Chantal Delsol |
Introducción
El término «populismo» es, en primer lugar, un insulto: hoy en día hace mención a aquellos partidos o movimientos políticos que se considera que están compuestos por gente idiota, imbécil o incluso tarada. De tal modo que si detrás de ellos hubiera un programa o unas ideas (y de todo esto vamos a hablar aquí), serían por tanto unas ideas idiotas, o un programa idiota. Hablamos de idiota en su doble acepción: moderna (un espíritu estúpido) y antigua (un espíritu engreído por sus propias particularidades). En la comprensión del fenómeno populista, una y otra acepción dialogan y se superponen de una manera característica.
Se nos hace un poco raro, la verdad, definir una corriente
política por su imbecilidad, sobretodo en democracia, donde en principio
reinan el pluralismo y la tolerancia entre las diversas opiniones. En la
designación de «populismo» hay, por tanto, un cierto rechazo de
la democracia. Ese es el tema de este libro: ¿por qué motivo se ponen en
cuestión nuestras democracias, en esta ocasión? ¿Qué tienen tan grave los
movimientos acusados de populismo como para tener que excluirlos de la
tolerancia común, tan cara a la democracia?
Resulta obvio el interés de intentar comprender un fenómeno
así de curioso. En el presente se tiene la costumbre de designar con el término
de «populistas» a todo tipo de movimientos o partidos distintos, por el único
motivo de que nos desagradan. Pero hay que sabe por qué desagradan tanto, y
entonces es cuando nos damos cuenta de que esos movimientos tienen todos unas
características comunes. El populismo tiene una historia coincide con la de la
democracia moderna, de la cual representa a la vez el remordimiento, el insulto
y la nostalgia, en una alquimia contradictoria y misteriosa.
De una manera general, será difícil atribuir una definición
al populismo, ya que se trata de un insulto, antes que un sustantivo. Para la
gente civilizada que se supone que somos designa en primer lugar lo execrable.
Dicho de otra manera: antes de definir las características hay que asumir su
mala reputación. Ese paso nos permitirá aprender mucho sobre nuestra época.
El populismo contemporáneo nos será mucho más fácil de
comprender si partimos de la demagogia antigua y del vocabulario griego
relativo a la idiocia.
En su sentido antiguo y etimológico, un idiota era
un particular, es decir, alguien que pertenece a un grupo pequeño y ve
el mundo a partir de su propia mirada, careciendo de objetividad y desconfiando
de lo universal. El ciudadano se caracteriza por su universalidad, su capacidad
de contemplar la sociedad desde el punto de vista de lo común, y no desde un
punto de vista personal. Es decir, su capacidad de dejar a un lado el prisma
propio. La democracia está fundada sobre la idea de que todos, gracias al sentido
común ya la educación, podemos acceder a ese punto de vista universal, que es
el que forma al ciudadano. Pero ya en las antiguas democracias, la élite
recelaba del pueblo y a veces incluso lo a usaba, a todo el pueblo entero o a
una parte al menos, de faltar a lo universal, de estar demasiado pendientes de
sus propias pasiones e intereses particulares en detrimento de lo común. El que llamamos demagogo atiza
esas pasiones en el pueblo. El adulador del pueblo opone el bienestar al bien,
la facilidad a la realidad, el presente al porvenir, las emociones e intereses
primarios a los intereses sociales, elecciones que son siempre éticas. El
medio popular, ¿está más dominado por sus pasiones particulares que la élite?
Esa idea oligárquica sigue viva, tenazmente, en el seno mismo de la democracia.
El populismo recurre a la demagogia, pero de un modo
totalmente distinto, como veremos.
Hace un siglo el populismo no era un insulto, sino un término
que designaba a un partido o a un grupo político específico, en Estados Unidos
o en Rusia. La palabra tomó su acepción peyorativa a principios del siglo XXI. Entre
los dos sentidos se produjo un cambio importante: el movimiento emancipador de
la Ilustración perdió en gran parte el apoyo popular. Y esa pérdida se vio como
una traición. Lenin ya había sufrido una decepción de este tipo, al darse
cuenta de que el pueblo ruso quería algo distinto a hacer la revolución, cosa
que le condujo a utilizar el terror. Hoy en día asistimos a ese mismo
fenómeno: la izquierda tiene la sensación, bastante justa, de haber perdido al
pueblo.
¿Y cómo lo ha perdido? El elemento propiamente popular no
se adhiere ya a las convicciones de la izquierda, de ahí el populismo, una palabra
despectiva que responde a la traición del pueblo a sus defensores.
Igual que el pueblo ruso se oponía a Lenin porque se aferraba
a su tierra, a su religión y a sus tradiciones, el elemento popular europeo se
opone hoy en día a la ideología moderna a la cual se adhiere la opinión
dominante, considerando que la globalización va demasiado lejos, que la liberalización
de las costumbres va demasiado lejos, que el cosmopolitismo va demasiado
lejos, Se convierte por tanto en el adversario número uno, el wanted de
la época contemporánea, en razón de su peligrosa irreductibilidad a la visión
elitista de la emancipación de la Ilustración.
Lo
opuesto a la emancipación de la Ilustración es el arraigo en lo panicular
(tradiciones, ritos, creencias, grupos restringidos). La clase popular tiene
la sensación de que la elite ha llevado demasiado lejos la emancipación, desde
todos los puntos de vista y en el sentido de una indiferencia hacia los
principios y las costumbres de los grupos restringidos. Por eso se irrita y por
eso se convierte en un adversario para la élite. La elite no responde mediante argumentos,
sino con desconsideración: describe al particular como un rematado idiota, con
el fin de camuflar su estatus de enemigo ideológico. Dice que no entiende nada,
pero solo para no tener que argumentar contra su opinión inoportuna.
Dicho
de otro modo, una parte del elemento popular defiende el arraigo, en oposición
a la emancipación posmoderna. Y la élite, descontenta con semejante traición,
interpreta esa defensa del arraigo como simple egoísmo. Por ejemplo: si la
gente sencilla anuncia que prefiere conservar sus tradiciones propias, en lugar
de que se le imponga las de una cultura extranjera (enviar a sus hijos a
escuela donde sus compañeros hablen francés), se deduce que son egoístas y
xenófobos. O en otras palabras, que son idiotes, particulares incapaces
de elevarse a lo universal, y por lo tanto malos ciudadanos, a la vez imbéciles
(no comprenden el universalismo cosmopolita) y unos cabrones (no aman a lo
demás). En realidad no son ni una por lo general: sencillamente, estiman que la
emancipación que abole las fronteras ha ido demasiado lejos, ya que todos
tenemos necesidad de fronteras y de diferencias, y de basarnos en
particularidades.
Sobre
esa asimilación voluntaria reposa el populismo de hoy en día. El particularismo
era en los antiguos una insuficiencia cultural; ahora se ha convertido en un
cuestionamiento ideológico. Y como los partidarios de la emancipación
de la Ilustración consideran que su pensamiento representa el bien absoluto y
no soporta ningún debate, ven a los contradictores como unos tarados y unos
viciosos.
Así es
como el populismo del siglo XIX en Rusia, en América, visto objetivamente como
una corriente política entre otras, se ha convertido hoy en día en un insulto.
Así es como lo «popular» se ha convertido en adversario.
Estas
observaciones nos conducirán a precisar aquí la oposición entre el pensamiento
del arraigo y el pensamiento de la emancipación. La necesidad que tienen las
sociedades humanas de conseguir un equilibrio, siempre frágil, entre esos dos
polos, nos indica hasta qué punto los «populismos» remiten a exigencias
fundacionales, y no solamente a los caprichos de unos tontos o a unos deseos
cínicos. Es posible que los populismos de hoy en día no hagan más que sacar a
la superficie, aunque de manera simplista e inocente, las terribles lagunas de
la posmodernidad.
Y
finalmente llegaremos él intentar comprender por qué, sin que la realidad
cambie, la izquierda es popular y la derecha populista. Y de qué forma se
explica ese menosprecio, a través de un campo léxico impresionante: el del
ensimismamiento, la frustración y la tontería.
La
obsesión contemporánea por el populismo denota el aspecto más pernicioso del
pensamiento contemporáneo. El menosprecio de clase es tan odioso, a su manera,
como el menosprecio de raza, y sin embargo en Europa, mientras esto último es un
crimen declarado, lo primero es un deporte nacional.
Chantal Delsol. Populismo. Una defensa de lo indefendible. Madrid 2015. pp 11-16.
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