Sartre, con Ilyá Ehrenburg. París, 1955. |
Dostoievski y Sartre
Probablemente
jamás escribiré un libro sobre Dostoievski. No obstante, eso no me impide
contar cómo sería ese libro. No entraría a rivalizar con una multitud de
profundas monografías y agudos análisis sobre determinadas obras; en cambio,
ofrecería ciertos conocimientos sobre Dostoievski que aclararían al lector
aspectos sobre su figura y su lugar dentro de la literatura mundial, que son un
tanto diferentes a lo generalmente aceptado. Es posible que esa interpretación
divergente sea justamente la causa por la cual la escritura de ese libro se me
antoja una tarea peligrosa e ingrata.
Estudiando
a Dostoievski y enseñándolo a estudiantes norteamericanos, no pudo pasarme
inadvertido que este escritor va transformándose, condicionado por el relator.
Probablemente este hecho no fue observado debido a las diversas nacionalidades
de los «dostoievscólogos», ya que pretenden una objetividad científica a pesar
de que su cosmovisión y sus simpatías o antipatías influyan sobre los métodos
de sus investigaciones y razonamientos. La crónica de la acogida recibida por
Dostoievski en el curso de los cien años transcurridos desde su muerte podría
servir como ejemplo de las sucesivas modas intelectuales y de las influencias
de filósofos diversos sobre el pensamiento de los estudiosos.
Dejando
de lado momentáneamente a los autores rusos, se podrían, grosso modo, distinguir varias fases de la recepción de Dostoievski
en Occidente, comenzando por Crimen y
Castigo, leído en traducciones realizadas a fines del siglo XIX y altamente
estimada por Nietzsche. Sin embargo, la así llamada «alma eslava», de la que
Dostoievski debería ser un fiel exponente, fue generalmente tratada con cierta
ironía, y la crítica francesa bromeaba acerca de la santa prostitución de Sonia
Marmieladow como si la hubiesen arrancado literalmente viva de una novela
sentimental.
La
marcha triunfal de la novelística de Dostoievski a través de Occidente durante
las primeras décadas del siglo XX tiene una relación directa con el
descubrimiento de una nueva dimensión del ser humano: el subconsciente y las
fuerzas dionisíacas en las que se unifican eros y tanathos. No obstante, la
resistencia opuesta a la creciente influencia del escritor ruso por escritores
como Middleton Murray o D. H. Lawrence, se merece una reflexión. D. H.
Lawrence decía que «una penetración sorprendente se combina en él con una
perversión repulsiva. No existe nada puro. Su amor salvaje a Jesús se va
mezclando con un odio ponzoñoso. Su repugnancia moral frente al demonio se amalgama
con una secreta adoración.»
Estas
voces objetoras cedieron prontamente su lugar a una admiración general, y la
fama de Dostoievski crece paralelamente a la de Sigmund Freud. Lo cierto es que
Freud, por razones evidentes, consideraba Los
hermanos Karamazov, la novela sobre el parricidio, como la novela más
grande que jamás haya sido escrita, equivocándose en su juicio sobre la
epilepsia de Dostoievski: se apoyaba en detalles biográficos erróneos, tal como
fue demostrado por Joseph Frank. El «freudianismo» influyó durante décadas los
estudios hechos sobre Dostoievski, en un período que podría llamarse
psicologista. Relativamente efímera, y difícil de separar, fue la fase en que
los estudiosos enfocaron sus análisis bajo la luz de la filosofía existencialista,
para atiborrarse a continuación con rastreos del pensamiento del autor que se
expresaba por boca de sus personajes y dirigir toda su atención a la estructura
artística de las extraordinarias novelas de Dostoievski; tan extraordinarias
que cabría preguntarse si ellas no supusieron el fin de la novelística, en
general. Este pensamiento no me parece infundado.
Mis
alumnos se mostraron muy sagaces cuando me ocupé de la psicología de los
personajes o cuando traté de demostrar cuántas de las intenciones del autor
fueron reveladas por el análisis estructural. También aprendieron —como suele
suceder con gente joven—, con alegría, la divergencia entre la creación y la no
muy atractiva cocina que es la personalidad de un genio. Sin embargo, se
encontraban en apuros cuando se enfrentaban a ciertos hechos. Por ejemplo, les
resultaba difícil entender la afección de Dostoievski por el poder autocrático.
Y no sólo entonces, cuando al regreso de Siberia se convierte de revolucionario
en conservador. Condenado a muerte junto a un grupo de veintiún compañeros,
puesto delante del pelotón de ejecución y conmutada la pena, perdonado en el
último instante (una comedia urdida por el Zar), aún está en el destierro
siberiano cuando escribe tres odas: una sobre la guerra de Crimea, con amenazas
proferidas contra Francia e Inglaterra; la segunda, en ocasión de la muerte de
Nicolás I, en la cual compara al zar-gendarme con el Sol y dice que no es digno
de pronunciar su nombre («con la boca obediente, nombrarlo no me atrevo»); y la
tercera, escrita para la coronación de Alejandro II.
Los
versos son muy malos y no correspondería excluir totalmente una razón lateral
para haberlos escrito: el deseo de mejorar su suerte, lo cual está de acuerdo
con lo que sabemos acerca de los puntos de vista del autor.
Este
detalle biográfico, al igual que otros semejantes, corresponden a una esfera
donde los caminos de la grandeza de Dostoievski dejan de ser mis caminos, es
decir, que nuestra atención se dirige hacia otros aspectos. Para mí, Dostoievski
es más interesante como el ser humano que en su vida tuvo un único y muy serio
romance: Rusia; y que eligió a Rusia como la verdadera heroína de sus obras.
Podría parecer que la psicología de sus personajes y sus descubrimientos en la
esfera de la estructura novelesca lo convierten en un escritor verdaderamente
internacional; en cambio, su adoración al trono y a los altares, su odio
chovinista hacia católicos y judíos, sus burlas a franceses y polacos, lo
encierran dentro del cerco de un país único. A mi parecer no es así; por el
contrario, cuanto más ruso es Dostoievski y tanto más sucumbe, por amor a
Rusia, a fobias y obsesiones, tanto mayor es su papel de testigo de toda la
historia intelectual de los últimos dos siglos. El mismo dijo: «Todo depende de
los próximos cien años.» Y no es posible negar su regalo profético.
Una
de las lecturas fundamentales de la familia Dostoievski era la Historia de Rusia, de Karazmin, y el
futuro escritor la conocía desde su infancia. Esta obra mostraba el espectáculo
inagotable de la inmensidad rusa, el ilimitado poder de sus monarcas. Cuando
Dostoievski fue confinado en la fortaleza de Petropavlovsk, escribió
declaraciones en las que expuso sus puntos de vista sobre la monarquía, que
sonaban tan sinceros que el solo objetivo de salvar su vida no pudo haberlas
dictado. Según su criterio, la Revolución Francesa era indispensable; en
cambio, en Rusia, nadie que estuviese en su sano juicio, podía pensar en una
forma de gobierno republicana, recordando los vergonzosos hechos de Nóvgorod.
Según la opinión de Dostoievski, Moscú quedó bajo el yugo tártaro debido al
debilitamiento del poder del príncipe, salvándose gracias a su fortalecimiento,
que fue proporcionado por el gran conductor que fue Pedro el Grande.
¿Cómo
es posible que un socialista, marcado por Fourier, haya podido escribir de tal
modo? Se lo podría adjudicar a la típica dualidad dostoievskiana; probablemente
estaremos más cerca de la verdad afirmando que estas dos tendencias, socialismo
y autocratismo, siempre coexistieron en Dostoievski: sólo su énfasis fue
variando. Su colega del Círculo Petrashevski, Nicolás Danielevski, pasó por una
evolución similar, pero como glorificador del zarismo y del paneslavismo en su
obra Rusia y Europa, no renunció a los sueños socialistas de su juventud:
simplemente los insertó en su doctrina totalitaria.
Dostoievski
pensaba como un hombre de Estado. Durante charlas transcurridas en la prisión
de Omsk, consideró la conquista de Constantinopla como un deber preponderante
para Rusia. La obra de su madurez, comenzando por su viaje inicial a Occidente,
en 1962, se podría diferenciar señalando que antes fue un artista, mientras que
ahora el artista y el hombre de Estado actúan conjuntamente. Sus libros
describían
la
situación espiritual de la intelligentzia
rusa y se convierte en el cronista de sus transformaciones espirituales de
década en década, incluso de año en año. Lo cual propone un interrogante
esencial: ¿Qué significan esos cambios para el futuro de Rusia, en qué
constituyen una amenaza? No constituye una exageración si afirmamos que hay en
esos libros algo de rastreo, conducido por un acusador público de excepcional
inteligencia que sabe lo que tiene que buscar, porque es al mismo tiempo el
acusador y el acusado.
La
intelligentzia rusa discute en las
novelas de Dostoievski sobre los problemas básicos de la existencia humana,
problemas que al menos no son extraños a los personajes de la novela occidental
en su versión del siglo XVIII e incluso en sus versiones románticas, como, por ejemplo,
en George Sand. En ninguna otra circunstancia, sin embargo, los contrincantes
han expuesto la cuestión en forma tan áspera y llegaron a conclusiones tan
extremas. Ellos vuelven a vivir de un modo dramático lo que Nietzsche, un
contemporáneo del joven personaje de Crimen
y Castigo, Raskolnikov, llamó «la muerte de Dios». Además, el ateísmo no es
en modo alguno un asunto privado e individual; es del mayor interés por parte
de la autoridad, puesto que el ateo acaba, por regla general, en revolucionario.
Esto lo confirma el camino seguido por el precursor de aquella generación de la
intelligentzia rusa, Vissarion
Bilinski. En Crimen y Castigo, el
crimen de Raskolnikov es, de hecho, una especie de sustitución, en realidad, él
sueña con una gran acción revolucionaria, cuya justificación proveería la
historia. En sus opiniones y aspiraciones se siente totalmente aislado: de un
lado está la autoridad, representada por el oficial de policía, Porfirio; del
otro lado, está el pueblo ruso. Cuando se hallaba deportado en Siberia, sus
compañeros de prisión, simples campesinos, quieren matarlo porque es ateo.
Teniendo en cuenta esto, Crimen y Castigo
contiene una fórmula importante para toda visión de la obra de Dostoievski: la
defensa e independencia de Rusia reside en sus autoridades, al igual que según
creía Dostoievski en la sincera religiosidad del pueblo ruso. En cambio, la inteligencia la amenaza. De qué amenaza
se trata, queda demostrado en su novela Siesy
(Los poseídos). Dentro del sorprendente y penetrante análisis de esta
novela, quizá llega a las mayores profundidades la exclamación de un viejo
soldado, después de oír una conversación donde se asevera la no existencia de
Dios: «¿Si no hay Dios, qué clase de capitán soy yo?» Este hombre establecía
una relación entre la religión y los orígenes del poder. No hay que olvidar que
la intelligentzia rusa se alimentaba
con la filosofía de Voltaire y las reflexiones sobre la Revolución Francesa. La
decapitación de Luis XVI puede parecer hoy día como uno de los sucesos
sensacionales que tanto abundan en la Historia, ni más ni menos importante que
los demás. En realidad, ese fue el final de un orden basado en la convicción de
que el rey gobierna porque es el portador del Sacramento divino y sus
inferiores mandan con su autorización. A partir de allí correspondía buscar
otras fuentes de autoridad, aunque fuesen las de una conspiración dirigida por
un solo hombre, Piotr Wierjovianski, como sucede en Los poseídos. La novela Los
hermanos Karamazov, que según la intención del autor debió haber sido la
coronación de su obra, tiene como tema básico la rebelión de los hijos en
oposición a¡ padre. Esto hace aflorar una pregunta: si el hecho de que el padre
es amoral anula automáticamente su autoridad. Iván Karamazov contra el padre, y
a la vez contra Dios-Padre. Los hermanos
Karamazov es, esencialmente, un tratado sobre la abolición —a través de la
intelligentzia rusa— de la autoridad
Dios-Padre, Zar-Padre y padre de familia.
Cuando
los intelectuales occidentales escriben acerca de Dostoievski, siempre se
asombran de que en hombre que penetra tan profundamente en la psicología de sus
personajes pudiera tener ideas tan reaccionarias. Tratan de apartar esas
opiniones de sus puntos de vista, a lo cual ayuda la «polifonía» de sus novelas.
No se dan cuenta de la diferencia que los separa del escritor ruso. Ni uno
solo, en sus novelas o ensayos, toma como centro de sus intereses la aflicción
ante los intereses del Estado. Por el contrario, están sentimentalmente del
lado de esos personajes que, ante un poder establecido, quieren rebelarse. En
cambio, para Dostoievski, Rusia como Estado no suponía solamente un territorio
habitado por rusos. De Rusia depende el porvenir del mundo: de si quedará
contagiada por el ateísmo y el socialismo provenientes de Occidente —tal como
ya ha sido contagiada su intelligentzia—
o será salvada por el zarismo y el piadoso pueblo ruso, que cumplirán su
vocación de rescatar a toda la humanidad. Aliosha Karamazov, en los volúmenes
subsiguientes de la inconclusa novela, iba a representar a un nuevo tipo de
activista trabajando en armonía con la fe popular.
Dostoievski
se equivocó en su «eslavofilia» idealizada del pueblo ruso. En realidad no
halló ninguna otra esperanza y el dilema se presenta claro: si la «Santa Rusia»
no era
capaz de resistir, la intelligentzia
hará de ella lo mismo que los personajes de Los
poseídos hicieron a escala de una ciudad de provincias. En la larga
historia de las recensiones críticas sobre Dostoievski realizadas en diversos
países, el lugar preferente, en cuanto a la comprensión de sus intenciones,
debe corresponder a un grupo de filósofos rusos cuya actividad tuvo influencia
a principios de siglo, especialmente sus pronunciamientos publicados en un
volumen de ensayos, en Viekhi (1908)
e Iz glubiny (De Profundís, 1918). Según ellos, las profecías negativas de
Dostoievski comenzaron a cumplirse. Puede decirse que esto no debe extrañar, ya
que ellos se oponían a la Revolución. Pero la opinión acerca del cumplimiento
de las profecías de Dostoievski también estaba extendida entre los revolucionarios,
tanto en 1905 como en 1917. Uno de los admiradores de Los poseídos fue el primer comisario de Instrucción Pública después
de la Revolución de Octubre, Lunacharski.
«Resulta
difícil no ver en Dostoievski al profetizador de la Revolución Rusa —escribió
en 1918 Nicolai Berdiaev—. La Revolución Rusa está imbuida de esos principios,
que Dostoievski presentía y cuyo análisis fue desarrollado en sus obras con
genialidad. Dostoievski tuvo la capacidad de penetrar en lo más profundo de la
dialéctica revolucionaria rusa y extraer conclusiones límites. No quedó en la
superficie de las estructuras e ideas sociopolíticas: llegó al fondo y extrajo
esa verdad, revelando que la Revolución Rusa es un fenómeno metafísico y
religioso, más que un hecho social o político. Así es como consiguió, a través
de la religión, acercarse a la naturaleza del socialismo ruso.»
Los
rusos entendieron las preocupaciones políticas de Dostoievski, ya que, corno
él, pensaban en términos «estatales»: es decir, balanceaban el advenimiento de
tal o cual idea al tratar sobre la permanencia del Estado, ya fuese
contrarrevolucionario o revolucionario. Sus colegas occidentales se ocupaban
del individuo, no de Francia, Inglaterra o América. Lo cierto es que durante el
siglo XX se extendió entre ellos el convencimiento de que el hombre que se
respeta trata al sistema capitalista establecido como algo pasajero, y en
silencio espera su fin. El sorprendente parecido entre las posturas de la intelligentzia rusa, descrito por Dostoievski,
y la posición de los intelectuales occidentales cien años después, nos lleva a
la conclusión de que su preocupación por el futuro de Rusia le permitió
describir una visión de enormes dimensiones, tanto en el tiempo como en el
espacio.
El
término «intelectuales occidentales» es, sin duda, demasiado general, con
riesgo de malentendidos. Sin embargo, si tuviéramos que elegir una figura que
resalte los rasgos comunes relacionados con ese término, bailaríamos una base
más firme para poder utilizarlo. Existe un personaje así: se trata de Jean-Paul
Sartre, apodado algunas veces el Voltaire del siglo XX. Aquello que impacta en
él, es —como en sus antecesores rusos— la inusual intensidad de sus
controversias ideológicas. La revolución intelectual europea, que comenzó en el
siglo XVI, se introdujo en Rusia con un considerable retraso, y la
intelectualidad rusa tuvo que apropiarse de esas ideas en unas pocas décadas,
algo que para los occidentales ilustrados fue paulatino, abarcando varios
siglos. De allí la extraordinaria fuerza y violencia de esas ideas, las cuales,
por añadidura, no encontraron un aparato social bien desarrollado en sus
diversas funciones Por razones que merecen un análisis particular, surgió
durante el siglo XX en los países occidentales un vacum peculiar en el que quedó encerrada la intelectualidad, que
empezó a descubrir sus propios conceptos ante una especie de supervisión de
vulgares comedores de pan. Tal como sucede en Dostoievski, donde Raskolnikov o
Iván Karamazov están solos con su solitario razonamiento. No sólo la intensidad
acerca a Jean-Paul Sartre a estos personajes: también los une la abstracción de su pensamiento.
¿No
resulta extraño que en la Francia librepensadora (en un país que había visto
mucho y estaba inclinado a desbaratar ideas, con un simple encogimiento de
hombros, desde hacía mucho tiempo) la idea de «la muerte de Dios» se convierta
de pronto en un asunto tan crucial como lo fue alguna vez para los jóvenes
rusos discutiendo ante una copa de vodka? Sin duda, para el existencialismo
francés se pasa a un compromiso activo para transformar el mundo —y he aquí
otra analogía con los rusos—, ya que el hombre, una vez que Dios está
destronado, se convierte él mismo en Dios y asume su propia responsabilidad,
que se manifestará a través de sus acciones.
Un
capítulo sobre «Sartre como personaje de Dostoievski», abriría indudablemente
perspectivas interesantes. También aquí correspondería introducir razones de
parentesco entre algunos aspectos de la filosofía de Sartre y la del propio
Dostoievski. Ante todo tengo in mente
aquello tan célebre de Sartre: «El infierno son los otros»: es decir, el
problema entre el sujeto y los demás, que a su vez también son sujetos; cada
ser humano, individualmente, procura alcanzar el poder sobre los demás para
convertirlos en objetos, puesto que mirándolos ve en sus ojos el mismo deseo,
el de convertirlo a él en objeto: los demás se convierten en su infierno. Esta
es exactamente la problemática del orgullo y la humillación en Dostoievski.
Cuando Sartre escribió L’être et le néant (en 1943) no pudo
conocer el libro sobre la poética de Dostoievski de Bakhtin, donde ese aspecto
se expone precisamente de este modo. En cambio, el «psicoanálisis existencial»
en el libro de Sartre coincide con las conclusiones de Bakhtin, a pesar de que
Sartre no parece consciente de sus coincidencias con el novelista.
Las
características específicas de la vida rusa en el siglo XIX pueden dificultar
la visión de los problemas de aquella época desde una óptica actual y como si
aún siguieran siendo válidos. Sartre, en su búsqueda de la libertad, sigue los
pasos de El hombre del subsuelo, un
personaje que inicia en Dostoievski una serie de grandes monólogos filosóficos.
Por añadidura, la filosofía hegeliana (introducida en Francia en 1930 por el
ruso Alexandr Kojève o Kazevnikov) tiene una influencia decisiva sobre Sartre.
Igualmente, puede ya rastrearse en el fondo de los discursos de Raskolnikov
sobre los grandes hombres a los que la historia absuelve si cometieron crímenes
a su servicio. Raskolnikov, revolucionario latente, situado en la topografía de
San Petersburgo, presta durante sus paseos una particular atención a la plaza
donde tuvo lugar una rebelión frustrada. Por cierto, hubiese hecho mejor
entregándose a la acción revolucionaria, en lugar de matar a una vieja usurera.
Pero hacia 1860, fecha en la cual transcurre la acción de la novela, resulta
demasiado pronto para eso. Hubo que esperar hasta 1870, con la aparición de la
figura de Niechaiev Piotr Wierjovianski, de Los
poseídos. Igualmente, Iván Karamazov sostiene su fundamental enjuiciamiento
acerca de la inmoralidad de Dios en su nombre de los prometidos compromisos del
ser humano, lo cual es la médula del pensamiento y razón de la acción
sartreana.
¿Qué
hay que hacer? Este título de la novela de Chernishevski
es característico de la intelligentzia
rusa del siglo XIX y también podría ser la máxima de la inagotable actividad de
Sartre. Estuvo, eternamente en la búsqueda de una causa a la cual entregar sus fuerzas. Todas esas causas estaban ligadas a la esperanza de
un derrocamiento del orden existente y su reemplazo por un orden distinto, a
pesar de que en relación a esto último Sartre cambiaba de ideas constantemente.
La localización de sus esperanzas, cada vez en un país diferente, y sus
sucesivos desencantos, tenían en sí algo cómico y patético; la Unión Soviética,
Yugoslavia, Cuba, China... para terminar repartiendo volantes en la calle con
jóvenes izquierdistas. En esa su permanente necesidad de nuevas respuestas a la
pregunta ¿Qué hacer? Sartre, por lo menos, no estaba solo. Por el contrario,
puede servir de ejemplo esa misma inquietud en miles de intelectuales y semiintelectuales.
Resulta
difícil no observar en esa «pesca» de causas,
engendrada por la actualidad, un fenómeno de vacío interior, que debe ser
reemplazado por la sensación de una búsqueda desinteresada de tal o cual noble
objetivo. Del mismo modo son arrancados los personajes de Dostoievski del
marasmo de la vida cotidiana, la cual, con su entorno poco espabilado, les
asegura una tranquilidad de pequeñas aspiraciones y pequeños éxitos. La
religión y el almanaque litúrgico no importan para nada a esos seres: la moral
tradicional ha sido abandonada, el enriquecimiento como finalidad es para ellos
algo horrible e inconsecuente; se puede conseguir dinero mediante el crimen, la
usura o jugando a la ruleta, jamás a través del trabajo. La Rusia sencilla y
común estaba sujeta a ciertos ritmos dictados por la costumbre; los
intelectuales; en cambio, están encerrados en el círculo mágico de sus
pensamientos y de sus ensueños acerca del papel excepcional como salvadores en
potencia de la humanidad. Su enfermedad es la falta de razones para vivir, y
Dostoievski trata de definir este taedium
vitae a través, sobre todo, de la creación de personajes fuertes llamados
al compromiso, pero incapaces de comprometerse por un exceso de introspección,
como Svidrigailov o Stavrogin.
Es
probable que para esta enfermedad —que ha adquirido en nuestro siglo un
carácter masivo, debido a un mayor acceso a la cultura—, no pueda
proporcionarse aún un diagnóstico preciso. Creo que habría que buscar sus
causas en el debilitamiento de la percepción existencial o quizá en el concepto
de la existencia como absurdo. Las pesadillas que visitan a Stavrogin y
Svidrigailov podrían ser introducidas en La nausée,
como Sartre tituló su novela, escrita antes de sus numerosos compromisos
revolucionarios. En L’Être-en-soi, habla de un mundo
inhumano, y esa inhumanidad no despierta en Sartre ni piedad ni extrañeza, como
antaño, por ejemplo, sucedía con Goethe; por el contrario, lo presiona con su
falta de sentido y lo obliga a refugiarse en la esfera de las acciones humanas.
Por tanto, se trata de una cuestión metafísica. Más de un cristiano
contemporáneo quedaría sorprendido si se le dijese que el «Voltaire del siglo
XX» no fue representativo sólo para los intelectuales alejados de la religión,
sino que anuncia las transformaciones acaecidas dentro de la Iglesia. Si la
Iglesia se interesa, desde un tiempo a esta parte, en abrazar nobles causas
sociales para ponerse a su servicio, tal vez sea debido a que tanto la
jerarquía eclesiástica como los fieles han percibido que el lado metafísico del
cristianismo se va evaporando, dejando tras de sí, únicamente, un conjunto de
reglas acerca de la convivencia entre las gentes.
Para
Dostoievski, los intelectuales viven en un submundo o se rebelan abiertamente
contra la sociedad. Raskolnikov no se considera culpable de la muerte de la
prestamista y de su hermana. La culpable es su propia debilidad, debido a la
cual quedó condenado por la sociedad. Después de una primera etapa sentimental
en sus escritos, en la cual los héroes eran «pobres gentes», Dostoievski
introduce una distinción entre los conciertos y los demás, situados en un
escalón inferior a la conciencia. Solamente los primeros le fascinaron, hasta
el punto de transferirles sus sentimientos, identificándose casi con Iván
Karamazov y con su relato «El gran inquisidor». Debe notarse que tal división,
entre los iniciados y los demás, es bastante típica entre todos aquellos que en
nuestra época siguen el ejemplo de la intelligentzia
rusa. Quizá fue un descuido, por parte de Simone de Beauvoir, la compañera de
Sartre, titular su novela acerca de ese medio, Los Mandarines. No será una exageración si decimos que el
sentimiento de pertenencia a la élite de los elegidos excita el espíritu, ya
que los elegidos son los que penetran los secretos del proceso histórico y
conocen el futuro. Pintonees no están ya unidos por la religión, sino por el
saber, por una gnosis particular que les permitirá pronunciar juicios deducidos
de premisas presumiblemente impenetrables, sin preocuparse por lo tangible pero
suficientemente terrenales para un filósofo realista.
¿Qué
significa esa particular mutación de los héroes de Dostoievski, cuyos rasgos
podemos percibir en sociedades y épocas diferentes? Si la intelligentzia rusa se convirtió en precursora de la intelligentzia europea y americana, ¿a
qué regla habrá que atribuirlo? ¿Por qué la importación —pues todo el alimento
de la Rusia culta, incluyendo los modelos literarios de Dostoievski, se
importaba de Alemania, Francia e Inglaterra—, dio como resultado un espejo
semejante? Nos hemos acostumbrado a creer que si las sociedades se parecen
entre sí por sus estructuras económicas y políticas, también deben tener medios
similares de comunicación en filosofía, literatura y teatro. Este
convencimiento parece pertenecer a esa parte de la herencia marxista que se
convirtió en una propiedad común. Pero, ¿cabe imaginar una semejanza entre la
Rusia zarista —con la división de su pueblo en castas inscritas en registros
oficiales, su máxima centralización del poder y su inmenso campesinado
analfabeto— y los países desarrollados de Occidente en la segunda mitad del
siglo XX? Como ya lo mencioné anteriormente, ¿acaso no hubo en Occidente un
equivalente a la intelligentzia tusa,
esto es, capas específicas separadas de los vulgares comedores de pan,
sufriendo por esa causa y adjudicándose un singular papel prometeico? ¿Acaso
debemos aceptar sencillamente la tesis de que las ideas tienen una vida
autónoma y son más importantes que las diferencias económicas y los sistemas
políticos? Si así fuese, el desmoronamiento de los fundamentos metafísicos del
poder y su ética individual —lo que Nietzsche llamó «la muerte de Dios»— fue
oscurecida en Occidente por la praxis del crecimiento económico, que ocultó
estos problemas. Pero de pronto aparecieron en la superficie, coincidiendo con
la crisis del sistema parlamentario.
La
actividad de grupos terroristas en los años sesenta y setenta, tales como los Weathermen
o el Ejército de Liberación Simbiótico en Estados Unidos, las Brigadas Rojas en
Italia, etc., señala —como en Los
poseídos— que lo que se cuestiona es la legitimidad del Estado. En Rusia,
el grupo Nievchaiev —cuyo proceso proporcionó a Dostoievski el material para su
novela— negaba la legitimidad del poder monárquico y de todo el sistema apoyado
en su sacralidad. Aquí, en Occidente, llegó el turno de la autoridad fundada en
las elecciones. Por supuesto, los revolucionarios saben cuál es la «verdadera»
voluntad del pueblo, que se diferencia de esa voluntad aparente e inconsciente,
y por eso actúan en nombre de la «verdadera» voluntad.
Resulta
fascinante la coincidencia de motivaciones de esos grupos con las que
encontramos en Los poseídos, pero
también hay diferencias considerables, ante todo desde el punto de vista de la
participación de la «mass-media» actual. Sin embargo, esto no fue explorado por
ningún novelista, lo cual podría demostrar que la obra dejó de reaccionar ante
los sucesos de la vida pública, sumergiéndose en un extremo subjetivismo.
Dostoievski escribió Los poseídos en
caliente, cuando todavía se desarrollaba el juicio al grupo Niechayev. Existe
también otra explicación a esa falta de interés de la literatura por estos
acontecimientos, que después de todo tenían gran importancia. Dostoievski
pensaba en el futuro de Rusia y en los peligros que le acechaban. Pensaba como
un defensor del régimen, para lo cual fue un excelente procurador. La aparición
de la novela conmocionó a la intelligentzia
progresista, que la consideró como un libelo contra el movimiento
revolucionario. Las simpatías de la opinión pública ilustrada se inclinaban
hacia los jóvenes rebeldes de diversas tendencias, rodeados por un halo de
heroísmo y martirio, y cuyos juicios se convertían en enjuiciamientos al poder.
El novelista que hoy día eligiera como temática un análisis malicioso u hostil al
pensamiento y el comportamiento de un grupo terrorista se vería expuesto al
reproche de ser un partidario del orden existente, lo cual se convierte en un
pecado imperdonable entre las personas de cierta línea de pensamiento. Hay que
recordar que justificaciones de las actividades terroristas han obtenido las
firmas de Jean-Paul Sartre, Herbert Marcase y otros. También ha sucedido con
actividades de terror a nivel estatal, como por ejemplo el genocidio perpetrado
en Camboya por estudiantes formados en la Sorbona. Puesto que muchos
intelectuales simpatizan, abierta o tácitamente, con el terror, sería difícil
esperar de ellos un retrato multifacético pero negativo de los terroristas,
como lo hizo Dostoievski en Los poseídos.
Finalmente, también Dostoievski tuvo que romper en su tiempo con los cánones a
los que respondía el compromiso de la intelligentzia.
En vano buscaríamos conceptos similares en la pluma de escritores del tipo de
Chernishevski. Por tanto, es más apropiado apartarse de las opiniones
convencionalmente aceptadas, como la del genio que se introdujo en Dostoievski
a pesar de sus puntos de vista reaccionarios. Más bien podría ser verdadera la
opinión contraria: fue un gran escritor, ya que poseía el don de la
clarividencia, y ese don lo obligaba a ser reaccionario.
Nicolai
Berdiaev, a quien ya he citado, percibió en Dostoievski la capacidad de
comprender procesos que alcanzaban una mayor profundidad que la política o los
procesos sociales. «Dostoievski reveló una gran maestría al develar
consecuencias ontológicas a través de
ideas falsas», dijo. «Dostoievski previó que la revolución en Rusia sería
lúgubre, cruel y oscura, y que no traería consigo un renacimiento de la
humanidad. Dostoievski sabía que el papel principal sería interpretado por el
criminal Fiedke, pero que la victoria iba a corresponder a Shigalov». Por
cierto que hoy día no podemos dejar de preguntarnos si el diagnóstico de
Dostoievski, nacido de su temor por el destino de Rusia, no encierra también
una profecía que concierne a Occidente. Se puede aceptar fácilmente la premisa
—a la cual por otra parte tiende el evolucionismo, tal como se expone en
colegios y universidades— de que existen leyes que rigen el desarrollo
histórico. La similitud de las posturas entre la intelligentzia rusa del siglo XIX y las intelligentzias occidentales actuales, correspondería, de hecho, a
esas leyes, produciendo en Rusia la caída del Zar y aproximándose aquí a la
caída de los regímenes basados en elecciones libres. En las declaraciones de
los personajes de Dostoievski no había lugar para la democracia: Raskolnikov
creía en un gobierno dictatorial encabezado por individuos excepcionales;
Shigelev, el teórico del grupo revolucionario en Los poseídos, sostenía lógicamente su defensa de la esclavitud
universal; en cambio, el poderoso pensamiento filosófico de Iván Karamazov
elige al Gran Inquisidor como guardián de hombres que no se merecen nada mejor,
ya que no son más que niños indóciles, que abandonados a su suerte no sabrían
gobernarse. La esencia de la «voluntad general» de Rousseau no cabe en los
horizontes estrechos de esos soñadores. En el rechazo de la democracia, que se
identifica con la mediocridad burguesa, se está de acuerdo con el mismo
Dostoievski, que asocia en Los poseídos el suicidio de Stavrogin con el cantón
suizo de Uri, y que en Crimen y Castigo
enlaza el suicidio de Svidrigailov con América.
El
siglo XIX vive en Occidente el triunfo de una nueva idea, el pueblo como fuente
de poder. Después de la decapitación de Luis XVI, desaparece el origen del
poder como mandato divino. La antimonarquía se convierte en parte de la
retórica libertaria. En Estados Unidos, que surgió de la rebelión contra la
autoridad del rey de Inglaterra, Walt Whitman, un contemporáneo de Dostoievski,
escribe una poesía que nunca había existido: la poesía de un ciudadano, igual
entre iguales. Resulta sorprendente la rapidez con que una corriente crece con
fuerza y luego desaparece, dejando lugar en el siglo siguiente a sangrientas
burlas sobre las elecciones libres, las legislaturas y el aparato judicial independiente.
Tomando a Jean-Paul Sartre como modelo, podemos trazar la transición hacia una
nueva forma de retórica, la retórica revolucionaria. Una retórica que se
caracteriza por obviar totalmente la cuestión de las fuentes de poder, lo cual
lleva en la práctica a la dictadura ejercida por unos contados «sabios»
actuando supuestamente en nombre del pueblo, mientras el hombre de a pie queda
sin la protección que le proporcionaba una judicatura independiente.
De
esta manera, la democracia es abandonada por sus intelectuales más
representativos, como otrora fue abandonado el zarismo por la intelligentzia rusa. Tomando de aquí
conclusiones para el futuro, sería fácil sucumbir ante analogías aparentes. La intelligentzia rusa estaba aislada en
medio de una masa de campesinos iletrados, que la llevaba a la desesperación
como una fuerza de inercia encarnada. Cierto hecho, ocurrido en su medio cuando
Dostoievski era joven, adquiere aquí un significado más que anecdótico.
Pietrashevski, fundador de un círculo político que contaba a Dostoievski entre
sus miembros (motivo por el cual éste acabó en Siberia), fundó poco antes de
ese acontecimiento un falansterio para sus campesinos según el modelo de
Fourier. Los campesinos quemaron prontamente los edificios del falansterio.
El
aislamiento de un intelectual del siglo XX tiene un carácter distinto. La
revista de Sartre, Les Temps Modernes,
halló un público que era capaz de leerla, pero no quiso hacerlo, prefiriendo
revistas ilustradas, cómics y televisión. La tendencia general al consumo, los
progresos de la medicina y la «sociedad permisiva» se convirtieron en factores
nuevos. Crearon una especie de conciencia social blanda, contra la cual se
dirigen las plumas de los intelectuales y las bombas de los terroristas.
Precisamente, esa conciencia parecería ser algo permanente, algo de lo cual no
existe retorno.
Independientemente
de todas las analogías, las diferencias entre la Rusia de Dostoievski y el
Occidente actual, son muy serias. Tanto más si se trata de sucesos de un pasado
histórico que transcurrió en un espacio definido. Sabemos que el pasado está
siempre presente detrás de la escena, atravesando la vida diaria. En Rusia, la
función de la palabra escrita y de la transmisión oral fue siempre diferente a
la de los países occidentales. La complejidad de los organismos sociales capaz
de absorber los diversos venenos, existía en el Occidente pero no en Rusia; en
Occidente siguen existiendo, pero con características cada vez menos
ideológicas.
El
renacimiento, en el siglo XX, de los «problemas malditos» por los cuales
bregaron los héroes de las novelas de una Rusia atrasada, parece burlarse de
todo lo que sabemos sobre las «leyes históricas». Probablemente, buscando
señales del futuro en una aparición inesperada, se multiplicarían paradojas por
paradojas. Sin embargo, no podría hallarse en ninguna parte más fiable
descripción de las tensiones y conflictos fundamentales del siglo XX que en «La
leyenda del Gran Inquisidor», de Dostoievski. Los admiradores rusos del
escritor consideraban que ese texto tiene la fuerza del Evangelio y de la
Revelación de San Juan, y predecían que jamás perdería actualidad, ya que
llegaba al fondo de la condición humana. No obstante, sus apocalípticos rasgos
pudieron chocar únicamente cuando el texto fue escrito, en una época no
apocalíptica, que, por el contrario, estaba llena de fe en el Progreso. Aquello
que pudo parecer a sus primeros lectores una fantasía terrorífica y poco clara,
es para nosotros una expresión de hechos tangibles. El Gran Inquisidor aparece
en el relato como alguien que no desconoce que el hombre no sabe ser libre, que
es un adorador de dioses y que cuando carece de dioses se inclina ante ídolos,
y capaz de cometer las mayores atrocidades en su nombre. El hombre ansia la
autoridad y reme la libre elección. «Él es débil y abyecto -—dice el Inquisidor
. ¿Qué importa que ande por todas partes rebelándose contra nuestra autoridad y
esté tan orgulloso de su rebelión? Es el orgullo de unos niños que se rebelaron
en el colegio y echaron a su maestra. Pero le llegará a los niños el momento de
la embriaguez y esto les costará caro. Derribarán los templos y cubrirán la
tierra con sangre. Pero, finalmente comprenderán, criaturas estúpidas, que
aunque sean rebeldes, son rebeldes sin fuerza y no serán capaces de sostenerse
en su rebelión.»
Este
enunciado está tan lleno de contenidos que resulta casi imposible desenredarlos
a todos. El Dostoievski que fue partidario del poder autocrático del zar y
enemigo de los revolucionarios, pasa imperceptiblemente a ser un Dostoievski
que le reprocha a Cristo no haber traído el Reino de Dios a la tierra. Tal vez
la conclusión más importante de la leyenda sea que los seres humanos son
demasiado míseros para poder alzarse contra las leyes de la naturaleza, ya que
la naturaleza está bajo el control del «Gran espíritu de la no existencia», es
decir; del diablo; y que los que quieren dominar a los hombres deberán tomar la
misma decisión que el Gran Inquisidor: colaborar con él.
CZESLAW MlLOSZ
University of
California
Dep. of Slavic Languages
Berkeley, Cali.
94720 (USA)
(Traducción del polaco: ROMA MAHIEU)
Cuadernos Hispanoamericanos,
406, Abril 1984, pp. 5-16
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