miércoles, 30 de marzo de 2022

"Conversación con Joan Perucho. La imaginación bizantina y otras historias" (Mercedes Monmany, Pueblo (Sábado literario), 4 de abril de 1981).

 


Conversación con Joan Perucho

La imaginación bizantina y otras historias

 

Aunque la obra del escritor catalán Joan Perucho (1920) ha sido prácticamente traducida en su totalidad al castellano, sigue siendo, de forma incomprensible, un escritor divulgado escasamente entre minorías, más allá de las fronteras originarias. Perteneciente a una brillante generación de poetas como son Joan Brossa, Josep Plau i Fabra —con quienes, por otro lado, enlaza a través de la magia del primero, y con los «Poemes de l’alquimista» del segundo—, Gabriel Ferrater, Salvador Espriu o Joan Vinyoli, se retira muy pronto de este campo, tras publicar cuatro libros: «Sota la sang» (1947), «Aurora per vosaltres» (1951), «El médium» (1954) y «El país de les maravelles» (1956). En el campo de la narrativa catalana actual, muy pocos autores —en el caso español esto se reduciría a Cunqueiro— han tratado con su constancia y devoción esa tradición literaria normalmente calificada como «fantástica». Sólo casos aislados, contemporáneos suyos, como el excelente Jordi Sarsanedas y Pere Calders, ha frecuentado estos parajes.

LA obra en prosa de Joan Perucho, caracterizada por su afición a las «historias apócrifas», comienza en 1953, con la poética «Diana i la Mar Morta», a lo que seguirá «Amb la técnica de Lovecraft» (1956), ambos incluidos en el volumen «Roses, diables i somriures» (1965). Asimismo, tiene una trilogía, especie de «Historia Natural», formada por «Els balnearis» (traducida en 1963, como «Galería de espejos sin fondo»); «Botánica oculta» (1969), y por «Monstruari fantástic» (traducido como «Bestiario fantástico», en 1977). Hasta el momento, tiene en su haber dos novelas: «El llibre de cavalleries» (1957), traducido al castellano en 1968, y «Les histories naturals» (1960), también en versión castellana del 1978. Colaborador frecuente en la Prensa de Barcelona —«La Vanguardia», «El Periódico»— tiene también publicados diversos libros y ensayos sobre arte —de 1960 a 1969 llevó en la revista «Destino» una sección titulada «Invención y criterio de las artes»—, gastronomía, o erotismo («La sonrisa de Eros», 1968). Su última obra aparecida es «Museu d’ombres» (Edicions 62. Barcelona, 1981).

En esta entrevista también se habla, y puede muy bien servir cómo homenaje póstumo del también escritor, gastrónomo y erudito Álvaro Cunqueiro. Con él se ha ido una parte irrecuperable y espléndida de nuestra literatura, llena de poesía, ingenio y una ingente vastedad cultural, nunca reconocida con todo su merecimiento, Sus innumerables personajes y aventuras míticas fueron verdaderamente inverosímiles, por el contrario de Perucho, que como dijo en su día el historiador Antón Comas —igualmente desaparecido hace muy poco— introduce el dato apócrifo, subrepticia o descaradamente, con la condición tan sólo de que éste sea verosímil. No olvidemos que Perucho es un espíritu sabiamente iluminado por la Ilustración, pero reencarnado en las travesuras de un «gnomo» al que la nariz no le crece por decir mentiras.

—Usted y el recientemente desaparecido Álvaro Cunqueiro son autores de una rara y continuada coherencia, dentro de toda ao dispersión, en nuestra literatura. Aun condenados a un no buscado localismo, representan una vía muy concreta de lo imaginarlo y lo fantástico. La paradoja es que, probablemente, se conoce más en nuestro país autores «paralelos» como son Calvino y Borges...

—En este tema de la literatura que usted toca, ahora aparentemente, se dice que en la gente está de moda otra vez «la imaginación», pero yo no lo veo, porque me parece que es más una actitud. Por ejemplo, yo fui el primero que en España habló de Lovecraft en una «plaquette» publicada con el nombre de Amb la técnica de Lovecraft. Lo mismo puede suceder con Bataille, a quien yo leí hace muchísimo tiempo y le dediqué la imaginaria Noticia de madame Edwarda y de un joven escritor. Ahora estoy desconcertado porque ponen de moda a un Paul Valery, pongamos por caso. Respecto a la de coherencia en una obra, yo no me he traicionado nunca desde que empecé a escribir, al no perseguir, de una manera inmediata, el éxito, o lo que viene a llamarse «promoción de una obra». He escrito siempre porque me he encontrado a gusto en lo que hacía, y me gustaba. Ese ha sido todo mi objetivo y nada más. A la larga, me he encontrado con que, aparte del valor, muy relativo, de mi obra, creo que el mundo que he ido creando puede tener una cierta coherencia, Y creo que esto sería también aplicable a Cunqueiro. A mí, Borges me gusta, pero no es mi favorito. Es tan inteligente que lo encuentro helado. No me acompaña; admiro su inteligencia, esa presunción que tiene, pero no me es cómodo, no me resulta «cariñoso». Así como, por el contrario, Cunqueiro tiene una gran magia verbal. Su primer libro con una unidad y un mundo coherente fue Las crónicas del Sochantre, del 1957, fecha en la que salió también el primer libro mío, el Libro de Caballerías. Contactamos por carta y desde entonces nos hicimos grandes amigos, a pesar de que él fuera diez años mayor que yo. El poseía un barroquismo exaltado, cosa que no tengo yo, que soy más mediterráneo, más racionalista. A mí siempre me ha gustado jugar con el equívoco. Aunque la gran tragedia, tanto para Cunqueiro como pana mí, es que hemos sido unos espíritus universales. El localismo no me dice nada, de todas formas es evidente que uno siempre tiene unos padres, una ciudad natal. Pero entre los nacionalistas de los dos sitios siempre hemos estado mal vistos generalmente, por el hecho de escribir también en castellano y no dedicarnos exclusivamente a los temas de aquí. Aunque la vida de un artista normalmente tiene que ser «universal», el escritor que está en Barcelona, si no trata de temas muy locales y está infiltrado dentro del concepto, o lo que se entiende por concepto, de la literatura catalana, entonces para la gente de aquí no es un «puro». Pero también será desconocido para el resto del país: las cosas se siguen ignorando si no se está dentro de un movimiento de traducción o eres de un partido político determinado. El caso es distinto para los independientes. Por ejemplo, un poeta catalán en castellano que siempre fue muy conocido en España es Juan Eduardo Cirlot. Fue un hombre entre dos aguas, no era apreciado ni por los de aquí, ni por los de allá. En definitiva es lo que pasaba con Cunqueiro —con él menos, claro— y conmigo.

—Algunos sectores del público quizá mantuvieron algo relegado a Cunqueiro por cuestiones ideológicas...

—Esto es una tontería, porque dentro de cincuenta, sesenta o cien años quién se va a acordar de todo eso. Lo que importa as la obra que queda. Dante mismo, ¿quién sobrio contestar si era gibelino o güelfo? Cirlot también estuvo relegado porque no iba con el momento político de entonces. Yo he procurado prescindir siempre de todo eso Cuando uno es joven sí que hace ilusión que te dediquen artículos y demás, pero llega un momento que uno está más allá del bien y del mal. Dan igual todas las últimas satisfacciones.

—Hay una frase muy significativa de Patrice de la Tour du Pin que dice: «Los países privados de leyendas están condenados a morir de frio». Cunqueiro y usted, y vuelvo a los dos únicos casos de nuestra literatura actual a los que se les puede aplicar esto han sido los nuevos recreadores e inventores de mitos y leyendas. ¿Cuáles cree que serán las leyendas y los mitos que dejarán nuestro tiempo y nuestros pueblos?

—No va a quedar nada en absoluto. Tanto a Cunqueiro como a mí, no nos ha importado ni nos ha interesado el futuro. Porque si hemos de ver el futuro con los ojos de ahora, es horripilante. No me interesa si ha de ser como lo que vemos ahora y mis inclinaciones nunca han ido por ahí. Prefiero, igual que hacía Cunqueiro, el pasado, que en cierta manera nos explica un poco lo que somos lo que eran nuestros abuelos. Ese tipo de cosas que a mí me hacen vivir. Yo no sirvo para escribir sobre nuestro tiempo. No me interesa.

—Sus escritos, en la mayor parte, son un particular cruce de géneros, pero sus comienzos fueron en el campo de la poesía, que abandonó pronto, incluso el género novelístico, escuetamente, lo ha cultivado poco, cuál es la razón?

—Efectivamente, yo empecé con la poesía, pero se me fui transformando poco a poco. Empecé concretamente con lo que se llama «canto». Y veía quo cada vez se me iba poniendo más difícil, porque en los versos iba introduciendo formas coloquiales, frases hechas de la calle. Quizá también porque mis lecturas se iban haciendo más dilatadas, se iban extendiendo y quizá por el influjo de Eliot con The Waste Land. Entonces vi que el verso se me iba destruyendo, y pensé que lo que en realidad pasaba es que el poema se me rompía para dar paso a la narración. Fue cuando solté, por fin, el verso en la actitud de canto, en la actitud convencional del poema, que se me desataba en una prosa Mi primer paso fue una prosa todavía muy poética, que era Diana i la Mar Morta, que en castellano se llamó Notas para una memoria de la infancia. De todas formas, también el papel del poeta en nuestra sociedad ha cambiado. Antes, en tiempos de Maragall, por ejemplo, se mimaba a los poetas, se les oía con deferencia y con admiración» se les invitaba a las reuniones. Entonces la poesía cumplía una función, lo otro me parece una herejía. Los poetas, ahora, sólo se leen entre ellos. Aparte esto, la razón por la que no he escrito más novela es simple; y es que yo nunca me he considerado ni como novelista, ni como narrador, ni como poeta. Yo soy un «hombre de letras» más que nada. Mi literatura es como una acotación a mis lecturas. Me gusta mucho más leer que escribir. De todas formas, ahora mismo tengo una novela recién acabada. Las aventuras del caballero Kosmas. Tengo otras dos nóvalas y ésta cerrará el ciclo. En realidad, ésta sería la primera del ciclo: la Cataluña pre-románica; ocurre en Barcelona y Gerona, aunque empieza en Cartagena. Con El libro de caballerías represento la época medieval, y con Las historias naturales, el periodo de la Ilustración y el recobramiento cultural de Cataluña, la Renaixença.

—¿Cómo se entroncaría en el conjunto de su obra el tema de esta nueva novela?

Las aventuras del caballero Kosmas es una novela bizantina, hay una acumulación de aventuras. Con ésta serán tres mis novelas y no quiero hacer más. El protagonista es un recaudador de contribuciones bizantino que llega a España, concretamente a la capital del Bizancio hispánico, que es Cartagena. Este hombre tiene una cualidad: detecta, por una rara intuición, la herejía en cualquier escrito donde se halla oculta. Tiene ese entusiasmo de los neófitos. Es de Antioquía. es siriaco, un bizantino asiático, y su tío, un gran estratega del Imperio. Su afición preferida es hacer autómatas; entre ellos, su última creación es una cigüeña que recita el Evangelio en las cuatro lenguas del imperio: el latín, el griego, el copto y el siriaco. A su vez, junto a él, por poseer esa rara virtud, hay un demonio perfumista llamado Arnulfo, que tiene la misión de inquietarle: le pone notas en los libros, firmadas por Arnulfo, y se establece una cierta guerra dialéctica. Se hace muy amigo de San Isidoro de Sevilla, que hasta ser expulsado con su familia vivía en Cartagena. Un día parten en busca de una ciudad inexistente, que se les aparece cuando San Isidoro está transcribiendo el acta de un mártir. Surge de la tierra envuelta en piedras preciosas. Dentro de ella se encuentra la fuente de la juventud, y Kosmas, sin saberlo, queda inmunizado contra la vejez... En el III Concilio de Toledo, al que acude, causando gran admiración, precedido por su fanfarria de autómatas que tocan tubas, citaras y otros instrumentos, conoce a un monje godo, obispo de Gerona, llamado Miciaro y que hizo una crónica, La historia de los godos. Este le invita a Gerona y allí conoceré a una dama que perseguirá toda su vida, la dama Egeria, la cual escribió una larga narración. La peregrinatio ad Santa Loca, un relato apasionante. Cuando firman los esponsales, la dama Egeria, junto a la cigüeña que a él le habían regalado, desaparecen como por arte de encantamiento. A partir de ahí todo será la búsqueda de la dama, a través de las pistas que le va dejando el demonio Arnulfo. Es una novela llena de citas de los padres de la Iglesia, y ahora que estamos tan abocados a las procacidades, una novela muy blanca, muy «eclesiástica» ... También he procurado introducir, como otras veces, el humor y la poesía. Por ejemplo, una de las veces que el protagonista llega al desierto, a Tebas, donde vivían los telobitas y los eremitas, conoce a San Antonio, a San Macario y a San Pacomio. En la cuna de San Pacomio son tan espirituales que están todos hacinados en el techo de la Iglesia, porque han perdido peso. Llevan una cuerdecita colgando del tobillo, porque para hablar y mantener conversaciones filosóficas con uno de ellos, se le tiene que bajar.

—En el último libro publicado, Museo de sombras, comienza con varias citas sobre la verdad y la mentira, y, en concreto una, hace referencia a «los falsos cronicones». Usted, por el contrario de Cunqueiro, que se entregó mucho más a los «imposibles», siempre ha jugado con las dualidades dentro de la Historia introduciendo sus propias sombras y equívocos...

—Como ha dicho antes, a mí me gusta jugar con el equívoco, que el lector no sepa nunca dónde pisa, si es tierra firme o si emplaza a ser un poco pantanoso, y se va hundiendo en el «terrain vague». La ironía también podría ser un escape de la realidad, aunque la mía es una ironía francesa, un «pince-sans-rire», un poco «caché», muy púdica. Incluso mis demonios no son portadores del Mal, ni del terror entendido como ahora, simplemente hacen divertida la vida... En mi último libro me he visto obligado a poner esas citas pera que luego nadie lo llame «engaño». El lector avisado ya ve la ironía con que se trata, pero hay gente que se lo cree todo. En mi libro Botánica oculta había una historia en la que salía lord Stanhope que está en un jardín con una carnívora. Lleva su chistera y está fumándose un puro, y está esperando al premier británico con el servicio de té puesto, sin saber que la carnívora está detrás. Entonces, ésta se abate sobre él y lo devora. Cuando llega el premier se encuentra con un espectáculo espeluznante: ve al pobre lord Stanhope convertido en esqueleto, pero conservando el puro humeante y la chistera. Esto se ve en seguida que es una broma literaria, pero hay gente que me ha escrito, diciendo: «cómo ocurrió esto, porque hemos astado buscando en la Enciclopedia Británica y lord Stanhope no murió de esta forma...». Parece imposible pero me ha pasado muchas veces. Con San Simeón el Estilita también me escribieron unas cosas rarísimas, y también después, con un personaje que me inventé y que se llamaba Arístides Cardellach. Es lo mismo que el dietario que me invento en este último libro de Octavi de Romeu, que es Eugenio d’Ors. Cuando d'Ors se quería citar a al mismo —por una cosa de pudor, para no decir «como digo yo»— se inventó un personaje que se llamaba Octavi de Romeu, y entonces decía «como dice Octavi de Romeu».

—¿Cómo cree que ha tratado la crítica de este país a su obra?

—Bien, por lo menos en Barcelona no me puedo quejar; se me he tratado puntualmente. Suelo tener, sin embargo, una crítica distante, fría, pero buena. Lo que pasa es que yo no soy popular, ni puedo serlo.

 

Mercedes Monmany, Pueblo (Sábado literario), 4 de abril de 1981, pp-1-2.

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