Estos años que vivimos
nos han enseñado muchas cosas, algunas peligrosas y absurdas, relacionadas con
la mediocre inmersión en lo social; otras, en cambio, verdaderamente nuevas y
saludables, impuestas por el auge en el que se encuentra desde hace algún tiempo
el interés por el origen y el alcance de las religiones y por su importancia
como factores de cultura y civilización. Es debido a este interés como hemos
podido llegar al descubrimiento de inmensos espacios históricos y
prehistóricos, ignorados hasta hoy, arrinconados por los historiadores del
siglo pasado en los archivos de lo incontrolable y, por consiguiente, de lo no
existente. Todo el período tildado de mítico y legendario, de exclusivamente religioso,
por los positivistas y materialistas y echado fuera de lo científicamente
verdadero, o sea, experimentable, aparece hoy, a la luz de los descubrimientos
arqueológicos y de la nueva escuela de la historia de las religiones, como
nuestro propio pasado, transformando el periodo de la era precristiana en un
inmenso espacio de tiempo, del que no somos más que una minúscula península en
lenta progresión diría geográfica y, ¿por qué ocultarlo?, en regresión
espiritual, la primera no compensando a la segunda.
En efecto, los dos mil
quinientos años del período helenístico cristiano son poco en comparación con
lo que los precede, cuyos rastros brotan poco a poco de la misma tierra, como
una nueva Atlántida emergiendo de las aguas del tiempo. Todo lo que una
historia de la filosofía, empapada de racionalismo, nos contaba acerca de los
ilustres albores de la inteligencia, colocados en el siglo VI y en los
presocráticos y considerados como un fenómeno de generación espontánea, aparece
hoy más como una conclusión que como un principio. El llamado milagro griego
podía ser considerado como tal en el marco de nuestra civilización, encerrado,
como una Gran Bretaña espiritual, en un espléndido aislamiento. En realidad,
Grecia no fue más que una continuación y una renovación, en un nivel racional,
o sea, mundano, de varias corrientes de ideas, de muchas y antiguas verdades
elaboradas en un plan distinto, o sea, puramente espiritual y religioso. No
quiero decir con esto que aquel enfoque del mundo sensible a través de lo
suprasensible, el tratar de la realidad física a través de la verdadera
realidad metafísica, fuera destruido por los filósofos griegos, sino que fueron
ellos los que sacaron la sabiduría de los templos, para transformar la teología
en filosofía, lo esotérico en exotérico. Es este, en definitiva, el sentido de lo
que Heidegger llama nihilismo en el movimiento fundamental de la historia de
Occidente, fenómeno marcado por el trágico grito de Nietzsche, en apariencia
blasfemo, en realidad nada más que conclusivo, indicativo del fin de todo un
proceso que hoy, desgraciadamente, se está volviendo de occidental en
universal.
Un espíritu tradicional,
en el sentido religioso de la palabra, un espíritu anti-Teilhard de Chardin,
podría sacar de aquí conclusiones muy precisas con respecto a lo que los secuaces de René Guenon llamarían el fin de un ciclo; pero no voy a alejarme de
mi tema ni asustar a ustedes con pronósticos inquietantes, demasiado fáciles de
sacar de todo lo que nos rodea, en España menos quizá que en otros países, pero
presente en todas partes según el proceso de universalización de lo que el
mismo Heidegger llama «declive esencial de lo suprasensible, o sea, de su Verwesung
o descomposición».
Relacionando las dos
tesis de mi introducción —o sea, la de la consciencia que tenemos acerca del
ensanche de la historia hacia los tiempos más remotos, y la de este pecado
originario de tipo filosófico que es la puesta en marcha de la civilización
occidental a través de la lenta sustitución de la metafísica por lo que
llamaríamos la física, en un sentido general, de lo divino por lo profano—, podemos
constatar que la inmensa época que precede a este nacimiento del nihilismo
occidental acaba justamente con Platón, el cual encierra en su vida personal,
como en su enseñanza, todo lo que le precedió y todo lo que le sucedió, como
fin de un principio y como principio del fin. Esto es mucho para un ser humano,
incluso demasiado; pero como todo acontece por saltos y no por evolución
sistemática y tranquila, alguien tiene que cargar con esto y padecer en su
carne lo acontecido y lo imprevisible. Lejos de mí la idea de resumir aquí la
filosofía de Platón. Otros lo han hecho, con más vocación para esto, con más o
menos objetividad, según los prejuicios de las corrientes filosóficas,
científicas e incluso políticas de su tiempo. Lo que voy a contarles, a la luz
de lo que acabo de exponer ante ustedes, es el drama esencial que este hombre
vivió y que ningún poeta ha transformado hasta ahora en epopeya, ni ningún
prosista en novela.
Platón nació en 428 y
falleció en 347. Vivió, pues, unos ochenta años, heredando los frescos mitos de
la grandeza de los helenos, es decir, del siglo que marcó la victoria sobre los
persas, y viviendo en pleno la decadencia de Atenas, la guerra fratricida del
Peloponeso, la peste descrita por Tucídides, la destrucción de las murallas de
su ciudad al fúnebre ritmo de las flautas, pero también la decadencia de
Esparta, la fulgurante ascensión de Tebas, bajo el mando de Epaminondas. Fue
contemporáneo de Eurípides, de Jenofonte, de los dos Dionisio, tiranos de
Siracusa; maestro de Aristóteles, conciudadano de los grandes rectores Isócrates,
Hipérides y Demóstenes, del soberbio Alcibíades, del escultor Praxiteles. Fue,
sobre todo, discípulo de Sócrates. Grecia, según la interpretación racionalista
y luego romántica de la historia, estaba entonces en el centro del mundo,
luchando en contra de los persas en la extremidad oriental de su espacio, con
los cartagineses en su mundo occidental, o sea, en lo que habrá de llamarse la
Magna Grecia. Fue también discípulo del sofista Critias, pero conoció a
Sócrates en su juventud y nos transmitió, ampliándola, transformándola en
diálogos escritos, la enseñanza oral del maestro, los sofistas eran entonces lo
que los marxistas de la Sorbona son hoy: unos maestros a sueldo que enseñaban a
los jóvenes, bajo una falsa luz materialista, el arte de asimilar y aprovechar lo
que ellos suponían saber acerca del mundo exterior, según un método controlado
por la razón y los sentidos. Algunos de ellos creían hasta en la inmortalidad
del alma y en los dioses; otros, no, y estos maestros del vivir práctico, como
el famoso Aristipo de Cirenes elevaban el placer experimentado a través de los
sentidos al rango de suprema sabiduría, anticipando la enseñanza de los hedonistas.
Lo que ellos enseñaban, como decía Platón, eran unas opiniones, pero no
la verdad. Estos pequeños espíritus, a los que Platón combatió durante
toda su vida, fueron los verdaderos destructores de la ciudad griega.
La muerte de Sócrates,
que simboliza para todos los siglos el sacrificio del sabio en nombre de sus
ideas, condenado a muerte por la incomprensión de los dirigentes democráticos
de su propia ciudad, constituye sin duda el acontecimiento más doloroso en la
juventud de Platón, el que le hizo cambiar el rumbo de su vida. Pero el drama
mayor de esta existencia ejemplar no fue, según mi opinión, la muerte del viejo
maestro, sino otra muerte, la de su Dión, su discípulo favorito, al que
Plutarco dedica todo un capítulo en sus Vidas paralelas. Mientras
Sócrates inicia a Platón en los misterios de la sabiduría e, indudablemente, en
otros misterios que nadie estaba autorizado a comunicar o divulgar por escrito.
Platón transforma a Dión de Siracusa en el instrumento realizador de sus
principios y de su doctrina política. El trágico fin de Dión acaba no sólo con
una vida destinada a las más brillarles hazañas, filosóficas y políticas a la
vez, sino que destroza para siempre el gran proyecto de Platón, el sueño de la
ciudad ideal, fundado en sus dos famosos libros La República y Las Leyes.
¿Quién fue Dión? ¿Cómo
llegó Platón a conocerle? ¿Por qué este trágico fin de un hombre llegado al
poder en plena madurez y asesinado en plena gloria? Estas preguntas constituyen
por sí mismas de la tragedia de Platón, que no culmina, lo repito, con la
muerte de Sócrates, sino con la de Dión. La muerte de los maestros es un
fenómeno normal, inscrito en las leyes de la naturaleza; la de los discípulos
implica, sin embargo, como en este caso, un porcentaje de responsabilidad que
puede transformar el crepúsculo de una existencia humana en un fracaso, a pesar
de todas las coartadas y de todas las justificaciones.
El día en que Sócrates
bebe la cicuta, Platón tiene veintiocho o veintinueve años. Atenas cambia otra
vez de régimen, el partido aristocrático vuelve otra vez al poder, los dos tíos
maternos del joven filósofo dirigen los destinos de la ciudad y tratan de
consolarle ofreciéndole puestos importantes; pero Platón abandona bruscamente
su patria y se dirige hacia Egipto, donde, en Heliópolis sobre todo, es
iniciado en otros misterios y estimado como digno de conocerlos. Egipto,
constituye, en muchos sentidos, la protohistoria de Grecia, continuando a su
vez otras tradiciones más antiguas, cuyas raíces se hunden tanto en el lejano y
próximo Oriente, como en un lejano y casi mítico Occidente, en aquella
Atlántida que colindaba con el país gaditano y a la que Platón mismo describirá
como a una realidad histórica tanto en el Timeo como en el inacabado Critias.
Después de milenios
dedicados a vivir la historia de una manera casi irreal, en los que toda la
actividad humana estaba sometida a una superactividad religiosa, siendo lo
exterior un simple reflejo de lo interior y lo visible de lo invisible, Egipto
estaba agotándose lentamente en la época en que Platón viene a visitarlo. Como
en todo proceso de descomposición, asistimos aquí también a una separación cada
vez más acentuada entre lo divino y lo humano, a un desbordamiento de este
sobre aquel, a lo que Heidegger llama «una desvalorización de los antiguos
valores supremos», concentrada en la fórmula que Nietzsche habrá de aplicar
a Occidente, en la misma fase menguante, en la terrible fórmula del «Dios ha
muerto». A pesar de esta decadencia religiosa, llevando detrás de sí el
cadáver de la decadencia política, las antiguas verdades vivían aún aisladas
del mundo en los templos, donde Platón pudo conocerlas.
Grecia empezaba también
su descenso crepuscular, entrada ya en una fase agnóstica, divulgada por el
teatro de Eurípides, y el fenómeno se había producido de manera violenta,
algunos años atrás, cuando Platón era todavía un adolescente, en plena guerra
del Peloponeso. Es preciso insistir sobre este tema, porque sólo así
comprenderemos mejor la tonalidad lúgubre, a veces espantosa, que acompaña la
vida del autor del Banquete. En efecto, mientras la suerte de la guerra
entre Esparta y Atenas no se había aún decidido, Alcibíades había concebido el
fabuloso plan de invadir la Sicilia, conquistar Siracusa, aliada de Esparta, y,
con las riquezas de este nuevo mundo helenístico, continuar la guerra y
arrebatar la victoria final. Los atenienses, a pesar de la peste y de las
derrotas, lograron lanzar a la mar la armada más poderosa que los griegos
habían jamás construido. Nada parecía poder resistirle. Sólo que, días antes de
que la armada saliera rumbo a Sicilia, los Hermes de piedra situados en las
encrucijadas, fuera y dentro de Atenas, imágenes del dios del comercio y de la
elocuencia, mensajero de los dioses, fueron profanados y mutilados por manos
sacrílegas. La población de Atenas quedó horrorizada, los demócratas en el
poder acusaron a Alcibíades, pero la investigación ordenada por el Gobierno no
dio resultado alguno y la armada se hizo a la mar, bajo el mando del mismo
Alcibíades. Esta profanación marca un momento crucial en la historia de Grecia,
en la evolución o en la involución de su espiritualidad.
Platón era entonces un
adolescente, pero el acontecimiento no dejó, por cierto, de impresionarle, como
a todos sus compatriotas. Evidentemente, la expedición a Siracusa acató en un
desastre, los navíos de guerra fueron hundidos y los hoplitas atenienses
cayeron en los campos de batalla de Sicilia, mientras miles de prisioneros
perecieron lentamente en las cárceles de Siracusa, llamadas Latomias, y que
todavía se pueden visitar. Todo empieza, pues, por una profanación, la
decadencia de los pueblos, como la de los individuos, y esta historia de los
Mermes de piedra mutilados por los atenienses no dejó, sin duda, de orientar el
pensamiento de Platón hacia lo que se podrá llamar el origen del mal en la
historia, al que el filósofo evocará como causa de la descomposición cuando
hable del fin de Atlántida.
Con la victoria sobre los
atenienses y, años más tarde, bajo el mando de Dionisio I o el Viejo, que logró
vencer a los cartagineses y arrinconarlos en el extremo occidental de Sicilia,
Siracusa llega a ser la más grande y poderosa ciudad helénica, encabezando un
verdadero Imperio, cuyas posesiones o colonias se extendían sobre parte de
Italia, hasta el Adriático. No hay tampoco que olvidar que fue Siracusa la que
dio el último golpe al poderío marítimo de los etruscos. Antigua colonia de
Corinto, ciudad dórica, como Esparta, Siracusa supo atraerse a varios poetas y
dramaturgos del viejo mundo y poco a poco influyó políticamente en el destino
de su antigua metrópoli, aliándose con los persas, comerciando con todo el
mundo, siempre amenazada por su enemigo hereditario, Cartago, con el cual
continuó luchando hasta en el momento en que Roma acabó con los dos a la vez.
Pero cuando Platón vino a Siracusa, Roma no era más que una pequeña ciudad,
casi desconocida, guerreando con los etruscos, en algún sitio sumergido detrás
de las tinieblas de la barbarie.
Enriquecido con las
enseñanzas recibidas en Egipto, Platón se dirige primero hacia Taranto, ciudad
de la Italia meridional dirigida por Architas, discípulo de Pitágoras, luego
hacia Siracusa, puesto que la valentía del tirano Dionisio y el poderío de esta
ciudad habían puesto a Platón sobre una nueva pista que nunca más abandonará:
convertir al tirano a la filosofía y reformar, a través de Siracusa, todo el
mundo helénico. Proyecto impresionante y atrevido, digno de una mente empapada
de toda la sabiduría de su tiempo, asustada por la gravedad y el visible
progreso de la Verwesung o descomposición heideggeriana, convencido de
que el avance del mal no podía ser interrumpido o aplazado sino con la
intervención de un cambio absoluto tanto en la vida interior de los hombres
como en la organización de la sociedad griega en general.
Durante varios meses, un
dialogo apasionante se desarrolla entre el filósofo y el político. Platón era
ya un nombre conocido y había publicado parte de su obra. Dionisio —escritor en
sus horas perdidas— protegía a los literatos y sofistas que invitaba a su corte
de Ortigia y los recompensaba generosamente cuando entonaban su elogio, o
condenaba a perecer en las Latomías cuando se permitían contradecirle. Los que
lograban salvarse llenaban el mundo griego de sus lamentaciones y calumnias,
forjando poco a poco el mito del tirano Dionisio, prototipo de la tiranía, que
el historiador alemán Karl Friedrich Stroheker deshizo en parte en el libro que
le dedicó recientemente. Dionisio fue un gran general, un gran constructor de
fortalezas y un hábil político, logrando colocar a Siracusa en una posición
directora frente a las demás ciudades griegas. El solo hecho de haber humillado
a Cartago y de haberla casi echado de la Sicilia, constituye un mérito que
habla por sí mismo a su favor. Sin embargo, este hombre no concebía la
filosofía y la literatura más que como unos laureles personales, y si soportaba
la presencia de los literatos a su alrededor era bajo forma de «écrivains engagés», de poetas a sueldo,
como solemos decir hoy en relación con un fenómeno similar, muy de moda tanto
en Oriente como en Occidente, en la nueva Atenas como en la nueva Esparta.
Fiel a la enseñanza de
Sócrates, según el cual cada hombre esconde en sí mismo un alma buena y noble,
capaz de comprensión y grandeza, a la que una hábil partera espiritual basta
para sacar a la luz, Platón creyó poder transformar a Dionisio de tirano en
político ideal. Y no lo logró. En su Séptima epístola, la única auténtica de
sus cartas, escrita desde Atenas después de la muerte de Dión, Platón cuenta
las fases de esta lucha grandiosa e inútil. Después de varios meses de
conversaciones filosóficas, las relaciones entre los dos habían de tal manera
empeorado, que Platón llegó a temer por su vida. Harto, por fin, de filosofía,
el tirano permite a Platón regresar a Atenas, embarcándolo en una nave que
salía rumbo a Grecia, pero pagando a su capitán para que, una vez en alta mar,
lo hiciera ahogar, temeroso de que, una vez de regreso, Platón hablara mal de
su régimen. Por motivos que desconocemos, Platón se salvó y fue desembarcado en
la isla de Egina, que en aquel momento se encontraba en guerra con Atenas.
Considerado como ciudadano de una ciudad enemiga, Platón fue despojado de todos
sus bienes y enviado al mercado, junto con otros atenienses, encadenados como
él, para ser vendidos como esclavos. Su noble proyecto acababa, pues, de manera
penosa y trágica, y sólo la presencia de cierto Annikeris de Cirenes, que lo
reconoció, lo compró y lo libertó seguidamente, pudo salvarle de un fin
absurdo, que hubiera privado a la humanidad de tantas obras maestras.
Una vez de regreso en
Atenas, los amigos del filósofo reunieron una importante cantidad de dinero y
se la entregaron, en compensación de sus desventuras; pero él no la aceptó sino
para comprar, cerca de la ciudad, el jardín de Academos, donde fundó lo que
pasó a la historia bajo el nombre de Academia platónica, madre de todas las
academias.
El primer viaje a
Siracusa hubiera sido el último si, en la corte de Dionisio, Platón no hubiera
encontrado a un joven genial, cuñado del tirano, que aceptó con entusiasmo la
doctrina del autor del Fedón, renunciando a las orgías y a la corrupción
que reinaban en aquel ambiente, para vivir según la filosofía tradicional y los
principios pitagóricos, de los que, a su vez, Platón era fiel seguidor. El tema
del pitagorismo es otro aspecto importante del mundo helénico, porque
representa en cierto modo la corriente secreta o casi, opuesta a la ruidosa
filosofía oficial y cuyo influjo continúa ejerciéndose hasta los albores de la
era cristiana e incluso después, prefigurando, junto con Platón y los metafísicos,
al mismo cristianismo, influyendo ocultamente a todos los grandes espíritus de
la antigüedad, desde Sócrates hasta Virgilio y Ovidio, formando una secta
religiosa, que logró ocupar el poder en varias ciudades y salvar todos aquellos
valores heredados de los tiempos más lejanos, para continuarlos en medio de la
descomposición que había de hundir a los griegos y luego a los romanos. Los pitagóricos
cultivaban unos valores que llegaban intactos, a través de una transmisión
oral, en parte secreta y religiosa, en parte pública y moral, desde aquel vasto
espacio histórico al que aludía al comienzo, y que sintetizaba en su enseñanza
la sabiduría de toda la prehistoria, desde la India hasta la Atlántida. Pero
este es otro cantar...
El joven Dión llegó a
ocupar un puesto de primer orden en Siracusa después de la muerte de Dionisio
el Viejo, en el momento en que su hijo Dionisio II o el Joven hereda la
tiranía. Dieciocho años después del primer viaje a Siracusa, Platón es invitado
allí por el nuevo príncipe, amigo y pariente de Dión. El deseo de Dionisio era
el de perfeccionarse en la filosofía y dar una ley constitucional a su ciudad,
con la ayuda de Platón y según sus principios. El viejo sueño de Platón,
forjado en Egipto, parece tener otra vez la posibilidad de realizarse. Durante
todos estos años pasados en Atenas y dedicados a sus libros y a la Academia,
Platón había escrito la mayor parte de su obra, o sea, El Banquete, el Fedón,
La Politeia o La República, habiendo puesto en esta última las
bases efectivas de su ciudad perfecta, reflejo terrenal de la misma idea de
ciudad. En 366, Platón emprende otra vez viaje hacia Siracusa, donde es recibido
como un príncipe. Alojado en Palacio, toma contacto con Dión, su discípulo, y
emprende la metanoia, la transformación total de Dionisio, el cual tenía que
ser forzosamente el realizador y el conductor de la futura, la ciudad
platónica, salvadora de los griegos. Según Diógenes Laercio, uno de los
primeros biógrafos de Platón, el tirano estaba dispuesto a conceder al maestro
un territorio en Sicilia y los medios necesarios para la edificación del modelo
de todas las ciudades.
Sin embargo, Platón tenía
en Siracusa un enemigo poderoso en la persona del historiador Filistos, antiguo
consejero de Dionisio el Viejo, espíritu retrógrado, fiel a su dueño y señor y
a las tradiciones que la tiranía había creado y perpetrado en el alma de
muchos, según las reglas de los intereses creados y de cierto espíritu de
cuerpo y de generación, que hoy llamaríamos estalinismo. Filistos obró con
habilidad para comprometer a Platón y para destruir a Dión, el verdadero
animador de esta reforma, convenciendo a Dionisio de que Dión era un traidor, de
que traficaba con los cartagineses y de que, apoyándose en Platón, ambicionaba
el poder y, por consiguiente, la muerte del príncipe. De carácter endeble,
Dionisio se dejó convencer por Filistos, atrajo a Dión en una playa desierta y
lo hizo embarcar en una nave, exiliándole, primero a Italia, luego a Grecia.
Ante Platón se justificó afirmando que Dión era un estorbo entre ellos, que
había traicionado a Siracusa, que sólo él podía ayudarle a erigir la ciudad
ideal, que estaba dispuesto a seguir al pie de la letra sus enseñanzas. Y la
reeducación del tirano continuó, hasta el día en que Platón se dio cuenta de
que todo había sido una trampa, de que su apasionada propedéutica no había
servido para nada, ya que Dionisio no mejoraba ni como hombre ni como príncipe,
y de que el tirano lo había retenido un año entero en Siracusa como simple
rehén, con el fin de impedir a Dión de intrigar contra él en el exilio. El día
en que se sintió bastante fuerte para no tener en cuenta el peligro que Dión
podía representar para él, despidió a Platón, que regresó sin novedad a Atenas.
Aquí Platón vuelve a
encontrar a su discípulo siracusano, el cual, debido a su inteligencia y a los
medios materiales de los que disponía, se había creado una alta posición en la
sociedad ateniense, consiguiendo incluso la ciudadanía, frecuentando la
Academia y ayudándola a ampliar sus locales y a enriquecer sus colecciones de
manuscritos. Dión correspondía cada vez más al ideal político platónico, y la
idea de organizar a los exiliados siracusanos y desembarcar un día en Sicilia
para derrocar a Dionisio y conseguir el poder empezaba a tomar forma en su
mente. Sin embargo, para Platón la situación se presentaba, al parecer, desde
un punto de vista algo distinto, ya que, seis años después de su regreso de
Siracusa, acepta otra vez una invitación de Dionisio y sale de Atenas, con el
fin esta vez, no sólo de convertir al tirano a la filosofía, sino también de
tratar de intervenir a favor de Dión, de manera que el regreso pacífico de éste
impidiese el estallido de una guerra civil.
Igual que las otras
veces, el tirano dio al principio pruebas evidentes de buena voluntad, cambio
de vida y de costumbres, dejando creer a Platón que iba a convertirse en un
buen príncipe. Resulta evidente, según la Séptima epístola, según las
notas biográficas de Diógenes Laercio y Las vidas paralelas de Plutarco
y según la moderna interpretación de Wilamowitz-Moellendorff y Werner Jaeger,
que las intenciones de Dionisio eran las mejores, y que este hombre
inteligente, abierto hacia todo lo que representara la posibilidad de una
transformación interior, poseía un carácter movedizo, sujeto a las variaciones
más imprevistas, deseando por un lado atraerse a Platón y seguir su enseñanza,
pero arrastrado, al mismo, tiempo, por la tradición política de la tiranía,
aplastado por el recuerdo de su padre, esclavo de lo que Croce llamaba la
«historización», o sea, la fatal integración de todo lo nuevo, incluso de las
revoluciones, en el ritmo permanente de lo que constituye el camino de la
historia, el carácter de un pueblo y una dirección de los acontecimientos
situada más allá de la voluntad de un político o de un partido. Basta
constatar. por ejemplo, los resultados de este proceso de la historización
observando la rápida integración de la Rusia comunista en la tradición política
de la Rusia zarista. De la misma manera, Dionisio el Joven, a pesar de sus ambiciones,
digamos intelectuales, se verá obligado a ser un continuador de Dionisio el Viejo.
Platón hizo lo que pudo para dar un sentido y una doctrina al Estado
siracusano, pero fracasó ante los dos tiranos.
En poco tiempo, las
relaciones entre el príncipe y el filósofo se precipitaron otra vez en la
enemistad. Corría el año 361. La última ruptura tuvo como motivo a Dión. En
efecto, Dionisio decidió de repente vender los bienes que aquél poseía en
Siracusa, sin tener en cuenta sus promesas, lo que indignó a Platón, que
intervino inútilmente a su favor. Indispuesto por esta actitud, Dionisio lo
echó de Palacio y lo alojó en el cuartel de los mercenarios, los cuales,
convencidos de que Platón había querido influir sobre el tirano para que éste
disminuyera sus sueldos, decidieron matarle. Es fácil imaginar la situación del
ateniense en medio de la soldadesca extranjera, gente bárbara y feroz, que veía
en él al enemigo de su bienestar material, ignorando sus escritos y hasta la
existencia de la Academia.
Lo que salvó esta vez a
Platón fue la intervención directa de Architas de Taranto, que envió un barco a
Siracusa, en el que el filósofo pudo regresar a Grecia.
Durante los cinco años
que siguen, la Academia, debido al influjo personal de Dión y al rumbo que habían
tomado los acontecimientos sicilianos, se transformó en un núcleo político muy
activo, planeando y organizando la expedición que iba a culminar con el retorno
del exiliado y con la caída de Dionisio. En el fondo, la Academia había sido
creada con el fin de forjar, a la faz de la disciplina filosófica, un nuevo
tipo de hombre político, capaz de corresponder a la situación impuesta a los
griegos por los peligros exteriores y por la descomposición interior. Los
principios expuestos en La República tenían que realizarse a través de
alguien, y si la experiencia con Dionisio había fracasado tan rotundamente, era
lógico pensar que el verdadero discípulo de Platón, cincelado durante años por
la mano misma del maestro, presentaba otras posibilidades de éxito.
Perfectamente informado
acerca del espíritu que animaba a los siracusanos, deseosos de acabar con
Dionisio, Dión organizó un cuerpo expedicionario, concentró una pequeña flota
en la isla de, y acompañado y aconsejado por otro discípulo de la Academia,
Calipos, emprendió la expedición libertadora, mientras Dionisio se encontraba
guerreando fuera de Sicilia. Siracusa no opuso ninguna resistencia v abrió las
puertas de par en par para recibir a Dión como u un dios, ofreciéndole el poder
supremo. Sólo el castillo de Ortigia, situado en la pequeña isla homónima,
ligada a la tierra firme por un puente, quedó en manos de los partidarios del
tirano. Este regresó apresuradamente, y una guerra en pequeño estilo continuó
por algún tiempo entre la ciudadela fortificada, ocupada por Dionisio, y el
resto de la ciudad, ebria de entusiasmo, abusando en seguida de la libertad
para convertirse en una democracia deforme y anárquica, expuesta tanto a los
ataques de Dionisio como a los de los cartagineses, cuya ambición era de volver
a conquistar todo lo que habían perdido durante el reinado de los dos tiranos.
Esta situación simbolizaba con bastante claridad la del mundo griego en
general, representando Dionisio el mal interior que corroía a la sociedad
helénica, y los cartagineses el mal exterior, la próxima caída en las garras de
la historia.
Frente a esta situación,
obligado a gobernar sin energía, para no exponerse a ser acusado por los suyos
de haber echado al tirano con el solo fin de reemplazarlo, el discípulo de
Platón se vio en la imposibilidad de dominar la situación. Cuando, asustado por
la evolución de los acontecimientos, empezó a gobernar con mano firme,
transformándose, a su vez en lo que él mismo no quería ser, haciendo asesinar a
los que amenazaban el orden, arrepintiéndose luego, dando prueba así de
crueldad y de flaqueza, infiel a la política vulgar como a la ideal, era ya demasiado
tarde. Su mismo condiscípulo de la Academia, el que lo había acompañado a
Siracusa, el platónico Calipos, lo hizo asesinar en su casa y puso fin de este
modo a la democracia en Siracusa, como también al viejo sueño de Platón. En el
año 353 la muerte de Dión acaba con lo que se podría llamar el ideal político
de la Academia platónica, ya que el discípulo asesinado simbolizaba el instrumento
realizador de toda una doctrina, elaborada a lo largo de una vida de estudio y
experiencias, centrada no sólo en la preparación interior de los individuos y
en la salvación personal de las almas, sino también en la reforma de la ciudad
griega. Calípolis deja de ser en el momento en que Dión cae acribillado por un
puñal, víctima de otro discípulo de Platón, víctima también de lo que más tarde
llamarán una utopía, o sea, un sueño de perfección social destinado siempre a
fracasar en el momento mismo en que la letra escrita chocaba con la realidad.
El sueño de Calipolis no dejó jamás de atormentar a los hombres. Acaparado por
mentes menos profundas que la de Platón, el mito de la ciudad ideal ha
constituido varias veces la tortura mayor que la historia ha sabido infligir a
los seres humanos. Nuestra época, como tantas otras en el pasado, no se ha
salvado de este castigo, y si la humanidad se estremece de miedo ante los
caprichos de los tiranos actuales, si millares de hombres siguen pereciendo en
las Latomías del mundo, si millones de inocentes no tienen qué comer, si la
guerra amenaza con destruir a la humanidad, es porque otras utopías están
tratando de cincelarnos en contra de nuestra voluntad, en contra de lo que es
natural y justo, ambiciosas de hacer coincidir unos principios con la fuerza
inmutable de los instintos o de las tradiciones. Platón, por lo menos, tiene
una justificación mayor: la de haber querido evitar todo derramamiento de
sangre y de haber preparado con cuidadoso amor al que tenía que realizar el
milagro. El discípulo pagó con su vida, el maestro continuó llorando hasta su
muerte sobre las ruinas de su ideal. Sin embargo, los dos siguen viviendo,
unidos en este mito de la anticaverna, en el que llegó a concretarse el ideal
filosófico y político de Platón.
Y este es el símbolo más
profundo del arte. Si pensamos que la palabra misma viene del griego areté,
o sea, virtud, y que el arte respetó siempre esta ascendencia, que
implica no sólo la habilidad de hacer, sino también un sentido ético muy
ambicioso, me parece inútil insistir aquí sobre la relación que podemos
fácilmente establecer entre el concepto de descomposición, entendido como calda
o involución, y el divorcio evidente entre arte y areté, característico
de los tiempos modernos, quiero decir, de los tiempos en los que «Dios ha
muerto», o ha sido alejado de nosotros por los sacrílegos, descendientes de
los que en Atenas profanaron los Mermes de piedra y marcaron el principio de la
decadencia ateniense. El problema es tal actual hoy como entonces, ya que
Atenas somos nosotros, sus herederos, y la amenaza exterior es tan grande como
la interior.
Paul Hazard había situado
el principio de la descomposición o de la crisis occidental a fines del siglo XVII,
en el momento en que la intelectualidad europea se aleja decididamente de los
valores digamos tradicionales o religiosos y acepta como norma artística y como
ley de vida cotidiana la depreciación de los valores supremos de los que habla
Heidegger. La libertad del individuo coincidió, pues, con la negación de todos
aquellos valores que Platón quiso salvar, que fueron reconocidos como tales por
el cristianismo, que dieron al concepto de areté un nuevo empuje durante
el Renacimiento y que perecieron bajo el alud de falsos atrevimientos llamado
progreso. El arte —como también toda literatura en un sentido antiespiritualista
o antirreligioso, claro está—, separado de su sentido originario, ha llegado a
ser, bajo nuestros ojos, la negación de sí mismo, ya que a lo largo del proceso
de la descomposición nos hemos separado poco a poco de todas las raíces e
ignoramos por completo lo que cada palabra de nuestros idiomas quiere decir. En
el tiempo en que fueron creadas, las palabras tenían un sentido sacramental o
religioso y expresaban siempre una relación directa entre lo creado y el
creador. Es lógico que un artista que ignore la significación de la palabra
arte, en la que vive y de la que vive, sea un falso creador, un mono de Dios,
un escultor en las tinieblas y no en la luz. De aquí el carácter demoníaco del
arte moderno, que parece una liberación y que es una esclavización, instrumento
de lo político, o sea, de las utopías, o sencillamente de la anarquía o del
nihilismo, al que Heidegger identifica con la decadencia.
No se trata,
evidentemente, de volver atrás y de integrarnos, como pensaba Berdiaev, en una
nueva Edad Media, o en la era patrística o siquiera pitagórica, ya que todos
estos regresos son tan absurdos y peligrosos a veces como aquellos saltos hacia
el porvenir realizados sobre montañas de cadáveres. Se trata de reintegrar en
nuestra mentalidad de artistas o de entendedores del arte el sentido verdadero
de las cosas, de crear con el fin de mejorar, puesto que, por ejemplo
—colocándolo todo en el plan general de lo que acabo de decir—, no hay nada más
ridículo que una novela pornográfica escrita y luego leída por seres humanos
contemporáneos de la era atómica, ya que el progreso material debe suponer un
progreso espiritual por lo menos igual. O, entonces, si este absurdo fenómeno
es posible —y lo es—, hay que pensar que la mentalidad poco evolucionada del
autor y del lector de libros pornográficos no constituye un contrasentido, sino
que, al contrario, coincide con la mentalidad y el nivel intelectual de los
creadores del progreso material. Y, en este caso, volvemos sin querer a lo que
Platón quería decir cuando hablaba de la separación que se produjo en Atlántida
entre los hombres y la fuerza superior que les había enseñado la civilización,
que los hombres habían utilizado para progresar en lo material, y que acabó por
arrastrarlos hacia el terrible fin que conocemos y que no es una leyenda, sino
una realidad, tan humana y tan verdadera, tan trágica y tan aleccionadora como
todas las épocas de la vasta historia del género humano.
¿Por qué, en fin, Platón,
personaje de novela? Porque la novela —una novela fiel al concepto de areté—
puede dar cuenta de la totalidad del fenómeno Platón, en el sentido de que vida
y obra, todo lo que la exegesis filosófica o la simple biografía ignoran
recíprocamente, sólo la novela es capaz de presentarlo bajo una luz de unidad.
Si hay un drama Platón, tan profundo y humano como todos los dramas sobre los
que se ha fundamentado nuestro vivir de hoy y de ayer, implicando vida y
doctrina, sentido secreto de su lección, dolor y conocimiento, esto nadie más
que un novelista lo puede recrear, transformándolo en contemporaneidad y, al
mismo tiempo, en obra de arte.
Si he sido algo tenebroso
y pesimista en lo que les he dicho aquí, les ruego me perdonen. Al fin y al
cabo, creo poco en los optimistas, gente extrovertida, que vive de aperitivos
espirituales. Lo importante es saber mirar hacia adentro y tratar de
perfeccionar incesantemente lo que somos en realidad, aquella posibilidad de
perfección que Sócrates veía en el fondo de cada uno de nosotros.
Todo lo demás son arcos
de guirnaldas, brillantes hoy, podridos mañana, bajo los cuales pasan sin parar
los vacíos reyes del día, enemigos de los hombres. Es así como hay que entender
estos admirables versos de Hölderlin, con los que cierro el paréntesis que es
toda conferencia:
Pero
allí donde está el peligro
también
está lo que salva.
Conferencia
pronunciada en el Ateneo de Madrid el 28 de enero de 1964.
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