lunes, 3 de enero de 2022

"El humor en la literatura española" de Wenceslao Fernández Flórez (Discurso de ingreso en la Real Academia Española, 14 de mayo de 1945)

 


EL HUMOR EN LA LITERATURA ESPAÑOLA

DISCURSO LEIDO ANTE LA

REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

EN LA RECEPCIÒN

DEL

EXCMO. SR. D. WENCESLAO FERNANDEZ FLOREZ

EL DIA 14 DE MAYO DE 1945

 

SEÑORES ACADÉMICOS:

Yo no sé a qué podría compararse acertadamente la labor de la Academia Española; pero alguna vez, presenciando el trabajo de sus miembros alrededor de la enorme mesa elíptica, he pensado en algo así como el taller de un lapidario. El lapidario prende una gema; se trata apenas de un cristalito, de una cosita menuda que parece destinada a perderse con facilidad, que el profano no aprecia exactamente en su estado primitivo, ni sabe con seguridad cómo nació ni dónde fue encontrada. Hombres expertos la tallan, la pulen, la avaloran, la combinan con piedras de otro color, la engarzan, y una joya de deslumbradores destellos, de irresistible belleza, nos produce el éxtasis de lo magnífico. Así, el señor Secretario inclina la pinza de sus lentes sobre la papeleta doble —como la piedra en el panal de algodón— duerme la palabra que hay que examinar para aprobarla o pulirle un canto o reprocharle un «jardín» o desecharla por defectuosa. Es una palabra suelta, un breve sonido, casi nada: tan poca cosa, que no consume un aliento. Pero aquellos doctísimos varones, que conocen las fuentes y la tradición del idioma, la abren, la despliegan, la agigantan, extraen de ella usos, significados, empleos remotos, parentescos eruditos, razones de deformación; la muestran etimológicamente desprendida de otro lenguaje que ya hace muchos siglos que no mueve los labios de los hombres o engarzada en frases de escritores ilustres que le prestan autoridad. Al contacto de la varita mágica de su ciencia, se repite ante nuestros ojos la fábula del hada que convierte un ratón en un corcel, un a nuez en una carroza, una arena en una montaña. «¡Cuánto encierra una palabra!», nos decimos entonces, como el profano al que se le hace ver una gota de agua al microscopio. Y consideramos la muchedumbre de expresiones que constituyen una lengua como a las multitudes que forman un pueblo, que pueden desgranarse en individuos, cada uno con su historia, con su abolengo, con su función relacionada, con su clase social; la palabra culta, infrecuente, que apenas se deja oír, como un sabio que habla tan sólo para los sabios; la palabra harapienta, mal vestida, a la que no se deja pasar el umbral de las dicciones correctas; aquella otra recién nacida a la que todo el mundo culpa de neologismo o barbarismo, y que espera, obstinada, a que le den la razón, a la manera de esos hombres que tienen fe en la misión que se proponen y que aguardan, entre burlas, la hora del triunfo; y las que son todo dinamismo, acción, capaces de impregnar con su sustancia a las demás que las siguen, como los verbos, y las que —como los mozos que empalman los vagones de un tren, como los recaderos, los criados, los servidores ínfimos, pero precisos— bullen numerosamente, coordinando, enganchando el tren de las palabras, dirigiendo la circulación sintaxica: las preposiciones, las conjunciones, los artículos, los pronombres...

Los poetas, los novelistas, los que utilizamos el idioma como un medio de crear belleza, nos quedamos un poco admirados de ver cobrar esta vida tumultuosa y complicada, propia y vigorosa, a la materia que manejamos un poco inconscientemente, porque en nuestro trato con la expresión verbal hay casi siempre y más que nada la espontaneidad de la inspiración, que no tiene mucho contacto con la reflexión científica y con la erudición; y el lenguaje mana como una fuente de la que nos interesa la transparencia del chorro y la música con que bate en la taza y la irisación de las gotas, sin que nos propongamos analizar la composición de las aguas ni su pureza bacteriológica. Grandes escritores hubo, y hay, probablemente, a los que se pondría en un aprieto si se les exigiese hacer el examen gramatical de cualquiera de los bellos trozos que han compuesto. Y, sin embargo, ellos más que nadie hacen el idioma y suministran los ejemplos con que otros hombres forjan la ley del habla; porque el Espíritu Santo de la Belleza descendió hasta ellos.

Queda con esto transparente que aludo a los dos grupos en que bien se pueden diferenciar las personas reunidas en la Academia: el de aquellas que poseen la ciencia y el de aquellas que poseen el arte del lenguaje, sin que esto quiera decir, naturalmente, que me refiera a una exclusión, sino a un predominio de aptitudes.

Ilustre entre los ilustres varones que conocen lo que pudiéramos llamar el alma y el cuerpo de las palabras fue don José Alemany Bolufer, de inextinguible recuerdo en la Academia y a quien yo sucedo, no en merecimientos, sino en el puesto a vuestro lado. Don José Alemany fue un asombroso caso de vocación y de perseverancia servidas por excepcionales condiciones de inteligencia. Su pasión fue el estudio y supo pasar por encima de todas las dificultades que parecía oponerle el destino, que al sujetarle en los primeros años al trabajo en las fértiles tierras de Cullera, donde nació y donde ya sus padres se dedicaban a las faenas agrícolas, no dejaba vislumbrar la sospecha de que España pudiese contar en aquel mozo con un cultísimo conocedor de exóticas literaturas, traductor, crítico y comentarista de excepcional valía y autoridad considerable y considerada en la lengua patria.

Don José Alemany se forjó a sí mismo y de admirable manera. Su vida, desde la cuna al sepulcro, fue un tenso afán de saber, que sirvió para que muchos aprendiesen. Apenas adolescente, aprovechaba las horas que le dejaba libre una labor fatigosa para procurarse, sin otro auxilio que el de su voluntad, la instrucción primaria, y después el Bachillerato, donde los premios que consigue le permiten continuar más llevaderamente sus estudios. La vida, con sus complicaciones y deberes —que él no desatendió nunca—, parece pasar a un lado y otro de don José Alemany como el paisaje a un lado y otro del tren que no se supedita a sus dulzuras ni a sus rudezas, sino a seguir el camino trazado por los carriles hasta alcanzar la estación de término. Así, mientras se ocupa en la labranza, estudia, y mientras sirve al Rey, estudia; y cuando se presenta a recoger los premios obtenidos en la Licenciatura de Filosofía y Letras —con matrícula de honor en todas las asignaturas— en la inauguración de un curso académico en Barcelona, lleva aún puesto su uniforme de soldado. Y estudia para revalidarse de Doctor, y estudia para perfeccionarse en el griego —disciplina de la que poco más tarde había de ser catedrático— y se abisma en el difícil conocimiento de la lengua y de la literatura sánscritas.

Su personalidad como helenista y orientalista se impuso a la admiración de sus contemporáneos y perdura en su obra después de él. Le debemos traducciones encomiables del sánscrito, entre las que figuran el Hitopadeza, el «Libro de las leyes de Manú» y cinco series de cuentos ; un cotejo de la antigua versión castellana de «Calila e Dimna», con el original árabe ; «La Geografía de la Península Ibérica en los textos de los escritores árabes»; la traducción de «Las siete tragedias de Sófocles» ; doctos ensayos acerca de la Lengua castellana, de la aria, del vasco y trabajos históricos y geográficos cuya enumeración cuantiosa prolongaría excesivamente estas páginas.

Sus merecimientos le llevaron a ocupar cargos importantes. Fue Consejero de Instrucción Pública, Delegado regio de primera enseñanza de Madrid, Decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Académico de número de las Reales Academias Española y de la Historia y Correspondiente de otras muchas entidades literarias y científicas.

Nació en el año 1866 y en el 1934 se apagó con la vida el claro entendimiento del que fue un buen cristiano, escritor insigne y español que dio lustre a su patria.

En la primavera del 1936, cuando preparaba mi discurso de ingreso, era a estos hombres eruditos, como Alemany, a los que se refería la preocupación de mi esfuerzo. El tono crítico y doctoral de la Academia se imponía a mi espíritu, e iba refrescando lecturas, compilando datos y recogiendo citas para ofrecer a mis ilustres compañeros una labor de perfecto gusto circunstancial. Había reunido muchas frases que otros hombres escribieron acerca del humor, y copiado trances y escenas que convenían a la tesis que me era simpática. Aquel sólido discurso, con su entramado de pareceres ajenos, fue únicamente pronunciado por la boca de la chimenea de mi casa en la quema que me aconsejó el temor a los peligros revolucionarios. Si acaso debe considerársele como luminoso, es porque ardió entre todos mis papeles en un fogón, y mis preciadas notas, convertidas en pavesas, no consiguieron más que sembrar una pequeñita alarma entre mis vecinos,

¡Ay, señores míos, del hombre que no medita sobre los sucesos, aunque sean de insignificante apariencia, que van formando su vida! En más tengo yo al que locamente aspira a leer algo en los posos de una taza de té que a los millones y millones de hombres que, antes de Newton, no se preguntaron por qué caía la manzana del árbol. Y al cavilar sobre la ruina de mis apuntaciones descubrí que el destino no había hecho sino despojarme de un traje que no era mío y con el que yo proyectaba pasearme entre los pavos reales, disfrazado de erudito, cuando nunca lo fui. Castigo a una soberbia que no estaba más que en la apariencia, porque es la verdad que no intentaba nada que no fuese hablaros en el tono en que sois maestros. Pero luego pensé que puesto que fue a mí a quien hicisteis el honor de ofrecer un asiento entre vosotros, muy bien podría perdonárseme el pergeñar un discurso en el que jugasen tan sólo mis propias ideas y mis observaciones propias, sin acarreo de nombres extraños ni de frases cortadas de los más suntuosos jardines de la inteligencia, que si en ello hay de cierto más peligro para mí, sé que el presentarme sin muletas ni afeites aumentará en vosotros esa indulgencia y hasta esa simpatía que reclama, casi siempre con buen éxito, la naturalidad.

Y bien necesito yo, en efecto, mirar dentro de mí mismo para ver qué cosa es esa del humor, cuando de fuera me vienen tantas estimaciones diferentes, tantas apreciaciones encontradas y la impresión de tantos sentimientos despertados por él, que van desde el agrado hasta la misma cólera. Pocos hombres habrá que, como yo, hayan reunido una tan amplia colección de opiniones acerca de ese tema, en mi dilatada vida de escritor, y el extracto de ellas no deja sino motivos de intranquilidad y graves cavilaciones para la conciencia, porque, agrupándolas por afinidad de matices y dejando a un lado lo excepcional, puede decirse que tales opiniones se dividen entre nosotros en dos grandes corrientes: la que sigue el cauce del menosprecio y la que sigue el cauce de la irritación. Si quisiera expresar con un ejemplo lo que el humor viene a ser para nuestra interpretación vulgar, tendría que esquematizarlo en la casita de caramelo donde vivía el ogro de un cuento de niños. Mucha gente, la que posee un espíritu más infantil, se acerca a las paredes con la lengua fuera, las lame, las encuentra dulces y amables y se va, sin detenerse a investigar qué ser grave, bondadoso o terrible habita entre ellas. Otras personas, de espíritu barbudo —aporque existe una especial solemnidad que hace nacer barbas en el alma—, divisan al ogro desde luego, pero se separan de su casa reprochándole que un personaje tan trascendental haya incurrido en la falta de seriedad de hacerse una mansión de caramelo. Los unos saborean lo exterior, las paredes, e ignoran al ogro; los otros conocen al ogro y le desdeñan por sus paredes. Los primeros son los que, después de leer las páginas de un humorista, le felicitan protectoramente con unas palmaditas en los hombros, asegurándole que «aquella cosita que conocen de él les ha hecho pasar un buen rato», con lo cual el escritor se encuentra súbitamente anegado en futileza y tan descontento de su insignificancia como si se dedicase a tallar huesos de aceituna. Los segundos son los que braman que los asuntos serios no han de ser tratados sino con seriedad, y entonces el humorista siente esa sutil vergüenza que conocen el banquero sorprendido en un «cabaret» y el profesor de química acusado de amar los trucos de la prestidigitación.

Para todo este inmenso público, en el que entran doctos e ignaros, las fronteras del humor son elásticas y difusas. Dentro de ellas mete, como en saco de trapero, los productos más heterogéneos: los chistes, el sarcasmo, las payasadas, la ironía, un libro de Quevedo y una «salida» de cualquier excéntrico de circo. Cree que es humor cuanto le hace reír. Las mismas diversas acepciones que en nuestro idioma tiene esa palabra, contribuyen a desorientarle. Las definiciones que se le dan son de tal modo inconcretas, que es muy de notar que al humor suele determinársele por imágenes entre las que acaso la más feliz sea la que lo compara a la sonrisa de una desilusión. Pero, entre esta retórica, se ciega y vacila la comprensión de un pueblo que necesitaría de fórmulas mucho más precisas para determinar exactamente un fenómeno que no está en su esencia, que no puede intuir por serle extraño.

Yo puedo decir de mí que cuando escribí «Las siete columnas», «El secreto de Barba-Azul» o «El Malvado Carabel», no fue mi propósito hacer reír a alguien, sino combatir ideas que me parecían equivocadas. Cuanto más tiempo pasa, más me persuado de lo difícil que es convencer a la gente de que el humor puede no ser solemne, pero es serio. Ya un eminente crítico que tuvo asiento en esta Casa —don Eduardo Gómez de Saquero— dijo al ocuparse de mis obras que mis lectores debían dividirse en dos grupos: uno, numeroso, que buscaba en ellas la posible gracia aparente, y otro, muy pequeño, que se detenía en el análisis de la intención, que él calificaba bondadosamente de filosófica,

¿Qué es, en verdad, el humor? La enorme cantidad de exégesis que le han dedicado críticos y filósofos de todo el mundo destila la riqueza de sus matices y su importancia como procedimiento capaz de tallar muy peculiarmente las ideas. Se le han buscado hasta explicaciones fisiológicas. Alguien dijo: «Quizá sea una lesión del cerebro que impone esa especial visión de las cosas.» Con lo cual no hizo más que seguir esa forma materialista de interpretar el espíritu, de la que es fruto la conocida frase que afirma que «el genio es una enfermedad». En todo caso habría que convenir que tales lesiones son infrecuentes, porque el humorismo lo es y sus producciones tan escasas, que hay países en cuya literatura no puede encontrarse una sola obra merecedora de tal clasificación.

A mi juicio, podrían desentrañarse más fácilmente las características del humor si le enmarcamos en esta definición un poco amplia, pero cuyas líneas iremos ciñendo después en un análisis más detenido: el humor es, sencillamente, una posición ante la vida.

Bien sé que esto no es más que el género próximo, y que la definición queda, por tanto, incompleta. Toda obra del pensamiento implica una posición ante la vida. Pero las del literato llevan un acento especial, un origen común e inevitable, que es el de estar inspiradas más o menos secretamente por el descontento. Los hombres que utilizan su imaginación en crear la fábula de un poema o de una novela son, antes que nada, descontentos. Buscan con su fantasía lo que la realidad les niega y se forjan un mundo a su antojo, abstrayéndose en él de tal manera que les parece más verdadero que el real. Crean seres tristes para vengarse de sus propias tristezas; suponen amores dichosos para indemnizarse de los que no tienen... Si el protagonista de la novela descubre una mina de oro, es que el autor ansia la riqueza; si idea el tipo de un bandido triunfante, es que dentro va su ansia de castigar el poder ajeno... El descontento del novelista es estático, soñador y perezoso; un descontento incapaz de acción, o por escepticismo o por impotencia. Ningún hombre de acción escribe novelas. Ningún descubridor de minas de oro ha escrito jamás novelas en que alguien descubriese minas de oro. El novelista, el poeta, se cura de las molestias y las dificultades que el mundo le ofrece creando dentro de sí otro mundo por el que se mueve más a su antojo y que opone a aquél. Un ser perfectamente satisfecho no escribiría fábulas. Son muestras de descontento en un escritor hasta; sus ditirambos, porque en una égloga que canta la apacibilidad del campo hay una inspiración que mana del hastío de las ciudades bulliciosas, y el elogio a la fidelidad de muchas enamoradas nació de que así hubiese el poeta deseado que fuese la mujer que sólo llevó amarguras a su vida. La novela es uno de los indicios del malestar humano, de la infelicidad general. El día en que el mundo sea tan perfecto que exista conformidad entre los deseos y los sucesos, nadie leerá novelas y, desde luego, nadie las escribirá. Una novela es el escape de una angustia por la válvula de la fantasía.

Este núcleo de descontento que hallamos en la obra de todo escritor de este tipo y como condición esencial de la misma, no es vituperable, sino, al contrario, fuente de los mayores bienes, porque no hubo progreso humano alguno que no se derivase precisamente de una desconformidad, de un malestar, de una incomprensión, ya que hasta en la simple busca de las verdades más puras, más alejadas de nuestras necesidades físicas, hay el disgusto que causa la ignorancia. El dolor es el que hace avanzar a los hombres para huir de él, que, no obstante, les sigue como la sombra al cuerpo. Y es en la exquisita sensibilidad del artista donde las miserias, los errores, los sufrimientos todos —los propios y los ajenos— abren más crueles llagas y alcanzan los gemidos una resonancia mayor. Son ellos precisamente los que se oponen con perennes bríos a la maldad, a la injusticia, a la brutalidad, a la torpeza. Hay ocasiones en que el legislador, el sociólogo, el gobernante, inclinan la frente para confesar: «No está bien, pero es imposible corregirlo, porque se halla vinculado en nuestra naturaleza.» Y cuando estos hombres ceden el paso al torrente de los instintos, de las pasiones, de lo que parece irremediable y consustancial, allí donde claudican resignadamente nuestras fuerzas, allí se obstina el poeta pretendiendo hacer con su ideal un dique contra las debilidades. En el principio fue el Ensueño, y la sociedad humana va marchando lentamente hacia aquello que ha determinado antes la fantasía. Ese hombre inmóvil, absorto ante el escenario de sus propias imaginaciones, incapaz de acción, es el que prepara los más decisivos cambios en la vida de sus semejantes, y en él está el resorte de todas las mutaciones. ¿Qué hace mirando los colores del Poniente en la futileza de las nubes o ensartando con cuidado escrupuloso las palabras de sus historietas o de sus rimas? Hace nada menos que dar forma al mundo. Tras los sollozos que le arranque nuestra miseria, vendrá el legislador a suavizarla; el paisaje que él haya cantado se poblará de peregrinos que llevan los ojos que él les prestó; si sueña en volar como las aves, generaciones de ingenieros trabajarán después sobre aquel anhelo para realizarlo. Dickens modifica la justicia inglesa con sus novelas. Ibsen, la condición de la mujer escandinava, con sus comedias; de las obras de Bernardino de Saint Pierre fluyen los sentimientos antiesclavistas que cristalizan piadosamente a principios del siglo XVIII; en vientos huracanados de revolución se convierte el suave soplo que producen los lectores de Voltaire y de Gorki y de Tolstoi, al volver las hojas de sus libros; amamos como quisieron los poetas provenzales, y porque se han escrito escenas y aventuras marítimas hay navegantes que gozan en extraña soledad la belleza de los océanos. Don Quijote, movido por sus lecturas, es un exacto arquetipo humano.

Si convenimos en que la musa que más frecuentemente guía la pluma de un escritor es la de la desconformidad, nos convendrá en seguida discernir qué reacciones son posibles ante el disgusto de un descontento, y hallaremos que son únicamente tres, dos de las cuales pueden ser estimadas como primarias o instintivas y la otra clasificada como inteligente; aquéllas, enraizadas en lo más natural y espontáneo de nuestro ser, y ésta, presentándose como fruto de una elaboración en la que interviene con preferencia la facultad pensante.

Las dos reacciones primarias son la cólera y la tristeza, la imprecación y el llanto. Ante cualquier fenómeno que nos perjudica o violenta o lastima, nuestro impulso es o el de quejarnos o el de sublevarnos airadamente contra él, Y en estos límites quedan encerradas dos inmensas parcelas de la literatura. En una de ellas el descontento lleva el ceño fruncido, el mirar chispeante, la condenación en los labios y el puñal en la diestra. Se detiene ante el pueblo oprimido y le grita: «¡Revuélvete!», y ante el amador desdeñado aconseja: «¡Mátala!», y ante el compendio de la maldad humana invoca el castigo de Dios, Es la literatura que arranca los últimos harapos que mal encubren la miseria moral o material del prójimo para mostrarla en forma que más ofenda y repugne. Es la que lleva al arte las desesperaciones, los fracasos, el penoso jadear con que subimos la cuesta de nuestra vida; la que dibuja las sombras que hay en ese abismo que separa nuestros anhelos de la realidad; y la falacia de la amistad, y la veleidad de los amores, y lo imperfecto de la justicia, y la impiedad de la ambición, y el menosprecio de la inocencia. Enorme anaquel de todas nuestras imperfecciones y de todas nuestras incapacidades. Es la literatura que arroja al rostro del Destino la sangre de Romeo y Julieta, la ingratitud de las hijas del Rey Lear, la fría palidez de Desdémona, y también los dolores de los pequeños dramas de la vida vulgar; los del niño desamparado, los del hombre sin dinero, los del amante alejado de su ideal por prejuicios sociales, los que representan, en fin, una indescriptible balumba de motivos acongojantes, sin que basten para excluir de esta clasificación los desenlaces optimistas, que vienen, por el contrario, a representar un reproche más a los hados, y quizá el de mayor energía, ya que con ellos el autor opone a la falta de equidad que tantas veces embarulla ciegamente nuestras vidas, acarreando resultados incongruentes, una lección de justicia, como si les dijese: «Así, y no de otro modo, debiera ser.»

En otra de estas reacciones de desconformidad, la literatura se acoge al lamento. Busca la compasión, se desmaya en un concepto fatalista, amortigua sus pesares narrándolos y persigue la simpatía de las lágrimas de los demás. Una gran parte de la poesía lírica es así de doliente, y así son muchísimas novelas —no por eso menos geniales— en las que los grifos de la tristeza gotean ayes sobre cuantas tribulaciones nos afligen.

En cuanto a la tercera reacción, es algo ya muy diferente. Cuando ni gemimos ni nos encolerizamos ante lo que nos disgusta, no queda más que una actitud: la de la burla. Es esta una posición desde la que no pretendemos matar al adversario, sino, en todo caso, hacer que se suicide; ni aspiramos a contagiarle nuestras lágrimas, sino a que sea la sonrisa la que se le pegue y le desarme. En este caso la impresión hiriente no pasa tan sólo por el corazón para tomar en él bríos de protesta o acentos aflictivos, sino que se deja macerar en el cerebro, de donde sale como amansada; más pulida, más cortés y, sobre todo, más comprensiva.

Algunos temperamentos literarios se inclinan a creer que una frase quedará clavada mucho más tiempo en la atención, y tendrá, por tanto, más eficacia si se le pone la punta de flecha de una sonrisa. La gracia es, sin duda alguna, un don artístico. Claro que no basta por sí sola para formar un arte, y ésta es la equivocación en que incurren muchos. Es un auxiliar, es un vehículo. Nos cautiva cuando lleva dentro una idea, y se nos antoja pueril e inconsiderable cuando no persigue más fines que los propios, presentándose en forma de expresión simplemente festiva, con el afán, vacío, de hacernos reír. Así el chiste. Ya he dicho en alguna otra ocasión que el chiste me parece el más próximo pariente de las cosquillas. Hay ciertos resortes en nuestra alma —estudiados por muchos, y entre ellos, y muy sabiamente, por Bergson— que obedecen a la mecánica del chiste y nos mueven a reír. Pero esto nada vale. Las cosquillas pueden obligarnos también a retorcemos en carcajadas estentóreas, y, sin embargo, cuando cesa el estímulo, no se ha enriquecido nuestro espíritu con un pensamiento ni con una emoción. Tal ocurre con el chiste. El chiste —que habitualmente consiste en un más o menos feliz juego de palabras— está muy abajo en el subsuelo literario, y si le aludo aquí es únicamente porque mucha gente aberrada le incluye en la categoría del humor, y conviene la repulsa.

Pero la gracia abrillanta las ideas, las adorna, las hace amar, las adhiere a la memoria, vierte sobre ellas una luz que las vuelve más asequibles y claras. Y, al mismo tiempo que las aguza, pone en esa punta un beleño que hace sus heridas mortales, cuando se trata de lastimar. Ni el insulto, ni la súplica, ni la execración, ni los suspiros tienen una fuerza semejante.

Mas en esta estrecha franja con que la burla cruza el cielo literario no existe homogeneidad. En la burla hay varios matices, como en el arco iris. Hay el sarcasmo, de color más sombrío, cuya risa es amarga y sale entre los dientes apretados; cólera tan fuerte, que aún trae sabor a tal después del quimismo con que la transformó el pensamiento. Hay la ironía, que tiene un ojo en serio y el otro en guiños, mientras espolea el enjambre de sus avispas de oro. Y hay el humor. El tono más suave del iris. Siempre un poco bondadoso, siempre un poco paternal. Sin acritud, porque comprende. Sin crueldad, porque uno de sus componentes es la ternura. Y si no es tierno ni es comprensivo, no es humor.

El humor se coge del brazo de la Vida, con una sonrisa un poco melancólica, quizá porque no confía mucho en convencerla. Se coge del brazo de la vida y se esfuerza en llevarla ante su espejo cóncavo o convexo, en el que las más solemnes actitudes se deforman hasta un límite que no pueden conservar su seriedad. El humor no ignora que la seriedad es el único puntal que sostiene muchas mentiras. Y juega a ser travieso. Mira y hace mirar más allá de la superficie, rompe las cáscaras magníficas, que sabe huecas; da un tirón a la buena capa que encubre el traje malo. Nos representa lo que hay de desaforado y de incongruente en nuestras acciones. A veces lleva su fantasía tan lejos que nos parece que sus personajes no son humanos, sino muñecos creados por él para una farsa arbitraria; pero es porque —como el caricaturista prescinde en sus líneas de los rasgos más vulgares de una persona— él desdeña también lo que puede entorpecer o desdibujar sus fines, y como el tema que más le preocupa no es precisamente eso que se llama «pintar un carácter» o «desmenuzar una psicología», sino abarcar lo más posible de la Humanidad, apela frecuentemente a fábulas de apariencia inverosímil, en las que —como Swift en los Viajes de Gulliver—se pueden condensar referencias a nuestros actos erróneos, sin mezclarlas con el fárrago insignificante de una vida contada a la manera muy meticulosa y muy pasada de moda de Paul Bourget.

El humor tiene la elegancia de no gritar nunca, y también la de no prorrumpir en ayes. Pone siempre un velo ante su dolor. Miréis sus ojos, y están húmedos, pero mientras, sonríen sus labios.

En el fondo no hay nada más serio que el humor, porque puede decirse de él que está ya de vuelta de la violencia y de la tristeza, y hasta tal punto es esto verdad, que si bien se necesita para producirlo un temperamento especial, este temperamento no fructifica en la mayoría de los casos hasta que le ayudan una experiencia y una madurez. El poeta lírico, el dramaturgo, el simple narrador literario, el escritor festivo pueden ser precoces. El humorista, no. Las primeras novelas de Bernard Shaw no dejaban adivinar la modalidad que hizo famosos sus libros en el mundo entero. Y como el ejemplo que conozco mejor es el mío propio, confío que no se me cargará en cuenta de vanidad, sino en la de mi afán de robustecer la tesis, el que me decida a apoyarme en él, no porque lo estime excepcional, sino, al contrario, porque creo que la mía fue una evolución vulgar y corriente. Y así confesaré que en la adolescencia —tan propensa a la melancolía—, cuando yo no tenía nada que decir a mis semejantes, fui atacado por la manía de hacerles llorar, y escribí varios años versos y prosas lacrimógenos a propósito de desengaños y dolores que yo mismo inventaba. Me parece que la idea que formé entonces de la gloria literaria consistía en tener ante mí a la Humanidad entera agitada por sollozos convulsivos. Provocar una sonrisa me hubiese parecido entonces una deshonra. Más tarde, cuando comencé a conocer el mundo, mi tentación se refería a cogerle por las solapas y a asustarle con profecías terroríficas acerca de las consecuencias de los malos pasos en que andaba. También entonces se me antojaba inferior la risa. Yo lanzaba mis trenos y el mundo continuaba impasible. Creo firmemente que es esta impasibilidad la que determina una exteriorización del humor en quien la contempla. Podemos atisbar un indicio luminoso en la conducta del que discrepa irresistiblemente de un retrato o de una estatua concebidos con demasiada solemnidad. El discrepante padece con aquel espectáculo y necesita hacer algo para corregirlo. ¿Qué decisión tomar? Es inútil que le injurie o que pretenda convencerle de lo molesto de su prosopopeya, porque el retrato o la estatua continuarán inmóviles en el mismo gesto y en la misma actitud. Para romper la estatua no tiene fuerzas, y si rasga el lienzo provocaría su propia desgracia. El furor de aquella discrepancia busca entonces salida por la válvula de un recurso frecuente, y pinta unos ridículos mostachos al retratado o encaja en la cabeza de la estatua un gorro de dormir, y entonces la misma impasibilidad de una u otra figura revierte en contra de ella y ya no es solemne, sino cómica, y su prestigio queda, al menos momentáneamente, aniquilado.

Obsérvese que este punto de madurez que el humorismo requiere se relaciona no sólo con los escritores que lo producen, sino con los pueblos y con la literatura de esos pueblos. Es decir, que un pueblo joven o una literatura joven no dan frutos de humor. El humor aparece cuando las naciones ya han vivido mucho y cuando en su literatura hay muchos dramas, muchas tragedias y mucho lirismo; cuando el descontento ya se exteriorizó con genialidad en cólera y en lágrimas, en sátiras y en reproches.

Hemos dicho que esta posición ante la vida, que es el humor, precisa una experiencia, pero también un temperamento que permita tan especial reacción. Y por razones fácilmente analizables, ese temperamento no abunda. El número de escritores humoristas con que cuenta la Humanidad es asombrosamente pequeño si se compara con el de cualquier otra modalidad literaria, y quizá influya considerablemente en ello el que es casi imposible imitarla, ya que consiste no en un estilo, sino en una visión de los fenómenos tan peculiar que, como ya sabemos, hace que algunos se crean autorizados a explicarla por una lesión o una anormalidad fisiológica. La gracia es un don del que no se pueden hacer injertos, y menos cuando es sustanciosa y digna. Hacer llorar será siempre más fácil que hacer sonreír. El don de ponerse grave lo tiene cualquiera.

Hay muchos hombres que carecen del sentido del humor, y hay asimismo muchos pueblos que lo perciben muy difícilmente o que, si lo perciben, no lo aman. Sería complicado pretender ahora penetrar en las plurales razones de tal insuficiencia, pero nos basta para el caso con saber que así ocurre. Una de las más viejas razas del mundo —la céltica— es la que ha producido en mayor número y más estimables escritores humoristas. Irlandeses fueron Swift y Chesterton, Bernard Shaw y Oscar Wilde, en cuyas obras hay tan elegante y a veces tan enternecido humor. No desconozco el cuidado con que debemos manejar en estos nuestros civilizados tiempos ese concepto de las razas; pero por mucho que nuestra movilidad actual y las superposiciones, mezclas o desplazamientos provocados a lo largo de los siglos hayan modificado y desvirtuado los antiguos caracteres y la pureza ancestral, el poso anímico persevera y siempre subsiste una impregnación de tipo espiritual que, más que los aspectos exteriores, permite determinar los contornos de un islote étnico. Hay, en efecto, razas o pueblos que tienen una disposición o capacidad para el humor, como los hay que tienen una disposición para el fatalismo, para la aventura o para lo bélico. Todas son actitudes ante la vida, y vienen a caracterizar fuertemente su historia. Spengler afirma que los revolucionarios no tienen nunca el sentido del humor, lo que vemos comprobado en Inglaterra, que hizo una sola revolución de excesos inferiores a cualquier otra, y en países donde el humor no grana y que se confían apresuradamente a la violencia en cuanto les perturba una incomodidad. También dice Spengler que todos los grandes conductores de hombres han poseído esa capacidad, y es, en efecto, más que probable que en las alturas del mando sea preciso alcanzar muchas veces a ver los hombres y las cosas, la imperfección, la ingratitud, la deslealtad, la torpeza, al través de esa lente un poco bondadosa que, si bien muestra la maldad claramente, la recomienda con su burla a la piedad de nuestros corazones.

Comprendo que, así como cada uno de los escritores que reciben el honor de ser admitidos entre vosotros, suele afirmar sus devociones disertando acerca de otros artistas ilustres a los que es afín, que fueron como sus precedentes y dentro de cuya amplia órbita gloriosa también se mueven ellos, yo estoy en el deber de tratar del humor en la literatura española. El tema se me impuso imperiosamente desde que pensé en trazar el discurso que es trámite obligado para la recepción. Durante mucho tiempo yo fui el hombre que tenía el rótulo, pero que carecía de toda posibilidad para hacer la obra. Disponía de un bello título («El humor en la literatura castellana»), y padecía la seguridad de que era pretensión desaforada componer bajo tal propósito nada menos que un discurso, porque es lo cierto que en nuestra literatura el humor no ha hecho escuela ni presenta algo más que manifestaciones discontinuas, esporádicas y escasísimas. No hay un panorama de literatura humorística por el que discurrir, no hay esa fronda multicolor que admiramos en nuestra poesía lírica y épica, ni esas cordilleras de ingenios que nos recrean en el drama y en la tragedia, en el costumbrismo y en la sátira, en tanta s novelas genialmente ceñudas y en tanta s novelas genialmente sollozantes. No sentimos el humor, y hasta debemos decir sinceramente que nos molesta, que nos inquieta, que tememos, sólo con verlo pasar a nuestro lado, que manche o disminuya nuestra propia seriedad, de la que estamos enamorados y que ponemos gran celo en vigilar porque nos parece que perder algo de ella es como perder algo de nuestro honor. Y muchas veces, en efecto, cuando queremos afirmar que alguien ha perdido su decencia, decimos que ha perdido su seriedad. El concepto aparece suavizado, pero todos lo entendemos.

El carácter castellano no admite esa blandura que hay siempre en el humor. Fuerte, seco, rígido, enamorado de las abstracciones, tiene un concepto trágico de la vida. Lleva el honor como una armadura y tiene de Dios una idea tajante, estremecida y escueta. Condena al hierro a quienes faltan a la ley humana, sin que la pasión atenúe la culpa, y al fuego a los que se deslizan fuera de la ortodoxia, creyendo interpretar una justicia que aparece así intransigente e implacable. Arma contra la infiel la cólera del amante y aun la del marido que ya no ama, y llora ante Dios en versos magníficos las miserias terrenas y el ansia de comparecer ante su presencia enajenadora. En la exaltación de estos sentimientos, la literatura castellana culmina magníficamente sobre las demás, especialmente en lo místico, y da al asombro humano una copiosa lista de obras inmortales en las que las pasiones chirrían como ascuas sobre la carne y donde un destino ceñudo, escasamente piadoso, rige el ir y venir de seres hasta cuyas almas ha concluido por filtrarse, a fuerza de vestirlas siglos y siglos, algo del hierro de las armaduras.

Obras geniales, pero también un poco implacables, que trasudan severidad, que cotejan intransigentemente nuestras acciones con las normas sociales convenidas. La pasión se muestra en ellas ingente y fatal, haciendo rodar aludes incontenibles por las laderas de los espíritus, torciendo existencias, tronchando destinos, amedrentante, ejemplar.

Cuando la literatura castellana se acerca al espectáculo de la vida, lleva ya un gesto grave; va resuelta a cortejarlo con las grandes leyes humanas y divinas, dejando a un lado esos móviles y esas razones de apariencia menuda, pero a veces tan importantes en nuestro proceder.

Si utiliza la risa, la empuña como un látigo. ¿Dónde encontrar humor en la novelística nacional, si convenimos —como yo defiendo— que la ternura es el sentimiento indispensable, sine qua non, que se ha de combinar con la gracia para lograr ese estilo? La vulgaridad de los lectores nos remitirá a la picaresca. Pero en el collar de joyas que puede formarse con las novelas de ese género no está hilvanada ninguna de la que brote la dulce luz de la piedad, de la comprensión bondadosa.

Se suscita la carcajada no sólo contra el vicio, sino contra la desgracia. Por aquellas páginas, cargadas ya de añeja gloria, pasan el hidalgo con su pobreza, el buscavidas con su hambre, el pícaro con sus palizas, el marido engañado con sus cuernos..., y detrás de ellos, como eco de sus pasos, como sombra de sus cuerpos, inclemente, dura, sin calor cordial, va retumbando la carcajada, hostigándoles despiadadamente desde el primer capítulo hasta la palabra «fin», sin que en un solo momento el autor se conmueva con sus criaturas.

Así en Guzmán de Alfarache, así en esa traviesa sátira de ciertos aspectos de la vida española del siglo XV:, que es El Lazarillo de Tormes, desde cuyo tratado o capítulo primero al séptimo viaja el lector sin que su simpatía halle donde detenerse, porque ni el ciego cruel, ni el clérigo avaro, ni el escudero fanfarrón, ni el industrioso buldero, ni las propias malas artes de Lázaro le dan asiento en ningún instante.

Satíricos, que no humoristas, son los gloriosos autores de la picaresca, y en vano se buscará en ellos la esperanza de que, a lo menos, haya de mejorar lo que satirizan, porque si las novelas picarescas tienen una peculiaridad común, es su pesimismo.

Hay un genial escritor cuyo nombre simboliza para los españoles la gracia; don Francisco de Quevedo. Político, filólogo, moralista, erudito, cierra contra la sandez, la ignorancia y la maldad; pero su corazón parece estar ausente en esos combates en los que tanta s proezas realiza su cerebro. «Más razonador que sentimental», dice de él uno de sus críticos, y Julio Cejador define así su gracia: «Roja, chillona y sin matices melindrosos; enteramente española.»

La risa de Quevedo muerde, acosa, despedaza, desatraílla jaurías de sarcasmos contra los vicios y las flaquezas humanas; silba en el aire como la correa de un látigo. Nos muestra, regocijada, a los hambrientos pupilos del dómine Cabra y nos incita a la hilaridad ante el repugnante manteo, nevado de salivazos, de don Pablos, el Buscón. Conoce el valor moral de los hechos, pero no se conmueve ante ellos, pese a ser la Moral cristiana—toda amor—la inspiradora. Sus risotadas persiguen a los muertos en la tumba —con las páginas magníficas de los «Sueños»—, los levanta de ella inclementemente, y los precipita en el infierno, restallando en sus espaldas. Y allá van escribanos y mercaderes, jueces y maestros de esgrima, avaros, sastres, mujeres solteras y casadas, capeadores, poetas, filósofos, judíos, médicos, taberneros, pasteleros, astrólogos, barberos, caballeros, letrados, cómicos, alguaciles, sacristanes..., toda una humanidad pecadora, precipitada, empujada hacia el báratro por la jocundidad de Quevedo, como el mastín reúne y empuja el rebaño hacia el redil.

Parece inevitable concluir de todo esto que en la literatura española no hay humor, sino malhumor, Ya don Miguel de Unamuno habló de nuestro malhumorismo. Y a esta tradición corresponde cierta visible indiferencia de la crítica hacia una modalidad que le parece inferior nada más que por su extrañeza, y ante la cual se coloca en una actitud de recelo inspirada en esa frase que repetimos siempre que queremos afirmar nuestra dignidad: «De mí no se ríe nadie», con la que expresamos nuestra medular gravedad, porque en la cumbre de nuestra intransigencia está la risa. Nos pueden engañar, traicionar, empobrecer, herir, atormentar..., pero no admitiremos la risa ni para corregirnos. A lo sumo, toleramos la intrascendente gracia del bufón.

Un argumento que se maneja con gran frecuencia contra el humor, entre nosotros, es el de que no pasa de ser una crítica negativa. Esto de la «critica negativa» resulta el más cómodo de todos los refugios para los interesados en eludirla. Cuando se tacha de negativa a una crítica se cree haberle sacado los dientes al león. Pero es preciso preguntarse si existe alguna crítica negativa. Un novelista que ataque las costumbres o los sentimientos de su época influye en su modificación aunque no trace el nuevo camino que haya de seguirse, y también podíamos decir que en la negación de un estado de cosas va implícita la afirmación del contrario, En todo caso, es indudable que si se acordasen la legitimidad y conveniencia del desdén para las críticas negativas, aumentaría angustiosamente la complicación de nuestra vida, porque el zapatero al que acusamos de vendernos calzado torturador, o el cocinero al que tachamos de darnos comida intragable, o el sastre al que reprochamos los trajes incómodos, podrían encogerse de hombros para contestarnos que, en verdad, tales reparos no dejaban de ser simples críticas negativas y que no dialogarían con nosotros hasta que no hubiésemos expuesto nuestro propio sistema de hacer zapatos o comidas o trajes.

Ocurre, sin embargo, un fenómeno curioso. En medio de esta temperamental lejanía del humor, a pesar de nuestra restringida capacidad para producirlo y del rubor que nos cuesta confesar que alguna vez sucumbimos a su encanto, es en España donde se produce la más asombrosa obra del humor. En la austera Castilla, que no ríe cuando contempla la vida, se concibe y se escribe ese libro que sobresale entre todos los libros. Cuantos hombres leen, en la diversidad de idiomas del mundo, lo conocen. Su gloria se enciende con él y se extiende y aumenta con los siglos. Jamás el humor fue llevado a semejante altura, ni abarcó tantas y tan trascendentales cuestiones, ni, tampoco, sacudió con tan prolongada risa el pecho de los humanos.

Es innecesario nombrar al Quijote.

El Quijote no tiene precedentes y no tiene consecuentes; es una obra sin padres con los que buscarle parecido y sin hijos en los que se confirme su fisonomía especial. En la literatura española —desde este punto de vista del humor— es un inmenso obelisco en una llanura. Y en la misma producción de Cervantes, es asimismo una excepción. Ni antes ni después volvió a tallar una obra entera en el bloque de gracia del humorismo.

Observemos cómo en el Quijote se cumplen aquellos requisitos que faltan en las novelas picarescas para ser tenidas como frutos del humor. Porque, tundido y asendereado, ya batan en sus quijadas las  piedras de los honderos, ya revuelva sus entrañas el bálsamo de Fierabrás, ya lo volteen las aspas del molino o se deje burlar sobre el caballo de madera, nuestro amor le acompaña siempre. Nos despedimos sin afecto del Lazarillo y llegamos a la última página del Gran Tacaño sin que Pablillos haya conseguido nuestra simpatía. Allí los dejamos, con sus truhanerías y sus ávidos gaznates, entre puñadas, zancadillas y trampas, y aun pensamos que bien merecieron lo que les ocurrió. Pero cuando el Caballero de la Blanca Luna desmonta a Quijano el Bueno —¡el Bueno! — y pone con el vencimiento fin a sus aventuras, sentimos la melancolía de su fracaso total. Riéndonos de él hemos aprendido a amarle y a comprender que, a la vez, nos reíamos también de nosotros. Después ya no le olvidaremos jamás, y de sus dichos y hechos haremos normas educativas. Y esto es así porque su creador supo envolverlo en ternura.

¿Cómo pudo producirse esta excepción del Quijote en nuestras letras? Yo tengo mi opinión, y si la expongo es porque me parece, cuando menos, merecedora de examen. En rigor, ya quedó insinuada cuando recordé que hay razas y pueblos especialmente capacitados para el humor, y que, entre aquéllas, la céltica fue la que produjo más y muy famosos escritores que lo cultivaron. Pues bien, esa vieja sangre regaba también el cerebro del Príncipe de los Ingenios. Sin que el señor Fernández de Navarrete comenzase su «Vida de Cervantes», que va al frente de la edición publicada por la Academia, diciendo: «La preclara y nobilísima estirpe de los Cervantes, que desde Galicia se trasladó a Castilla», ya se podía deducir su abolengo sin más que oír los apellidos, porque el de Saavedra es puramente galaico y el de Cervantes está en la toponimia gallega.

Quiero aclarar que no es que los gallegos intentemos alzamos con todas las glorias nacionales, desde don Cristóbal hasta don Miguel, sino que apunto una explicación a lo que, en el fondo, la necesita como fenómeno sin par, y aun pregunto si no la robustece el hecho de que sea Galicia la región donde surgen más escritores humoristas. La gloria de España, la Patria común, cuya inquebrantable unidad sentimos y servimos tan ahincadamente, no sufre con esta apreciación menoscabo alguno.

***

Quienes creen que la palabra humor es la expresión de un género literario característicamente moderno se sorprenderán al enterarse de que ya aparece, aplicada por primera vez a la literatura, en las retóricas renacentistas. Pedro Sáinz Rodríguez, nuestro doctísimo compañero, lo descubre en su Historia de la crítica literaria, y nada más grato y honroso para mí que ampararme en su erudición, que en este caso refuerza mis propias teorías.

«Allí—dice el ilustre polígrafo—aparece este vocablo, y precisamente un análisis penetrante del sentido con que los retóricos lo aplicaron, puede servirnos para esclarecer y disecar el contenido del concepto humor, expresión de uno de los más complejos y aparentemente contradictorios fenómenos literarios... El uso indiscriminado de las palabras ha involucrado lamentablemente con el humor los conceptos de satírico, cómico, festivo y otros. Es en la etimología de la palabra y en el estudio de su evolución donde se encuentra la raíz profunda del concepto humor y su diferenciación básica de toda esa supuesta sinonimia.

» La palabra humor aplicada a la literatura aparece por vez primera en las Retóricas de Minturno y Scaligero, tomándola del vocabulario técnico de la medicina escolástica. Esta, siguiendo a los autores clásicos, hacía consistir los diversos temperamentos en una repartición variable de los cuatro humores del cuerpo humano. Si el equilibrio se lograba, el temperamento era sano y perfecto (hygido), y según predominase la sangre, la linfa, la bilis o el humor negro (atrabilis) los temperamentos eran, respectivamente, sanguíneos, flemáticos, biliosos o melancólicos. Al cabo de los siglos todavía perduran estas ideas en el lenguaje, aunque generalmente se ignore su origen (estoy de buen o mal humor, estoy de un humor negro, etc.). Precisamente de una evolución romántica de esta frase —buen humor, sinónimo de alegría, de regocijo— nace la identificación confusa de humor, humorismo, con alegría, comicidad.

» Los retóricos aludidos acudieron a aquellos términos para fijar una ley unitaria en la composición de la obra dramática, exigiendo que cada carácter permanezca constante durante la acción conforme a su idiosincrasia fundamental en el temperamento. Humor es, pues, aquí lo característico de la personalidad.

» En cincuenta años la palabra humor pasa definitivamente de la medicina a la literatura. Así la vemos en Shakespeare y en Ben Jonson. Uno de los compañeros de Falstaff, llamado Nym, tiene constantemente en la boca la palabra humor. Aparece en el título de dos comedias de Ben Jonson: Every Man in his Humour y Every Man out of his Humour. En el prefacio de esta segunda se lee una de las primeras definiciones del humor: «Este término —dice— puede aplicarse metafóricamente; cuando una cualidad particular se señorea del hombre a tal punto que obliga a todos sus sentimientos, a sus facultades, a sus energías a tomar una misma dirección, puede llamarse a esto, en justicia, un humor.»

Después de examinar estas enseñanza s y las que extrae de sus lecturas de Richer y de Voltaire y otros autores, el señor Sáinz Rodríguez concluye, con su claro criterio:

«Lo cierto es que al través de toda esta evolución vemos que el humor es una reacción personal, temperamental ante las cosas. Puede ser una boutade, algo que se salga del juicio común y pacato sobre los hechos. Esta inesperada reacción puede producir risa, aunque su característica es estar enunciada muy seriamente... De todo esto se deduce que la actitud humorística supone una concepción personal del mundo y de la vida; eso que los alemanes llaman Weltanschauung

Hegel explica en su Estética cómo el autor interviene, con su interpretación personalísima en el humor. «El humor —afirma— no se propone dejar un asunto desenvolverse de sí propio conforme a su naturaleza esencial, organizarse, tomar así la forma artística que le conviene. Como, por el contrario, es el artista mismo quien se introduce en su asunto, su tarea consiste principalmente en rechazar todo lo que tiende a obtener o que ya parece poseer un valor objetivo y una forma fija en el mundo exterior, en eclipsarlo y en borrarlo por la potencia de sus ideas personales, por relámpagos de imaginación e invenciones extrañas y chocantes.»

Esta referencia de Hegel a la imaginación me facilita un peldaño para ascender a otro plano del discurso, sin abandonar el edificio de mis intenciones. Porque quiero decir que la actual escasez de grandes novelas—pese a la creciente abundancia de novelistas—no es reveladora de que la novela esté en crisis, sino de que está en crisis la imaginación. Yo no sé si el hombre de hoy, acosado incesantemente por inquietudes terribles, carece de tiempo y hasta de afición a soñar; pero es lo cierto que en la inmensa mayoría de las novelas se nota que la fantasía hizo inútiles esfuerzos para despertar. Esto explica que tantos escritores se refugien en las biografías, tan numerosas como poco merecedoras de lectura, en su mayor parte, y que revelan que el autor ha ido a buscar en la vida un héroe que él no acierta a crear.

Quizá la más exacta razón de este fenómeno es que el novelista vio huir de su propia mesa de trabajo, vio deshacerse en humo, en niebla, en nada, los motivos principales de sus lucubraciones; uno de ellos el que él mismo llamaba «el tema eterno»: el amor. ¿Cómo pudo ocurrir eso? El amor inspiraba el noventa y nueve por ciento de las novelas; había legiones de seres humanos que esperaban impacientemente a que surgiese un nuevo libro en que se volviese a contar, cambiando los nombres, cómo Eulanito se casaba con Eulanita después de luchar con mil oposiciones y dificultades. Y un estremecimiento de asombro conmovía al mundo cuando cualquier insigne escritor producía una de aquellas novelas llamadas psicológicas que revelaban en sus decisiones más triviales y en sus pensamientos más minuciosos el alma de una cantante del Real o de una Joven pensionista. Y he aquí que, con relativa brusquedad, las novelas sentimentales caen en el desprecio o por lo menos en el desinterés de la gente. ¿Qué ha sucedido? Ha sucedido que en la vida real el amor se ha simplificado mediante un sencillo cambio de costumbres que permite a cualquier hombre excusarse de leer trescientas páginas para saber cómo piensa y cómo reacciona una mujer; porque aquella mujer, antes casi inasequible, guardada por rejas, celosías y convencionalismos, se mezcla ahora en nuestra vida con una frecuencia y una naturalidad sin precedentes, y la encontramos en los salones de los grandes hoteles, en las oficinas públicas y en las particulares, en los campos de deporte, en las Universidades, en el periodismo...

Este cambio de las costumbres, realizado de modo repentino, trajo como consecuencia inmediata un cambio en el aprecio que solía hacerse de lo sentimental, y la novela que manejaba ese tema ya no interesó, porque lo que busca nuestro espíritu en el arte es lo extraordinario, lo inasequible, lo infrecuente: esa magia que él posee para saciar nuestras ansias proteicas y permitirnos vivir muchas vidas intensas, desligados momentáneamente de la vulgaridad. La crisis de esa clase de asuntos se produjo en nuestros días, pero ya la habían previsto algunos críticos de magnífica sensibilidad. La insigne condesa de Pardo Bazán escribió hace años estas palabras en su obra La poesía lírica en Francia: «El período en que el individuo fue asunto predilecto de la literatura, del arte, de la filosofía, ha terminado... Esa plenitud de desarrollo del lirismo, desde mediados del siglo XVIII acá, parece cosa cerrada, conclusa, agotados sus brotes y secos su tronco y su raíz extensísima.»

En efecto, la novela soslayó el tema del amor, que fue curiosamente recogido por la Medicina, y dejó al individuo por la colectividad a lo particular por lo social; se inclinó más a inspirarse en las cuestiones que nos plantea el instinto de conservación que en las que nos propone el de reproducción. El arranque de esta preferencia no es de hoy, aunque sí de un ayer muy próximo y habrá que vincularlo en Dickens y en los escritores rusos del siglo pasado. Pero el amplio desarrollo de la tendencia se dio en nuestros días.

Hubo un cambio total de personajes y de esquemas. Aquellas damiselas blasonadas que monopolizaban todas las virtudes, aquellos caballeros que eran la encarnación de la arrogancia, del valor, de la lealtad y del sacrificio, perdieron sus colores, su belleza, sus dones, empalidecieron y, sombras al fin, extinguiéronse como sombras. Los castillos, los palacios, los parques señoriales, escenarios de las tramas novelescas, se transmutaron como las decoraciones de una comedia de magia. En su lugar aparecieron buhardillas, casas de vecinos, talleres, y pululando entre ellos, mujeres modestas, hombres mal vestidos, apellidos vulgares, conflictos que hundían sus raíces en el sueldo y en el jornal. Los humildes irrumpieron en masa en la literatura, avanzando desde aquel último término en que estaban, si acaso, para ofrecerse como detalle en las proezas del caballero. El acervo de simpatía de los antiguos personajes fue trasladado apresuradamente a los nuevos y ellos disfrutaron de la nobleza de alma, de los sentimientos cristianos, de la heroica capacidad de sacrificio, de la hermosura y de la razón. Aun continuaron enhebrándose en la trama los ricos hombres de antaño, los donceles hijosdalgo y las damiselas enterciopeladas; pero casi siempre para aceptar papeles de malvados y servir de contraste.

Nadie se atreverá a negar la influencia de la literatura en la vida social. Ese ciclo durante el cual se quiso substituir al poderoso egoísta, en la simpatía de la gente, con el humilde enternecedor y enternecido, avanzó lo suficiente para que se puedan conocer bien sus efectos. El novelista descubre que, por encima de su situación, de su rango, de su hambre o de su hartura, de su opulencia o de su miseria, el hombre es siempre eso: un hombre, y la bondad o la malicia no reside en estratos. Así, la crueldad, el odio, cruzan sus fuegos de arriba abajo y de abajo arriba, y para causarse daño los unos a los otros, los hombres no necesitan más que una condición: la de poder producirlo con ninguno o con escaso riesgo.

Con esta convicción que tristemente nos imponen los acontecimientos de nuestra época, la novela ya no tiene fuerza para seguir por ese camino. Las intenciones sociales que consciente o inconscientemente palpitan en toda obra de este tipo, se detienen desorientadas. Un mundo agoniza ante ella, y aun no puede intuir cómo será el mundo de mañana y cuáles son las palabras con que debe apresurarlo. Como siempre ocurre en crisis parecidas, los escritores buscan un derivativo para esta angustia en librar batallas por la forma; se asaltan los reductos de la vieja métrica, se zurcen nuevas libreas para las imágenes, se alzan banderas para combatir o defender el empleo del punto y coma... Todo ello está muy bien y no seré yo quien lo censure; pero, en fin de cuentas, el problema de la expresión, siendo importantísimo, no es el primordial. El secreto de la eterna juventud en la forma literaria es la sencillez; y la sencillez no tiene reglas ni se discute en congresos ni en camarillas. Un individuo no se vigoriza por cambiar de traje. La literatura no se engrandece por modificar lo formal si, a la vez, no embellece y renueva sus ideaciones.

El mal característico de la novela actual, en el mundo entero, está en la atrofia de la fantasía, y no sabré decir si este mal se produjo por el desdén que contra ella predicó el naturalismo o si el naturalismo fue ya una consecuencia de la escasez de fantasía. Lo que sé es que ese don, en el que reside la facultad creadora, está subestimado, así como se aprecia generalmente, entre nosotros, que el humor está en los arrabales de la literatura y que suele ser producido por hombres que cifran sus ansias en alegrar, sin otras consecuencias, los ocios de los demás.

Sin embargo, esa gracia que zumba y revolotea y va y viene sobre las cuestiones más graves, sobre los empeños más sesudos, sin que parezca compartir la carga de ninguno de ellos, ha logrado triunfos trascendentales sobre las costumbres, sobre las leyes, sobre las instituciones humanas. El Quijote influye en la vida nacional más que cualquier otra obra de su genial autor, como Swift y Dickens en la de su patria. Allí donde el ceño adusto nada logra, la sonrisa acierta a abrir un camino.

Esta ligereza con, que se juzga a la gracia me hace pensar en otro grave error en que han incurrido los hombres y que viene manteniéndose vivo durante años y años. Este error se refiere a un insecto, pero no por eso pierde gravedad. Debemos perseguir la injusticia allí donde se halle, sin preocuparnos de la categoría de quien la padece. Hay un pequeño ser que ha sido calumniado en unos versos que alcanzaron gran divulgación. Se trata de la fábula que todos conoceréis del caballo y la avispa. Un caballo sube una empinada cuesta arrastrando una pesadísima carga. Cierta avispa —en otra versión es una mosca— que vuela por aquellos lugares, se siente conmovida por el rudo trabajo del cuadrúpedo y se decide a ayudarle. Zumba en torno de él, le clava su aguijón, se eleva para medir el repecho, se aleja y retorna, estimula al bruto, ora se burla de él, ora lo anima, lo exaspera, lo irrita... Cuando alcanzan la altura, se posa la avispa en el arnés y suspira: «¡Hemos llegado!»; y el caballo le contesta con reprobable ironía: «¡Gracias, señor elefante!»

Este caballo no era más que un pobre vanidoso y la avispa sabia mejor que él lo que había hecho. Su runrún, su ir y venir, sus picotazos, la emulación de su actividad aparentemente enloquecida, de algo sirvieron, sin duda alguna. El caballo no lo creyó así porque no notó alivio alguno en el peso. El caballo querría—y bien claro se aprecia en su respuesta—que la avispa se hubiese echado a la espalda parte de la carga del carro. La avispa reveló mayor sensatez al no pretender ni por un momento que el caballo volase.

Tengo un profundo placer en rehabilitar al maltratado insecto y ofrezco este juicio de revisión a quienes opinan que el pensamiento tiene voz de bajo profundo y menosprecian el alado esfuerzo civilizador de la gracia.

Cuando el humor se debilita o desaparece pasa una sombra sobre la vida de los pueblos, porque es él quien la interpreta y la corrige con más afable simpatía, y quien nos sugiere las visiones con que encubrimos su fealdad, y hasta quien nos presta la sonrisa con que afrontamos muchos dolores inevitables.

Ignoramos qué nos traerá la literatura posterior a la guerra, pero si en ella sobrevive el humorismo diremos que se ha salvado algo muy importante de la ternura humana, entre tantos odios y tantas espantosas violencias ; diremos que, en medio de la salvaje furia que trastornó y destruyó delicadas concepciones de la moral y del arte, quedó flotando aún algo que representa siglos y siglos de experiencia, de sufrimiento y de depuración de los espíritus; que por todo eso es el humorismo patrimonio de razas viejas y de literaturas muy cocidas al fuego lento de la Historia, cuando los hombres han llegado ya a descubrir que el contradictor en cuyo pecho se clava una bala, resucita, pero si se atina a clavarle una certera burla, no se levanta más.

Y con esto, insisto otra vez, no me refiero al simple buen humor, padre de un a hilaridad que no necesita comprender nada, puesto que nada propone a la inteligencia, sino a aquel del que dijo Carlyle, con palabras que cerrarán mejor que las mías este discurso:

«El humor verdadero, el humor de Cervantes o de Sterne, tiene su fuente en el corazón más que en la cabeza. Diríase el bálsamo que un alma generosa derrama sobre los males de la vida, y que sólo un noble espíritu tiene el don de conceder. El humor —añade el gran filósofo— es, pues, compatible con los sentimientos más sublimes y tiernos, o, por mejor decir, no podría existir sin tales sentimientos.»

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