«Morir con un libro en las manos es
una bella muerte»
LA
cálida voz de la señora Jünger llegaba a Barcelona por teléfono desde
Wilflingen, remota aldea de la Alta Suabia; el tono era invitador:
-Los aguardamos, pues, el día 5 de marzo.
-De
acuerdo. Allí estaremos. Sábado, 4 de marzo. Stuttgart. Cena en casa de Michael
Klett, el amigo y editor de Jünger. Cuatro horas de distendida charla, con
muchas anécdotas sobre el escritor.
Día
5, domingo. En ruta hacia Wilflingen. Hoy el cielo está despejado, pero aún
hace frío; en Tubinga la hermosa fuente de la plaza del Ayuntamiento se halla
todavía recubierta por las defensas de madera contra la nieve y el hielo. La
planicie de la Alta Suabia es casi siempre ondulada; bosques y bosquecillos
alternan con las superficies de sembrado.
Wilflingen
es un anejo de una población cercana. Landenenslingen. Consta de unas pocas
calles y unas cuantas casas; las construcciones recientes son pocas y las
calles están limpias y, hoy, desiertas. Las casas, casi todas ellas domicilios
unifamiliares, tienen en su parte trasera un huerto jardín. El edificio
principal de la aldea es sin duda el castillo de los Stauflenberg. No son pocas
las construcciones que llevan sobre el dintel de su puerta principal el escudo
de armas de esa estirpe. Por ejemplo, ésta a la que nos encaminamos. Es un
recio edificio de piedra, construido en 1728, y tiene cuatro alturas. El tejado,
a cuatro aguas; la fachada principal, al oeste. De las siete ventanas del
segundo piso, las dos del extremo izquierdo corresponden al cuarto de trabajo
de Jünger. En esta casa vivieron durante dos siglos los guardabosques mayores
de los Stauffenberg. Desde abril de 1951 la habita el escritor. En tiempos de
adversidad le fue ofrecido aquí generoso refugio; primero, en julio de 1950, en
el propio castillo, y luego, desde la citada fecha, en esta casa.
Abre
la puerta la señora Jünger. Cordial, sonriente, vestida con sencilla elegancia.
Nos invita a subir la escalera de madera, que, como me comentó hace años, ella
baja y sube tantas veces al día. Junto al arranque de la escalera hay en la
pared un gong; seguramente servirá, en esta casa de once habitaciones, para
avisar las horas de la comida y para otras llamadas. Cuando entramos en la
biblioteca que precede al estudio de Jünger, a través de la puerta abierta veo
al escritor sentado a su mesa de trabajo. Tan pronto oye la voz de su esposa
que dice «ya han llegado» se levanta
de golpe con una agilidad de felino, y con pasos elásticos, pero reposados,
viene a saludarnos. Un cálido apretón de manos, lleno de vitalidad; en su
rostro veo unos ojos que sonríen. Están serenos, tranquilos. Jünger no concede
entrevistas periodísticas en el sentido habitual, pero está siempre abierto a
mantener un encuentro humano, un diálogo. Siente verdadera alergia por los «aparatos»; ninguno de ellos, ni
magnetófono, ni vídeo ni ningún otro artilugio turbará las horas de conversación
que vendrán. Aún de pie, me enseña los tres volúmenes de la edición del «Quijote» comentada por Vicente Gaos, que
le regalaron hace años en Bilbao.
El
proceso de la muda
Una
voz sentados todos en cómodos butacones bajos, Jünger cruza las piernas y junta
las manos en una actitud muy típica suya. Con los ojos bajos, parece adoptar en
ese momento la postura del padre Lampros descrita por él en «Sobre los acantilados de mármol». Le
transmito saludos de amigos y le comento la impresión que me ha causado Wilflingen.
Le pregunto si se encuentra a gusto en esta aldea y, sin alzar los ojos, dice
varias veces que sí. ¿Por qué? En ese momento levanta los ojos y me mira:
-Porque aquí nos conocemos todos. Yo conozco
a todo el mundo y todo el mundo me conoce a mí. En los bautizos acompañamos a
los vecinos a la iglesia, y en los entierros, al cementerio. Recuerde lo que
dice Lutero en su «Catecismo»; «Buenos amigos, fieles vecinos».
(Efectivamente,
Lutero en su «Catecismo», al explicar
las peticiones del Padre Nuestro, dice que del «pan nuestro de cada día» forman
parte también «los buenos amigos y los
vecinos fieles». Es una frase que se usa como proverbio en Alemania.)
-También está, naturalmente, la proximidad de
los bosques. Sobre todo desde 1933 no puedo prescindir de ellos.
Jünger
vuelve a bajar los ojos. Le recuerdo que cuando en octubre de 1943 visitó él al
pintor Braque en su estudio de Montsouris (Braque tenía entonces 61 años y
Jünger 48) le preguntó por las experiencias que había tenido con el envejecer.
Ahora a él le faltan tres semanas para cumplir los cien años; seguramente sabrá
qué es eso. Jünger sonríe y mueve varias veces 1a cabeza; duda, y, por fin,
señala un libro que está sobre 1a mesa: se titula «Siebzig verweht IV», y es su última obra, el tomo sexto de sus Diarios, aparecido la semana anterior;
un grueso volumen de 500 páginas, que abarca los años 1986-1990.
-Pues… si uno permanece productivo, el
envejecer es también una serie de cambios de piel. A mí me pasa en este caso lo
que a las serpientes; mientras dura el proceso de la muda, que aquí seria la
“producción» del libro, la vista se les enturbia a las serpientes. Pero una vez
que se han desprendido de la piel, sus ojos se vuelven brillantes y su
capacidad visual aumenta de modo extraordinario. En este momento yo me
encuentro en esa situación.
Y
suelta una de sus breves carcajadas, que serán frecuentes a lo largo de la
conversación. Entretanto la mujer de Jünger ha traído café y bombones de
chocolate. Es increíble la agilidad con que esta ya no tan joven señora se
mueve por el piso de madera, sobre el que se ven numerosas alfombras. Trato de
ayudarla, pero lo impide. El escritor, que no se ha servido azúcar en su taza,
la toma con rapidez y bebe todo su contenido de un solo trago. Observo cómo va
vestido hoy: de punta en blanco. Un impecable traje azul marino, una camisa
clara a rayas y una hermosa corbata floreada, con un nudo perfecto. Bien
rasurado. El momento del café se presta a hablar de Alemania. ¿Qué les pareció
la caída del muro? Los dos responden a coro y enérgicamente que nunca dudaron
de que alguna vez ocurriría y que su alegría fue inmensa.
-Yo -dice Jünger- siempre tuve la esperanza de que Alemania volvería a unificarse. Estaba
completamente seguro de ello. De lo que ya no estaba tan seguro es de que
pudiera vivirlo. Por ello me sorprendió la rotundidad con que el canciller
Kohl, que estuvo en esta casa poco antes, me aseguró que el acontecimiento era
inminente. La noche del 9 de noviembre de 1989 mi hijo Alexander me llamó desde
Berlín y por el teléfono pude escuchar los gritos de júbilo de la muchedumbre.
Mis dos nietos estaban tan fuera de sí de alegría que se subieron al muro y.
como tantos otros jóvenes, se pusieron a bailar sobre él. Aquella noche nos
quedamos ante el televisor hasta bien entrada la madrugada.
-¿Qué
sentido le ve a ese acontecimiento?
-Naturalmente, no lo interpreto en el sentido
de un despertar nacional, sino como parte de un nuevo encuentro entre el Este y
el Oeste, como un deshielo de fronteras dentro de la evolución general hacia el
Estado mundial. Deseemos que el mundo se vuelva más pacífico.
La
eternidad del placer
-¿Y
el futuro?
-Soy optimista. Nos hallamos en la edad de
los titanes. Los dioses se han retirado, pero no han muerto, como dijo
Nietzsche. Volverán. El Estado mundial, que ya es una realidad en tantas cosas,
tendrá también su configuración política. Y espero que haya una gran paz.
-Esa
frase de Nietzsche...
-La frase de Nietzsche «Dios ha muerto», como toda su filosofía, es propia de
titanes. Vea usted un ejemplo. Nietzsche afirma que «el placer quiere
eternidad». Pero en eso se equivoca. El
orgasmo, por poner un caso, no quiere eternidad, sino intemporalidad; quiere
que el tiempo quede suspendido, que no fluya. La eternidad del placer sólo la
quieren los titanes.
-Pero
usted inventó la «movilización total».
Jünger
se endereza en su asiento y su respuesta es firme:
-Yo no inventé la movilización total, sino
que la descubrí, que es cosa completamente distinta. Ella estaba allí desde
hacía tiempo. Y la describí. De esa fórmula mía, como de otras, se hizo por
algunos un uso perverso. Pero es una de tantas cosas que tiene que soportar
quien dice lo que ve. Entretanto hemos comprobado que países tanto democráticos
como totalitarios han decretado en su momento la movilización total. Y siguen
haciéndolo.
Un
comentario sobre ciertas apariencias externas hace que Jünger se levante. Miro
la erguida espalda del escritor que camina hacia su estudio y veo por encima de
sus hombros, alineada sobre una estantería, su famosa colección de relojes de
arena antiguos. ¿Los usará para sus lecturas y meditaciones? Regresa con una
foto, que me regala y firma: «Ernst
Jünger. 1920».
-Así era yo entonces.
El
mismo de ahora. Sólo la cabellera se le ha vuelto completamente blanca. Y,
naturalmente, el terso rostro de entonces se ha llenado de las arrugas del
placer y del dolor. Le digo que dentro de unos días se publicará en España el
tomo tercero de sus Diarios y que en
mayo aparecerá la traducción de su tratado «Sobre
el dolor». Estas cosas le llenan de alegría. Me pregunta con mucho interés
por las críticas que tuvo en España su libro «La tijera». Jünger no es un hombre insensible, ni mucho menos. Las
críticas fundadas las agradece, aunque pocas veces responde. En cambio las
insidias, las calumnias, el odio lo irritan y provocan indignación en él.
-¿Por
qué es usted un «hombre discutido»?
-Es un título que me cae bien. Siempre he
tenido enemigos, incluso «perseguidores de oficio», por así decirlo. El que yo
sea discutido no se debe a las cuestiones políticas, sino, a mi parecer, a mi
relación con la muerte.
Se
produce en medio de la conversación uno de esos silencios profundos, tan
normales en las conversaciones alemanas, pero que a veces sorprenden a los
meridionales no acostumbrados a ellos.
La
señora Jünger nos sirve una segunda taza de café y el escritor vuelve a beber
la suya con la misma presteza que antes. Al ser retirado el servicio de la mesa,
vienen a ella los libros. La habitación en que nos encontramos tiene cubiertas
todas las paredes de estanterías repletas de libros. Es su biblioteca más
personal, la de uso más frecuente, situada junto a su cuarto de trabajo. Sobre
la repisa de una de las dos ventanas de la habitación, numerosas fotografías de
familiares y amigos. Pero toda la casa es una inmensa biblioteca. El Estado
alemán, me explican, acaba de adquirir la totalidad del legado
artístico-1iterario de Jünger. Todos sus manuscritos, miles de libros: casi
cien mil cartas, también las obras de arte. Cuando el escritor falte, toda esta
riqueza será trasladada al Archivo de la Literatura Alemana situado en Marbach
am Neckar. La señora Jünger, que fue antes archivera en Marbach, aclara:
-Allí
estarán todos juntos, de modo muy parecido a como ahora se encuentran aquí, en
un edificio propio.
(Con
dolor pienso en lo que ocurre en España con los legados de los grandes
escritores.)
¿Vida
sin literatura?
Pregunto
al escritor por su relación con la lectura:
-No
podría existir sin ella. Vivo en los libros casi más que en la realidad. Si no
tengo algo mejor a mano, leo lo que encuentre, aunque no me guste. Tiene que haber
en la lectura algo más que la mera incorporación de contenidos. En la antigua
China la destrucción de un papel escrito se consideraba un-sacrilegio. En todo
caso, aparte de las lecturas que realizo aquí en el cuarto de trabajo y en la
biblioteca, no consigo dormirme sin haber leído antes un par de horas.
Pequeñas
noticias de la vida cotidiana, recogidas al vuelo en el transcurso de la
charla. ¿Lee Jünger periódicos? Sí, uno al día, pero me aclara: «En diagonal».
¿Sigue haciendo sus diarias caminatas por los bosques? Sí, de ellas vuelve
reconfortado. Explica que ahora suele hacer «der kleine waldgang» (me sobresalto, pues esa expresión puede
traducirse por «la pequeña emboscadura»),
y me describe con detalle el itinerario: se sube por la pequeña cuesta del
cementerio... En cuanto mejore un poco el tiempo empezará a cavar el jardín y a
plantar en él legumbres y flores. ¿Sus dos tortugas, Theodolinde y Gigas? Están
abajo. Pero no puede enseñármelas, porque aún no han despertado del letargo
invernal. Seguramente lo harán pronto. Y a propósito de ellas vuelve a hablarme
de los «fieles vecinos». Son unas tortugas muy amantes de la libertad y a veces
se escapan, Pero siempre son traídas por los vecinos que las encuentran. Y hace
un gesto muy expresivo con las manos, imitando la forma como los vecinos le
presentan en la puerta las perdidas tortugas ¿Sigue bañándose a diario con agua
fría? Sí. «Es que, si no, no consigo despertarme». ¿Fuma? Sí, uno o dos
cigarrillos al día, pero siempre en el jardín; y si lo hace en la casa, con la
ventana abierta. Se siente melancólico cuando se despierta por la mañana, pues
duda mucho de que el día llegue a ser tan bello como la noche con sus sueños.
Es
un poco remiso a concretar cuáles son sus lecturas habituales. Pero basta mirar
los libros que tiene a mano, junto a su mesa de trabajo, para imaginarlas:
Goethe, Dostoievski, Joseph Conrad, Nietzsche, las obras completas de León
Bloy, los muchos tomos de las «Memorias» del duque de Saint-Simon, el cronista
de la corte de Luis XIII, una preciosa edición de «Las mil y una noches»,
Heródoto, Plutarco, Casanova, La Biblia.
-¿Sigue
leyendo a diario la Biblia?
-No, diariamente no. De vez en cuando.
Me
atrevo a hacerle una pregunta tal vez impertinente.
-¿Qué
le parece el Papa actual?
Reprime
una sonrisa, duda:
-Creo que siempre es bueno que haya alguien
que a ciertas cosas «diga no».
-¿Pero
no es demasiado conservador?
-Bueno, al fin y al cabo yo también «me
conservo». Así es que en ese sentido
también yo soy un conservador...
El
arte y la divinidad
Volviendo
a las lecturas: los autores predilectos de Jünger son los memorialistas e
historiadores de viejo estilo y también los grandes escritores de cartas.
-¿Cuál
es, según usted, la misión del arte?
-Yo pienso que son dos: acercarnos a la
divinidad y desterrar el miedo a la muerte.
Nuevamente
se produce un silencio como el de antes. Desde las ventanas del estudio del
escritor se divisan al otro lado de la calle los dos bellísimos y centenarios
tilos que flanquean el portal de entrada al castillo de los Stauffenberg.
Aparecen con frecuencia en los diarios de Jünger, sobre todo en los apuntes de
primavera, cuando los árboles están llenos de pájaros que vuelan hasta sus
ventanas cruzando la calle, y en los apuntes de otoño, cuando pierden sus
hojas. El pintor René Magritte, que nunca llegó a ver esos tilos, dibujó
exactamente uno de ellos. En junio de 1956 Magritte le escribía en una carta a
Jünger: «Aquí en Bruselas están cortando
los árboles de los paseos y de las avenidas y derribando muchas casas antiguas,
que son sustituidas por construcciones horribles. Creo que el 'progreso' no ha llegado todavía a Wilflingen para
"mejorarlo". ¡Qué suerte
tiene usted!»
El
tiempo va pasando agradablemente, sin dolor. Son muchos los sueños soñados, son
miles las páginas escritas entre estas paredes; sin duda hay mucho «espíritu»
remansado en esta casa, que Jünger habita desde hace 45 años. Tengo en la mano
la foto que antes me regaló y como en ella aparece con la orden «Pour le
Mérite- le pido que me la enseñe. Le fue concedida en 1918 por el último
emperador alemán, pese a la oposición de Hindenburg. Jünger se levanta rápido como
siempre, va al despacho y vuelve al instante con la condecoración. Coloca el
estuche sobre la mesa, lo abre y me la muestra. Jünger es actualmente el único
caballero vivo de esa Orden, fundada por Federico el Grande. La Orden es
prusiana, no alemana. Prusia ya no existe, pero aún pervive en el último
caballero de la Orden. Cuando él desaparezca, Prusia se habrá extinguido
definitivamente.
-En
su «Historia de la literatura alemana» afirma Klaus Günther Just que «Calle de dirección única» (1927), de W.
Benjamín, «El corazón aventurero»
(1928), de E. Jünger, y «Huellas»
(1930), de E. Bloch, fueron las tres obras en prosa más importantes publicadas
durante la República de Weimar. Y que convergen tanto en su forma (el
fragmentismo) como en su contenido (la orientación al futuro).
Jünger
calla, no hace comentarios.
Una
bella muerte
-Antes
habló de su relación con la muerte. ¿Cómo se muere ahora?
-Antiguamente el campesino, cuando le llegaba
su hora, se metía en la cama, tomaba la Biblia, leía un poco en ella y
expiraba. Hoy el morir ya no resulta tan barato, sino carísimo. Se pagan
cantidades enormes por tener una mala muerte en los hospitales. No es que la
gente tenga hoy más enfermedades, sino que se ha vuelto más miedosa. Morir con
un libro en las manos es una bella muerte.
-¿Y
si hiciera falta una ayuda para los dolores de la agonía?
-El empleo de la morfina me parece
problemático; podría ser un obstáculo para la caminata por los aposentos
sagrados del acercamiento durante el tránsito. Si fuera necesario, me parece
mejor el opio. Huxley ensayó el LSD.
Ha
llegado el momento de hacer la pregunta, pero no sé si atreverme. Casi
tartamudeando, digo:
-¿Y
después?
Largo
silencio de Jünger.
-En mi libro «La tijera» he dicho ya lo suficiente sobre ello. Voy
a contarle una curiosidad. Eurídice (Euridice es una niña con la que el
escritor se cartea) me escribió hace
algún tiempo desde Siena que, según ella, permaneceremos muertos la misma
cantidad de tiempo que hayamos vivido. Un niño que muriese al nacer, volvería
inmediatamente a la vida. Un niño de cinco años, a los cinco años. En cuanto a
mí, me decía que sería castigado por haber vivido tanto, pero que regresaría en
forma de flor o de mariposa.
Me
cuenta que en el buen tiempo, con sol, le gusta lanzar pompas de jabón sobre el
jardín, con un pequeño aparatito, como el que usan los niños.
-Son realmente el símbolo de la fugacidad.
Pero son tan hermosas...
De
la esperanza y el miedo
Jünger
acaricia con los ojos la portada de la traducción española de «La tijera».
Figura en ella un fragmento de «El jardín
de las delicias», el tríptico de El Bosco que se halla en El Prado.
-Ese
cuadro aún no lo ha visto usted. ¿Irá a contemplarlo alguna vez?
Los
ojos del escritor chispean.
Salen
a relucir, como era inevitable, los nazis. Jünger arremete contra ellos y se
mofa de la increíble vanidad de Goebbels. Con inmensa gracia y entre carcajadas
cuenta con una anécdota cómico-picante de la vida galante de aquel ministro de
propaganda.
Ha
llegado el momento de la despedida. Le pido que me escriba en un libro una
máxima para la vida. Se pone serio, medita y por fin, decidido, toma su
estilográfica de tinta azul y estampa en el volumen recién publicado de sus
Diarios estas palabras: «Auf alie Fälle
führt die Hoffnung weiter als die Furtcht» («En todos los casos la esperanza lleva más lejos que el miedo»). Me
entrega el libro con gravedad, pero con una sonrisa. En ese momento siento una
extraña tensión en mí y también, creo, en el propio Jünger. Aún queda una
palabra por decir, una palabra sencilla, pero que yo no encuentro. Jünger se me
adelanta, toma otro libro, la traducción castellana de «Radiaciones II», y escribe: «Mit herzlichem Dank. Für A. S. P.» («Con mi cordial agradecimiento. Para A. S. P.»)
Cuando me entrega el volumen, la tensión ha desaparecido.
Para
el próximo día 29, fecha de su cumpleaños, Jünger ha organizado una pequeña
fiesta en un pueblo cercano, Saulgau. Hace días que me invitó a ella y tiene la
esperanza de que acuda. Dice sin miedo:
-Nos vemos, pues, ese día.
-Allí
estaré.
Un
último apretón de manos. Cuando bato la escalera, me doy cuenta de que Jünger
acaba de hacer un primer uso práctico de la máxima que me ha escrito en el
libro. He visitado a un hombre libre y que hace libres a los demás.
Andrés SÁNCHEZ PASCUAL
ABC Literario. 23
de marzo de 1995. pp. 16-19.
Me hace gracia encontrar esta entrevista, pues recuerdo con cariño a Sànchez-Pascual, cuando en sus clases allà por los 90, nos citaba siempre que podía a Jünger...
ResponderEliminarMil millones de gracias por la entrevista, oro puro.
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