sábado, 30 de noviembre de 2019

"Por una literatura simbiótica" de Andrés Ibáñez" (Letra Internacional nº 74, 21 de marzo de 2002)


Por una literatura simbiótica

Andrés Ibáñez

Creo que ya es el momento de que nos replanteemos la literatura posmodema como algo más que un conjunto de novelas que «hablan de sí mismas» y que citan y parodian libremente las obras del pasado (dejando aparte a los que creen que la literatura posmoderna consiste en escribir novelitas intrascendentes llenas de sexo y drogas). Creo que ya es el momento de aceptar la literatura posmodema como la expresión literaria de nuestra época e ir un poco más allá de la absurda y anacrónica discusión moderna que llena casi todo nuestro discurso literario o metaliterario. Me estoy refiriendo, claro está, a los que no se dan cuenta o no quieren darse cuenta de que la modernidad literaria ha muerto, a los que siguen empeñados en centrar la discusión literaria sobre una noción de estilo como suma de tropos (metáforas, comparaciones, piruetas sintácticas. adjetivaciones asombrosas, virtuosismos abstractos) o de «técnicas vanguardistas», a los que exaltan la dificultad como virtud, a los que creen en la literatura como resistencia y como arma ideológica, a los que defienden una separación entre un arte «puro» y otro «comercial», a los que defienden la «pureza» «utópica» de la obra de arte de «vanguardia», a los que se horrorizan ante las obras de arte que producen placer. a los que siguen considerando el juego, el placer o la belleza como «concesiones» al lector/espectador.

Lo más curioso es que este discurso vanguardista corresponde hoy en día, en España, al mundo académico —esa «segunda corteza» de separatas, cursos de doctorado, simposios y «publicaciones especializadas». El mundo académico usa la palabra «posmodemo» como sinónimo de falso, vacío, light; interpreta la posmodemidad como el momento en el que el autor se vende a las exigencias del mercado; y, lo más asombroso de todo, acusa a la posmodemidad de ser reaccionaria. Al mundo académico le gustaría que los autores del presente se mantuvieran dentro de los cánones establecidos por la modernidad, y que limitaran su campo de innovación al corpus de los recursos del estilo o, en general, a todas esas marcas y «técnicas» puramente externas que son fácilmente susceptibles de análisis formalistas y que tan bellamente permiten fijar y clasificar el «hecho literario». Pero, ¿no resulta absurdo y contradictorio acusar a una forma artística de ser reaccionaria por negarse a seguir unas directrices estéticas impuestas en un pasado distante? ¿No resulta un sinsentido pedir a los escritores jóvenes, nacidos con los Beatles y la guerra de Vietnam, con la muerte de Franco y los porros, que reaccionen contra las damas de la belle apoque que enfurecían a Bretón? ¿No tiene algo de cómico el espectáculo de unos profesores universitarios y unos críticos literarios que, desde el pulpito del aula, la publicación especializada o el suple mentó cultural, exigen a los autores que sean más revolucionarios, más violentos y más maleducados?

En realidad, la pasión por el vanguardismo y el modernismo del muñe académico es su propia forma de conservadurismo cultural. A principios de siglo, el mundo académico era moralista y sentimental: hoy en día es vanguardista y formalista. Contra aquel moralismo reaccionó la modernidad; contra el presente vanguardismo anacrónico choca y chisporrotea la posmodernidad.

La literatura posmoderna no es una imposición del mercado, ni es light, ni es una muestra de la decadencia de Occidente. La literatura posmoderna no es ni siquiera un estilo o una corriente literaria: es la expresión literaria de una época de la historia cultural. la época posmoderna, dentro de la cual caben autores de estilos y tendencias tan diversos como los de Tolkien o Nabokov, Miguel Espinosa o David Foster Wallace. La época posmoderna comienza aproximadamente después de la Segunda Guerra Mundial, en gran medida como consecuencia de la gran herida que esa guerra infligió a Occidente. Comienza con un movimiento general de rechazo al formalismo excesivo del modernismo, con los primeros relatos de Borges, con El señor de los anillos, con las primeras novelas inglesas de Nabokov. con la aparición de un nuevo estilo en la arquitectura, con los intentos de ciertos intelectuales de buscar una forma de escribir después de Auschwitz, con la evidencia cada vez más difícil de soslayar de la naturaleza dictatorial e imperialista del régimen soviético, con el desarrollo de la lingüística estructuralista. con las primeras investigaciones en el campo de la inteligencia artificial. Los primeros análisis de la posmodernidad no aparecerán hasta los años sesenta. En los 80 se convertirá en la tendencia cultural dominante. Desde luego, no toda la literatura aparecida en la segunda mitad del siglo XX es literatura posmoderna, del mismo modo que no toda la literatura escrita en la época romántica es literatura romántica. El Quijote, obra renacentista, se escribió y publicó dentro del periodo barroco; las novelas de caballerías, género típicamente medieval, aparecieron durante el Renacimiento. No olvidemos que Rilke fue contemporáneo de Tolstoi y de Stravinsky, que Artur Rubinstein tenía doce años cuando murió Johannes Brahms, que Wallace Stevens tenía ocho años cuando murió Emily Dickinson. En cualquier época de la historia coexisten tendencias artísticas diversas, cultivadores de tendencias anteriores (es el papel que le corresponde hoy en día, por ejemplo, a un modernista de salud y energía tan envidiables como Lobo Antunes) y escuelas locales o regionales, junto con un mainstream de tipo tradicional al que no le afectan demasiado las evoluciones estéticas.

Entendámonos: la literatura posmoderna es Borges. Porque si bien la modernidad literaria tiene muchas cabezas visibles (Joyce, Faulkner, Kafka, Eliot, etcétera), lo cierto es que la posmodernidad literaria tiene una sola. Podemos buscar antecedentes a la «actitud posmoderna», y los hallaremos en abundancia (Cervantes, Diderot, Roussel, Gertrude Stein, el «historicismo» y la técnica del pastiche de Joyce), y podemos ya hacer una nómina más o menos «clásica» de autores posmodernos (Nabokov, Cortázar, García Márquez, Calvino, Perec, Pynchon, Barth), pero no cabe duda de que el centro y el origen de prácticamente todos los temas y todas las técnicas de la literatura posmoderna están en la obra narrativa, poética y ensayística de Jorge Luis Borges que se convierte así en la figura clave de la literatura occidental de la segunda mitad del siglo XX.

La literatura posmodema es autorreferencial. Este es su aspecto más notorio y, quizá, más definitorio. Pero la auto-referencialidad o auto-reflexividad de la literatura posmodema no es un fenómeno aislado, y ni siquiera es solamente un fenómeno estético (cuando hablamos de auto-reflexividad nos referimos tanto a sistemas que se generan a sí mismos como a sistemas capaces de reflexionar sobre ellos mismos y también a sistemas cuyo mecanismo generador es una parte del propio sistema). La ciencia, la técnica, los estudios culturales, toda la suma de la indagación y la reflexión contemporáneas son también autorreflexivas: no sólo la filosofía, las ciencias sociales o la teoría de la literatura, sino también la informática, la física o la biología.

Los estudios sobre inteligencia artificial, originados en los años 50 en las conferencias Macy de Nueva York, son quizá el ejemplo más conspicuo de este interés de la ciencia moderna por los sistemas auto-reflexivos (una máquina capaz de pensar), pero también las ciencias de la complejidad, la teoría de fractales, la noción de autopoiesis («autocreación») de Varela y Maturana o La hipótesis Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis, nos hablan de sistemas que reflexionan sobre sí mismos o que se generan a partir de mecanismos propios del propio sistema. La literatura posmoderna es autorreflexiva porque la física, la informática, la biología, las matemáticas, la ecología y la sociología modernas son también autorreflexivas. Maturana y Varela acuñaron el término autopoiesis a principios de los años 70 para intentar dar cuenta de la forma en que se comportan los organismos vivos. Niklas Luhmann pudo, a continuación, adueñarse del término para hablar de «La autopoiesis de los sistemas sociales» (artículo aparecido en un volumen que se titula, muy significativamente. Ensayos sobre autorreferencia). En su libro La trama de la vida, Fritjof Capra incluye todas estas tendencias dentro de un parámetro todavía más amplio: la noción de «auto-organización». que incluye también teorías o hipótesis como las estructuras disipativas de Prigogine, en las que el orden se crea en el límite del caos, o la idea de un «universo auto-organizador» del físico austríaco Erich Jantsch. Me parece inevitable relacionar esta tendencia al análisis de sistemas, redes y estructuras que se explican a partir de sí mismos con las tendencias dominantes en la lingüística, la semiótica y, en general, los estudios culturales de los últimos decenios. ¿Por qué no considerar que el famoso carácter «meta-literario» e «intertextual» de las obras posmodernas no es otra cosa que un caso más de auto-organización o, por decirlo de otra manera, un fenómeno de autopoiesis de un sistema poético o literario?

En general, los análisis que se centran en el carácter «metaliterario» e «intertextual» de las obras posmodernas, e insisten en el carácter de pastiche o de collage de muchas de estas obras son insuficientes y tienden a desvirtuar el sentido de ese carácter meta-literario o a reducirlo a un juego vacío y gratuito. El hecho de que la obra de Borges, paradigma supremo de metaliteratura e intertextualidad, tenga un carácter tan intensamente poético y tan decididamente metafísico no es en modo alguno una casualidad. La literatura posmoderna pretende hacer una crítica general de los sistemas y los códigos culturales en que vivimos y hemos vivido hasta ahora porque su ambición final no es otra que hacer una crítica a la realidad. El carácter auto-referencial de la obra de arte posmoderna es, como me gustaría mostrar en este artículo, un fenómeno mucho más complejo que una simple cuestión de cita o parodia.

La tarea principal de la literatura posmoderna, su gran programa secreto y la columna vertebral que organiza su vasto entramado neuronal es, pues, una Crítica General de Sistemas y Códigos. Dicha Crítica (en adelante CGSC), quiere deconstruir la construcción. revelar que lo que creíamos la realidad era en realidad un código, que lo que habíamos tomado por naturaleza o cualquier otra forma de lo inevitable (el yo, la historia, la razón, etcétera) era en realidad un sistema cultural. Esa es la explicación del tan manido carácter «metaliterario» de la ficción posmoderna, que se manifiesta en las formas más diversas: parodia de géneros preexistentes (la novela dieciochesca inglesa en El plantador de tabaco de John Barth), «reescritura» de obras de arte del pasado (Don Quixote de Kathy Acker), libros que tratan de otros libros (Pálido fuego de Nabokov. «Pierre Menard, autor del Quijote», por poner un solo ejemplo de Borges, o el ejemplo máximo de esta tendencia, Si una noche de invierno un viajero, de Calvino), libros que pretenden integrar al lector dentro de la trama (La historia interminable de Michael Ende), libros que «se hacen» al mismo tiempo que se cuentan (Fragmentos de Apocalipsis de Torrente Ballester), libros que fingen no ser obras literarias (El diccionario de los Jázaros de Milorad Pavic)...

Una de las ideas fundamentales de la CGSC es que si la realidad es una construcción, es decir, una ordenación arbitraria de elementos, entonces es posible postular construcciones alternativas, transformar el sistema a nuestro antojo. La literatura posmoderna practica por ello el llamado «historicismo», es decir, el libre uso de los materiales del pasado. Así, por poner un ejemplo, podemos ver que el estilo de Nabokov es una gran summa en la que entran la poesía romántica inglesa y rusa, la literatura victoriana, la gran novela decimonónica, Flaubert y Tolstoi, la poesía simbolista, el decadentismo, los «pasajes morados» de Wilde. Proust, el modernismo, Joyce, la ciencia ficción, los cuentos de hadas, el estilo de la erudición anglosajona, la novela «romántica», la literatura científica, etcétera.

El carácter lúdico de la literatura posmoderna es también una consecuencia de la CGSC. Si lo que habíamos tomado como la realidad no es otra cosa que una construcción, entonces la realidad no es otra cosa que una especie de juego. Como ejemplo, ver las instrucciones de lectura de Rayuela de Cortázar o, simplemente, las obras completas de Nabokov, Borges, Perec y Calvino.

Uno de los grandes temas de la CGSC es, inevitablemente, la falsificación. (Tesis: todos los sistemas son falsos porque son construcciones, no «la realidad».) Las falsificaciones proliferan por doquier en la literatura de la posmodernidad: de libros (Pálido fuego de Nabokov), de sellos de correo (La subasta del lote 49 de Pynchon), de cuadros (Los reconocimientos de Gaddis; El gabinete del coleccionista de Perec). de hechos históricos (Fabulosas narraciones por historias de Antonio Orejudo). Paralela a la idea de la falsificación es la del palimpsesto, es decir, la obra literaria que se va haciendo por incorporación de voces y colaboraciones sucesivas y que al final ya no tiene versión original ni autor definido. Ver a este respecto la fascinación de Borges por la obra de Homero, que no es un hombre sino «una vasta literatura» («El inmortal») o por Las mil y una noches, dos obsesiones que han pasado intactas, por poner un solo ejemplo, a John Barth. autor de diversas continuaciones y versiones de Homero («La telemaquiada») así como de Las noches (Quimera. El último viaje de Somebody el marino).

Otro de los grandes temas de la CGSC es, también inevitablemente, el de la conjura o la gran conspiración, que ya en Borges adquiere fácilmente una magnitud metafísica y casi cósmica. En «Tlon, Uqbar. Orbius Tertius», quizá la obra maestra de Borges, los misteriosos conjurados pretenden primero escribir una enciclopedia de un planeta que no existe, y luego imponer ese orbe ficticio a la realidad. En «La lotería en Babilonia», todos los actos de la vida son decididos por un juego de azar secreto e implacable. En «La secta del fénix», de Borges, los ritos de la secta se han extendido de tal modo que a estas alturas los realizamos todos a diario sin saberlo; en «El congreso» esa conjura es la propia realidad, y en «Los conjurados», el último libro de Borges, la creación de un país, Suiza, del mismo modo que en Masón & Dixon, de Pynchon, la conjura resulta finalmente no ser otra cosa que la creación de un continente, América.

Si todos los sistemas son construcciones culturales y, por tanto, falsificaciones y conspiraciones, entonces también la historia debe ser una falsificación y ha de verse sujeta a la CGSC. Por eso la literatura posmoderna reinterpreta o reinventa la historia, crea historias alternativas, falsifica o reexplica la historia. En Gilles, el chico cabra, John Barth cuenta la historia del siglo XX por medio de una fábula fantástica que se desarrolla en un mundo dominado por gigantescos campus universitarios. En Hijos de la medianoche, Salman Rushdie cuenta la de la India desde su independencia, historia secretamente controlada por una conjura de niños psíquicos. Cien años de soledad de García Márquez. Ragtime de Doctorow y Poderes terrenales de Anthony Burgess son versiones personales y enciclopédicas de la historia del siglo XX, locales en los dos primeros casos, con decidida vocación global en el tercero. En Escuela de mandarines, Miguel Espinosa nos proporciona una extraordinaria visión fantástica del franquismo; en Fabulosas narraciones por historias (es decir: «una narración falsa en lugar de historia»), Antonio Orejudo propone una historia falsa de la mítica Residencia de Estudiantes...

Hay un episodio de la historia que inquieta y obsesiona especialmente a la literatura posmodema: Hitler y la Segunda Guerra Mundial. No se trata tanto de «denunciar los horrores» o de recrear los hechos históricos, sino, como era de esperar, de intentar comprender el sistema, someterlo a la CGSC, intentar comprender la herida que ese sistema supremamente paranoico ha creado en la red global de sistemas. También aquí podemos citar en primer lugar a Borges y su «Deutches réquiem», relato en el que un verdugo del Holocausto explica que el verdadero propósito de la gran conjura nazi no era ganar la guerra, sino hacer que cambie el curso de la historia y llegue «la hora de la espada». Más ejemplos: Matadero 5 de Kurt Vonnegut, El arco iris de la gravedad de Pynchon, White Noise de Don DeLillo, El túnel de William Gass...

La CGSC trata con enorme liberalidad, como era de esperar, las diferencias establecidas entre géneros «altos» y «bajos» arte «culto» y «popular», literatura «seria» y de «entretenimiento», ejemplos clásicos de códigos establecidos por la tradición y que resulta, por tanto, delicioso saquear y subvertir. Ya Borges se había interesado por la novela policíaca y había hecho diversas incursiones en el género («La muerte y la brújula»), del mismo modo que Nabokov se sintió durante una época de su vida intensamente atraído por la ciencia ficción (Acia), pero la deconstrucción cultural posmoderna se ha alimentado también de géneros como la literatura fantástica (Borges, por supuesto, pero también Calvino, García Márquez y un largo etcétera), la literatura infantil (La historia interminable de Michael Ende, El señor de los anillos de Tolkien, Haroum y el mar de las historias de Salman Rushdie, Caperucita en Manhattan de Carmen Martín Gaite), los seriales radiofónicos (La tía Julia y el escribidor, la curiosa novela posmoderna de Vargas Llosa), la novela rosa (Boquitas pintadas de Manuel Puig), la publicidad (La vuelta al día en ochenta mundos y Último round de Cortázar, Mumho Jumbo de Ishmael Reed), la cultura de la televisión (La niña del pelo raro de David Foster Wallace), etcétera. De todos los idilios establecidos entre literatura culta y popular, sin duda el más intenso y fructífero ha sido la bella, florida y ya larga historia de amor de la literatura posmoderna con la ciencia ficción, un género que proporciona a nuestros queridos posmodernos herramientas ideales para las tareas de deconstrucción y reinterpretación de la realidad y la historia que son centrales para su CGSC, con obras tan variadas como Ada, de Nabokov, V. de Pynchon, Ratner’s Star de Don DeLillo, El jardín de los siete crepúsculos de Miquel de Palol, las cinco partes de Canopus en Argos, de Doris Lessing, Ciudades de la peste roja de William Burroughs, La república de los sabios de Arno Schmidt, La sombra del torturador de Gene Wolfe, Neuromancer de William Gibson, Vurt de Jeff Noon...

Digamos, para terminar este recorrido apresurado y forzosamente esquemático, que la literatura posmoderna no es una literatura de personas ni de problemas personales, ni es, en general, una literatura psicológica ni sentimental, ya que para la posmodernidad las propias nociones de «persona», «psique» o «sujeto» no son sino sistemas o códigos culturales que han de ser sometidos al escrutinio atomizador de su CGSC. La literatura posmoderna no es en modo alguno una literatura humanista, si entendemos el humanismo como un sistema que pone al hombre en el centro o que se preocupa exclusivamente por los problemas psicológicos, éticos o morales, pero tampoco es una literatura antihumanista. La literatura posmoderna se ocupa de los problemas humanos, pero los ve siempre dentro de (o formando parte de) sistemas más grandes y abarcadores porque lo que más le interesa a la literatura posmoderna no es el hombre en particular, sino la realidad en general.

Esta es la razón de la fascinación que siente la literatura posmoderna por la creación de mundos alternativos (Borges, Tolkien, Márquez, Sánchez Ferlosio), y también, por cierto, lo que explica el nuevo papel que adquiere el espacio en mucha de la ficción posmoderna. La literatura posmoderna es intensamente espacial: véanse, como muestra de referencia, los innumerables juegos espaciales de Borges, el laberinto de «La casa de Asterión», el palacio infinito de «Parábola del palacio», la arquitectura obsesiva e imposible de «La biblioteca de Babel», el laberinto espacio-temporal de «El jardín de senderos que se bifurcan», la monstruosa ciudad de los inmortales en «El inmortal»... La obsesión posmoderna por el espacio, o incluso la posibilidad de una literatura puramente espacial, aparecen en obras tan diversas como Las ciudades invisibles de Calvino, The Music of Chance de Paul Auster o La vida instrucciones de uso de Perec, sin olvidar el delicioso opúsculo de este último, Especies de espacios, o el ensayo «The Neglect ot The Fifth Queen» de William Gass. Pero el ejemplo más asombroso que conozco de ficción espacial es El testimonio de Yarfoz, la gran novela posmoderna de Rafael Sánchez Ferlosio, que no es más que una sucesión de juegos espaciales desarrollados con exquisito detalle y elegante prolijidad verbal: la desecación del «bardal», el descenso por unas escalinatas talladas en un acantilado de roca, la visita a una cárcel cuyas celdas no tienen paredes, la descripción de una escalinata en cuyo centro crece un gran árbol... A la literatura posmoderna le interesa más el espacio que el tiempo porque el tiempo es un fenómeno psicológico, un atributo del hombre, mientras que el espacio es un atributo del mundo. El tiempo es sucesivo, narrativo; el espacio es simultáneo. Comprender el tiempo es vivir apasionadamente un punto de vista; comprender el espacio es estallar, abarcar cien, mil puntos de vista al mismo tiempo.

La literatura posmoderna es la respuesta a un mundo que se ha vuelto demasiado complicado y se transforma demasiado deprisa, un mundo que ya no puede representarse con una sola voz o desde una única perspectiva. Esa es también una de las razones de que en la literatura posmoderna el lenguaje sea, por lo general, mucho más transparente que el de la jeroglífica modernidad, con sus monólogos desquiciantes, su hermetismo verbal, su olímpico desdén por los límites de la percepción humana. Digámoslo con una paradoja: es necesario un lenguaje más sencillo para expresar un mundo más complicado.

El mundo de la posmodernidad es tan complicado porque rebasa los límites de la individualidad, de lo humano, de lo animado. «Conozco máquinas que son más complicadas que las personas», dice un personaje de V. La posmodernidad se aproxima así a su propia definición de lo sublime, porque nos pone sin cesar en contacto con lo que está más allá de lo expresable y de lo humanamente concebible. N. Katherine Hayles, en su fascinante libro How We Became Posthuman nos advierte de los peligros que entraña el deseo de una posible condición «posthumana», una inmortalidad virtual, una vida sin cuerpo. Es el éxtasis místico que se alcanza al final del manga Ghost in the Shell cuando el cyborg, criatura mitad orgánica mitad artificial, descubre al ángel en el interior de su «conciencia» para disolverse, después de una traumática y dolorosa pasión física, en la inmensidad neuronal de la red de la información. Es el dudoso éxtasis parcial, quizá meramente tentativo, que alcanza el protagonista de La invención de Morel, de Bioy Casares, fábula temprana (el libro fue publicado en 1940) sobre un generador de realidad virtual, la máquina que da título al libro, e historia de amor entre un hombre biológico y una mujer virtual. Es el éxtasis místico que se alcanza al final de 2001, una odisea del espacio de Kubrick-Clarke, que no es sino una historia de la evolución del hombre que combina a Darwin y a Nietzsche con la presencia en nuestro planeta de máquinas extraterrestres. Es el éxtasis místico del Stalker de Tarkovski. el viaje del científico, el escritor y el «tonto sagrado» a través del paisaje autoconsciente y autorreplicable de la zona, o el de Solaris, que trata de un gigantesco océano inteligente que flota en mitad del cosmos y que tiene la capacidad de crear realidades virtuales de nuestros deseos o terrores. Es el éxtasis del manga Akira, la historia de un ser inconcebible que se aproxima hacia nosotros en medio de fantásticas alucinaciones visuales y que genera cultos frenéticos y multicolores. Es el éxtasis final de The Day Before, el fascinante montaje de Robert Wilson inspirado en la novela de Umberto Eco La isla del día de antes, donde están todos los símbolos del arte y la política del siglo XX junto con la máquina viviente, la naturaleza hecha sobrenaturaleza y el ángel hermafrodita. Son los éxtasis de la prosa de V., donde el dentro y el fuera, la forma y la función, la fundación y la destrucción se intercambian en una lengua inolvidable que está más allá de la psicología, la historia, la ética y el sentido. O los éxtasis de Neuromante de William Gibson, éxtasis de conocimiento, éxtasis de disolución en las aventuras inconcebibles del «ciberespacio» — que es nombrado aquí por primera vez. Es el éxtasis de «Funes el memorioso» de Borges, la historia de un hombre que se convierte en un gigantesco acumulador de información por su incapacidad de olvidar nada (fuente directa, por cierto, del Johnny Mnemonic de Gibson), o el del narrador de «El Aleph», que descubre un lugar (un punto, si hemos de creerle) desde el cual es posible contemplar todas las cosas del universo, todos los momentos antiguos y futuros, un éxtasis de información, un éxtasis de información virtual. Son los éxtasis de un mundo de máquinas vivientes, de naturaleza inteligente, de sistemas autoconscientes, de fabulosas extensiones de lo humano hacia regiones desconocidas, fúlgidas o terribles.

Tres ejemplos de autopoiesis literaria: Roussel, Perec, Pynchon

Hay un tipo de conjura mucho más sutil que lo que hemos comentado más arriba y que es, por cierto, el juego autorreferencial más perverso y subversivo que ha intentado nunca la literatura posmoderna. Consiste en considerar no sólo la realidad como una confabulación, sino al propio lenguaje como una conjura. Aquí es donde encontramos las grandes obras maestras de la posmodernidad, y también sus procedimientos estéticos más virtuosos y secretos. V. o El secuestro no son obras maestras sólo por el ingenio y la elegancia con que desarrollan el tema gnóstico-posmoderno de la realidad como conjura, sino porque, en un verdadero alarde de auto-reflexividad, han sabido incorporar la propia conjura a su poiesis, a sus mecanismos autogenerativos, a su sustancia verbal.

El juego comienza, quizá, en Cervantes, pero no hace falta que nos vayamos tan lejos. Para nosotros, el juego comienza ahora con Raymond Roussel (1877-1933), cuya obra es un claro precedente de la actitud posmoderna, y especialmente con su opúsculo Cómo escribí algunos libros míos.

El hecho es que Roussel escribió obras maestras tan turbadoras como Impresiones de África o Locus solus utilizando un «procedimiento» que inventó cuando era muy joven y que aplicó luego a toda su ficción. «Se trata de un procedimiento muy peculiar», explica, «y en mi opinión tengo el deber de revelarlo, ya que me parece que tal vez los escritores del futuro podrían usarlo con provecho».

El «procedimiento» de Roussel parece, en un principio, muy sencillo. Consiste en coger dos palabras muy parecidas, por ejemplo billard (billar) y pillard (saqueador): a continuación se toman palabras idénticas pero utilizadas en diferentes sentidos y se obtienen de este modo frases casi idénticas. En el caso de billard y pillará. las frases resultantes son las siguientes: «Les lettres du blanc sur les bandes du vieux billard» y «Les lettres du blanc sur les bandes du vieux pillard». En la primera frase, lettres tiene la acepción de «letras», blanc la de «tiza» y bandes la de orlas. En la segunda, lettres significa «cartas», blanc «hombre de raza blanca» y bandes «hordas guerreras.» «Una vez encontradas las dos frases, mi propósito era escribir un cuento que pudiera comenzar con la primera y terminar con la segunda.

La necesidad de resolver este problema me procuraba todo el material que yo empleaba.» Está claro que este «procedimiento», que es completamente indetectable para el lector, se complica de forma considerable en las obras más extensas.

En mi modesta opinión, el «procedimiento» de Roussel deconstruye toda la literatura y toda la historia de la literatura. Preguntas como ¿por qué actúa así el personaje?, ¿qué pretende decir el autor?, ¿qué relación hay entre esta narración y la realidad contemporánea?, ¿cuáles son las fuentes de inspiración del autor?, ¿qué visión del mundo, de la historia o del hombre quiere transmitir el autor?, etcétera, resultan de pronto pretenciosas y absurdas al aplicarlas a las obras de Roussel, ya que lo único que hace es poner en marcha su sistema. Ya que su libro no es otra cosa que una construcción. Ya que la realidad no es otra cosa que una construcción. Apliquemos a Impresiones de África o a Locus solus cualquiera de los instrumentos críticos o interpretativos de que disponíamos hasta ahora: de pronto resultan inservibles, parecen no remitir a nada en absoluto. ¿En qué se inspira Roussel? En su sistema. ¿Por qué aparece en cierto momento una escena cómica? Por el sistema. ¿Por qué muere este personaje en circunstancias tan trágicas? Por el sistema. ¿Por qué hay en Locus solus un globo automático que construye dibujos sobre el suelo moviendo aquí y allá dientes humanos coloreados? Por el sistema (en este caso las dos frases son «Demoiselle —señorita— á prétendant —pretendiente—», y «demoiselle —globo— a rêitre en dents —soldado hecho con dientes—»). ¿Qué significa el globo? ¿Es un símbolo? ¿Por qué dientes humanos? ¿Es una referencia a la guerra? La respuesta es y será siempre la misma: todo sucede por necesidades del sistema. Todo: la trama, los diálogos de los personajes, los acontecimientos, las metáforas, las digresiones. El sistema de Roussel convierte al texto en un organismo autopoiético, en algo así como una máquina viviente.

Georges Perec es, junto con Italo Calvino. el más aventajado seguidor de Roussel. Sólo un lector que ignorara por completo cuál es el «truco» de El secuestro de Perec podría verdaderamente leer el libro y aprehender el sabor de su fabulosa extrañeza. Aclaro que voy a comentar la obra según su traducción española que, debido a las características especiales de este libro, tendrá llamativas diferencias con el original francés.

Leamos la primera frase de la versión española: «Tres obispos, un religioso judío, un coronel del Opus y un trío de mediocres politicuchos, siguiendo los deseos de un trust inglés, difundieron por televisión, y luego en letreros, el inminente riesgo de morir por desnutrición». Todo esto es muy extraño, y la forma de decirlo es muy extraña también. ¿A qué se debe todo esto? Las conversaciones entre los personajes resultan también extravagantes. Esto es lo que le dice un personaje a otro: «Eres un repelente niño Vicente, pero no me produces disgusto, feto feo. Juguemos limpio, que tu deseo de conocimiento endulce tu muerte; éste es mi veredicto». ¿Por qué hablan así los personajes? ¿Cuál es la intención del autor? ¿Qué es lo que pretende satirizar, reflejar o denunciar? ¿Por qué el protagonista se llama «Tonio» y no «Antonio»? ¿Es una cita de Thomas Mann? ¿Por qué se dice que le duelen «los incisivos» en vez de las muelas, como sería más lógico? ¿Por qué se dice que estuvo en el hospital «ocho soles» en vez de ocho días? ¿Es una metáfora? ¿Pretende Perec dar a su historia el tono de una épica primitiva? ¿Es una broma? Y si es una broma, ¿cuál es la broma?

Si vamos a la historia, tampoco tendremos más claves. El libro trata de un hombre llamado Tonio Vocel que sufre de insomnio, de dolor de incisivos, de no se sabe muy bien qué. Tonio va al hospital, donde le extraen un diente, pero no logra ponerse mejor.

Tonio está inquieto, no sabe lo que le pasa. «Se cometió un secuestro. Se cometió un olvido, un negro, un hueco, que ninguno ve, que ninguno percibe, que ninguno puede, que ninguno quiere ver. Se esfumó. Eso se esfumó.» Tonio Vocel toma su bloc y escribe: «Hubo un secuestro. Pero ¿de quién?, ¿de qué?». Poco después, desaparece sin dejar rastro. Su amigo íntimo, Emory Consonte va al apartamento de Tonio y se pone a revolver en sus papeles en busca de pistas. Encuentra numerosas fichas escritas por Tonio. en una de las cuales leemos: «¿El orden de nuestro universo puede depender de un solo elemento?». El hecho es que Tonio ha desaparecido. Ha sido, quizá, secuestrado, pero ¿secuestrado por quién?, ¿por qué? Habría muchas más cosas que comentar: las extrañezas del estilo, por ejemplo, el hecho de que el autor no utilice jamás el pretérito imperfecto, el hecho de que no aparezcan casi personajes femeninos y que cuando aparece alguno se le nombre por medios ridículamente indirectos...

¿Cuál es el secreto de El secuestro? ¿Qué es eso tan terrible que ha desaparecido, cuál es ese hueco, ese vacío que ninguno puede ni quiere ver? Es algo indefinible pero que afecta a toda la realidad: puede ser «un solo elemento», pero su ausencia pervierte todo el universo. Bien. Lo que ha desaparecido, lo que ha sido secuestrado es, como bien saben ya casi todos los lectores, la letra «a». El secuestro es una novela escrita sin la letra «a». En el original francés, La disparition, la letra que falta es la letra «e», morfema femenino que había de convertirse en español en la letra «a». Por eso apenas aparecen personajes femeninos en el libro, por eso el estilo es tan extraño, por eso no se usa jamás el imperfecto («-aba», «-ía»), por eso a Tonio le extraen un diente y no una muel-a, por eso el coronel muere antes de poder pronunciar la palabra «Coca-Cola», que tiene dos «aes». Por eso falta el volumen número uno de la enciclopedia, que es el volumen de la «a» y por eso hay tantas series de 27 cosas en las que falta el primer elemento: 27 letras del alfabeto sin la primera, la «a». Esa es la respuesta al enigma de la esfinge, en el cuento escrito por Tonio: un triángulo isósceles con dos patas es, desde luego, la letra A mayúscula. Tonio Vocel responde a «el Esfinge» «soy yo», porque él es el que será secuestrado, él es la vocal «a» (es la vocal que falta de su nombre. Antonio, y de su apellido. Vocel-vocal).

Como vemos, El secuestro es un caso extremo de autorreflexividad. El pequeño «sistema» diseñado por Perec es mucho más simple que los de Raymond Roussel, pero también mucho más radical. Tal como sucedía en el caso de Roussel. el sistema de Perec deconstruye cualquier idea preconcebida que pudiéramos tener sobre el arte literario, y parece querer reinventar, de la nada, el acto, el hecho mismo de ponerse a escribir una novela. El secuestro no sólo es una novela que trata de sí misma (una novela sin la letra «a» que trata de la desaparición de la letra «a») y, desde luego, no sólo es autorreflexiva en este sentido. La grandeza de Perec está en haber elevado el juego a una fábula metafísica en la que la sombra de Borges aparece explícitamente convocada. El secuestro trata de un sistema (el del texto, el del propio Tonio. el del mundo) que se hace consciente de sí mismo y se explora a sí mismo, y también de una serie de personas que presienten, como ya lo hicieron los gnósticos, que la realidad en la que viven no es sino una construcción, pero además una construcción imperfecta, es decir, una construcción de la que sería posible «salir».

Los «sistemas» inventados por Pynchon se diferencian de los usados por Perec, Roussel o Calvino en la misma medida en que el posmodemismo europeo se diferencia del norteamericano. En otro lugar intentábamos definir los «sistemas» utilizados por Pynchon para generar sus mundos autorreferenciales como patterns (patrón, estructura regular, dibujo que se repite una y otra vez). También podríamos llamarlos «fractales» o «series», en el sentido que este término tiene para la música dodecafónica o, mejor aún, para la música del serialismo integral.

La subasta del lote 49 (1966) es la más breve de las novelas de Pynchon. Como sucede siempre en Pynchon, está construida con series y no con personajes. Los personajes de La subasta son meros nombres, nombres absurdos e imposibles. El nombre de la protagonista, Edipa, no sólo es un nombre sin sentido para una mujer, sino que parece indicar una total anulación del contenido psicológico del personaje o de sus posibles conexiones míticas o simbólicas. La subasta no es la historia de lo que les sucede a sus personajes, sino la historia de lo que les sucede a ciertos patterns, a ciertos diseños que permean y conforman todo el universo de la novela. En las novelas más extensas como V. o El arco iris hay muchos patterns que se entrecruzan y se combinan entre sí. En el caso de La subasta sólo hay dos, uno principal y otro secundario que no estudiaremos aquí, y que tiene que ver con huesos humanos sumergidos en un lago, rescatados del fondo, carbonizados y convertidos en tinta negra (huesos humanos hechos tinta, es decir, literatura, del mismo modo que Roussel construía obras de arte con dientes humanos: sistemas cyborg, parcialmente orgánicos, parcialmente artificiales).

¿Qué es un pattern para Pynchon? Lo mismo que una serie musical para Schönberg, Boulez o Stockhausen: una ordenación precisa de los elementos del material (de los tonos de la escala en la música dodecafónica. de todos los parámetros de la música —alturas, valores, intensidades, formas de ataque, etcétera— en el serialismo) que (a) es completamente arbitraria, (b) es el principio estructurador de la obra y (c) reaparece una y otra vez por medio de inversiones, saltos, desdoblamientos, etcétera. Como digo, es la serie, el pattern, y no la psicología o los actos de los personajes lo que determina todo lo que sucede en la obra. En las novelas de Pynchon la psicología y los actos de los personajes están, de hecho, claramente supeditados al desarrollo autónomo de patterns y series que se comportan como los verdaderos seres «vivos» de un mundo que casi es ya posthumano.

El pattern principal de La subasta podríamos definirlo con la palabra «red». Como siempre sucede en Pynchon, pasa por múltiples transformaciones. En el primer capítulo aparece en un cuadro que se titula Bordando el manto terrestre y que representa a unas niñas encerradas en una torre «bordando una especie de tapiz que se salía por las troneras y caía al vacío, tratando inútilmente de llenarlo: pues los demás edificios y criaturas, olas, barcos y bosques de la Tierra estaban dentro del tapiz y el tapiz, era el mundo». El tapiz es, pues, la primera imagen de la red virtual autorreflexiva (un tapiz que representa el mundo y un mundo que es un tapiz) que constituye el principio estructurador de la novela. Inmediatamente aparece la segunda imagen: al contemplar la ciudad de San Narciso (Narciso: mirarse a sí mismo) desde las alturas, Edipa tiene casi un éxtasis religioso: es el éxtasis posmoderno que encontrábamos en «El Aleph» y volveremos a encontrar más tarde en Neuromante de William Gibson: «Contempló una vasta alfombra de edificaciones que habían crecido juntas (...) y recordó la ocasión en que, al abrir un transistor para cambiarle las pilas, había visto por primera vez en su vida lo que era un circuito impreso. El ordenado laberinto de edificios y calles, contemplado desde una perspectiva elevada, se extendía ante ella con la misma claridad impensada y pasmosa que la placa del circuito». La red es ahora la red de un circuito impreso y también la red de la ciudad cuadriculada contemplada desde las alturas, la red animada de la ciudad (donde al fin y al cabo viven personas) asimilada a la red puramente inanimada del circuito impreso. No es extraño que Edipa, al contemplar esta visión en la que se superponen un reticulado urbano y el circuito de un transistor, crea estar viviendo una especie de revelación mística: «Ella y el Chevy parecían estacionados en el núcleo de un momento singular, religioso». Más tarde, recordando este momento, Edipa «volvía a presentir la inmediación, una hierofanía en potencia».

En La subasta, el pattern de la red es sobre todo, y precisamente, la red de información, encarnada en la metáfora. extrañamente anticuada (¿o es el camp posmoderno?) del servicio de correos. La extraña conjura con la que se encuentra Edipa Maas es el servicio RESTOS, nombre de una red secreta de correo creada en el siglo XVII como alternativa subversiva a la red «oficial» controlada por la familia Thurn und Taxis. La red Tristero luchaba contra las diligencias «oficiales» de la Wells & Fargo en el Oeste americano v emitía sellos falsos (he aquí el tema de la falsificación unido al tema de la conjura) que eran similares a los emitidos por el servicio postal pero tenían ciertas marcas que los distinguían: una pluma negra, un indio apache, una trompa de correo con sordina. El primer encuentro de Edipa con la red Tristero, cuyos tentáculos se extienden por todas y cada una de las páginas de la novela y afectan de una u otra manera a todos los personajes que intervienen en ella, el primer encuentro, digo, tiene lugar en un bar donde Edipa conoce a un joven llamado Mike Falopio (es otra extensión del pattern de la red: red de correo-símbolo de la trompa con sordina-trompa de Falopio) con el que toma copas y escucha la música de Stockhausen que suena en los altavoces del bar. Hemos de señalar que Stockhausen es uno de los compositores más importantes de la tendencia musical conocida como «serialismo integral».

El pattern de la red tiene muchas otras transformaciones: la empresa Yoyodine, por ejemplo, tiene una red de correo interno. «Para que no disminuya el servicio por debajo de lo razonable», explica Falopio, «cada miembro ha de remitir por lo menos una carta a la semana mediante el servicio de Yoyodine», con lo que la red se muestra monstruosa y ridículamente autorreflexiva. No es una red que sirva a los usuarios para distribuir la información: no es una red puesta al servicio de los usuarios. Más bien son los usuarios los que han de servir a la red, escribiendo mensajes que no necesitan ni desean, para mantenerla funcionando. Los usuarios se convierten así en autómatas o máquinas y la red, que se alimenta de sus contribuciones supuestamente «animadas» o «inteligentes,» en el verdadero ser vivo. Las bases del cyberpunk quedan ya sentadas aquí.

Las implicaciones son obvias: que también eso que llamamos «la realidad» es una construcción, que no hay verdadera diferencia entre los sistemas vivos y los artificiales. Lo cual puede llevarnos, por cierto, o bien a una visión apocalíptica, o bien a una visión «holística» o integrada. Me atrevería a proponer el término simbiosis para definir esa segunda posibilidad —una simbiosis con la naturaleza y con las máquinas, con la ciencia y el espíritu, con el árbol y el libro, con el circuito y el monje. De las dos. la literatura posmoderna ha preferido casi siempre la visión apocalíptica. Quizá sea éste el momento de comenzar a plantearse la posibilidad de una literatura (y de una cultura) simbiótica.

Una literatura simbiótica

Y es posible que esta segunda posibilidad, la de una cultura simbiótica, la de una literatura simbiótica, esté ya floreciendo a nuestro alrededor, sus pequeñas corolas semiescondidas por un agresivo sotobosque de plantas a las que nos hemos acostumbrado pero que pertenecen en realidad al pasado. Veo una literatura simbiótica surgiendo de eso que más arriba llamaba «el éxtasis posmoderno», un arte simbiótico cuyos antecedentes serían 2001 de Kubrick-Clarke, Stalker o Solaris de Tarkovski, o el lado más místico de Borges. Veo un arte simbiótico surgir a nuestro alrededor, un arte en el que el discurso de nuestra cultura racional-científica se unirá al redescubrimiento del «lenguaje del alma» (Jung, Hillman), y en que el amor por la naturaleza buscará una síntesis con las creaciones de nuestra sobrenaturaleza, la cultura humana. Una simbiosis de las máquinas, el hombre, la naturaleza y la imaginación, que ya se adivina en la última novela de Pynchon, Masón & Dixon, con su mezcla de ciencia, historia, magia, máquinas inteligentes, voces de la tierra que nos hablan, o en Easy Travel to Other Planets de Ted Mooney, o en el manga Ghost in the Shell, o en la trilogía para «jóvenes» Materia oscura de Philip Pullman, o en The Day Before, el fascinante montaje de Robert Wilson...

No creo que la novedad esté en las «técnicas» o en el «estilo», sino más bien en la visión del mundo, en los temas, en el tipo de historias y, sin duda, también en el tono de las historias que han de contarse en nuestra era simbiótica. El modernismo, el vanguardismo, el formalismo, casi han logrado convencernos de que todas las revoluciones artísticas son revoluciones de la «forma» externa. Pero un nuevo tipo de historias basado en una nueva forma de ver el mundo también es una revolución artística, y también es una revolución de la forma, porque en el arte (y también en la realidad) la forma es todo y no puede separarse del sentido o de la función.

No sé si será posible una cultura simbiótica que reúna, como la imagen de Shiva, las cuatro manos de la realidad (técnica, cultura, naturaleza, imaginación) en una totalidad integrada: lo cierto es que el arte simbiótico parece surgir como una infloración espontánea del gran árbol de la posmodernidad y que las artes, en todos los géneros y en todos los planos, parecen estar planteando ya la posibilidad de esa nueva simbiosis.

Andrés Ibáñez, Letra Internacional nº 74, 21 de marzo de 2002, pp. 23-31.

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