, de su traición a los principios revolucionarios que animan y dan
vida a la empresa surrealista, Dalí monta el aparato teórico de la “paranoia critica”, método de análisis de
la realidad inspirado en las teorías de Freud, que viene a enriquecer las
técnicas, ya envejecidas, del automatismo, del espiritismo y de los sueños que
formaban el anterior bagaje teórico del movimiento. Sea cual sea la posterior
posición de Dalí, no puede negarse que rejuveneció el pensamiento surrealista,
y que le dotó de un armazón científico/plástico del que carecía. Como
surrealista, fue saludado por Breton; y como surrealista —no como retratista de
la infame “corte” de Franco— es como
pasará a la historia.
El
grupo canario
“La
Gaceta de Arte”, publicada en Tenerife por Eduardo Westerdahl, si puede
considerarse como una publicación surrealista, entorno a la cual se aglutinó
todo un grupo, dependiente directamente del de París. Poetas y pintores, entre
los que hay que destacar a Oscar Domínguez, estaban por completo influidos por
el movimiento francés. Bretón fue completamente sensible al espíritu
surrealista que animaba la isla, y los manifiestos y declaraciones de adhesión
al grupo de Bretón eran continuos. Tanto es así, que en mayo del 35 se celebró
en la isla la exposición mundial del surrealismo, con la presencia de Bretón y
Benjamín Peret, uno de los pocos fundadores del surrealismo que pertenecieron
fieles a él hasta el final de su vida. La película “La Edad de Oro” fue prestada por Buñuel, para sufragar los gastos
de la exposición, pero no pudo ser exhibida en público. No olvidemos que, por
aquel entonces, las Islas Canarias tenían como capitán general a un militar
llamado Francisco Franco Bahamonde, que poco después iba a proclamarse caudillo
de España, y que —años más tarde— declaró públicamente que habría que quemar “Viridiana”, también de Buñuel. Es
posible que el grupo de Canarias, junto con el grupo de Zaragoza —aglutinado en
tomo a la familia Buñuel y a ese descubridor de tantas cosas que fue Tomás
Seral— fueran los dos núcleos surrealistas más importantes del país.
Desgraciadamente, su duración fue muy poca: el mismo general Franco se
encargaría de terminar con todo aquello que oliese a vanguardia.
Guerra
y postguerra
El periodo de la guerra en España no se
prestaba mucho a la práctica del surrealismo. Poetas, pintores, cineastas...
artistas en general se entregaron de lleno —y desde los dos bandos— a la causa
bélica. Se empezó a cultivar, entre los republicanos, una cultura de combate,
donde privaban las formas más elementales del arte: el romance, los carteles y
las películas de propaganda, sobre todo las de la CNT, que poseen ciertas
imágenes que podrían calificarse de surrealistas —fusilamiento del Cristo del
Cerro de los Angeles, entre otras cosas— si no estuvieran dentro de un contexto
real. Y, del lado de los insurrectos, todo eran loores a Franco y al Imperio,
dibujos de Sáenz de Tejada y demás fantochadas propagandístico/imperiales.
La postguerra vio el nacimiento del postismo,
surrealismo que no se atrevía a decir su nombre —el surrealismo era cosa de
comunistas—, pero que todo se lo debía; y más tarde, en un cierto exilio.
Arrabal fundó el movimiento pánico, junto con Jodorowsky y Topor, que debe más
a la influencia del teatro del absurdo y a la charlotada intrascendente que al
espíritu revolucionario del grupo de Breton.
Hoy mismo, no sé bien lo que pasa con el
surrealismo en España: cierto es que hay poetas de valía, como Leopoldo María
Panero, y pintores de inmensa fuerza, como José Hernández, que podrían
considerarse herederos de las ideas y de la estética del grupo de Breton. Pero
el surrealismo, hoy, y en todas partes, está en otro sitio. Está en la calle,
en la revuelta juvenil, en los novísimos grupos de pop-rock, que son quienes
están haciendo hoy día la verdadera vanguardia. Lo demás, los grupúsculos
surrealistas que nacen en ciudades como Gijón, Alicante o el mismo Madrid,
pueden considerarse como pura anécdota.
El
libro de Aranda
El libro de Aranda es algo confuso, entre otras
cosas, por lo partidista. Ha querido inventarse un surrealismo español que, por
desgracia o por suerte, no ha existido nunca. Y, para ello, a veces, tiene que
falsear la verdad. Es, sin embargo, una obra muy importante, muy interesante.
porque el surrealismo —no como movimiento, sino como estado de ánimo— está
presente, o debería estarlo, entre nosotros. Le falta también una bibliografía
rigurosa —se cita el libro de Vittorio Bodini sobre el surrealismo español, y
también el excelente ensayo que a este tema dedica Pablo Corbalán, pero sin
darles la importancia que se merecen— y se queda con algunos nombres en el
tintero: le falta, por ejemplo, hablar de la excelente revista “Trece de Nieve”, que dedicó un ejemplar
entero a la poesía de Eduardo Chícharo, hijo, fundador del postismo. Y no cita
a un poeta de verdadero espíritu surrealista, como es Rafael Porlán, nunca
antologizado hasta ahora. Sin embargo, conviene leerlo; es una prueba de que el
surrealismo está vivo, y que no ha habido fenómeno espiritual durante lo que va
de siglo que no se haya inspirado en él, sin conseguir superarlo.
E. H. I.
Tiempo
de Historia, nº 83
Año: VII, 01-10-1981 pp.114-127
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