"evito comentarios las emociones mantengo a raya escribo sobre hechos /aparentemente sólo ellos son valorados en los mercados foráneos" Zbigniew Herbert
jueves, 31 de julio de 2008
Fuga mundi
martes, 29 de julio de 2008
¿Natura devorans, natura devorata?
¿Realmente tendría que percibir la naturaleza como ajena y sin corazón? ¿Tendría que estar dispuesto a imaginar que esa alienación respecto a la naturaleza es real, y que una actitud de simpatía, de unidad con ella, es sólo imaginaria? Al contrario: tenemos diversas proyecciones entre las cuales elegir. Nuestra actitud hacia la naturaleza es sencillamente una extensión de nuestra actitud hacia nosotros mismos, y entre nosotros. Somos libres de estar en paz con nosotros mismos y con otros, y por tanto con la naturaleza.
¿O no lo somos?
Ahí está el problema: hubo aquellos cerdos de las S.S. que amaban a la naturaleza como nadie, y que se volvían hacia "ella" como alivio de sus orgías, para seguir siendo, al fin y al cabo, humanos en medio del infierno que habían creado para sí mismos al crearlo para otros. ¡Torturaban a otros y luego se volvían a ponerse en paz con la naturaleza! El problema es éste: que como, de hecho, los más bestiales muchas veces son los que más tienden a hablar en los términos más sencillos e inocentes de la felicidad de la vida, ¿no se deduce que uno no debería permitirse ser feliz en una época como la nuestra, ya que el mero hecho de disfrutar la vida, o cualquier aspecto de la vida le pone a uno automáticamente en connivencia con los que la estropean sistemáticamente?
En cualquier caso, es cierto que hay un naturalismo trillado y completamente falso que es parte del mito totalitario —o sencillamente parte de la mentalidad de la sociedad de masas (campamentos, parques nacionales, multitudes de la playa, etc.)— Pero ¿significa eso que no se puede conservar ninguna pretensión de sinceridad y autenticidad sin rendir culto a lo feo, a lo insignificante?"
domingo, 27 de julio de 2008
Lévi-Strauss y la antigua liturgia católica
Lo que me desconcierta es el empobrecimiento del ritual. Un etnólogo siempre tiene un respeto muy grande por el ritual.
Una sociedad religiosamente viva sería una sociedad capaz de enriquecer su ritual...
El etnólogo no conoce ni una sola sociedad sin dimensión religiosa...
No creo que una sociedad cualquiera pueda apoyarse sobre bases estrictamente racionales. Los hombres, para vivir juntos, tienen necesidad de algo más, de un sistema de valores que conservan al abrigo de toda "contestación" y que constituye un vínculo entre ellos.
El hombre es particularmente exigente respecto a los ritos: cuanto más cambia el mundo cotidiano, tanto más se acoge a la permanencia del rito. El contacto con lo sobrenatural engendra una emoción; la emoción exige y engendra el recuerdo de emociones anteriores. Todo cambio en los ritos provoca el estupor, la interrogación, hasta la incomprensión, la crítica y el rechazo. Es un grave error pensar que los ritos pueden degenerar en la anarquía sin que las creencias lo hagan también"
Entrevista en La Croix, Febrero 1978
miércoles, 23 de julio de 2008
Benedictinos
- La muy interesante introducción al monaquismo en general, y al cristiano en particular, del primer volumen de la colección
- La dificilmente mejorable introducción a San Benito, a la regla benedictina, Gregorio Magno y a los siglos V y VI del segundo volumen.
- El estudio pormenorizado del desarrollo del monacato carolingio, Cluny, San Bernardo, el Cister ... del tercer volúmen y de los dos volumenes del tomo IV
- El estudio de la Francia cisterciense de los siglos XVII y XVIII (incluidas las polémicas en torno a Rancé, La Trapa y Port-Royal) del primer volumen del tomo VII
- El gran estudio del muy olvidado monaquismo cisterciense y benedictino del siglo XIX en el Tomo VIII
- Los estudios en torno a Thomas Merton y a Jean Leclercq incluidos en el segundo volumen del tomo IX....
- etc, etc, etc...
Más sorprendente es que, después de -calculo- más de 12.000 páginas, en el "Post Scriptum", el autor se descuelgue con la siguiente declaración:
"La presente obra no ha querido ser más que un ensayo histórico. Ensayo, en sentido de obra que trata de una materia sin la profundidad, el aparato y la extensión propios de un tratado completo; histórico, en la acepción de pertenecer a la historia, esto es, a la narración verdadera y ordenada de los acontecimientos pasados y cosas memorables, y también de exposición ordenada cronológicamente de los hechos, doctrinas, etc., que tienen relación con un tema o conjunto de temas. Nuestro tema ha sido la tradición benedictina. Tradición en el doble sentido de parethéke o depósito, y de parádosis o transmisión; benedictina, es decir, propia del monacato que, de una u otra forma, reivindica para sí la paternidad del fundador de Montecasino.
Con este propósito en la mente hemos intentado seguir el desarrollo de la tradición benedictina desde sus más hondas raíces y su formación en el remoto siglo VI hasta nuestros mismos días.
Toda división de la historia es arbitraria, pues la corriente de la vida no se interrumpe; sólo se acaba con la muerte. Es también necesaria. Hemos partido nuestro relato en siglos —la división adoptada más comúnmente—, y al frente de cada siglo o grupo de siglos hemos colocado una introducción y al final, una conclusión. Tal vez el lector esperaba, al término de la obra, una más o menos brillante conclusión general. No la encontrará. Por dos razones. Primera, porque la obra ha terminado, pero no la tradición benedictina. Segunda, porque el autor ha preferido que sea el lector mismo quien saque de la lectura sus propias conclusiones, en vez de imponérselas.
La historia es, sin duda, una maestra de vida; pero una maestra a menudo en paro por falta de alumnos que quieran aprovechar sus lecciones. El autor se atreve a esperar que no falten del todo alumnos aplicados que saquen algún fruto de la lectura de su obra. Sería la mejor recompensa de sus afanes. Pues "el componer libros es cosa sin fin y el demasiado estudio fatiga al hombre", dijo Qohelet (Ecles 12,12)."
En fin...
domingo, 13 de julio de 2008
Bruno Schulz
Para quien esté interesado en leer algo de este interesante autor, os dejo un enlace muy interesante a algos textos y dibujos (era un dibujante muy interesante) además de dos estudios, uno de Juan Carlos Vidal; otro de John Updike.
Por mi parte os ofrezco un pequeño texto de Schulz (publicado en sus Ensayos críticos), muy significativo de su manera de ver la literatura, la palabra, la poesía, la realidad. Espero que lo disfrutéis.
La mitificación de la realidad
Lo esencial de la realidad es el sentido. Lo que no tiene sentido no es real para nosotros. Cada fragmento de la realidad vive en la medida que participa de un sentido universal. Las antiguas cosmogonías expresaban esto con la sentencia: "En el principio fue el Verbo". Lo que no es nombrado no existe para nosotros. Nombrar una cosa equivale a englobarla en un sentido universal. Una palabra aislada, pieza de mosaico, es un producto reciente, resultado —ya— de la técnica. La palabra primitiva era divagación girando en torno al sentido de la luz, era un gran todo universal. En su acepción corriente, hoy la palabra es sólo un fragmento, un rudimento de una antigua, omnímoda e integral mitología. De ahí esa tendencia en ella a regenerarse, a retoñar, a completarse para regresar a su sentido entero. La vida de la palabra consiste en que tiende hacia miles de combinaciones, como los trozos del cuerpo descuartizado de la serpiente legendaria que se buscan en las tinieblas. Ese organismo complejo ha sido desgarrado en sílabas, en sonidos, en discursos cotidianos; utilizado bajo esa forma nueva, en su sentido práctico, se ha convertido en un instrumento de comunicación. La vida de la palabra —y su desarrollo— fue desplazada hacia un camino utilitario, y se vio sometida a las normas de la vida práctica. Sin embargo, cuando las exigencias de la práctica se relajan, cuando la palabra liberada de esa presión se abandona a sí misma y vuelve a sus propias leyes, se produce en ella una regresión; tiende entonces a completarse, a encontrar sus antiguos lazos, su sentido; y esa tendencia de la palabra hacia su matriz, su añoranza del remoto origen, nosotros la llamamos poesía.
La poesía son cortocircuitos de sentido que se producen entre las palabras, un repentino brote de mitos ancestrales.
Cuando utilizamos las palabras corrientes nos olvidamos de que son fragmentos de historias remotas y eternas, y que construimos —como los antiguos— nuestra casa con añicos de las estatuas de los dioses. Nuestros y terminos mas concretos son remotísimas derivaciones de los mitos y las historias antiguas. No hay ni un átomo, en nuestras ideas, que no provenga de ahí, que no sea una mitología transformada, mutilada o cambiada. La función más primitiva del espíritu es la creación de fábulas, "de historias". La ciencia ha encontrado siempre su fuerza motriz en el convencimiento de hallar al final de sus esfuerzos el sentido ultimo del mundo, sentido que busca en las alturas de sus artificiales construcciones. Pero los elementos que utiliza ya han sido usados, provienen de historias antiguas desarmadas. La poesía reconoce el sentido perdido, restituye las palabras a su lugar, las enlaza según ciertos significados. Manejada por un poeta, la palabra adquiere conciencia, podríamos decir, de su sentido primero, se desarrolla espontáneamente según sus propias leyes, recupera su integralidad. De ahí que toda poesía sea una creación mitológica, que tiende a recrear los mitos del mundo. La mitificación del inundo no ha terminado. Ese proceso únicamente ha sido obstaculizado por el desarrollo de la ciencia, empujado a una vía secundaria donde permanece, separado de su sentido. La ciencia tampoco es otra cosa que un esfuerzo por construir el mito del mundo, puesto que el mito está contenido en los elementos que ella utiliza y nosotros no podemos ir más allá del mito. La poesía alcanza el sentido del mundo por deducción, anticipando, a partir de grandes atajos y audaces aproximaciones. La ciencia apunta al mismo fin por inducción, metódicamente, teniendo en cuenta todo el material de la experiencia. Mas, en el fondo, ambas buscan lo mismo.
Incansablemente, el espíritu humano añade a la vida sus glosas –los mitos, incansablemente intenta "conferirle un sentido" a la realidad. La palabra, abandonada a sí misma, gravita, tiende hacia el sentido.
El sentido es el elemento que arrastra al ser humano al proceso de la realidad. Es un dato absoluto y que no puede ser deducido de otros datos. Es imposible explicar por qué algo nos parece "sensato." Atribuirle un sentido al mundo es una función indisociable de la palabra. La palabra es el órgano metafisico del hombre. Con el tiempo, la palabra se anquilosa, deja de vehicular sentidos nuevos.El poeta le devuelve a las palabras su virtud de cuerpos conductores, creando acumulaciones donde nacen tensiones nuevas. Los símbolos matemáticos son un desarrollo de la palabra en nuevos domínios. La imagen es también un derivado de la palabra, de la que todavía no era signo, sino mito, historia, sentido.
Normalmente consideramos la palabra como una sombra de la realidad, como un reflejo. Sería más justo decir lo contrario. La realidad es una sombra de la palabra. La filosofía es, en el fondo, filología, estudio profundo y creador de la palabra.
Primera edición: Studio nº 3-4, 1936.
martes, 8 de julio de 2008
Hans Urs von Balthasar sobre El arte de la fuga de J.S Bach
Ahora queda sólo un camino: tiempo valioso es éste...
(Stefan George)
Después de que ha caído el sueño de la armonía y se ha disipado la embriaguez de los colores; después de que los de abajo se han cogido los jirones y los desechos de la fiesta y se han zambullido en el caos de lo exótico, en el que ya no se dan ni gradación ni calidad, los más serios se encuentran desamparados en la decadencia generalizada. Sin embargo, muchos retroceden a tientas hacia el insidioso camino triple en el que los abandonó el ángel protector de los buenos caminos, y se acuerdan del tiempo cuando se imaginaba lo imaginario a partir del saber de todos, cuando la figura era configurada a partir de los trazos de todos. Entonces el maestro apenas era nombrado, pero la imagen era llevada en triunfo por las calles. Con el inicio de esa época en la que el arte es llamado en general arte romántico, se comenzó a falsear patéticamente esta relación que desde antiguo era considerada como esencialmente adecuada al arte: la relación del artista con la sociedad. El artista ya no quiso la gloria de su obra, sino del precio de sí mismo. Él solo se eleva hasta el cielo para robar el fuego divino, no como quien ha sido enviado, sino como donador temerario, y, porque en su orgullo, no como oración de todos, se elevaba por encima de la comunidad, fue encadenado por su individualismo y engañado por su ambición de máximos derechos, y el humo de su fuego fue más abundante a que su claridad. Porque mientras él buscaba apartado y se comportaba hacia los demás sólo gestualmente, Uno más grande atravesaba la comunidad, no abrazando desde fuera a los millones, sino vinculándolos íntimamente; y para esto Él nos daba también el nombre: Corpus mysticum. ¿Para qué aún el tender sin sentido y errante, cuando Dios se une a nuestra forma en el caminar amante y cumple por sí mismo lo que nosotros apenas podíamos desear?
En la coral gregoriana la conciencia de la comunidad de los hombres del medioevo se expresó del modo más completo y adecuado. Ella es esa monodia pura tal como fue imaginada, desde las escuelas de canto en la época de su apogeo hasta la grave e inabordable belleza de sus líneas regias, por la misma pasión estética a la que agradecemos también los contornos monumentales de los grandes frescos, pasión transmitida en los fastuosos códices de su tiempo, subestimada en cuanto a construcción y aportación por nuestro pasado inmediato, y cuya vitalidad apenas barrunta nuestro presente. Entonces se dispensaba al acorde de sus partes. Los tonos concomitantes: la octava, la quinta y la cuarta, fueron ciertamente cantados autónomamente junto al tono fundamental más tardíamente, pero sólo para procurar al único sonido un nuevo color y plenitud, y esto sin sacrificar la esencia de lo unísono.
Las escuelas holandesas fueron las primeras que comenzaron a interpretar consecuentemente este nuevo estado de cosas como acorde, y tejieron sus sonidos haciendo esas maravillosas telas en las que las voces se mueven autónoma y armónicamente, pero sólo en un conjunto lleno de sentido. ¿Quién desearía quitar del portal gótico las estatuas, retirarlas de su conjunción con zócalos y columnas? La sencillez servicial de todas las partes quería sólo elevar la obra a esa altura.
Pero cuando despertaba la nostalgia por la forma bella de la figura griega, el orden de la unidad sonora se convirtió en cárcel y cadena. La voz quiso ser soberana —moviéndose en sí misma acabada y sin relaciones—. Los maestros alemanes trajeron del sur el nuevo estilo y se encendió una lucha entre la tradición y la novedad foránea. Porque en la unidad desplegada, dijeron los filósofos, yacía el mundo entero y su reflejo bastaba para conocer el todo. La voz liberada recorrió orgullosa el tiempo de la música, seguida, acompañada por la admiración de los demás. El acompañamiento, sin embargo, se convertía sin ella en algo carente de sentido, materia muerta.
Pero la lucha terminó con la victoria de ambas partes. La época que supo construir con la monadología un puente entre el micro y el macrocosmos, de modo que no sólo la persona excepcionalmente dotada fuese elevada a símbolo, sino que cada una podía encontrar su puesto en la armonía universal, fue también la época que dio a luz la fuga. Porque así como la mónada es persona y alberga en sí cada punto del espacio y del tiempo y, aunque carece de ventanas, permanece en su esencia abierta a todas las otras e inmemorialmente dispuesta en la línea ininterrumpida de los seres, del mismo modo en la fuga la voz ya no es sumergida en la posición únicamente de servicio a la armonía, sino que más bien, incalculablemente grande como parte y a la vez espejo del todo, se encuentra dispuesta en el orden del desarrollo y, sin embargo, causando y mandando el desarrollo mismo. Y así como existe la libertad de la mónada de colaborar en el ordenamiento predeterminado del mejor de todos los mundos, existe también la libertad de la voz para cooperar en la regulación de la forma musical.
Esta tensión interior es la esencia de la fuga, cuya belleza plenamente desarrollada llegó a madurez en El arte de la fuga, la última gran obra de Juan Sebastián Bach. El arte de Bach fue la perfección de la fuga y, por eso, su fin. El gran maestro supo configurar no sólo la dramática anímica del hombre religioso en sus Pasiones y en las Cantatas de iglesia —éstas son com-pasión y co-alegría junto a la pasión y la alegría divinas—, sino que pudo también poner de relieve con la más clara visión inteligible la representación cristiana del orden, de la comunión y de la conciencia del hombre justamente dispuesto en el orden: esto es el arte de la fuga, en el que él pudo, por eso mismo, dejar de lado el páthos aumentativo del sentimiento, a diferencia de las obras vocales, las cuales exigen la co-vibración de todo el hombre sensible. Porque así como las imágenes acompañantes no son condición del pensamiento, sino, a lo más, su soporte y estímulo, así tampoco se puede espiar con esta visión, mediante un entusiasmo ilícito, la íntima matemática y armo4 nía de la comunión. Ella descubrirá sus leyes sólo a la paz del espíritu purificado. El intento de ejecutar esta obra con sensibilidad romántica significó un error. Porque el romanticismo, con su culto de la personalidad, se encuentra desvalido ante una obra en la que la persona del artista es cancelada. El tema no es interesante en el sentido romántico; sin luz ni color, con seriedad pero sin tristeza, se avanza por las diecinueve fugas siempre moviéndose en la glorificación de la humildad religiosa que apagaba del todo en el mismo maestro el interés por la difusión de sus obras. ¡Con cuánta frecuencia una ciega causalidad las recibió! ¡Cuántas se han perdido! Con la muerte de Bach la mano extra fuerte decayó. Las voces quebraron la abrazadera de la forma de la fuga y siguieron el clamor seductor por liberarse del orden. En Mozart la voz singular encontró en la forma de la cantinela y de la coloratura, su sello más genial. Beethoven admitió que le resultaba pesado llenar de contenido una fuga. La voz estaba deshabituada al diálogo. El aliento hace más breve. El romanticismo encuentra con el Lied reelaborado su forma artística más adecuada, hasta que también se atrofia en simple motif, pero el acompañamiento se hincha con pompa innatural, y como representante del proletariado coge desprevenido a estos últimos señores: crepúsculo de los dioses. Lo que parecía meta y recompensa —sensación y sentimiento—se volvió castigo. Porque sólo desde las alturas del orden religioso nos es concedido el disfrute puro de este fruto, que se convierte en don para todos los que lo quieren obtener desde abajo. Al que está rectamente dispuesto todo lo está permitido. No se trataba de temeridad cuando Bach en la triple fuga en mi bemol osaba presentar lo más extasiado en imagen y semejanza: el misterio de los tres anillos del Paraíso que circulan uno en el otro, la comunión de la Trinidad. La libertad del orden vinculado es más grande que la libertad de la voz solitaria.
Las hojas muertas son libres en el viento; servicio
son las estrellas diseñadas ante el trono
del Señor: el canto de alabanza no me deja ser el grito,
¡oh, corazón de los órdenes! No me dejes ser libre,
ser libre es nada: ¡yo quisiera... que yo fuera tuyo!
(Rudolf Borchardt)
lunes, 7 de julio de 2008
Un poema para el final del siglo
Y el concepto de pecado había desaparecido
Y la tierra estaba lista
En paz universal
Para consumir y disfrutar
Sin dogmas y utopías,
Yo, por razones desconocidas,
Rodeado por los libros
De profetas y teólogos,
De filósofos, poetas,
Buscaba una respuesta,
Frunciendo el ceño, gesticulando,
Caminando de noche, refunfuñando al amanecer.
Lo que me oprimía en demasía
Era un poco vergonzoso.
Hablando de ello en voz alta
No mostraría ni tacto ni prudencia.
Podría incluso parecer un agravio
En contra del bienestar de la humanidad.
¡Ay de mí!, mi memoria
No quiere dejarme
Y en ella, la vida comienza
Cada una con su propio dolor,
Cada una con su propio morir,
Con su propia turbación.
¿Por qué entonces la inocencia
En playas paradisiacas,
Un cielo impoluto
Sobre la iglesia de la higiene?
¿Será porque eso
fue hace mucho?
A un hombre santo
-Así dice un cuento árabe-
Dios le dijo con maldad:
"He revelado a tu pueblo
Cuán gran pecador eres,
Ellos no te podrán alabar."
"Y yo", contestó el devoto,
"Les he descubierto a ellos
Cuán misericordioso eres,
Ellos no se preocuparán por ti."
¿A quién recurriría
Con asunto tan oscuro
De dolor y también de culpa
En la estructura del mundo,
Si ninguno aquí abajo
O allá arriba en las alturas
Puede abolir
La causa y el efecto?
No piensen, no recuerden
La muerte en la cruz,
Aunque cada día Él muera,
El único, el siempre-amado,
Aquél que sin necesidad alguna
Consintió y permitió
Existir a todo lo que es,
Incluyendo las garras de tortura.
Completamente enigmático
Enredo imposible.
Mejor dejar de hablar aquí.
Este lenguaje no es para personas.
Bendita sea la jubilación.
Vendimias y cosechas.
Aun si nadie
Tiene la serenidad garantizada.
viernes, 4 de julio de 2008
Gloria
Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza, última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien y su indisociable unión. La belleza desinteresada, sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. La belleza, que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión y que, sin embargo, cual máscara desprendida de su rostro, deja al descubierto rasgos que amenazan volverse ininteligibles para los hombres. La belleza, en la que no nos atrevemos a seguir creyendo y a la que hemos convertido en una apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos. La belleza, que (como hoy aparece bien claro) reclama para sí al menos tanto valor y fuerza de decisión como la verdad y el bien, y que no se deja separar ni alejar de sus dos hermanas sin arrastrarlas consigo en una misteriosa venganza. De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre (pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués) podemos asegurar que —abierta o tácitamente-- ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar. El siglo XIX se aferró todavía con un entusiasmo apasionado al ropaje de bellezas huidizas, a las boyas flotantes del mundo antiguo que se hundía («Helena abraza a Fausto, lo corpóreo desaparece, el vestido y el velo se le quedan entre las manos... Los vestidos de Helena se disuelven en nubes, envuelven a Fausto, lo elevan hacia las alturas y se disipan con él», Fausto II, acto 3°); el mundo iluminado por Dios se reduce a sueño y apariencia, romanticismo, y pronto será sólo música; pero, cuando la nube se desvanece, queda una imagen insoportable de la angustia, la materia desnuda; y, dado que todo se ha desvanecido y, sin embargo, se siente la necesidad de abrazar algo, el hombre de nuestro siglo corre obligado hacia ese himeneo inalcanzable que, a la postre, le hace detestar toda forma de amor. Ahora bien, aquello que revela al hombre su impotencia, aquello que le es imposible someter, le resulta insufrible; por eso no tiene otra alternativa que negarlo o rodearlo de un silencio de muerte.
En un mundo sin belleza —aunque los hombres no puedan prescindir de la palabra y la pronuncien constantemente, si bien utilizándola de modo equivocado—, en un mundo que quizá no está privado de ella pero que ya no es capaz de verla, de contar con ella, el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. Al fin y al cabo es otra posibilidad, e incluso más excitante; ¿por qué no sondear las profundidades satánicas? En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, también los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. Los silogismos funcionan como es debido, al ritmo prefijado, a la manera de las rotativas o de las calculadoras electrónicas que escupen determinado número de resultados por minuto, pero el proceso que lleva a concluir es un mecanismo que a nadie interesa, y la conclusión misma ni siquiera concluye nada...."
jueves, 3 de julio de 2008
"Brabisimo!"
Parece que la obra contemporánea desempeña otro registro muy diferente el que juega. El tiempo del disgusto ha reemplazado a la edad del gusto. Exhibiciones del cuerpo, desacralización, rebajamiento de sus funciones y de sus apariencias, morphings y deformaciones, mutilaciones y automutilaciones, fascinación por la sangre y los humores corporales, y hasta los excrementos, coprofilia y coprofagia: de Lucio Fontana a Louise Bourgeois, de Orlan a Serrano, de Otto Mühl a David Nebreda, el arte se ha empeñado en una extraña ceremonia en donde lo sórdido y la abyección escriben un capítulo inespera-do de la historia de los sentidos. ¿Mundus immundus est?
El Parménides adelantaba que la mugre y el pelo son dos cosas para las que no existe ninguna Idea. De lo Bello ideal de Platón a lo que podría llamarse, a partir de aisthesis (la sensación) y a partir de stercus (los excrementos), una estética de lo estercóreo, ¿qué ha pasado? Los escritos de Bataille y de Sartre, en los años 30, situados bajo el signo de un sacer ambiguo, anunciaban esta evolución. Y el pesimismo de Freud, que afirmaba que era imposible conciliar las reivindicaciones de la pulsión sexual y las exigencias de la civilización, parece justificarse ante nuestros ojos.
Sin embargo, se plantea el siguiente problema: ¿en qué los responsables de las grandes instituciones culturales, en Cassel, en Londres, en Nueva York, en París, en Venecia, tienen interés en bendecir esta ritualidad de una fisiología desnuda?