lunes, 3 de abril de 2017

Dos artículos de Juan Ramón Masoliver sobre James Joyce: "Breve recuerdo de James Joyce" (Destino, 280, 28 de noviembre de 1942) y "El fantasma favorable de la rue de l'Odéon" (La Vanguardia, 31 de enero de 1982).


Breve recuerdo de James Joyce
Por Juan Ramón Masoliver
TODO aficionado ha sufrido, con menor o mayor gasto, la lectura de autor. Es cosa sabida: dos o tres amigos, unas copas, unos sillones malos y una cama. Y el escritor, amenazándoles con un rimero de cuartillas. Mas dos lecturas conozco, dos emociones estéticas, que, quien las experimentó, no puede olvidarlas: concretamente, Ezra Pound en el VIII de sus Cantos; el difunto James Joyce, en la poética «Anna Livia Pluribella» de su Finnegan's Wake.
El texto da la sensación del ritmo, la cadencia, la cantilena. Pero falta lo esencial: las miradas luciferinas de Pound, el juego de sus blancos dientes en la boca menuda y de su puntiaguda barbilla, mitad azafrán, mitad estopa. Y, sobre todo, la canción, puesto que Ezra Pound canta su poesía como los viejos trovadores: alarga una sílaba, alza otra en trémolos, escupe una palabra, susurra otra frase, todo ello con su vozarrón de chantre abaritonado. Y, no sé si por afinidad de lengua (algo así sucedía, también, con el Attis de Basil Bunding, y me dicen que el recitado de Edith Sitwell es otro primor): suponiendo que ese su idioma universal, donde el inglés no es más que el excipiente para vocablos de catorce lenguas o de pura invención; no sé si por la amistad de sus años parisienses y su común participación al grupo Imagist, cierto es que otro tanto suponía «Anna Livia» en labios de Joyce, cuando a la sombra amable de miss Sylvia Beach la cantaba en la trastienda de la librería «Shakespeare & Co.», rue de l´Odéon. Con mejor voz, si se quiere: encantador acento atenorado; con más ironía; con más gesto de vidente, tras sus cristales negros de semiciego.
Era por 1930, cuando miss Beach llevaba ocho ediciones del «Ulysses» y las quemadas por las autoridades inglesas y norteamericanas quedaban en un pasado remoto, cuando había pasado a la leyenda aquel impulso que arrastró a los baronets a hipotecar sus tierras, a los universitarios a vender sus thesaurus, para hacerse con el libro prohibido; cuando, en una palabra, Joyce era un ídolo que había sepultado a Proust y compañeros. Y mi pase, las páginas del libro traducidos en Hélíx (perfectamente y por un sacerdote —que ahora se puede decir—: el profesor Manuel Trens).
Joyce había dejado su obra maestra; ni hablaba de ella. Sus jornadas de trabajo y su conversación giraban, desde hacía siete a ocho años, en torno a lo que iba a ser el gran canto de la Noche: el libro sin título, Work in progress, «obra en marcha» (Work in progress, subrayaba — aludiendo a la mole — con su irrefrenable inclinación al retruécano). Transition, de Jolas, venía publicándolo saltuariamente y sin orden, conforme se terminaban los fragmentos; Faber&Faber lanzaba desde Londres la edición popular de «Anna Livia», el mito en boca de lavanderas que había de cerrar la primera parte del libro; y un grupo de amigos y admiradores —Marichalar, entre ellos— publicaba su estadio plurilingüe acerca de los nuevos experimentos joyceanos.
Pero el irlandés, rico al fin, seguía imperturbable el camino de su soledad. Como cuando —con la herencia del desorden, sin un céntimo y cargado de familia — llevaba la contabilidad de un escocés, o daba clases en la «Berlitz School» de Trieste. Incapaz de escribir una línea mercenaria, de redactar un artículo, en los tiempos de miseria; podía —en estos de gloria— rehusar todo gesto de propaganda, arroparse en un silencio que ha durado diez y siete años, para desesperación de editores solícitos y comerciantes. Su único lujo, invitar a pocos amigos, siempre en el mismo restaurante, a la misma mesa, idéntica minuta: comida exquisita —para los convidados, que a él le bastaba unas hojas de ensalada (su pobre y su hechura angélica no permitían más), una copa de vinillo blanco y dulce, y un sinfín de cigarrillos. Y de allí, al filo de la medianoche, vuelta al trabajo, a su obra, hasta las primeras luces. E igual por la tarde, tras al parva colación regada con tila u otras hierbas.
Eso sí, gustaba —a fuer de solitario— de la compañía al caer de la tarde. No para hablar, entiéndase, que prefería escuchar como ensoñado. De las cuestiones del día no le importaba más que la familia, la agonía del hombre, fiel a aquella evasión de su Dédalus «para que sea capaz de aprender... lo que es el corazón, lo que puede sentir un corazón» (como reza en la atinada prosa que le ha dado Dámaso Alonso). Él seguía sumido en su epopeya, así la llamaba, en messange book (mensaje y mentira). Y su concepción de que todo vuelve a lo mismo, que nada se renueva y no hay tiempo ni espacio (the same renew, dice con frase triste y feroz), le ha permitido encerrar en una familia cualquiera toda la Historia, toda la tragedia del mundo: desde los grandes a los humildes, a virtuosos y viciosos. Por eso el personaje central —el barista Humphrey Chimpden Earwicker — puede ser, sucesivamente y sin esfuerzo, el Varón, el Monte, sir Pearce O´Keilly (earwicker significa tijereta, perce-oreille), Napoleón, Luzbel o ¿qué sé yo?, simplemente H.-C.-E., es decir: Here Comes Everybody, «aquí entra todo el mundo», un tipo cualquiera, todo el linaje humano. Como su mujer, Anna Livia, es el Liffey —que riega Dublín —, al agua: lo femenino. Todo el universo encerrado en una cáscara de nuez.
Como Pound, echaba su escéptica melancolía, o su timidez, a los juegos de palabras, a la deformación chistosa de un vocablo, concertando los matices y sugerencias de quien conoce a fondo una docena de lenguas.  Famoso es aquel pasaje del Ulysses en que Dédalus decide quedarse, porque ha viajado, imaginariamente, con «Sinbad the Sailor and Tinbad the Tailor and Jinbad the Jailer and Whinbad the Whaler and Ninbad the Nailer and Finbad the Failer...», etc., donde las sucesivas deformaciones de «marino» van dando: sastre, preso, ballenero, culpable, alquilón, aterido, reñidor, descorazonado y otras cincuenta. Pero en su última obra hay más. «To me or not to me Satis thy question», dice parodiando la sentencia hamlética. «From qui qui quinet to miche miche chelet and a jambebatiste to a brulo brulo», canturrea más abajo, echando en un saco a Quinet y Michelet, a Giambattista Vico y a Giordano Bruno, el que quemaron en el romano Campo de Fiori. Y Piccadilly es Pinkidandy, «The pilgrimace of Childe Horrid», la obra preferida de Byron, y Benjamin Funkling, el inventor del pararrayos. Esto era la vena de sus conversaciones, tras la que ocultaba la conciencia filológica y el incansable afán estilístico más considerables de nuestro tiempo. Ahí están las veinticinco páginas de «Anna Liria» — pulidas y revisadas a razón de veinticuatro horas por página — cuyo inglés, más o menos alterado, el de las lavanderas, esconde los nombres de quinientos ríos en loanza del Liffey. Pero ahí, también, esa su lengua poética que no se había oído desde los días de Shakespeare: «When all is zed and done» (Cuando todo esté dicho y acabado), por ejemplo, donde zed es said: dicho, y con su alusión a la zeta da idea de lo postrero. Y la delicadeza de empezar y terminar el libro a mitad de frase, de una frase que es la misma (de modo que tras la última página se vuelve a la primera, como en las partituras). Y con un pianissimo: el artículo the, ni siquiera sílaba —un simple vibrar en la punta de las dientes—; más suave aún que el susurro de la mujer dormida, el yes con que concluye Ulysses.
Mas ello supondría entrar en el estudio literario del irlandés, para cuyo tarea otros hay más doctos y obligados que yo. Hoy me interesaba recordar, no más, su figura humana. Ese su jugar con la ironía, ese traer a colación todo lo improper, todo lo shocking, para mostrar la vanidad de la vida y, en definitiva, para celar uno de los corazones más púdicos y delicados que hayan nacido. Su frente abombada de pensador y su mandíbula voluntariosa, corregidos por la ceguera y por una sonrisa de Gioconda: he aquí un retrato acabado. Añádase las maneras afables, y cierto orgullo o petulancia de introvertido. Y su andar erguido al son de un bastón blanco.
¡Pobre vidente! En su 57º cumpleaños, el 2 de febrero de 1939, recibía el primer ejemplar de Work in Progress, que ahora ya se llamaba Finnegan's Wake. Se cerraban veinte años de trabajo diuturno; treinta de deambular, como judío, de Dublín a París, Venecia, Roma, Zúrich, Trieste, Copenhague, y vuelta a París, siempre a París. Lucía en un manicomio, Giorgio casado y con prole: James Joyce, el desterrado voluntario, el padre y el poeta, podía buscar puerto seguro en la tempestad que se acercaba. Creyó hallarlo en Zúrich, de nuevo, sin sospechar que de esta vez iba a ser el definitivo. La noche del viernes, 13 de enero de 1941, se despertó con un dolor atroz, de estómago. Le operaron a escape, pero en la madrugada del 13 pasaba de esta vida.
La guerra nos distrajo de su desaparición y ahí queda, para traducir, la sinfonía que cierra el ciclo iniciado con Chamber Music, al estallar la pasada contienda
Destino. Política de unidad , 280 (28 de noviembre de 1942), p.10.


El fantasma favorable de la rue de l'Odéon
EMPEZÓ todo con El artista adolescente, en la espléndida versión de Alonso Donado, vulgo el joven y ya sabio filólogo Dámaso Alonso, que para los alevines —devoradores de «L'Esprit Nouveau» y alimentos análogos, en las tardes de la Biblioteca de Catalunya— constituyó la incuestionable ejecutoria de los movimientos de vanguardia. Añade que para entonces había cobrado cuerpo la leyenda de las travesías de la obra mayor de Joyce, el Ulysses, lanzado desde Francia —con los tipos de «maìtre» Darancière— el día en que su autor cumplía los 40 años; pero sin posible acceso a los países de su lengua, donde inquisitorialmente iban los ejemplares a la hoguera (en Inglaterra con la presencia, se dijo, de un edecán del propio monarca). Se contaba de los jóvenes baronets de Oxford que empeñaban lo empeñable, expectativas de hacienda incluidas, por hacerse con un ejemplar. Y así edición tras edición.
No todos hubimos de aguardar a la versión francesa (por un lúcido equipo en que intervino el propio autor) aparecida igualmente en el cumpleaños de Joyce —también con aquella cubierta azul celeste—, pero siete años después (1929). Nuestro amigo, y guía en tantas singladuras intelectuales, el doctor Manuel Trens, traía en la manga y nos «cantaba» no pocos pasajes de la edición de 1927, la inglesa por supuesto. No sin vencer sus escrúpulos conseguimos tenerlos negro sobre blanco para nuestra revistilla «Hélix», tan deliciosamente vanguardista. Acompañándolos con el ensayo de Lluís Montanyá, sobre la misma novela, aparecieron en el número de febrero de 1930 y fueron las primeras traducciones del Ulysses en cualquier lengua peninsular. Mas para firma de su versión catalana, el sacerdote transigió a lo más con unas iniciales, y ni siquiera las suyas (ingenuamente le mudé la T en R, por Railways).
Estábamos empachados de Freud y a vueltas con el surrealismo (baste ver el ahora celebrado número del «Butlletí» que aquel mismo verano saqué con el entrañable Quimet Nubiola, partiendo del material acumulado en la ya difunta revista vilafranquina). Y con semejante armamentario, Joyce incluido, al año siguiente llegó uno a París en procura del diploma del Institut des Hautes Etudes Internationales. Dispuesto a promiscuar, esto es, las ceremoniosas salvas de aplausos matutinos a los «monstruos» Geouffre de Lepradelle, Le Fur o León Bourgeois (o, a prima tarde, las elegantes disquisiciones dieciochescas de un Niboyet en la Fundación Carnegie, boul. Saint-Germain) con las veladas ubuescas de Eluard, Péret y demás surreales. Dalí el primero.
EN una improvisada cena de los Dalí, de insólitas mantenencias más marinettianas que surrealistas, cabalmente hallé el abridor para James Joyce. Que fue la bella e intrépida Nancy Cunard, aquel «argent viu» que por dar en cabeza a la acaudalada californiana y «salonnière» lady Emerald, su madre, y al prestigio de la famosa naviera familiar andaba liada con el pianista negro Crowder, y jugándose el tipo en las trifulcas por la proyección de «L’Age d’Or» buñueliana. Y fue Nancy, editora también, quien me confió a la librera Sylvia Beach, la, editora de Ulysses y que, por decirlo con Dante, tenía «ambo le chiavi del cor di Federigo».
En mi ruedo habitual quedaba a mano la rue de l'Odéon, donde la Shakespeare and Co., biblioteca circulante para anglófonos y librería cuya vestal era miss Sylvia, una delicada y cauta yanqui con mejillas de porcelana y pies del 42, muy a la moda de las hodiernas monjas postconciliares. Suaviter in modo, al «météque» aún no entrado en quintas expresó de antemano el agradecimiento del maestro, quien por otra parte trabajaba muy intensamente en su Work in Progress, y no se le debía distraer, sobre que tampoco pasaba por allí a fecha fija. Y el meteco volvió más veces, por si el azar.
Fumándose lo que por comida iba a descontar su Mme. Durand, allí adquirió dos graciosas «plaquettes» de tapa dorada con otros tantos fragmentos de esa ya legendaria Obra en Marcha: el de Anna Livia Plurabelle y The Mookse and the Grapes. Como más tarde, saltándose no sé cuántas cenas, se hizo con el reciente y esclarecedor Our Exagminatlon round His Factification for Incamination of Work in Progress, con su docena de estudios debidos a gente de fuste cual Marcel Brion, Robert McAlmon. Stuart Gilbert, William Carlos Williams, Eugene Jolas (y el mejor, del entonces desconocido Samuel Beckett). Y ya me tenéis enfrascado en las eruditas disquisiciones sobre santo Tomás, Nicolás de Cusa, Dante, Giordano Bruno, Giambattista Vico, en especial, imprescindibles, decían, para calar en las formas, revueltas e intenciones de tal obra en marcha. Además de la sabia contaminación de lenguas y jergas, los retruécanos, cambios de acepción verbal, palabras-maleta o la lúdica invención verbal, en una tradición vigente, y superándola, desde Rabelais y Merlín Cocal o Shakespeare y Góngora a Lewis Carroll, E. Lear, Stramm, Arp, etcétera.
NO sé si por la curiosidad de que en catalán se hubiera roto el fuego hispano con el Ulysses, o ante el desusado esfuerzo sobre Our Exagmination, cierto es que en una de tales ideas sor Sylvia señaló fecha para la próxima visita de Joyce. No es tan fiero el león como lo pintan. Y el día señalado, allá me tienes ante un refinadísimo hidalgo huesudo y alto, si algo encorvado, con una curiosa cara habsbúrgica de cuarto creciente en una cabeza de frente abombada, alta como una torre, y un enorme ojo azul, el derecho, esforzándose en nadar tras el cristal de a dedo. Mientras, la sedosa mano de pianista mecía blandamente un bastón blanco, la boca fina y sonrisueña emitía una dulce voz tenoril, bien marcadas las palabras, si con una economía que, queriendo ser amable, casi cordial, olía a altivez.
Fue sólo la primera impresión, imborrable aunque en las sucesivas costara ver repetido el gesto. Pues se mostraría siempre con una franqueza, un abandono, tal magnanimidad hacía el doctrino que uno era, como en pocos grandes he visto. Se repitió, pues, el contacto: allí mismo o en un poco frecuentado café, de esquina a una de las calles que dan a los Inválidos, próximo a su casa. Alguna vez en compañía de mi amigo Lalller, un muchacho de Sciences Politiques, bretón, que se pirraba por la filología. Y qué alucinantes parentescos verbales nos descubría Joyce. Yo, Anna Livia en mano, intentaba desentrañar palabras y frases que el autor volvía claras como la luz, brillantemente matizándolas, reinventándolas, aumentando si cabe su chispa y los efectos musicales. Con la magia de ir desengarzando nombres menos o más mejorados— de los 500 o 700 ríos del mundo entero embuchados dentro de aquel texto sin par, en homenaje al modesto Liffrey de su ciudad natal: la náyade de rubia cabellera que dio mitológico origen a Dublín. Y qué delicia, qué impagable espectáculo oírle recitar melodiosamente, cantar casi, largas tiradas de aquel capitulo que, por milagro, se tornaba plausible, inteligible, aunque perdieras la mayoría de las palabras.
LA poliglotia del hablar de Joyce, esta es otra, cuando quería subrayar el aspecto paródico. A chorro continuo y sin esfuerzo, abundando en voces y giros italianos, o que entonces (sin más italiano que para consultar el manual de Fumagalli o la Estética de Croce) me sonaban a tales. Aquel su no velado italianismo, en abierto contraste con la irónica suficiencia que hacia la Italia de los recientes Pactos de Letrán nos imbuían los Basdevant y compaña. Italianismo que me movió a comunicarle, tras la vacación, la oferta de mi maestro Rubió para ir de lector a Génova.
La respuesta fue inmediata: nos veríamos en un restaurante próximo al boulevard Montparnasse y cuyo nombre, al cabo de tantísimos años sigue en mi memoria, por obra de los juegos de palabras y graciosas asociaciones que le sugería: «Aux Bonnes Choses». La comida fue regia (él apenas si picoteó una seta, fumando sin parar, dándole al vino blanco), sobre todo por la efusión. Luego de exaltarse en un paralelo entre Génova y su Trieste, dos anfiteatros alzados para el dominio del más y asumir todas las experiencias del ancho, mundo, pasemos a su personaje en gestación, ese Humphrey Chimpden Earwicker que además de tabernero irlandés, borracho y pecador, resulta ser sir Persse O'Reilly, el padre y sus dos varones en pugna, el propio Joyce como escritor, y hombre, la ciudad enamorada de su esposa-río, Howth Castle and Environs, Haveth Childers Everywhere, Here Comes Everybody, simplemente H.C.E., toda la historia, sagrada y no, con su inevitable ciclo de nacimiento, auge, decadencia y muerte, para volver a empezar: todo cuanto sabe de reminiscencias, temores, remordimientos, expectativas, de mitos y oráculos en las horas de sueño, pesadillas y duermevela que van desde el crepúsculo al canto del gallo, desde el caos de la noche de los tiempos a la esperanza. Y todo ello, inventando un lenguaje.
UNA lección para siempre de la que algún partido me fue dado sacar en los primeros años 40 —publicado ya el libro con su definitivo título, Finnegans Wake— para un trabajo que dio «Destino», muerto ya el maestro. Y es otra historia. Queda por consignar el último regalo de Joyce, aquella noche. Cuando acercando peligrosamente su ojo menos malo al billete que se sacó del bolso, leyó como me confiaba a Ezra Pound, en Rapallo: la comendaticia para mi entrada en Italia.
Sí: Jordi y James Joyce, los dos maestros, habían cambiado mi vida. Que fuera para bien o para mal, de ambos es la responsabilidad, pero no he de ser yo quien lo lamente. Oh, Dear Mister Berm’s Choice, in flew Enza, como tú —incurable socarrón y humanístico— dijiste en la apócrifa carta para Our Exagmination, firmándote Yours veri tass. Vladimir Dixon.
Juan Ramón MASOLIVER
La Vanguardia, 31 de enero de 1982, p. 51.

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