René Girard |
“El cristianismo es la verdadera globalización"
Entrevista
a René Girard, pensador, antropólogo de la religión y autor de “Veo a Satán caer como el relámpago”
René
Girard es uno de los pensadores más influyentes de la actualidad. Sus ensayos
sobre antropología religiosa, su especialidad, han provocado fuertes polémicas,
especialmente en Francia, su país de origen. Ahora publica en España "Veo a Satán caer como el relámpago"
(Anagrama), y vuelve a incidir en el papel de las víctimas
Christian
Makarian
René
Girard ha dedicado años y estudios a analizar las religiones desde el punto de
vista de la antropología. En esta entrevista, René Girard habla del carácter “no violento” de la Biblia, una
característica que, en su opinión, la diferencia de los mitos y del resto de
religiones, tal como afirma en su ensayo “Veo
Satán caer como el relámpago”, de reciente aparición.
-Ha
inventado usted prácticamente una disciplina curiosa: la antropología de la
religión. ¿Nos podría dar una explicación escueta?
-La
antropología que intento desarrollar es específica de la religión. Se basa en
el crimen fundador y en todo lo que ello comporta. A partir de ahí, me intereso
por las reglas originales de nuestra cultura, que reposa esencialmente sobre
los ritos y las prohibiciones, y también por nuestras instituciones, que son un
producto indirecto de lo religioso. Ahora bien, por más que trate de las
religiones, mi trabajo no tiene en esencia nada de religioso. Al contrario,
puesto que convierto lo religioso arcaico en el resultado de un error de
interpretación de lo que llamo el “fenómeno
victimario". Mi punto de partida es el siguiente: el acto fundamental
de la sociedad primitiva, que está en el origen de la nuestra, es la
designación de una víctima, un chivo expiatorio, y el tomento de la ilusión de
su culpabilidad con el fin de permitir la salida de toda clase de tensiones
colectivas. A continuación, esta ilusión se convierte en fundadora de ritos,
que la perpetúan en el tiempo y mantienen unas formas culturales que desembocan
en instituciones.
-¿Cómo
llegó a esta teoría?
-Algunos
amigos estadounidenses dicen que estoy influenciado por el contacto personal
con la violencia racial en Estados Unidos durante mi juventud. Lo cierto es
que, al establecer comparaciones entre los mitos australianos, amerindios,
africanos, europeos, norteamericanos... descubrí que el linchamiento, la
ejecución de una víctima designada, no era un fenómeno textual ni legendario.
Constituye una empresa de pacificación por medio de una víctima que, cuando
agrupa contra ella a todo un grupo, produce miméticamente un apaciguamiento,
incluso una reconciliación. Por razones misteriosas, las sociedades han
reproducido este gesto reconciliador bajo la forma de sacrificios o ritos
sagrados, y esta repetición se ha convertido ella misma en una institución. Es
el caso típico de la lapidación codificada por el Levítico. Del mismo modo, los
etnólogos han demostrado desde hace ya mucho tiempo que existía una forma
primitiva de justicia griega por medio del asesinato colectivo. Tras lo cual se
libra una lucha por el control y el dominio de ese rito esencial. Al vincular
víctimas, ritos e instituciones, asistimos al nacimiento del poder político.
-Esta
teoría victimaría lo ha conducido de modo natural a interesarse por la figura
de Jesucristo, víctima entre las víctimas, puesto que da su vida por el
conjunto del género humano.
-En
efecto, pero mis conclusiones son contrarias a las que suelen extraerse a este
respecto. Hasta ahora, la mayoría de los antropólogos (e incluso un teólogo
como Rudolf Bultmann) había insistido en la semejanza entre los Evangelios y
otros relatos para demostrar que la muerte y la resurrección de Jesucristo sólo
era otro mito más. Tanto es así que se podría decir que la causa ya está vista.
Hoy como ayer, la mayoría de nuestros contemporáneos percibe la asimilación del
cristianismo a un mito como una evolución irresistible e irrevocable, porque
apela al único tipo de saber que nuestro mundo aún respeta, la ciencia. Por más
que la naturaleza mítica de los Evangelios no esté demostrada científicamente,
lo será un día u otro. ¿Es realmente indudable todo esto? No sólo pienso que no
es indudable, sino que lo indudable es que no lo es. La asimilación de los
textos bíblicos y cristianos a mitos constituye un error fácil de refutar.
-¿Cómo?
-En
los mitos, las víctimas son siempre culpables, porque el relato está escrito
siempre desde el punto de vista del engaño y la ilusión creados por el fenómeno
victimario. Porque es culpable la víctima enjuga la violencia y accede a la
categoría mítica. Sin embargo, en lo judaico y lo cristiano ocurre lo
contrario: la víctima es inocente. Observe la diferencia entre Caín y Abel por
un lado y Rómulo y Remo por otro. Remo es culpable, puesto que Rómulo es el
fundador glorificado de Roma. En cambio. Dios pregunta a Caín: “¿Dónde está Abel, tu hermano? ¿Qué has
hecho?”. Dios acepta, es cierto, fundar el género humano sobre esta base
del asesinato, pero se preocupa por la suerte de Abel, víctima inocente. Este
rasgo es único. Sólo la Biblia “desviolentiza”
lo sagrado. El cristianismo contradice de golpe los mitos.
-¿Cuál
es, entonces, su definición personal del cristianismo?
-La
fe cristiana consiste en pensar que, a diferencia de las falsas resurrecciones,
arraigadas de verdad en los asesinatos colectivos, la resurrección de
Jesucristo no debe nada a la violencia de los hombres. Se produce
inevitablemente tras su muerte, pero no inmediata, sólo el tercer día, y tiene
su origen en Dios mismo.
-¿Cómo
trastoca esto el orden anterior?
-Al
principio del cristianismo se encuentra un hecho esencial: todos los discípulos
traicionan. Todos se ven arrastrados por el arrebato habitual que se produce
contra las víctimas. Pedro representa el modelo del individuo que, en cuanto se
sumerge en una multitud hostil a la víctima, se convierte también él en
hostil... como todo el mundo. Y entonces todo cambia, la lógica arcaica se
invierte, y los discípulos acaban por encontrarse no contra la víctima, sino
favor de ella. Al contrario de lo que dice Nietzsche (“El cristianismo es la multitud”), la fe cristiana exalta al
individuo, que resiste al contagio victimario.
-Para hacer más patente la diferencia entre mito y cristianismo, establece usted un paralelismo sorprendente en su nuevo libro.
-Para hacer más patente la diferencia entre mito y cristianismo, establece usted un paralelismo sorprendente en su nuevo libro.
-He
descubierto un asombroso relato legendario griego que habla de Apolonio de
Tiana, el célebre taumaturgo del siglo II. Para poner fin a una epidemia,
Apolonio señala para la vindicta popular a un mendigo repulsivo, pero
completamente inocente. El desgraciado es lapidado y, una vez levantadas las
piedras, se descubre en lugar del menesteroso a un espantoso monstruo que
representa al demonio vencido, la enfermedad erradicada. La diferencia con el
Evangelio salta a la vista. Es cierto que, al contrario que Apolonio,
Jesucristo detiene la lapidación de la mujer adúltera diciendo: “El que de vosotros esté sin pecado, arrójele
la piedra el primero”. Sin embargo, la lección principal está en otra
parte: lo que Jesucristo quiere combatir es el arrastre mimético. Es evidente
que quien desencadena el asesinato colectivo tiene una responsabilidad más
grande que los otros. Por eso el Levítico obligaba que dos testigos -los
testigos de cargo- lanzaran las primeras piedras para que no testimoniaran en
falso. El propósito de Jesucristo es trascender esa ley, lo que engendrará la
puesta en cuestión del fenómeno victimario y, por lo tanto, sembrará el
desorden entre el pueblo y provocará su propia ejecución. Para acabar de
colocar el mito en el lugar que le corresponde, añadiré que Jesucristo no apela
aquí a ningún poder sobrenatural: no realiza ningún milagro, es el pagano
Apolonio quien lo hace.
-Por
lo tanto, el arrastre mimético estaría en el origen de la violencia. ¿Mediante
qué mecanismos?
-El
arrastre mimético, en el estadio colectivo, es la culminación del deseo
mimético que nace en el estadio individual. En la Biblia existe una concepción
desconocida del deseo y los conflictos. Entre los diez mandamientos (“No matarás, no robarás”, no cometerás
adulterio, etcétera), el décimo contrasta con los precedentes: “No desearás la casa de tu prójimo, ni la
mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sien a, ni su buey, ni su asno, ni
nada de cuanto le pertenece” (Éxodo, 20, 17). Este último mandamiento se
pasa a menudo por alto, pero es extremadamente importante en la medida en que
se dirige al más banal de los deseos, el más común y, en apariencia, el más
anodino. Dado que ese deseo es el más común de todos, ¿qué ocurriría si, en
lugar de ser prohibido, fuera tolerado e incluso alentado? La respuesta es
evidente: la guerra sería perpetua en el seno de todos los grupos humanos. Se
abriría la puerta a la famosa pesadilla de Hobbes, la lucha de todos contra
todos. Por lo tanto, para atreverse a pensar que las prohibiciones culturales son
inútiles, como repiten los demagogos de la modernidad, hay que adherirse al
individualismo más desmedido, el que presupone la autonomía total de los
individuos, es decir, la autonomía de sus deseos. Hay que pensar, dicho en
otros términos, que los hombres se ven naturalmente inclinados a no desear los
bienes del prójimo. Ahora bien, basta contemplar a dos niños o a dos adultos
peleándose por una fruslería para comprender que este postulado es falso y que
es el postulado contrario, el único realista, el que subyace al décimo
mandamiento. Se considera que el deseo es objetivo o subjetivo; pero, en
realidad, reposa sobre otro que valoriza los objetos, el tercero más cercano,
el prójimo. Para mantener la paz entre los hombres, hay que definir la
prohibición en función de esta temible constatación; el prójimo es el modelo de
nuestros deseos. Es lo que llamo el deseo mimético.
-Se
trata de una explicación implacable y severísima sobre nosotros, pobres
humanos.
-El
cristianismo nunca previo triunfar. Ésa es su gran fuerza. Los primeros
cristianos contemplaron incluso un fracaso muy rápido, de otro modo no habrían
escrito el Apocalipsis ni creído firmemente en el fin del mundo. Al releer
algunas palabras de Jesucristo, nos damos cuenta de que las relaciones más íntimas
son las más amenazadas: “He venido a
separar al padre del hijo”, “No
penséis que he venido a poner paz, sino espada...”, “Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y que he de querer sino que
se encienda”, etcétera. El cristianismo realiza una revolución única en la
historia universal de la humanidad. Al suprimir el papel del chivo expiatorio,
al salvar a los lapidados, al dar la otra mejilla, la fe cristiana priva de
forma brusca a las sociedades antiguas de sus víctimas sacrificiales habituales.
Ya no cabe dar salida al mal arrojándose sobre un culpable designado cuya
muerte sólo procura una paz falsa. Al contrario, se toma el partido de la
víctima al rechazar la venganza, al aceptar el perdón de las ofensas. Eso que
supone que cada uno vigile al otro en relación con unos principios
fundamentales, y que cada uno se vigile a sí mismo.
-Pero
en un primer momento se produce un gran desorden. ¿Cómo explicar que el sistema
de los valores cristianos haya podido triunfar.
-La
exigencia cristiana ha producido una maquinaria que funcionará a pesar de los
hombres y sus deseos. Si todavía hoy, tras dos mil años de cristianismo, se
sigue reprochando, y con razón, a ciertos cristianos que no vivan según los
principios a los que apelan, es que el cristianismo se ha impuesto
universal-mente, incluso entre aquellos que dicen ser ateos. El sistema que se
engranó hace dos milenios no se detendrá, porque los hombres se encargan de
ello al margen de cualquier adhesión al cristianismo. El Tercer Mundo no
cristiano reprocha a los países ricos ser su víctima, porque los occidentales
no siguen sus propios principios. A lo largo y ancho del mundo, todos apelan al
sistema de valores cristiano y, al final, no hay otro. ¿Qué significan los
derechos humanos sino la defensa de la víctima inocente? El cristianismo, en su
forma laicizada, se ha hecho tan dominante que ya no se le percibe. El cristianismo
es la verdadera globalización.
Traducción:
Juan Gabriel López Guix
La Vanguardia, Ideas, 22 de
marzo de 2002, pp. 8-9.
Las palabras de Girard me recuerdan la célebre expresión de Gustavo Bueno: «ateo católico». La gente no entiende la expresión: no hay en ella ninguna contradicción. Se puede negar la existencia de dios y, al mismo tiempo, sostener el sistema ético católico, si no todo, sí al menos sus conceptos esenciales. Quizá por eso Nietzsche consideró a los anarquistas, ateos convencidos, los más cristianos entre los cristianos. Porque, a fin de cuentas, el catolicismo es un sistema de conceptos para entender al hombre y sus relaciones, situado en el mismo nivel que otros sistemas de conceptos. Y tiene, además, una influencia real en los seres humanos. No solo el catolicismo: en "La ética protestante y el espíritu del capitalismo", Max Weber demuestra que ciertos dogmas protestantes, en especial calvinistas y puritanos, fueron la causa del capitalismo.
ResponderEliminarHabía oído hablar de Girard, en especial algo sobre su célebre "chivo expiatorio". Su pensamiento es interesantísimo; intentaré conseguir sus libros.
Enhorabuena por el blog. Un saludo,
M.