Cristóbal
Serra, una vorágine pendular
José María Nadal Suau
En un quinto piso de la palmesana Avenida de la
Argentina. En cierta pared, cuelga un retrato de Cristóbal Serra cuyo autor lo
imaginó vestido con su poncho peruano —que existió— y sacando de paseo a un
caimán melancólico. En la imagen, Serra anda descalzo, pero no lo imagino, a
sus 87 años, dando tal muestra de imprudencia. Hace poco, José Carlos Llop
confesaba que el autor de Péndulo fue su mejor universidad. Reivindicado por
unos y otros, suelen exhibirse las opiniones entusiastas de Octavio Paz, Joan
Perucho o Pere Gimferrer para convencer al ignorante de la enorme calidad de la
obra de Serra. A caballo entre el existencialismo cristiano y el más refinado
antimodernismo, este escritor ha transitado su siglo ejecutando una danza
infantil, esto es, imaginativa. Habría sido colérico si no fuera tan bueno, y también
tan, tan isleño. En Mallorca, todos le debemos mucho; fuera de ella, la literatura
está en deuda con él.
…
Usted no fue un escritor muy precoz, y cuando
al fin se dio a conocer lo hizo situándose al margen de cualquier moda
reconocible. En consecuencia, ha recibido calificativos que remarcan siempre su
excentricidad: "raro",
"heterodoxo", etc. Por
ello, tal vez la primera pregunta que debería hacerle es la siguiente: ¿Cuál es
el origen de su literatura? ¿A qué necesidad obedece?
Es cierto, por alguna razón, he sido un
escritor tardío. En todo caso, recordemos que antes de lanzar mi primer libro
ya había publicado una versión del Tao
que constituyó, en 1952, una verdadera novedad en nuestro país. Así que primero
fui traductor, y luego escritor. Ya te puedes imaginar que, en algún momento, no
ha faltado quien haya querido negarme esa segunda condición ensalzando la otra,
todo para herir mi vanidad. Bueno, quienes lo intentaron dieron en hueso. O
mejor, en la coraza que llevo bien puesta desde hace tiempo.
Pero hablemos de cuando tenía 30 años, porque
fue entonces cuando empecé a escribir. ¿Por qué empecé tan tarde? Primeramente,
porque nunca me he sentido tan capaz como otros ni he sentido el estro de la
creación, al menos en la juventud, al contrario de Rimbaud. Pero sí lo sentí
más tarde. Y cuando se manifestó, lo hizo de la más viva forma, como un estado
interior ígneo que me impulsaba a seguir una determinada senda. Aunque, si he
ser sincero, incluso en ese momento yo sentía cierto pánico a la escritura, me
sentía casi como si fuera a ser objeto del ridículo si lanzaba un libro.
Eso me recuerda al modo en que el profeta Jonás,
en la relectura que usted escribirá del texto bíblico, teme ser humillado por
los ciudadanos de Nínive.
Bueno, sí, algo de eso hay, qué duda cabe. No
vivimos una época que se tome muy en serio a los escritores, ni tampoco los
asuntos del espíritu. Y desde luego, no es una época muy dada a aceptar hondas
disidencias como mía.
Y es que debes tener en cuenta que, mientras
Occidente se precipitaba en una civilización cada vez más mecánica y urbana, yo
tuve la suerte de vivir de cara a la naturaleza; encima, se me agudizó la
sensibilidad con una enfermedad que padecí en torno a los veintiún años, al
término de la Guerra Civil. Fue un período terrible, el de la primera
posguerra. Yo debía entrar a filas cuando acabó la contienda, pero naturalmente
me dieron por inútil temporal porque yo, entonces, estaba enfermo. La tisis me
ha marcado muchísimo y esa marca se deja ver en Péndulo, un libro en el que se refleja mucho quién era yo en
aquellos días.
Péndulo
(1956) constituye, de hecho, su "primicia
literaria".
Sobre todo, Péndulo
es un libro clave para entender el conjunto de mi obra. Algunos no han sabido
ver que yo escribí un libro muy original en el contexto de la literatura
española de los últimos tiempos. Péndulo
no es una mera copia de otros modelos, aunque mantenga conexiones con Pluma de Michaux, que yo solo conocía
parcialmente gracias a una antología que me proporcionaron unas vecinas
francesas. No, Péndulo es hijo de
circunstancias muy personales. En mis pesadillas de juventud, yo me sentía un
péndulo. En la casa de Andratx en la que vivía, mi abuelo tenía un montón de
relojes de péndulo, que sonaban en aquella tupida atmósfera de silencio y
soledad de posguerra... Eso me provocaba pesadillas y, más aún, una cierta
identificación. Yo mismo me hacía llamar Péndulo,
porque padecía un desasosiego de lo más pendular.
Entonces, ¿puede leerse el libro en clave
autobiográfica? La cuestión tiene su miga, porque muchos han querido leer así
buena parte de su obra, no sólo de este primer título.
Yo tengo unos cuantos heterónimos, quién lo
duda, y Péndulo bien podría ser uno
de ellos. Y mi literatura topa con mi biografía, esto también es irrebatible.
Pero al mismo tiempo, aclaremos que no pueden confundirse, porque muchas
circunstancias de mis libros son completamente hijas de mi imaginación. Creo
que a mi obra la define mejor la imaginación que no mi anécdota vital.
Bueno, pues le planteo otra discusión
recurrente sobre su obra: narración, diario, poesía... ¿Qué es lo que usted
escribe?
No le concedamos a la estrechez de los géneros
literarios más importancia de la que tiene. No sé si es tan importante
distinguir el género de un libro... Hombre, de una persona sí, claro, ¡pero de
un libro...! De lo que sí estoy convencido es de que en Péndulo yo me expreso con una prosa auténticamente poética, el
espíritu del libro es poético. Esto debería bastar. Léete la "Autocrítica" que lo abre: allí
aclaro que es necesario tener en cuenta que, desde Rimbaud, existe el versolibrismo.
Bueno, pues yo me he entregado a él.
Por otra parte, hay que observar estas líneas
de Baudelaire —don Cristóbal se levanta,
examina su infinita biblioteca, extrae un viejo volumen, se sienta de nuevo y
lee—: "No está lejos el tiempo
en que toda literatura que rehúse andar fraternalmente entre ciencia y
filosofía será una literatura homicida y suicida". Pues bien, a mis
treinta años yo no había leído esta declaración, pero escribí una literatura
que cabalga entre la ciencia y la filosofía. Cuando era joven, yo leía poca
literatura pero mucha filosofía, sobre todo occidental, aunque había ya
intuido, interiormente, el taoísmo. Después, claro, también lo leería a través
de libros que me proporcionaron un grupo de extranjeros, los amigos del pintor Cook,
que habitaban en el barrio del Terreno y tenían una formación oriental. De
todas formas, este grupo se inclinaba más bien hacia otros ismos que a mí no me
interesaban, como el brahmanismo.
Ya que lo cita, ¿Qué valores ha encontrado el
occidental, y cristiano, Cristóbal Serra en la lejana tradición taoísta?
El taoísmo no es lejano ni inmediato, sino que
es una propuesta antigua que para mí, en lo esencial, no ha sufrido deterioro
alguno. En el taoísmo encontré la expresión perfecta de una convicción propia,
a saber: que la raíz de todas las cosas es sutil. El Tao sostiene que no se deben destruir las cosas del universo, que
es precisamente lo que más hace el humano. "Sé ilusorio", nos dice esta tradición; "aparenta no existir, sé quieto como el agua
clara". El taoísta cree que la profundidad puede ser la base de una
persona, y la sencillez su máxima norma de conducta.
He dicho en más de una ocasión que uno de los
aspectos más importantes y característicos del taoísmo es la inacción. Hay un
"no" en el taoísmo: Lao
Tse, como Chuang Tse, no eran el "anti",
sino el "no". Postularon
siempre la inacción, el no-pensamiento y la no-moral, porque desconfiaron del
frenesí a que lleva la actividad extrema. El no-pensamiento nos pone en guardia
contra su reverso el pensamiento, fuente de escisiones. La no-moral es fuente de
salud moral. No hay demasía que no sea mala, y la de la moral puede ser hasta
dañina.
Y sobre todo, el misticismo se aviene con el
humor. El Dios cristiano necesita su pulgarada de "sal", y no digamos los otros dos monoteísmos peleones, que llenan
las crónicas de sangre por estar mancos de "sal".
Aparte de estas apreciaciones, no dejemos de
leer a Chuang Tse. Nada hay más sutil para leer en nuestros tiempos hórridos y
destemplados. En su obra, considera el mundo como irremediablemente inmerso en
un embrollo, del que puedes salir gracias a sus fantasías irreprimidas y su
lenguaje jocoso. Aunque su lenguaje es mudable, pasando de lo serio a lo
humorístico con una facilidad sorprendente, es tan vivaz que te deja de veras
saciado. Los cimientos de su pensamiento son grandes, hondos y nada
corrientes...
Vuelvo a los cimientos literarios de Cristóbal
Serra, que se hallan en Péndulo. Esta
historia de un individuo atormentado, perdido en una ciudad despiadada, escindido
entre la materia y el espíritu, ¿es una tragedia?
Más bien, es una tragicomedia. Y es que, en el
fondo, yo siempre he tenido el concepto de que era un tanto humorista. Por eso,
dudo que el libro sea tan serio como tú planteas, aunque al mismo tiempo es
tremendamente serio porque el humor puede serlo, especialmente el humor negro.
Recuerda que elaboré una Antología del
Humor Negro Español para la editorial Tusquets. Ese trabajo lo abordé porque
me parecía que André Breton carecía de sentido del humor. Yo se lo dije a Octavio
Paz, que discrepó de mi idea porque, a fin de cuentas, era amigo de Breton. Pero
en fin, desde luego Breton no entendió la tradición literaria española, que rebosa
un humor tan negro que es más bien puro amarguismo. Y por eso elaboré esa Antología, para contrarrestar los
silencios que la Antología del humor
negro bretoniana mantiene sobre la literatura española. Y es que los
surrealistas a menudo eran muy distintos de lo que creían ser. Por ejemplo, en
el fondo no entendían de verdad la tradición oculta, porque eran demasiado
racionales, aunque creyeran lo contrario.
Pero vuelvo al tragicómico Péndulo. El humor, insisto, siempre está presente en mi obra. En el
caso que nos ocupa no es un humor mecánico, sino que nace de la tragedia del
personaje y de la mía propia. Yo he tenido experiencias y estados en los que he
vivido con una conciencia dolorida, con una sensibilidad muy lacerada... En
fin, mira, soy un ser lastimado, en Péndulo;
un ser bastante herido... Cuando escribí el libro, yo ya había estudiado en
Barcelona y Madrid, ya había conocido la vida de la posguerra, y todo ese
bagaje tremendo lo llevaba a cuestas.
A mí Péndulo
me parece, como usted sabe, un libro existencialista. Ya lo he dejado escrito
en algún sitio.
Y es una lectura aceptable, claro... ¡Aunque
pueden darse varias! Pero sí, en aquella época, escribí un libro que puede
considerarse existencialista antes que surrealista o dadaísta. Eso sí, el
existencialismo no había tenido ningún humorista. Kierkegaard tiene humor, de
acuerdo, pero es otra cosa. Camus ofrece, como ya he dejado escrito, "máximas de buena salud moral", pero
no humor. ¡Y piensa en Gabriel Marcel! ¡Qué tío tan macizo y molicio!
Por otra parte, mi libro tiene matices intransferibles,
me parece. Por ejemplo, la niebla que en él aparece es un concepto muy
interesante ajeno a la obra de los existencialistas. La niebla le da una
característica propia de poesía crepuscular. Recuerde que, según el Eclesiastés,
la vida no es vanidad, como suele traducirse, sino humo o niebla. En mi obra,
la presencia de ese fenómeno indica sencillamente que el ser no puede alcanzar
un pleno conocimiento de ninguna forma. Tal vez por ello, el libro incluye una serie de aforismos, género que ya no me abandonará jamás.
Ni tampoco lo abandonará esa condición "crepuscular", ya que lo cita.
Exacto.
Si miramos más allá de Péndulo, su literatura luego crece, se ramifica, pero hay una línea
conductora. Esto me parece curioso en alguien que afirma llegar tarde y casi
accidentalmente a la literatura. Tan accidental no será esa llegada, si luego
una misma sensibilidad se mantiene coherentemente a lo largo de cincuenta años.
¡Pero todo esto es inconsciente, irracional!
¡No juzgues de tan racional a alguien como yo, que no soporta a Hegel! —ríe; y cuando yo respondo con una carcajada,
don Cristóbal me señala, divertido, y aún ríe más—. Bueno, seamos más
concretos: yo escribo racionalmente, pero creo irracionalmente. Mi estilo tiene
mucho que ver con la rebeldía de los concisos, tanto en lo filosófico como en lo
literario. ¿Qué entiendo por ello? Toda la vieja filosofía de Heráclito, Lao
Tse o Confucio se nutre de la soledad, de la concisión... también Marco Aurelio
se abreva en esa fuente. Soledad y concisión están en la entraña del aforismo
poético. Ahora mismo recuerdo que, en una de sus versiones de los libros
confucianos, Ezra Pound pone en boca de Confucio lo siguiente: "los concisos no incurren en error".
Y si bien lo miras, el mismo Péndulo tiene un poco que ver con el Wozzeck de Büchner, que también se nutre
de esa concisión: ¡cuando conocí esa obra, me sorprendió mucho el parecido! E
incluso hay algo de Péndulo en los
cuentos jasídicos. ¿Ves? A medida que vamos hablando, voy advirtiendo que soy
un escritor singular dentro de la literatura española, o al menos me permito
creerlo así. Muchos críticos no han reparado en ello porque... Hombre, pues
porque algunos no tienen una mirada crítica muy aguda. Claro.
Bueno, debe decirse que el nombre de Cristóbal
Serra va ganándose un lugar propio en nuestra literatura, ¿no? La miopía va
corrigiéndose
Bueno, no sé... Tampoco sé si importa... Ha
habido críticos muy amables, como Ignacio Soldevila o Rafael Conte. Claro. Y
muchos otros.
Volvamos a su confesión: es usted un escritor
singular, no cabe duda. Hablar de Cristóbal Serra es hablar de originalidad. ¿Y
dice usted que no ha sido deliberada tanta originalidad y heterodoxia?
No, yo no he pretendido originalidad alguna. Si
hubiese pretendido ser original, no lo hubiese logrado. Quienes pretenden serlo
y se manifiestan muy originales, acaban por no serlo tanto. Hay muchos en
nuestra literatura de la posguerra que han jugado a ser originales, y a mi
juicio no lo son en absoluto.
¿Algún nombre en particular?
(Riendo) Hombre, hombre, no tenemos que
meternos en líos... Bueno, por ejemplo: últimamente he vuelto a leer a Giménez
Caballero... Pues fíjate que su forma resulta bastante original, pero su
creación no. Le falta imaginación. Yo me he caracterizado por tener una prosa
imaginativa, y eso es así porque me apoyo en la imaginación.
El ejemplo perfecto de lo que dice son los dos
viajes quiméricos a Cotiledonia que ha escrito, ¿no?
¡Ah, Cotiledonia es un informe sobre los
hombres! ¡Más aún, es un informe flagelador! Verás, la creación de mi feudo
cotiledón nació de un deseo de evasión. El mundo que me rodeaba no era nada
prometedor, y encima trabajaba como profesor, que es un oficio de gran
dureza... Así que los alumnos hacían ejercicios y yo inventaba palabras.
Cotiledonia aclara muchas cosas acerca de mi visión
crítica de nuestra civilización. Viaje a
Cotiledonia es más feérico, más maravilloso, y se nutre de una experiencia
mediterránea. Muchos quisieron ver en ese "albaricoque terrestre" que yo describo una parodia de mi isla,
pero por supuesto el libro precisa una lectura mucho más amplia. Por otra
parte, es un libro que tiene una plasticidad mayor que el segundo viaje, Retorno a Cotiledonia. Lo que ocurre es
que este otro tiene una acritud tremenda.
Hay más aforismo en Retorno. Pero no hay tanta poesía narrada como en el primero. El
primero me parece eminentemente poético, el segundo solo relativamente, aunque
más incisivo. En todo caso, ambos viajes me permiten descubrir en la
inexistente Cotiledonia todas las fallas de nuestro propio mundo: el dinerismo,
el materialismo, la fe absurda en el progreso indefinido...
Disculpe, pero toda esa parte lúdica de estos
libros, con la creación de topónimos y nombres de lo más imaginativos Todo eso
puede parecer en una primera lectura, como usted mismo decía, un ejercicio de
evasión más que otra cosa.
Es ambas cosas, ambas cosas. Sobre todo en el
primero, porque en el segundo ya no quiero evadirme. Allí quiero asentar más el
pie sobre el suelo, y entonces ¿qué me encuentro? Pues me encuentro con una
civilización que está maldita. La nuestra.
En esos libros, sigo la tradición de los viajes
imaginarios, que son un arquetipo marcado por Swift y el Erewhon de Samuel Butler. Como sabes, a ambos los he traducido: El cuento de un tonel de Swift y los Cuadernos de Butler. Bueno, pues sus viajes
imaginarios son magníficos, y demuestran que la imaginación puede entender el
mundo mucho mejor que la razón.
El género del viaje quimérico es fascinante, y
más amplio de lo que la gente cree. Hay obras que no se tienen por tales y yo
creo que lo son: el Infierno de
Dante, el Quijote, El Criticón de Gracián, Los Sueños de Quevedo e incluso La Odisea son viajes quiméricos. Además,
Quevedo y Gracián son los únicos españoles que han hecho una prosa un poco
surrealista sin saberlo, me recuerdan incluso a la Alicia de Carroll. Son, desde luego, mucho más surrealistas que
Breton y sus amigos, que de quimeras entendían poco.
En sus memorias Las líneas de mi vida, explica usted que leía El Criticón durante la Guerra Civil. ¿Es un libro importante para
usted?
Es importante, claro, como tantos otros. Pero
sobre todo, El Criticón es uno de los
libros geniales de la literatura española, una obra poética cuya alegoría me
interesa menos que la sorprendente originalidad que obtiene sin pretenderlo. Qué
observaciones, qué poético me resulta. Y El
Crotalón, que tanto gustaba a Cela, está casi a la altura. Gracián tiene
hasta humor negro, y un pesimismo terrible que parece provenir del Eclesiastés.
Pero claro, como es un libro hermético, en consecuencia es impopular.
En fin, yo creo que Los Sueños y El Criticón
son lo mejor de la literatura española, aunque no creen un arquetipo tan
universal como el Quijote. Borges, por
cierto, no entendió El Criticón. No
es lo único que no entendió, por otra parte: a veces se me hacía enfadoso
Borges, con sus opiniones tan arbitrarias y su manía de menospreciar la
literatura española. ¿Ves? Borges es otro autor que pasa por cultivar la
literatura fantástica, cuando menos fantasioso no puede ser. Todo esto no quita
que fuera un conversador genial y, a trechos, un buen escritor.
Volvamos a usted. Su obra abunda en el
fragmentarismo, el uso de recursos de vanguardia y la libertad absoluta, rasgos
propios de un moderno, de un romántico. A cambio, a veces su formación puede
parecer más bien clásica. ¿Qué etiqueta le resulta más cómoda?
Sin duda, soy más romántico que clásico. A lo
mejor parezco clásico en el estilo, pero en el fondo soy mucho más romántico
que clásico. O mejor, más arcaico que clásico. Porque muchos de los clásicos no
son arcaicos. Fíjate en los romanos, no son nada arcaicos y son la fuente del
clasicismo. Hay períodos románticos y otros clásicos. Casi toda la literatura
latina es clásica, los trovadores no. A los poetas del Trobar-clus los caracteriza la concisión. Se podría trazar,
insisto, una genealogía de mi estilo, que viene de todos los concisos. Me
encuentro con una cosa esencial para expresarme siempre: el aforismo, al que no
he llegado voluntariamente, me ha llamado él.
¿Cómo definiría el aforismo?
El aforismo tiene por base que hay dos clases de
pensamiento: el continuo (profesoral, racional), y el discontinuo, en el que
aparece la necesidad del fragmento. Este último es el mío, el que da lugar a la
idea del fragmento, al quintaesencialismo.
Mi tradición es la de los concisos, los de
expresión espartana o lacedemónica: la literatura salteada y el pensar
solitario. Ahora bien: puede haber una expresión lacedemónica que no tenga un
fondo poético, como la máxima. La máxima es otra cosa, más filosófica o ética.
No nos confundamos.
A mí lo que me gusta es el aforismo, algo que
se refleja en un libro que no tuve que elaborar de forma paulatina, Efigies. Era un caudal que se había ido
acrecentando, una nómina de los aforistas que más me han gustado. Por mi parte,
creo que no he escrito muchos aforismos, más bien he dejado muchas nótulas, un
género al que yo he dado nombre, que se toca con la nota y linda por el
aforismo. Comparte con la primera el gusto desenfrenado por la autonomía y la
libertad, y se confunde con el segundo en lo que tiene de aerolito, de caída
irremisible. La nòtula pretende ser típicamente literaria y veladamente
expresiva, y apenas deje entrever lo que va a decir, es un balbuceo. Al lector
incumbe darle remate, porque queda un poco inconclusa. El lector ha de
participar dándole ese remate.
Así que vamos a la definición de aforismo. En Tanteos
crepusculares he escrito que el aforismo es una elocuencia muda. Los mudos
hablan un poco, ¿no? El aforismo ha de tener un fondo poético, ha de tener haz
y envés. Por tanto, es muy distinto a la máxima, que es unilateral, que no
necesita ciertas calidades internas que tiene el aforismo. La Rochefoucaul, por
ejemplo, no es aforista: escribe máximas. La máxima se trabaja, el aforismo es
un cortocircuito. Y está el aforismo relampagueante de Blake, aunque ya aparece
en Heráclito.
Antes ha calificado El Criticón de "libro hermético".
Pero, para hermético, el Apocalipsis.
Usted escribió una Guía para
descifrar ese texto tan complejo, y nos sorprende intentando descifrar la
Historia a partir de las palabras del Vidente. ¿Qué lugar ocupa este ensayo en
el conjunto de su trayectoria?
Para responder, tal vez primero debería
explicar por qué me interesé por el Apocalipsis.
La respuesta es que ese libro entra dentro de lo maravilloso, de lo numinoso en
el sentido que Otto le dio al término. De hecho, toda la Biblia tiene muchos
sucesos maravillosos, por eso es tan interesante literariamente, especialmente
los libros de los profetas. Y el Apocalipsis
está dentro de esta onda, es maravilloso, hermético, se presta a que te devanes
los sesos para poder entenderlo. Tiene algo de pieza teatral, como todo lo
hebreo. Es como una tragedia griega. El Apocalipsis
es apacible en las cartas —que son muy herméticas y casi irreductibles a una
interpretación total-, pero luego tiene otra parte más catastrófica, en la que
anuncia algo que supone una gran inquietud, un germen revolucionario: el
Milenio. El término alude a una transformación terráquea. No es que estas
páginas anuncien exactamente el final del mundo, sino más bien el final de los
tiempos. Se trata de un libro plenamente dentro de la Historia.
Entonces, a su modo de ver, ¿qué se nos está
anunciando? ¿Nos tenemos que ir preparando para una lluvia de fuego?
No hagamos caricatura, que luego nos llaman
chiflados —ríe—. Insisto, el fin del
mundo no aparece en el Apocalipsis,
en mi opinión, sino el fin de nuestro ciclo judeocristiano, en el que estamos queramos
o no. Lo que viene es un cambio de ciclo. Por cierto, que el socialismo es una concepción
parecida a la del Apocalipsis, pero basado
en el materialismo. Tengo la opinión de que no todos los judíos son mágicos: algunos
tienen una inclinación materialista, otros la tienen mágica. Jesús era un judío
mágico. En cambio, otros no me lo parecen: Marx no era un hombre mágico. De ahí
que aparezca hermanado con el materialismo. El socialismo es toda una
contradicción, me parece a mí. El socialismo utópico o científico es un
milenarismo venido a menos. El Milenarismo era algo que mantenía la patrística,
pero después ha tenido brotes completamente revolucionarios: la guerra de los
campesinos en Alemania... el libro de Larrea trata detenidamente este tema.
Si le quitas el milenio, el Apocalipsis queda completamente falto de
su peligrosidad. El hecho de que anuncie una transformación terráquea es
prácticamente revolucionario. Se ha de producir una catarsis. Ha de haber un
proceso histórico violento. Ahora, visto desde el ángulo ortodoxo, el Milenio
fue considerado por San Jerónimo y San Agustín una fábula judaica... ¡pero no
lo es! No puedes eliminar el milenarismo de este documento. No puedes, por más
que quieras. Pero la Iglesia se declara antiporvenirista, y ha tenido hacia el
futuro una mirada que con el tiempo se ha revelado huérfana de finalidad
social.
¿Por qué?
La Iglesia tácitamente ha querido considerarse
el Reino de Dios en la tierra, ¿entiendes? Ella considera que, con su
existencia, ya resplandece el Reino de Dios en la tierra. Pero no es así.
Leyendo los Evangelios, ves que eso no es cierto. Esta es mi opinión. El Apocalipsis dice bien claro que ha de venir
la época del Milenio, que es una especie de metáfora. Esto es lo que da una
gran tensión al libro, y al cristianismo en general: que no puede desentenderse
de la vida social; sin embargo, y dicho entre nosotros, la Iglesia se recluyó
en cierta manera. Se distanció, tuvo dominio sobre la sociedad pero no supo
conceder una concepción de la vida que esa misma sociedad pudiera aplicar.
El cristianismo, en su esencia, no tiene nada
que ver con el mundo, es casi de esencia romántica, es como la poesía, y además
en sus textos hay mucho de cifrado y de lenguaje figurado. Lo que pasa es que
este libro concreto, el Apocalipsis,
tiene mucha importancia: en él entendemos que el pueblo judío es el que tiene
la clave. A él debemos el concepto de Historia. Judaísmo y cristianismo son
religiones históricas.
Este es un discurso complejo...
Es que, no es por vanidad, pero yo soy muy
complejo. Hay mucha complejidad en mi literatura.
Sin duda. De la lectura de su Guía del Apocalipsis y de su relato La noche oscura de Jonás, cuyo
paralelismo autobiográfico comentábamos antes, extraigo una pregunta: ¿Se da
una veta profética en la persona y la obra de Cristóbal Serra?
Leyendo a William Blake o a los profetas, me he
hecho la idea de que un profeta es un hombre honrado, un denunciador, un hombre
que está un poco a contracorriente. Una cosa es la profecía, y otra el pensar
de los rabinos. Leyendo la Biblia, te das cuenta de que los profetas tienen un
lenguaje que no es el de la ogma, el
del pensamiento convencional que pueda tener un rabino respecto de la tradición,
la fe... Los profetas van por otro camino: ellos tienen un estilo propio. Son
unos justicieros, tienen un sentido muy vivo de la justicia. Pero además, se dan
cuenta de que dentro de la tradición en que viven hay muchas fallas... Piensa que
los profetas eran considerados locos, como los poetas. Los llamaban meshugas: los indómitos, los que no
gustaban a las mujeres porque no tienen pensar doméstico ni están domesticados.
Y no eran ni mucho menos hombres formados como los rabinos: el mismo Oseas era
pastor, por ejemplo. No pertenecían a la ogma.
Un meshuga era alguien como Ramon
Llull, "lo foll", el
loco... Llull posiblemente tenía algo de profético, más incluso que el Dante.
En el fondo, el profeta es un hombre honrado que denuncia los vicios
sacerdotales, sociales, del pueblo judío. Les amenazan con lo que les va a
ocurrir por culpa de su conducta. Son críticos.
El mismo Jesús, visto como profeta, era
crítico. Jesús es una figura muy interesante, cada palabra suya es misteriosa.
Y no es verdad que fuera tan serio: le pasa como a mí, que a mi manera suelo
reír. Pero cuando se le ha sacralizado se ha tratado de ocultar esta verdad,
porque la risa desacraliza las cosas. Si hablamos de mi obra, por la risa, soy
un desacralizador que habla de cosas sacras. Esta es la ambigüedad y sutileza de
mi obra, me parece. Ahora bien, yo tampoco iría diciendo que soy un profeta...
Lo que pasa es que la profecía es una especie
de engañifa. Muchas no se cumplían, eran más las incumplidas que las que se
cumplieron. Por tanto, el profeta era un hazmerreír. La figura de Jonás está
marcada por la ironía, porque el profeta tiene mucho miedo a convertirse en
profeta. De hecho, y ya que preguntas por mi veta profética, diré que yo he
tenido mucho miedo a convertirme en profeta, que es un clown, el payaso al que dan bofetadas en todas partes. Jonás es el clown de la Biblia. Coleridge decía por
esto que ese libro era "un monodrama
y una burlería". En La noche
oscura de Jonás, yo hago su historia más dramática porque le concedo una
mujer que seguramente tuvo. Y si no la tuvo, yo se la concedo.
¿Un drama, concederle una mujer? Hombre...
Es que es una mujer incordiadora. Además, debo
decirte que entonces, y tal vez también ahora, la mujer estaba contra los
profetas, lo mismo que ocurre en mi libro. La mujer era más doméstica. Cuanto
más indómito, más profético, más loco, más alucinado era el profeta, menos gustaba
a la mujer. Jonás, en todo caso, también me interesó porque la brevedad del
libro original me permitió, mira por dónde, ofrecer más detalles de su vida.
Yo, todo un defensor de lo breve. Eso sí, la famosa ballena servicial de Jonás
a mí no me hizo ningún servicio, porque en ningún lugar del texto se habla de
ballena alguna...
Esa ballena escupe a Jonás en su periplo a
Nínive. El profeta siempre tiene que ejercer su condición ante la ciudad. ¿La
civilización urbana es pecadora por naturaleza?
Sin duda, la ciudad es siempre cainita. Piensa
precisamente en la Nínive de mi libro. Es difícil regenerar a la ciudad. Caín
es el constructor de ciudades, el hombre urbano; el nómada era Abel. La
profecía es propia del desierto, del nómada, del sin techo, del desamparo.
¿Comprendes? Esa lucidez profética nace en soledad, y la ciudad no es
solitaria.
Debo decir que en los profetas hay mucha
poesía: el libro de Isaías, por ejemplo, es muy artístico. Y luego hay en ellos
una hostilidad contra la casta sacerdotal. Jesús también estuvo contra la casta
sacerdotal y contra el templo. Su madre, en cambio, no creo que lo estuviera
tanto; y sus hermanos lo querían dar por loco, recordemos a San Marcos. Los
Evangelios son muy interesantes, por sus recovecos. También me ha interesado
mucho la figura de Anna Catalina Emmerick.
La Vidente del XIX cuyas visiones recogió
Brentano. ¿Por qué le interesa tanto?
¡No debes haberla leído si me lo preguntas! Sus
visiones son extraordinarias, de una lucidez maravillosa. Solo ingería café
durante semanas enteras, y desde su celda supo ver cada detalle de la vida de
Jesús. Yo, a las visiones de Anna Catalina Emmerick les concedo un absoluto
valor histórico. ¡Cuántas cosas habré entendido a través de ese libro!
¿Les concede "valor histórico" ? Comprenderá que los más racionales se
sorprendan ante esa declaración
Pfff... —se
encoge de hombros y sonríe—. Tampoco es tanta la luz que ofrece la razón.
No me preocupa lo más mínimo...
Jesús lo ha fascinado, a usted, hasta el punto
de dedicarle dos libros.
Probablemente el Zohar tenga la explicación. Ya sabes que en ese libro se lee que
"el nombre influye en la vida del
hombre". A mí me pusieron el nombre de Cristóbal, y es una gran carga:
me ha exigido mucho. Yo soy "el que
lleva a Cristo". Es difícil llevar a Cristo.
Yo me interesé por los Evangelios desde muy
joven, los he leído mucho. Quizá en demasía. Y también a San Pablo, aunque eso
ya es otro cantar. Es muy difícil salvar la diferencia que existe entre el
Cristo y San Pablo. Cristo es más misterioso que todo lo que haya podido decir
San Pablo, que también tiene su misterio porque es una personalidad genial de
los judíos. San Pablo ha dicho cosas muy tremendas, y ha influido para que
existiera la Iglesia Católica. Si algo de profundidad tiene la Iglesia, es por
apoyarse en lo que dijo San Pablo a través de Cristo. No es el Cristo
histórico, el de San Pablo: es el hijo. San Pablo crea otro pergenio de Jesús,
dándole otro fundamento y vigor a la teología católica. Que es una teología
sutil, sin duda. No me extraña que, salvo por la sexomanía vaticana y su fe en
la resurrección corporal, Blake tuviera tanto respeto por la Iglesia Católica.
¿Es sexómana la Iglesia Católica?
Se ha mostrado demasiado sexómana, sí. Porque,
hombre, el sexo es merecedor de tenerle cierta prevención, que no tienen los
optimistas del sexo como Whitman, o los que admiten la homosexualidad como un
hecho intrascendente. Pero la sexomanía es otra cosa igualmente peligrosa. Al
fin y al cabo, el hombre está presa del sexo, en general, y presa de la
materia. No puedes anatematizar tanto la materia, ni tampoco puedes entregarte
a ella, porque la materia está injertada de Mal, es un injerto del Mal.
Eso es muy tremendo.
Tengo una visión pesimista del mundo: Whitman
se me cae de las manos: es un señor de barbas blancas y pechera blanca, muy
americano, muy optimista. El optimismo americano ha prevalecido: de ahí que
haya aparecido la generación beat,
que es muy mala. Gente que se deja barbas de chivo, y dicen cuatro gansadas americanas.
Nada que me interese.
Toquemos un último tema, don Cristóbal, creo
que muy relacionado con lo matérico: ¿En qué consiste la famosa asnomanía que
usted abandera con tanto ardor?
¡Vaya, así que al final de mi vida resultará
que soy un abanderado de algo! —ríe—.
Bueno, al menos la mía es una bandera un poco disparatada. Pues bien, quienes
conocen mis escritos saben que mi arco tiene una cuerda muy especial: soy un
tanto experto en cuestiones asininas. O sea, me declaro asnólogo, o asnomaníaco.
Este es uno de mis asuntos favoritos, has escogido como última pregunta una
cuestión sobre la que podría hablar horas.
Esta manía me viene de lejos, porque siempre he
visto que no son pocos los significados del componente "asno". Lo primero que nos ofrece
este ser singular es su malditismo, que Papini puso ya al descubierto en su Diario. El asno representa, como el taoísmo,
un no categórico, un empecinamiento sabio. "Más pudo el asno oponer que el filósofo resolver", reza un
viejo adagio que suscribo. Mi asnología, como no podía menos de ser así, está
ligada al Viejo y al Nuevo Testamento, porque en ambos encontré un venero
inaudito de conclusiones asininas.
¿Es verdad que una vez contó cuántas veces
citaba la Biblia al asno?
En efecto, y eran más de 200, ya no recuerdo la
cifra exacta —observa en mí un gesto que
le divierte—. Bueno, bueno, no diré que haya pensado noche y día sobre la
condición del asno, pero de seguro que he reflexionado más sobre las cosas del
asno que sobre temas filosóficos o históricos.
Lo creo. A fin de cuentas, yo pertenecí a la Hermandad Asnológica que usted fundó y
sé cómo le divierte este asunto...
¡Ah, la Hermandad!
En el libro que escribí sobre el asno, El
asno inverosímil, hay un final que no puede ser más explícito. A todos
aquellos que puedan pensar como pienso yo, les advertiría que el Asno fue en
tiempos pasados (y quién sabe si volverá a serlo en tiempos futuros) un
arquetipo animal instructivo. La Hermandad
que allí dibujo, como sabes, está presidida por una afirmación categórica: "sin reverencia al Asno, decae toda
civilización, pierde ésta su carácter sacro y se hace vertiginosa y alocada".
¡Casi nada!
¡Todo un aforismo!
Paralelamente, subrayo que se ha hecho
intolerable el dinamismo de la civilización actual, realmente frenética. En los
Estatutos de la Hermandad que dibujo,
se pueden leer estas palabras definitivas —tiene el libro a mano y lo abre por
la página pertinente, pero apenas necesita consultarlo—: "La Hermandad nace con el objeto de enaltecer
al maldito solípedo, que los siglos han maltratado hasta extremos que reclaman
justicia. Se erige, pues, en justiciera, y delata a la plebe y a las castas
cultas que han demonizado al asno junto con el murciélago, el Cuervo, el Lobo y
la Holoturia". ¡Hay que tenerle un respeto al asno, hombre!
Campo
de Agramante nº14, Otoño
2010, pp. 19-38.
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