sábado, 15 de septiembre de 2018

"El surrealismo en España, Un movimiento que nunca existió" de Eduardo Haro Ibars (Tiempo de Historia, 1 de octubre de 1981)


EL SURREALISMO EN ESPAÑA
Un movimiento que nunca existió
Eduardo Haro Ibars
FRANCISCO Aranda parece ser un surrealista ortodoxo; el menos eso muestran sus otros libros publicados —un estudio muy interesante sobre Buñuel, antologías y estudios sobre poemas de Buñuel y de Larrea, poemas y prosas suyas, dentro de la corriente surrealista... Su libro, editado por “Lumen”, es un intento de aglutinar en torno al vocablo “surrealismo” a varias personalidades del mundo de las artes, de la poesía, del teatro —en fin, de la cultura— españoles, de dar una coherencia y unidad al mosaico de tendencias, influencias e individualidades que forman el panorama de la cultura artística española, aproximadamente desde la generación así llamadadel 27 hasta hoy mismo. “El Surrealismo Español” es un intento interesante, un buceo en nuestra historia artística y cultural, cuyo planteamiento inicial puede estar equivocado, pero que no por ello sirve menos para aportar datos, para conocer las claves que configuran la esencia incuestionable de nuestra cultura.
¿Qué demonios es el surrealismo?
El surrealismo es, literalmente, eso: un demonio, y obra de demonios. Nace oficialmente en 1924 —“de una costilla de Dada”, diría, creo, Ribemont-Dessaignes— y hereda y canaliza todas las tendencias de las vanguardias de su tiempo, formales y de fondo, a las que añade el espíritu —no muerto todavía y, desde luego, no nacido, como nos quieren hacer creer los manuales de literatura, de Víctor Hugo en Francia, y de Novalis en Alemania—, el hálito eterno del romanticismo. Como este, ensalza las potencias del sueño y de la imaginación desbordante, la búsqueda de la verdad en lo irracional, la liberación del hombre por la magia, la omnipotencia —y esto precisamente será aportación del español Dalí— del deseo: hace el elogio de la locura, y declara —anticipándose en esto a los movimientos antipsiquiátricos actuales— al loco como un rebelde total contra el orden establecido, llegando incluso a pedir para él el estatuto de prisionero de guerra.
A este impulso romántico se suma el escandaloso espíritu de las vanguardias de su tiempo: Dada y el futurismo habían dado en el clavo al postular que, para cargarse a una sociedad burguesa y a un pensamiento burgués, había que empezar por el lenguaje: romper su concatenación, en apariencia lógica, destrozar incluso el orden sintáctico de las frases, pulverizar el sistema de coordinadas habituales que hacen de un texto —de este mismo, por ejemplo— algo legible, asimilable y catalogable dentro del apartado “arte” o “cultura”.
El surrealismo francés —a mi entender, el único movimiento surrealista organizado como tal, e impulsor de los surrealistas del mundo, fue el francés—, fundado por André Breton, Soupault —a quien nuestro autor Francisco Aranda supone suicidado hacia 1934, cuando la verdad es que, según la última edición del Larousse, no ha muerto todavía; quizá lo confunda con Jacques Rigaut—, Aragon, Eluard y otros, no pretendía ser un movimiento específicamente “artístico” o “literario”; más bien rechazaba estos remoquetes: se pretendía un movimiento revolucionario, destinado a transformar el mundo por completo. De ahí las relaciones continuas del movimiento surrealista con diversos grupos políticos, desde el PCF hasta los grupos anarquistas, pasando por el trotskismo —Breton y Trotsky fueron grandes amigos, y llegaron incluso a redactar textos juntos—, y la influencia que sus teorías han tenido en grupos políticos contemporáneos, como la Internacional Situacionista, la Internacional Nexialista o los yippies americanos.
Hay que entender el surrealismo como fruto de una situación específica muy concreta: nacido después de una guerra devastadora, en plena crisis de todos los valores en que se fundaba la cultura occidental, y producto de la transmutación de todos los valores que habían llevado a cabo tres pensadores de excepción: Nietzsche, Freud y Marx; pues, aunque Breton, que se pretendió en un momento discípulo de Marx, justifique muchas de sus teorías surrealistas por medio de Hegel, la influencia tácita de Nietzsche queda muy clara, desde la teoría de la muerte de Dios en adelante, y convendría que algún estudioso se pusiera manos a la obra y elucidase con más claridad tales relaciones. Y hay que entenderlo también como un “estado de ánimo” no superado aún, vigente en muchos todavía, puesto que el espíritu de rebelión contra la “vida invivible”, que ya denunciaba Bretón, no ha muerto; y la vida sigue siendo invivible.
Y así, como estado de ánimo, podemos pensar que ha habido y hay españoles surrealistas; pero nunca un movimiento surrealista, salvo el esporádico intento de Canarias, pronto abortado por la masacre franquista, y algunos grupos de postguerra, que ni siquiera se llamaron surrealistas.
Las vanguardias españolas de principios de siglo: movimientos olvidados
Es difícil entender la poesía de la generación del 27, donde Aranda incluye a tantos de sus “surrealistas”, sin partir antes de las tendencias europeístas que conformaron los diversos grupos en torno a los que se fundó la vanguardia española de principios de siglo, hasta los años 20. Vanguardias efímeras, portadoras de poca teoría y pocos frutos; pero ricas piruetas, carambolas literarias y pictóricas, añadidas a un deseo de ruptura con el pasado, de superación del simbolismo rubeniano, tan lleno de lapislázulis, cisnes y princesas.
Como es habitual, más que a movimientos, tendremos que referirnos a individualidades, a personas, fundadores de grupos y difusores de nuevos decires literarios, de los que ellos son, a veces, los únicos representantes. Tenemos, por ejemplo, el caso de Rafael Cansinos-Assens, maestro para muchos, que funda el ultraísmo, y redacta, junto con Guillermo de Torre, el “Manifiesto Ultra”, a finales de 1918. Este poeta, novelista, ensayista y traductor, se dio pronto cuenta de que la poesía modernista ya no tenía sentido, que convenía infundir un aire verdaderamente nuevo a la poesía, y hacer irrumpir en ella elementos cotidianos y hasta conversacionales. Gracias a él, y a Guillermo de Torre, curioso teorizante y crítico de las vanguardias, palabras como “tranvía”, “autogiro” y “aeroplano” entraron en el lenguaje poético; la imagen sustituyó a la metáfora —artificio poético que heredaría luego el surrealismo— y el poema se concretó en versos, más que en estrofas —como hace notar muy bien Aranda en su libro—, que tenían mucho que ver con la greguería inventada por Ramón Gómez de la Serna. Muchos poetas ultraístas utilizaron también como elementos poéticos el caligrama y otras formas más gráficas que literarias, siguiendo el ejemplo de Apollinaire.
Se ha llamado a Ramón Gómez de la Serna “el Apollinaire español”, y a mí me parece una definición poco acertada, una comparación artificiosa. De entrada, le falta el talento poético de Apollinaire, su —digamos—profundidad. Pero tuvo un don de asimilación y de inventiva mucho mayores: fue el primero en nuestro país que descubrió y difundió el futurismo, publicando textos de Marinetti en su revista “Prometeo”, e incluso redactando un texto totalmente ortodoxo, dentro de esa corriente, amparado en el seudónimo de “Tristán”. En 1909, editó —también en las páginas de “Prometeo”— la traducción que hiciera Ricardo Baeza de “Los Cantos de Maldoror”.
Ramón, presurrealista, principe frívolo de las letras vanguardistas, tiene más que ver con la postura de “dilettante” de un Cocteau, de quien era buen amigo, que con Apollinaire. Su libro “Ismos”, que recoge todos los movimientos de la vanguardia europea, es más bien —salvo el excelente estudio “La verdadera historia de Picasso y el Cubismo”— un juego de periodista/ humorista que un estudio severo y sereno de las distintas tendencias de la literatura y el arte de su época.
Al mismo tiempo, bajo el doble padrinazgo de Francis Picabia y del sombrerero Joan Prats, Dada triunfaba en Barcelona, al mismo tiempo que lo hacía en Zúrich: la galería Dalmau organizaba exposiciones del ruso Charchoune y del propio Picabia, y el primer número de la revista “391” se editaba allí, con texto de Max Jacob y de Pierre Reverdy, entre otros. En Zúrich, Tzara proclamaba, como uno de los “presidentes Dada”, a Rafael Cansinos-Assens.
La vanguardia española de principios de siglo fue, digo, frívola: aqui no se vivía una guerra devastadora, y la neutralidad permitía hacer grandes negocios, afianzaba a la burguesía y la hacía reponerse del golpe brutal que para ella había supuesto la pérdida de las colonias. No era, pues, caso de tirar por tierra unos valores que estaban cada vez más sanos y florecientes. Pero algunos espíritus curiosos investigaban con las formas y los valores estéticos que configuraban el movimiento contra-estético de la vanguardia europea.
La “generación del 27” y la del 36
Los poetas del 27, los de la “Residencia de Estudiantes”, tan famosa, tan laica y liberal, son el filón donde Aranda encuentra la mayor parte de su surrealismo español de preguerra. Y, desde luego, no puede negarse la influencia que en la mayor parte de ellos tuvo el surrealismo francés. De hecho, en 1925, la “Revista de Occidente” publicó una traducción del “Manifiesto del Surrealismo” y, desde esa revista y desde otras, se estaba al corriente de todo lo que sucedía en París. Los poetas y pintores de aquí —Lorca, Dalí, Buñuel, Hinojosa...— gastaban bromas surrealistas, y en sus poemas se advertía el espíritu del tiempo —también herencia de las vanguardias autóctonas—, donde campaban en libertad la rebeldía y el sueño.
No puede, sin embargo, hablarse de un espíritu surrealista en sus empresas, como no puede hablarse de un grupo homogéneo, con un ideario y un comportamiento comunes. Ni siquiera estaban de acuerdo unos y otros con el amor a Góngora, que era lo que más parecía unirles, y que hoy en día ha sido sustituido —para los prosistas y poetas más jóvenes— por el amor a otro barroco más o menos maldito: Quevedo. Los poetas de entonces, y los pintores, tenían la ideología política más diversa, desde el fascismo clarísimo de Giménez Caballero hasta el comunismo de Alberti o Buñuel, pasando por el liberalismo, propio de la Institución Libre de Enseñanza, que caracterizaba a García Lorca.
La imaginería surrealista, e incluso su espíritu rebelde y contrario a cualquier institución, está, sin embargo, presente en casi todos los poetas antologados por Gerardo Diego en su volumen fundamental: Larrea, Aleixandre, Cernuda, Lorca, Domenchina, Hinojosa, etc., participan todos de la vena onírica y brutal del surrealismo, y su poesía es —estéticamente— mucho más importante que la de sus colegas franceses, precisamente por ser menos cerrada, menos demostrativa. En los poemas de los surrealistas franceses, sobre todo en los de Breton, parece que se pretende demostrar la verdad de una teoría, que ha surgido antes que la práctica poética; los de aquí, precisamente por no disponer de ningún aparato teórico previo a la creación, y por ser más abiertos a diversas corrientes de influencias, son mucho más creativos que didácticos.
Casi todos los poetas de aquella época, citados por Francisco Aranda, se declaran como no surrealista. Veamos los ejemplos que él mismo ha escogido: “El surrealismo español viene de Goya... Nunca me he considerado un surrealista consciente”, dice Alberti. Y Aleixandre: “He escrito que no soy ni fui un poeta estrictamente superrealista, porque no creí nunca en la base dogmática y la consiguiente abolición de la conciencia artística”. Muñoz Rojas, que está considerado como un ejemplo del surrealismo español, confiesa: "Vicente (Aleixandre) me dijo que había que leer los Cantos de Maldoror, suscribirse a La Révolution Surréaliste y oír reverente a Breton y cofrades sin que, la verdad, acabaran de calarle a uno como le calaron otras cosas.”
El surrealismo, en España, no podía constituirse en grupo teórico porque no estaba aquí el horno para esos bollos. Vuelvo a referirme, como he hecho anteriormente, a la no beligerancia de España en la guerra europea: y añadiré más detalles: las dictaduras, no tan blandas como se cuenta, de Primo de Rivera y Berenguer, la guerra de Marruecos, la Monarquía vacilante..., detalles todos que conducían a poetas y artistas por derroteros teóricos y de acción muy diferentes de los de sus coetáneos europeos. No: el surrealismo, nacido de una total crisis de valores —incluso de la crisis personal y moral de sus fundadores—, de un desengaño profundo ante las formas tradicionales no sólo de la escritura, sino de la mismísima vida, y de una investigación científica no menos profunda sobre el psiquismo humano, por parte de Breton y Aragon, que habían cursado estudios de medicina —no olvidemos las palabras de López Torres, citadas también por Aranda: “El surrealismo no tiene miedo en alejarse del arte, porque entonces cae dentro del campo de la experimentación, de la ciencia, y de esta manera es como va a servir más y mejor al materialismo científico, como documental para la estructuración de una nueva cultura”—, arrancando, primero, de las investigaciones de Freud; unido más tarde a un análisis marxista de la realidad y del hombre; ese surrealismo científico, situado más allá del estrecho campo del arte y de la literatura, que se pretendía revolucionario en todos los aspectos, no tenía cabida en el pensamiento artístico español, donde la polémica era todavía en torno al valor de la “poesía pura” y la orteguiana “deshumanización del arte”, conceptos ya superados por entonces en el resto de Europa.
Españoles en Paris: Picasso, Larrea, Dalí, Buñuel
No salí de España atraído por el surrealismo, sino por otras razones, de orden poético, sí, pero peculiar y muy maduramente mías. Claro que aproveché del surrealismo aquellos elementos que a mi personalidad resultaban útiles.” (Juan Larrea.)
He aquí cuatro individualidades geniales, cada una a su forma, a las que se puede, o no, calificar de surrealistas. Empecemos por Juan Larrea, el poeta y ensayista que empezó en la difícil vanguardia primeval hispana, y acabó fundido en místico, siguiendo una tradición hispana también bastante surrealista. Larrea empezó su obra poética vinculado al creacionismo de Gerardo Diego y Vicente Huidobro, movimiento literario que se me ha quedado en la cinta de la máquina al hablar de las vanguardias de principios de siglo, y que, sin embargo, es el que más relación tiene —en la forma, ya que no en el fondo— con el surrealismo. Fundó en Paris la revista “Favorables Paris Poemas”, y no estuvo demasiado vinculado con el grupo de Breton, aunque le unían relaciones de amistad con casi todos sus miembros. Aunque Buñuel afirma —citado, una vez más, por Francisco Aranda— que “existe un surrealismo español porque existe Juan Larrea”, yo sigo pensando que el surrealismo no es tan sólo una actitud estética y vital, sino una ideología, de la que el autor de “Del Surrealismo a Machu-Pichu” no es, en absoluto, participe. Larrea está en una línea poética que podría entroncar con San Juan de la Cruz y los místicos franciscanos —nada más surrealista, en la forma, que la teoría mística del “conocimiento cuadrado”; nada, sin embargo, más alejado de la teoría surrealista—; y lo que más le podría unir al grupo de Bretón seria su feroz moralismo, su necesidad de mantenerse en una postura ética, más que estética, rigurosa.
Tampoco puede ser considerado como surrealista Pablo Ruiz Picasso, aunque Breton le incluyera en el grupo. Picasso fue un talento muy especial, que lo inventó todo, que lo encontró todo sin buscarlo, y que pasó por el surrealismo como un meteoro. De surrealistas pueden calificarse sus poemas, su obra de teatro “El Deseo atrapado por la cola” y algunos de sus cuadros y dibujos. Pero, como ya digo, este personaje universal no puede ser encasillado en ningún grupo. en ninguna tendencia; ni siquiera en el cubismo, que inventó también, como jugando. Sin embargo, y también un poco a modo de juego, aportó a la plástica surrealista varios de sus elementos principales, aunque él mismo los emplease de una manera totalmente personal: el collage, que Max Ernst elevaría a conceptos visuales y literarios excelsos, sirvió a Picasso fundamentalmente —y esto lo señala también Aranda— para acentuar la bidimensionalidad del lienzo; la yuxtaposición de elementos dispares, e incluso contradictorios. que forman parte incluso del lenguaje de los sueños; la distorsión, no ya onírica, sino de campo, del espacio e incluso del tiempo en sus lienzos; y, sobre todo, la total libertad del pintor frente al cuadro, la concepción de la creación como un acto mágico —basándose en ello en el arte negro y oceánico, arte que no es tal, sino técnica mágico-ritual—: éstas fueron las principales aportaciones con las que Picasso enriqueció el lenguaje surrealista. Pero ellos utilizaron estos elementos de un modo muy distinto al de su inventor.
Si fue —y, a mi entender, lo sigue siendo— surrealista el pintor Joan Miró, el que “pinta como un jardinero”. Desde los títulos enormemente poéticos de sus cuadros —donde siempre cita estrellas, lunas y pájaros— hasta su concepción —que aúna el automatismo con el trabajo prolongado—, hasta el sentido lúdico, el no tomarse muy en serio su trabajo creativo; en todo ello es surrealista Miró, y en muchas cosas más: en forma de vida, en ideología política, impregnada de un cierto comunismo libertario, y en la fusión constante que hace, en su obra, de sueño y realidad.
Más surrealista aun, Buñuel. Él llevó el surrealismo al cine, o el cine al surrealismo, según se mire. Ya se habían hecho intentos en ese sentido —entre otros, el famoso “Entr'acte”, de René Clair que, aunque realizado en pleno reino de Dada, era surrealista en si—, y ya los miembros del grupo de Bretón miraban la imagen en movimiento como algo que les pertenecía por derecho: los hallazgos de Meliés, por ejemplo, dentro del campo de lo mágico maravilloso, o el humor disparatado de un Buster Keaton, eran las formas que, en el cine, adoptaba la “ola de sueños” de que hablase Louis Aragon. Pero Buñuel hizo más: en “El Perro Andaluz” y “La Edad de Oro” llevó a la pantalla el decálogo surrealista. Buñuel si es un verdadero surrealista hispano, y Francisco Aranda nos da algunas de las claves de estas películas, en apariencia herméticas. relacionándolas con el tipo de bromas, a veces sangrientas, que se gastaban en la Residencia de Estudiantes. Si bien me mantengo en mi tesis de que no se puede hablar de un surrealismo español organizado, sí diré que, a través de Buñuel —y de Dalí, también de Dalí—, entraron en el movimiento francés todo aquello que de renovador, sanguinolento y brutal, todo el espíritu de rebeldía de los jóvenes españoles. Gracias a él —que, a mi entender, ha seguido siendo surrealista durante toda su vida y su obra— se enriqueció el movimiento francés con aportaciones que no podían haber nacido más que en España.
Más surrealista aun que las dos anteriores puede considerarse la película “Tierra sin Pan”, feroz denuncia de la miseria y el sufrimiento de los hurdanos: ahí, la realidad misma se hace surreal, y la denuncia contra la “vida invivible” se apoya en hechos concretos, en la vida cotidiana de una región maldita y olvidada.
Surrealista teórico y práctico fue, sin lugar a dudas, Salvador Dalí. A pesar de sus juegos y veleidades politicas con el franquismo, de su traición a los principios revolucionarios que animan y dan vida a la empresa surrealista, Dalí monta el aparato teórico de la “paranoia critica”, método de análisis de la realidad inspirado en las teorías de Freud, que viene a enriquecer las técnicas, ya envejecidas, del automatismo, del espiritismo y de los sueños que formaban el anterior bagaje teórico del movimiento. Sea cual sea la posterior posición de Dalí, no puede negarse que rejuveneció el pensamiento surrealista, y que le dotó de un armazón científico/plástico del que carecía. Como surrealista, fue saludado por Breton; y como surrealista —no como retratista de la infame “corte” de Franco— es como pasará a la historia.
El grupo canario
La Gaceta de Arte”, publicada en Tenerife por Eduardo Westerdahl, si puede considerarse como una publicación surrealista, entorno a la cual se aglutinó todo un grupo, dependiente directamente del de París. Poetas y pintores, entre los que hay que destacar a Oscar Domínguez, estaban por completo influidos por el movimiento francés. Bretón fue completamente sensible al espíritu surrealista que animaba la isla, y los manifiestos y declaraciones de adhesión al grupo de Bretón eran continuos. Tanto es así, que en mayo del 35 se celebró en la isla la exposición mundial del surrealismo, con la presencia de Bretón y Benjamín Peret, uno de los pocos fundadores del surrealismo que pertenecieron fieles a él hasta el final de su vida. La película “La Edad de Oro” fue prestada por Buñuel, para sufragar los gastos de la exposición, pero no pudo ser exhibida en público. No olvidemos que, por aquel entonces, las Islas Canarias tenían como capitán general a un militar llamado Francisco Franco Bahamonde, que poco después iba a proclamarse caudillo de España, y que —años más tarde— declaró públicamente que habría que quemar “Viridiana”, también de Buñuel. Es posible que el grupo de Canarias, junto con el grupo de Zaragoza —aglutinado en tomo a la familia Buñuel y a ese descubridor de tantas cosas que fue Tomás Seral— fueran los dos núcleos surrealistas más importantes del país. Desgraciadamente, su duración fue muy poca: el mismo general Franco se encargaría de terminar con todo aquello que oliese a vanguardia.
Guerra y postguerra
El periodo de la guerra en España no se prestaba mucho a la práctica del surrealismo. Poetas, pintores, cineastas... artistas en general se entregaron de lleno —y desde los dos bandos— a la causa bélica. Se empezó a cultivar, entre los republicanos, una cultura de combate, donde privaban las formas más elementales del arte: el romance, los carteles y las películas de propaganda, sobre todo las de la CNT, que poseen ciertas imágenes que podrían calificarse de surrealistas —fusilamiento del Cristo del Cerro de los Angeles, entre otras cosas— si no estuvieran dentro de un contexto real. Y, del lado de los insurrectos, todo eran loores a Franco y al Imperio, dibujos de Sáenz de Tejada y demás fantochadas propagandístico/imperiales.
La postguerra vio el nacimiento del postismo, surrealismo que no se atrevía a decir su nombre —el surrealismo era cosa de comunistas—, pero que todo se lo debía; y más tarde, en un cierto exilio. Arrabal fundó el movimiento pánico, junto con Jodorowsky y Topor, que debe más a la influencia del teatro del absurdo y a la charlotada intrascendente que al espíritu revolucionario del grupo de Breton.
Hoy mismo, no sé bien lo que pasa con el surrealismo en España: cierto es que hay poetas de valía, como Leopoldo María Panero, y pintores de inmensa fuerza, como José Hernández, que podrían considerarse herederos de las ideas y de la estética del grupo de Breton. Pero el surrealismo, hoy, y en todas partes, está en otro sitio. Está en la calle, en la revuelta juvenil, en los novísimos grupos de pop-rock, que son quienes están haciendo hoy día la verdadera vanguardia. Lo demás, los grupúsculos surrealistas que nacen en ciudades como Gijón, Alicante o el mismo Madrid, pueden considerarse como pura anécdota.
El libro de Aranda
El libro de Aranda es algo confuso, entre otras cosas, por lo partidista. Ha querido inventarse un surrealismo español que, por desgracia o por suerte, no ha existido nunca. Y, para ello, a veces, tiene que falsear la verdad. Es, sin embargo, una obra muy importante, muy interesante. porque el surrealismo —no como movimiento, sino como estado de ánimo— está presente, o debería estarlo, entre nosotros. Le falta también una bibliografía rigurosa —se cita el libro de Vittorio Bodini sobre el surrealismo español, y también el excelente ensayo que a este tema dedica Pablo Corbalán, pero sin darles la importancia que se merecen— y se queda con algunos nombres en el tintero: le falta, por ejemplo, hablar de la excelente revista “Trece de Nieve”, que dedicó un ejemplar entero a la poesía de Eduardo Chícharo, hijo, fundador del postismo. Y no cita a un poeta de verdadero espíritu surrealista, como es Rafael Porlán, nunca antologizado hasta ahora. Sin embargo, conviene leerlo; es una prueba de que el surrealismo está vivo, y que no ha habido fenómeno espiritual durante lo que va de siglo que no se haya inspirado en él, sin conseguir superarlo.
E. H. I.
Tiempo de Historia, nº 83 Año: VII, 01-10-1981 pp.114-127

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