Cristóbal
Serra, un vagabundo de la quimera
Fue Octavio Paz[1] el
primero en sugerir al lector la figura del ermitaño como la clave a través de
la cual se puede descubrir el pensamiento y la obra de Cristóbal Serra. Y, como
ocurre siempre, la mirada perspicaz del poeta mexicano acierta, ya que la
literatura y la andanza vital de nuestro escritor están impregnadas del
misterio de la soledad contemplativa y a la vez interrogante, propia de todo lo
eremítico. Este atisbo del Paz crítico nos lleva a recordar que el ermitaño no
es sólo una metáfora sino que además es un signo arquetípico del inconsciente
colectivo; de ahí que lo encontremos fijado en ese laberinto maravilloso que es
el Tarot, concretamente, bajo la carta novena[2].
Afirma Jung que dicho arcano representa:
...el
sentido oculto preexistente en el caos de la vida[3].
Es por eso que el ermitaño se guía a través de
la oscuridad con una linterna, como en el pasado hiciera Diógenes. Su caminar
es lento pero firme, ya que se apoya siempre en un bastón, cayado que hermana
la tierra y el cielo. La luz de la linterna para este ermitaño mallorquín no es
otra que la de la imaginación, instrumento liberador o prometeico que le
permite descubrir y atesorar un saber que el hombre utilitarista y amante de la
acción que impera en nuestro siglo desconoce o, lo que es peor, desprecia. El
ermitaño como símbolo encierra, además, otras imágenes que revelan el devenir
de la escritura de Cristóbal Serra. Lo hallamos emparentado con el sabio, que,
en este caso y sin duda alguna, se nos presenta a través de los ojos risueños e
infantiles del filósofo taoísta[4],
al mismo tiempo que nos encontramos ante Merlín, el Mago, aquel que posee el
secreto de la palabra y el poder sobre las leyes de la naturaleza. Por esta
razón, no nos extrañe que a nuestro autor sólo le interesen las rutas mágicas
del conocimiento y, por último, estaría relacionado con otra de las máscaras
fundamentales de este anciano peregrino del Tarot
que sería la de Cronos, el señor del Tiempo. Esta última realidad, el Tiempo,
es el eje que cruza toda su obra en la que se puede vislumbrar el paso de las
edades como el tejido fantástico pero a la vez perfecto de una telaraña:
arquitectura invisible que al concluirse revelará el significado de las huellas
y de los signos que todos los seres dejan tras de sí. Se comprende, de esta
forma, la relevancia que otorga el autor a la voz del profeta, ya que es tan
sólo el hombre visionario quien puede aportarnos luz sobre las tinieblas del
tiempo.
Sin embargo, el destino del ermitaño es
contradictorio pues la profundidad de su palabra y su actitud vital es
considerada por la mayoría de los mortales como excéntrica, al ser contemplado
como un viajero perdido y estigmatizado por el signo de la locura, dada su
negación del comportamiento gregario. De ahí que no nos sorprenda que su arcano
complementario, el otro rostro del ermitaño, sea el del loco. Arquetipo no
menos importante y esclarecedor de la narrativa de Cristóbal Serra para quien
la locura es un bálsamo frente a la razón letal. Este enamorado y estudioso de
William Blake, creemos que hace realidad sus palabras:
Si el
loco persistiese en su locura, iría al encuentro de la sabiduría[5].
Para Serra la sonrisa, el desafío de lo
irracional y la sabiduría del loco son las únicas armas válidas para escapar
del orden establecido y del adocenamiento de unas estructuras sociales que han
camuflado durante siglos sus injusticias y su vacío bajo los supuestos
argumentos morales de la sensatez, el sentido común y lo pragmático. El precio
de nuestra cordura lo pagaríamos con la expulsión definitiva de los paraísos de
la emoción, de la libertad y del juego, paraísos que viven armónicamente en la
infancia[6] y
de los cuales se nos separa, con una brutal rapidez. Cristóbal Serra sigue los
consejos de Erasmo[7], Swift, Cervantes,
Quevedo, Carroll y otros muchos hechiceros de la imaginación, y se hace loco,
niño o caballero andante que, en realidad, viene a ser lo mismo, para ser libre
y poder viajar de forma invisible a través de los hombres y sobre todas
aquellas regiones de la fantasía y de la luz que se nos ocultan con
deliberación porque esconden la verdad del sueño humano.
Los
vagabundos de la quimera
La vida es un viaje
Marcel Proust
La narrativa de Cristóbal Serra pertenece, por
tanto, a esa vieja estirpe de soñadores y viajeros de lo quimérico. A lo largo
de la literatura universal, si fijamos nuestra atención, se hace visible un
hilo de Ariadna que ha sido desenredado con delicada sagacidad y enigmática
sonrisa por una serie notable de conciencias que frente a los monstruos creados
por la razón optaron por una búsqueda de la libertad —aunque la mayoría de las
veces el encuentro se produzca, en realidad, con la incertidumbre— en nuevos
continentes y tierras que nacen de la imaginación. Será, precisamente, a esta
saga de descubridores de lo insólito y lo maravilloso a la que pertenece
nuestro autor.
La literatura de viajes en la que, como hemos
dicho, se inscribe la obra del escritor mallorquín que aquí analizamos —aunque
en realidad abarcaría la totalidad de la misma— no es tan sólo el nombre de un
género sino que engloba y ayuda a definir una estética y una ética muy precisas
del quehacer literario. El escritor de viajes reales o fantásticos revela una
psicología o sensibilidad que, a veces, por propia elección o accidentalmente,
tiende a plasmar y a fijar una de las imágenes más ancestrales que el ser
humano posee de sí mismo: la de la vida como viaje. Lo que supone abordar la
existencia y la literatura desde tres posibles dimensiones esenciales que están
estrechamente relacionadas entre sí, y que hemos clasificado como:
a)El
viaje como búsqueda del origen.
b)El
viaje como aventura.
c)El
viaje como huida y exorcismo de la realidad. (Ésta puede ser también del tipo
interior.)
Tres aspectos o simbologías del viaje que
hallamos con más o menos fuerza a lo largo de toda su obra y que pasamos a
tratar.
A) El viaje como búsqueda del origen
Uno de los planos de significación más
inquietantes del «viaje» es el teleológico. El visualizar el transcurrir de la
existencia como un viaje o el Viaje supone siempre un intento de revelar o
conocer nuestro fin. Un fin o destino que de esta forma queda convertido en
alfa y omega. Por esta razón, son muchas las cosmogonías y tradiciones sagradas
que hablan y resumen el misterio del ser como viaje hacia Dios[8].
Metáfora que en el transcurso del tiempo se difunde y perfecciona en todas las
literaturas religiosas y místicas, incluidas las cristianas. Recordemos al
respecto la noción agustiniana del homo
viator[9] o The Pilgrim's Progress de John Bunyan.
Para Jung[10]
esta dimensión del símbolo del viaje está vinculada siempre a la figura de la
madre como arquetipo del origen, y puede ser interpretado tanto como un intento
de ruptura del cordón umbilical o como la necesidad de restaurarlo de nuevo.
Así la génesis se intuye tomo un estado de perfección y retomo deseado. La
impronta de la experiencia intrauterina se transforma en una imagen visionaria
del viaje cósmico en el que parece estar cautiva la vida, metáfora que fue
expresada con una belleza terrible por Stanley Kubrick en su enigmática
película 2001: odisea en el espacio.
Una simbología bastante similar ofrece el relato de Jonás —profeta que le
fascina— para psicoanalistas y ocultistas[11].
Idea ésta del viaje prenatal hacia la luz que sirve a su vez de soporte a todas
aquellas metafísicas que describen la muerte como un renacer. Estas
connotaciones del viaje como símbolo del origen merecen ponerse de relieve,
pues el propio autor parece entrever que una gran parte de su obra y
determinadas experiencias biográficas han estado condicionadas por su relación
con la madre[12]. Figura de la que sufre
su ausencia en algunos momentos de su niñez. Lo que supondrá una vivencia
fragmentada del calor y del afecto que encama la mujer como madre. Ello
determina su necesidad de completar en su personalidad los aspectos intuitivos,
vitales y femeninos de la conciencia. Será la literatura, como sucede en otros
escritores —Baudelaire, Rilke, Hesse o Yourcenar[13]—,
la encargada de cumplir esta función. Los libros y la literatura fantástica son
para él un cauce por el que alcanza la sensibilidad, la serenidad, que tan
difícil le resultará hallar en una sociedad de posguerra marcada por acentos
militaristas, y también la propia voz de la imaginación que una madre encarna
cuando relata a sus hijos los primeros cuentos. Aparece, de este modo, la
literatura como un viaje prometedor a través del cual encontrará respuestas
sucesivas a los distintos y cada vez más difíciles silencios que ensombrecerán
a un país víctima del fanatismo y del autoritarismo. Si a ello sumamos las
crisis comunes que se viven en la infancia y en la adolescencia, comprenderemos
esa búsqueda, por su parte, de todas las fuerzas que encarnarían el principio
ying, según la filosofía taoísta.
A partir de lo dicho, deducimos por qué
Cristóbal Serra es un escritor telúrico o geocéntrico. La presencia de la
tierra como origen, como madre, será una constante en sus Viajes a Cotiledonia, ese continente de ensoñaciones, reflejo de la
fuerza vital del Mediterráneo. El albaricoque terrestre, nombre con el que
bautiza a nuestro planeta y que resume en sí mismo la idea que estamos
expresando, será siempre descrito mediante la luz, el mar, el fuego o el
viento. Sobre este último elemento, leemos en el primer Viaje a Cotiledonia:
La aurora es amarilla allí, aunque no siempre.
Algunos días, gris y caliginosa. A veces trae consigo vientos fuertes, vientos
que lo violentan todo, y que, con sus estragos, descubren cóleras celestes. Son
jueces severos los vientos allí: juzgan a los Cotiledones y les imponen penas
implacables[14].
También es fácil comprobar cómo la geografía de
Cotiledonia es eminentemente lunar y mágica pues en su seno hombres y mujeres
viven bajo el signo de Cáncer. El autor visualiza Cotiledonia como un difícil
matriarcado, trasunto de la propia sociedad mallorquina, que esconde
misteriosas fuerzas, creadoras y benéficas pero, a un mismo tiempo,
destructivas y sangrientas. Así contemplamos, por una parte, cómo en los
esperpénticos duelos que entablan los furios entre chatos y gibosos, alumbra la
luna como un árbitro terrible[15],
pero, por otra, los oniritas son sus idólatras y reciben su maravillosa
influencia:
A los oniritas les gusta que la luna les bañe
la cara, el pecho y las plantas de sus pies. Dicen que eso último (bañarse de
luna las plantas de los pies) les enfervoriza y quita fríos al espíritu. Hay
onirita que cree que con ese modo alcanza el don de la poesía[16].
El viaje es, asimismo, para Serra, búsqueda de
los orígenes, de las señas de identidad últimas que él detecta en los
principios elementales y a la vez herméticos de la naturaleza, de su naturaleza
insular que queda elevada en los Viajes a
Cotiledonia y Diario de signos a
la categoría de aforismo viviente.
B) El viaje como aventura
El segundo plano de significación del viaje en
su obra entronca, de forma directa, con lo que se considera uno de los
principales orígenes de la literatura: la fértil aventura. Una exploración de
todo aquello que maravilla a los seres humanos. Un artículo de prensa nos
recordaba que, para un escritor y viajero como Manuel Vicent, la novela, la
literatura es fundamentalmente descubrimiento:
La novela es un descubrimiento, un viaje que
iniciaron los griegos. Al volver a sus islas los marineros cretenses y aqueos,
tan mentirosos como los cazadores, contaron toda clase de prodigios —sirenas,
argonautas, vellocinos de oro, dioses de ojos de lechuza— y así nació Homero[17].
Si buscamos un marco literario para los Viajes a Cotiledonia, tendremos que
remitirnos, precisamente, a esa estela luminosa, dibujada por Homero y que
siguieron Luciano de Samosata, Virgilio, los soñadores de las sagas nórdicas,
los extraños viajeros de las Mil y una
noches, los contrariados héroes de las novelas bizantinas y los nobles
caballeros de la Tabla Redonda, de los que acabará siendo su mejor y más digno
representante: el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Un viajero que
finge ser loco para materializar sus sueños. Precisamente, de esta misma
intencionalidad se nutre la prosa y vida de Serra. Acerca de dicha visión sobre
las hazañas de Don Quijote son reveladoras las tesis, bastante afines, que
sostienen, por una parte, Gonzalo Torrente Ballester[18]
y, por otra, Giovanni Papini acerca de la obra y vida de Miguel de Cervantes.
Del zahorí italiano leemos en sus Descubrimientos
espirituales lo siguiente:
Había sido y era esclavo de todo y de todos:
por medio de Don Quijote, el generoso loco que recorre libremente los caminos
de España, burlándose de las trabas del odioso sentido común y de los vínculos
do la sociedad bien pensante, Cervantes puede finalmente ser él mismo, afirmar
su independencia de juicio sobre las cosas del mundo, evadirse de las ataduras
temporales con la ironía, con el escarnio, con la paradoja[19].
A partir del siglo XVIII la lista de los viajes
imaginarios y personajes aventureros se hace cada vez más extensa. Inevitable y
forzoso es nombrar a Robinson Crusoe[20],
el náufrago racionalista, que intenta restaurar la civilización perdida, en una
isla supuestamente desierta. Será de esa misma civilización de la que huirán
románticos, simbolistas y modernistas a través de su obra y en ocasiones
también con su propia vida que pueden acabar convirtiéndola bien en un viaje
maldito o en uno liberador, estén éstos volcados hacia el interior de la
conciencia o encaminados a paraísos lejanos y exóticos.
Blake, Stevenson, Scott, Shelley, Coleridge, Melville
y Poe, casi todos los representantes tempranos o tardíos del romanticismo
anglosajón serán lo que con más fuerza inquieten e inspiren la sensibilidad de
Serra. Junto a ellos aprende a viajar como hiciera, en su día, el lector
decimonónico[21] desde el vértigo que
abren los anaqueles de una biblioteca y hacia el que nos empujan estos autores
fascinados por el abismo y por las sombras, como lo es Poe en su «Dream-Land»:
By a route obscure and lonely,
Haunted by ill angels
only,
Where an Eidolon, named
NIGHT,
On a black throne
reigns upright,
I have reached these
lands hut newly from an ultimate dim Thule
-From a wild weird clime
that lieth, sublime,
Como es del todo evidente para cualquier lector
contemporáneo, esta tradición literaria que funde la aventura con la
imaginación o con una realidad más o menos mágica[23]
persiste hasta nuestros días. Recordemos algunos de esos nombres, que también
han sido leídos y revisitados por el autor mallorquín, y que son los de: H. G.
Wells, J. Conrad, Mark Twain, Pío Baroja, Michaux, Bradbury y, en especial,
Borges. Porque el viaje como aventura cumple una función emblemática que es la
que hace posible descubrir y concretar todos esos mundos extraños o quiméricos,
pero también reales y que acaban sorprendiendo a los viajeros más intrépidos y
curiosos.
Quizá sea ésta una de las lecciones que nos dan
los pájaros peregrinos del poema sufí Mantic
Uttair[24] que, lanzados a
la búsqueda del Simurg (el rey perfecto o la sabiduría última) y cruzando todas
las regiones de la conciencia. sabrán al final de su esforzada aventura que el
anhelado Simurg habitaba en ellos.
Por tanto, es siempre la mirada del descubridor
de lo maravilloso la que hace posible soñar y reinventar la vida que, en el
caso que nos ocupa, adoptará las formas de la divertida raza de los
cotiledones, las huellas de la naturaleza embrujada del puerto de Andratx, la
patética odisea del profeta Jonás y la figura de ese viajero alucinado que es
Péndulo.
C) El viaje como huida y exorcismo de la
realidad
Llegados hasta aquí podemos constatar que el
relato de aventuras y viajes que describe prodigiosos países y vidas, sean
éstas imaginarias o reales pero de misteriosa fascinación, sacia una doble
curiosidad que existe en el ser humano por alcanzar lo desconocido y al mismo
tiempo recobrar aquel paraíso perdido del que, otrora, fue expulsado. Por eso,
tabulará, vislumbrará planetas o tierras en las que se puedan ver reflejadas
las utopías que animan nuestro inconsciente, tanto el colectivo como el
individual[25]. Lo que condiciona que
muchos de estos periplos posean una clara intencionalidad satírica, que
pretende, a través ele imágenes grotescas y de visiones disparatadas, señalar
las carencias de las sociedades y restaurar, al mismo tiempo, la armonía del
mundo, que se estima truncada por la ignorancia y las limitaciones humanas.
Hemos preferido, por esta razón, hacer un grupo
aparte con un número de autores, entre los que también se halla Serra, que se
caracteriza por ser viajeros pero también testigos con una inteligente y
sensible ironía de la que asoma, en algunas ocasiones, una sonrisa amarga e
incluso malévola, un tanto proclive al humor negro. Un humor que ha merecido su
atención y estudio, dando como fruto la magnífica Antología del humor negro
español[26].
Si intentamos delimitar los antecedentes del
viaje satírico, tenemos que apuntar hacia la literatura medieval y, en
concreto, a aquellas obras burlescas de inspiración macabra como son las Danzas de la muerte o a las primeras
obras renacentistas como la Nave de los
locos. Piezas festivas con una clara intención moral y con las que es
posible establecer una intertextualidad con otras posteriores como los Sueños
de Quevedo y El Criticón de Baltasar
Gracián. De este último libro es Serra uno de los grandes reivindicadores. Ve
en su conceptismo las cualidades formales e intelectuales que definen para él
el auténtico lenguaje literario que se transforma en juego y enigma que nos
alumbra, valga la antítesis, a partir de su oscuridad. Coincide así Cristóbal
Serra con José Luis Sampedro, quien opone[27]
aquellas obras de arte que nos alumbran y, por tanto, poseen eternidad, frente
a aquellas otras efímeras o superficiales que únicamente nos deslumbran de
forma momentánea.
Siguiendo nuestra breve cronología de viajes de
tipo satírico topamos, más allá de nuestras fronteras, durante los siglos XVII
y XVIII, con dos figuras literarias de las que también son deudores los Viajes a Cotiledonia.
En Francia, hallamos a Cyrano de Bergerac, el
gascón libertino, que jocosamente fustiga los prejuicios y atavismos en los que
viven sus conciudadanos. Sus viajes al espacio, todavía hoy, siguen siendo un
espejo deformante en el que se ve reflejada nuestra propia realidad. Y en el
Siglo de las Luces aparece otro viajero de espacios no menos insólitos que los
lunares: Gulliver. Un héroe de un
sospechoso escepticismo vital, fruto del desencanto y la tristeza de aquellos
que como Swift conocen, en profundidad, la comedia humana. En estos dos autores
se detecta la semilla de la antiutopía, como la denomina Matthew Hodgart[28],
y de la que brotarán las fábulas futuristas sobre nuestro siglo de la mano de
escritores como Huxley, Orwell, Burgess y Bradbury. De este mismo sentimiento
antiutópico, entendiendo por éste una visión esperpéntica y, a veces,
humorística del desorden social y moral imperantes, se alimentan gran parte de
las páginas del último Viaje a
Cotiledonia como se refleja en el fragmento:
Doy mi paseo nocturno, sin que la luciérnaga me
acompañe. Las caras que encuentro tiran a hoscas. Rostros tetricones,
siniestros. Tales se me aparecen los nuevos cotiledones, que paradójicamente
callan. Tendrán sus temores o quizá la abulia burguesa les mantiene mudos.
Gentes descontentas de ser lo que son, pero sin más ansias que las diarias.
Llevan años suspirando por libertades. Ahora, cuando pueden gozarlas, no las
usan. (...)
El hecho más lacerante es el emparedado urbano.
«Estar enfermo, padecer fiebre a solas, morir bajo el propio techo, sin que el
vecino se entere. Esto es aterrador».
Ésta es la cantinela del semiciego callejero,
mientras rasga el guitarrón, éste es el terrible anonimato de la muerte en la
urbe principal de la nueva Cotiledonia. La causa de tal insensibilidad
metropolitana cabe achacarse al adinerado bombardingo que, además, lleva venda
en el ojo, para no ver ningún séquito de muerte[29].
Escritores finiseculares como Carroll, Lear o
Butler alertados de los males que comienzan a amenazar a los hombres y
rechazando de pleno la uniformidad empobrecedora de la cosmovisión positivista
que se disemina por el mundo, hallarán en el relato de hadas y en las
narraciones de humor disparatado, una vía a través de la cual conjugar de nuevo
la aventura con la utopía y el sueño con la vida. Muchos de ellos, tal como
señala Serra, deberían ser considerados como precursores del experimento
surrealista, dados los juegos que desarrollaron entre el inconsciente y la
palabra. Ni que decir tiene que estos autores han sido releídos, anotados
cuidadosamente, e incluso también traducidos como ocurrió anteriormente con El cuento de un tonel de Swift[30],
por nuestro autor y es, justamente, su estética verbal la que anima la pasión
del escritor por el lenguaje como juego o chiste.
La herencia más importante que recibe de
aquellos escritores victorianos y de otros que también han recibido su
influencia como Ramón Gómez de la Serna, Henri Michaux o Elias Canetti[31]
es la esperanza. Una esperanza que nace de la capacidad que tiene el ser humano
para reír, sobre todo para reírse de sí mismo y de las propias palabras o
lenguajes con los que intenta abarcar el universo. Ésta podría ser, a nuestro
entender, la principal clave temática de su obra: la magia y la atracción que
sobre el hombre y el creador ejerce la sonrisa enigmática de la esfinge o, lo
que vendría a ser lo mismo, de la Mona Lisa.
Es esta misma sonrisa la que le revela que la
grandeza del ser humano está en su misma flaqueza e insignificancia. Aparece el
hombre, en los sueños de Serra, a la manera de Pirandello, como un actor con
texto, escenario, público y autor equivocados. De ahí, también, su obsesión por
los profetas, trasunto de la propia figura del escritor frente a su tiempo, por
lo que éstos tienen de Quijotes divinos de los que se ríen los hombres, y hasta
el mismo Dios. Sin embargo, continúan ebrios en la esperanza de la venida, al
fin, de un Hombre y un Mundo mejores.
Luis M. Fernández
Ripoll, Cuadernos Hispanoamericanos, 528,
Junio de 1994, pp.
115-123
[1] Paz, Octavio: Puertas al campo, Seix-Barral, Barcelona, 1966, p. 140.
[2] Conviene subrayar el valor mágico
de este número que nos habla de la gestación y, por tanto, de la vida.
[3] Nichols, Sallie: Jung y el Tarot. Un viaje arquetípico,
Kairós, Barcelona, 1989, p. 233.
[4] Después de la influencia que
ejerce El Apocalipsis en su obra, será la filosofía taoísta la oirá gran fuente
de la que bebe su pensamiento. Laotsé, como él mismo nos explica, es una pasión
de juventud que culminará con la primera y mejor traducción al castellano del Tao Teh King (Palma de Mallorca, 1952):
«El fervor de Laotsé lo siento desde mi juventud. No ha sido flor de un día.
Buena prueba es que ahora, después de un silencio instructivo de años, quiero
dejar constancia de nuevo de mi fervor renovado.» (La Soledad Esencial, Conselleria d'Educació i Cultura del Govern
Balear; Barcelona, 1987, pp. 68-69.)
[5] Cazamian, M. L: William Blake, antología poética
traducida por C. Serra, Júcar, Madrid, 1984, p. 155.
[6] La infancia para Serra posee, como
en otros escritores, una dimensión rousseauniana que se hace patente en una
obra como Diario de Signos, donde
leemos: «Déjate llevar por el niño
invisible que llevas dentro y verás a qué niñadas te conduce. No dudes que
soliviantarás a más de un viejo.» (Diario
de Signos, Aucadena, Palma de Mallorca, 1980, p. 81.)
[7] Aunque para algunos estudiosos,
como Papini, sea Erasmo una conciencia totalitaria, a pesar de lo que nos diga
en su Elogio, carente del sentido
alegre y humano que poseen los que aman la locura. Dice, a este respecto, el
escritor italiano lo siguiente:
«Su libro, pese a su disfraz paradójico, es una reivindicación de la
moderación, apología del justo medio, una defensa de la ataraxia infecunda.»
(Descubrimientos Espirituales, Emecé
Editores, Buenos Aires, 1953, p. 102.)
Sin embargo, nosotros lo traemos a
colación porque muchas de sus páginas están animadas por la sonrisa de los
orates que tiene, como veremos, muchas afinidades con la obra del autor de los Viajes a Cotiledonia.
[8] Casi todas las religiones
orientales, especialmente, el hinduismo, el budismo y también la mística sufí
nos hablan del alma como entidad descendida a la tierra para obtener la
perfección o la salvación. La misma visión comparten el hermetismo egipcio, ¡a filosofía
pitagórica y la totalidad del pensamiento platónico. Valga, como ejemplo, el
siguiente pasaje del neoplatónico Plotino:
«El
alma cayendo desde las alturas sufre cautividad, está cargada de trabas y
emplea las energías de las sensaciones y los sentimientos. También se dice que
está como enterrada o escondida en una cueva, pero, cuando se convierte a la
inteligencia, entonces rompe sus trabas y sube a las alturas, recibiendo en
primer lugar, de sus recuerdos, la capacidad de contemplar los seres reales...» (Head, J. y Cranston, S. L: La reencarnación en el pensamiento universal,
Diana, México, 1976, p. 227.)
[9] Cfr. de San Agustín, La ciudad de Dios, B.A.C., Madrid, 1964.
[10] Chevalier, Jean: Diccionario de símbolos, Herder,
Barcelona, J9S6, p. 1067.
[11] Nos dice también Chevalier que:
«Jonás, en el vientre de la ballena, es el germen de inmortalidad en el
huevo, en la matriz cósmica. La salida de Jonás es la resurrección, el nuevo
nacimiento, la restauración de un estado o de un ciclo de manifestación.» (Ibidem,
p. 171.)
[12] En una entrevista realizada
durante la redacción de este estudio, Serra nos manifestó que:
«En mí siempre ha existido una enorme necesidad de ternura y cariño. Tal
vez porque, durante mi infancia, el ambiente vivido, por razones ajenas a mi
madre, fuera antes patriarcal que matriarcal»(20-IV-1991, Palma de
Mallorca.)
[13] Yourcenar manifestó en el libro de
entrevistas Con los ojos abiertos
concedidas a Malthieu Galey que —para ella— no supuso trauma alguno la
desaparición de su madre, a los pocos dias de su nacimiento. Pero nos
permitimos dudar ante un libro como Recordatorios,
donde reconstruirá, paso a paso, la biografía de esa madre que no pudo conocer.
[14] Viaje a Cotiledonia, Tusquets, Barcelona, 1973, p. 11
[15] Ibídem, p. J9.
[16] Ibídem, p. 40.
[17] Pozo, Raúl del: *La literatura que
no es viaje es teatro», en El
Independiente, 8-VI-1991.
[18] Véase El Quijote como juego, Guadarrama, Madrid, 1975.
[19]
«La venganza de Cervantes»,
Emecé Editores, Buenos Aires, 1953, p. 112.
[20] Para cerciorarnos de la
importancia del «robinsonismo» en la
literatura universal, basta con seguir el rastro a los clásicos de la aventura
como Julio Verne o Salgari, o bien detenemos en algunos escritores
contemporáneos como Golding o Michel Tournier en su novela Viernes o los limbos del Pacífico. El que nos lea puede hallar más
información sobre el tema en el estudio de Vázquez de Parga, Héroes de la aventura. Planeta,
Barcelona, 1983.
[21] Queremos nombrar, únicamente, el
valor que tuvieron los primeros libros de viajes, emprendidos por los
románticos, y que determinaron la estética y la imaginación de las distintas
generaciones de escritores que se han sucedido.
[22] Poe, E. A.: Poesías Completas, Rio Nuevo, Barcelona, 1984, p. 120.
[23] El realismo mágico que atraviesa
tanto las corrientes narrativas de Hispanoamérica (Cortázar, Carpentier...)
como las literaturas hispánicas (Cunqueiro, Mercé Rodoreda, Luis Mateo Diez...)
vuelve, siempre, en sus temas a la aventura y a toda clase de viajes
maravillosos en el tiempo y en el espacio.
[25] De las relaciones y consecuencias
que nacen y se establecen entre utopía, cultura y sociedad nos ha hablado Jean
Servier, quien afirma:
«Los utopistas —e incluyo en el término a todos los que soñaron con
reformar la sociedad— no solamente expresaron el pensamiento de un grupo
determinado, de una clase social, sino que jalonaron la historia de Occidente y
señalaron momentos de crisis mal percibidos por sus contemporáneos, apenas
discernidos luego por los historiadores.» (Historia de la utopía, Monte Ávila, Caracas, 1969, p. 228.)
[26] Tusquets, Barcelona, 1976.
[27] Entrevista radiofónica para
R.N.E., emitida el 8 de junio de 1991.
[28] La Sátira, Guadarrama, Madrid, 1969.
[29] Retomo a Cotiledonia, Canals Editor, Palma de Mallorca, 1989, p. 12
y 15.
[30] Seix-Barral, Barcelona, 1979.
[31] Nos referimos, claro está, a los Caprichos de Ramón Gómez de la Sema, a En otros lugares de Michaux y a El testigo oidor de Elias Canetti.
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