viernes, 2 de noviembre de 2018

Juan Larrea es entrevistado por Fernando Sánchez-Dragó (Pueblo literario, 4 de enero de 1978)


Conversaciones con Juan Larrea

EN este suplemento, Fernando Sánchez Dragó entrevista a Juan Larrea. Es una larga conversación que se desarrolla en torno a diez fechas de la vida del escritor: su obra, sus amigos, su peripecia en la poesía, en el arte, pensamiento y la realidad histórica de su tiempo. Su relación y distancia con los del 27, su amistad con Picasso y Vallejo, América... «Toda mi vida es la tentativa de colocarme fuera de órbita» dice.
Ofrecemos hoy a nuestros lectores, por cortesía del programa de TV, «Encuentros con las letras», este largo anticipo de la entrevista de dos horas de duración, que mantuvieron Juan Larrea y Fernando Sánchez Dragó, y que será emitida en fecha próxima.
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(Larrea en diez fechas. Nacimiento en Bilbao, a 13 de marzo de 1695. Años de aprendizaje: estudios y tentativas literarias. En 1912 traba amistad con Gerardo Diego, que a partir de ese momento se convierte en su principal valedor. Siete años después publica algunos poemas en Grecia y Cervantes. Ultraísmo. Segunda fecha: 1921. Saca las oposiciones al Cuerpo de Archiveros y se ínstala en Madrid. Ese mismo año conoce el chileno Vicente Huidobro, destinado a convertirse en uno de sus grandes hitos y mitos.)
P.—Cernuda ha subrayado la significación de este encuentro. Dice que gracias a él entró el creacionismo en España. ¿Cómo era Huidobro? ¿Qué representó para usted?
R.—Era una persona a la vez muy natural y muy peculiar. Cuando nos conocimos parecía un individuo totalmente seguro de sí y quizá por eso tenía la costumbre de mirar a los demás de arriba abajo. Lo que le creó muchas dificultades. Aquí, en Madrid, no cayó bien. Nunca se adaptó. Desde el primer momento se puso a polemizar con todo el mundo. Yo, sin embargo, creí siempre en él. Quería poetizar el mundo, salvarlo por el camino de la poesía, lo que venía a coincidir con mis deseos más profundos. Nos hicimos muy amigos.
P. —El creacionismo es un fenómeno algo desdibujado para el lector de hoy. Como el ultraísmo. ¿Qué hubo de lo uno y de lo otro —y cómo fue lo uno y lo otro— en España? 
R.—El creacionismo español se limitó a algunos poemas de Gerardo y míos. Todo lo demás fue ultraísta. El ultraísmo era un movimiento muy amplio. Desde él cabía seguir todas las direcciones de la rosa de los vientos. Pero se quedó en la superficie, en la exterioridad de las cosas, sin calar en ellas. Por eso, a pesar de mi simpatía inicial, acabé separándome del movimiento. Tenía yo entonces, y tengo, una sed de absoluto —motivada quizá por mi educación religiosa— y, eso me obligaba a buscar continuamente el más allá. Incluso en el plano del lenguaje me he pasado mucho tiempo; dias y dias, delante de una página en blanco, buscando una palabra, y otra, y otra, hasta dar con la que me satisfacía. Eso era el creacionismo.
P.—¿Trató usted en aquellos años a quienes luego formarían parte de la generación del veintisiete o se mantuvo al margen de la vida literaria?
R.—Entonces no conocí prácticamente a nadie. Cuando Gerardo Diego me incluyó en su primera antología llegó a correrse la voz de que yo no existía y de que mis versos eran una invención de Gerardo. Fui siempre un marginado voluntario. Estaba, y me consideraba, fuera de órbita.
P.—¿Tiene algo que ver esa voluntad de silencio con lo que para usted era, y quizá es, la poesía?
R.—Desde luego. En la poesía buscaba no sólo mi salvación personal, sino también la salvación del mundo. Eso me obligó a dejar la lírica para cultivar la épica, pero una épica en acción, que no tiene nada que ver con la página en blanco ni con la letra de molde.
P.—Muchos le consideran no sólo miembro de la generación del veintisiete, sino uno de sus más destacados representantes. Otros lo niegan. Se trata de una de las querellas abiertas en la historia de nuestra literatura novecentista. ¿Cuál es su opinión al respecto?
R.—Depende de lo que entendamos por generación del veintisiete. Cronológicamente, sí, claro, no hay duda, de que pertenezco a ella. Espiritualmente, sólo hasta cierto punto. Escribí un poema para el centenario de Góngora a instancias de Gerardo Diego.
Vallejo
P.—Tercera fecha: mil novecientos veintiséis. Pide usted la excedencia, se traslada a París y allí conoce a César Vallejo. Entre los dos se establece una corriente de identificación casi mística. ¿Cómo se produjo el encuentro y el corto circuito?
R.—Vallejo, en realidad, lo conocí dos años antes, en casa de Huidobro. Vallejo, que aquel día habló mucho de las cárceles y de su experiencia en ellas, me cayó muy simpático y me dedicó un libro suyo en términos algo rimbombantes. Luego me dijo que él y otros latinoamericanos solían reunirse en un café de Montparnasse y me pidió que fuera alguna vez a la tertulia. Yo leí el libro y me entraron ganas de ir, cosa que hice un par de días más tarde. Allí volvimos a encontrarnos y se produjo una especie de flechazo poético. 
P—Vallejo ha terminado convirtiéndose en algo así como un ascua que todos quieren arrimar a su sardina. Los unos —los poetas sociales de los años cincuenta— convirtiéndolo en una bandera bolchevique... Los otros —los novísimos de después— subrayando su filiación vanguardista. ¿Dónde está la verdad?
R.—Vallejo era el poeta absoluto. Así lo he llamado alguna vez. Pesaba sobre él un destino tremendo y totalmente poético. Un destino que el propio Vallejo ignoraba. Murió, de hecho, como poeta absoluto. Murió de poesía, aunque él dijera entonces que moría de España. Su última frase —o una de las últimas— fue «me voy a España». Vallejo estaba hondamente preocupado por España. Veía en ella a la madre, algo así como ese arquetipo de subconsciente que Jung ha llamado ánima. O sea: el eterno femenino. Vallejo, al final de su último poema, se refiere a España como a una dimensión cósmica.
P.—Neruda se portó muy mal con Vallejo. Lo acusó de trotskista y lo abandonó cuando más ayuda necesitaba, ¿Fue usted testigo de ello? 
R.—Sí, sí... Yo estaba entonces en París, colaborando en la causa de la República. Vallejo y Neruda tenían diferentes puntos de vista en lo relativo a nuestra guerra. Neruda era una persona mucho más superficial que Vallejo. Por eso no acababan de entenderse. Recuerdo una disensión, allá por el treinta y siete. Neruda recriminaba a Vallejo su postura. Entonces intervine yo y le dije a Pablo que se callara, que él no entendía de esas cosas. Porque hablaban de marxismo y Neruda nunca supo uno palabra sobre el tema. La que sabía un poco era su mujer.
P. —Usted, en un libro muy posterior (Del surrealismo a Machu Pichu, 1967), trazaría una especie de paralelismo antitético entre la corriente poética americana representada por Rubén Darío, Huidobro y Vallejo, frente al tenebrismo inicial, posteriormente transformado en retórica triunfalista, de Neruda, Este, sin embargo, pasa por ser el principal representante de la poesía sudamericana, ¿Podría resumir su posición al respecto?
R.—Rubén Darío es el entusiasmo, la fe, el ir más allá, la luz, el optimismo, O sea: lo contrario de las residencias nerudianas. A Neruda le oí yo decir en cierta ocasión que la poesía no lo interesaba, que quería dedicarse exclusivamente a la política y a su colección de conchas. Eso me impresionó. En la poesía de Neruda abunda el verbalismo sin contenido, inorgánico. Mientras Neruda buscaba el aplauso de la multitud, Rubén trataba de abrir puertas para que se escalpase toda el que pudiera. Luego, de repente, Neruda descubrió América y compuso esa letanía de rezos que se llama «Alturas de Machu Pichu». Pero sigue siendo un poeta cuantitativo, elocuente a veces, qué duda cabe, pero nada más.
Francia, el surrealismo
P. —Volviendo atrás. En París, a partir de 1926, mantuvo usted relaciones con Aragon, Eluard, Peret, Desnos, Tzara y casi todas las grandes figuras del surrealismo francés, exceptuando a Bretón. ¿Era usted, entonces, un surrealista militante o no llegó a profesar? Los críticos tampoco se ponen de acuerdo sobre este punto.
R. —Yo encontré en el surrealismo algo parecido a lo que buscaba en el ultraísmo: la persecución de un más allá. Desde este punto de vista, es evidente que el surrealismo frances me proporcionó elementos para seguir adelante. Incluso llegué a escribir, aunque no a publicar, alguna página enteramente automática, dejando que la imaginación caminara por sí sola, sin influencias del cerebro ni de la mano. Eso es lo que Bretón aconsejaba, ¿no?, aunque él nunca llegase a hacerlo. Pero nunca me asocié al movimiento surrealista ni comulgué con él ni publiqué en sus revistas. Tanto a Vallejo como a mí, el modo surrealista de enfocar las cosas nos parecía superficial. Se quedaban en la cáscara.
P.—En 1928 renuncia usted al castellano como lengua poética y, a partir de entonces, sólo escribe poemas en francés. ¿Por qué tomó esta decisión? 
R.—Por varios motivos. El ejemplo de Huidobro, que también escribía en francés, me sugirió la idea. El francés me permitía expresar determinados matices, o perfumes, que en castellano se me escapaban. Además, y sobre todo, yo quería separarme de la matriz, del ambiente literario español y del lenguaje usual en España. Intentaba, como siempre, desorbitarme. Toda mi vida ha sido eso: la tentativa de colocarme fuera de órbita.
(Divagaciones —o extravagario— sobre La religión del lenguaje español, folleto publicado en 1952; sobre la revista Favorables París Poemas, cofundada con César Vallejo en 1926; sobre la insultante Oda a Juan Tarrea, firmada por Neruda; sobre Prisciliano, el Cid, la ruta jacobea... Sobre lo divino y lo humano.)
América
P.—Cuarta fecha: 1930. Cruza el charco y termina en las altiplanicies del Perú, donde —«inducido por las circunstancias», según se lee en el prólogo a la edición española de Versión celeste— se dedica a la arqueología y llega a reunir una valiosa colección de antigüedades que hoy se encuentra en el Museo de América. ¿Cuáles fueron esas circunstancias? ¿Por qué el poeta, que desde 1932 ya no escribía poemas, se convirtió en arqueólogo?
R.—Me fui a América en busca del sitio más lejano que pudiera encontrar. Seguía así mi camino de total desprendimiento: desprendimiento de España y de lo español, después de Francia y de lo europeo… Buscaba, como los peregrinos jacobeos, el Ultreya, el otro mundo, el más allá. Y acabé en la punta de los Andes, aunque inicialmente había pensado en irme a las antípodas. Pero los Andes añadían la dimensión de la altitud y, además, era la tierra de Vallejo. Así que terminé en la punta del Chapultepec, buscando el Infinito. Incluso pensé que podía encontrar una hebra, un punto de atranque en la mentalidad quichua, y volver al principio, pero era imposible hablar con los indígenas y lo dejé. Entonces murió mi madre y cambió mi situación económica, En fin, lo importante es que me sucedieron bastantes aventuras, hubo imprevistos y, por una serie de circunstancias que sería largo detallar, acabé en el Cuzco. Ahí, como tenía dinero, empecé comprando un objeto y luego otro, y otro, y otro, basta que casi sin darme cuenta me encontré con una importante colección de antigüedades en las manos,
(Más divagaciones y cargas de profundidad. América o el descubrimiento de la trans-realidad que buscaban los surrealistas. Larrea renuncia a escribir poesía, aunque no a practicarla. Regreso a Europa,)
La guerra civil. Picasso
P. —La quinta fecha es de todos los españoles: mil novecientos treinta y seis. Usted ha escrito más de una vez que los sucesos históricos constituyen la expresión teleológica de un inconsciente colectivo que se puede interpretar en clave simbólica, del mismo modo que los sueños. ¿Qué representa, desde este punto de vista, nuestra guerra civil?
R.—Yo sentí la guerra civil como algo irremediable, que se arrastraba entre nosotros desde hacía mucho tiempo. Algo así como una lucha entre el bien y el mal. Pero una lucha apocalíptica, definitiva, al menos para mí. A lo largo de ella, poco a poco, fueron concretándose, tomando perfiles, todas las imágenes y símbolos del Apocalipsis bíblico. Por eso había que tomar partido. Y lo tomé, me puse junto al pueblo en lucha. Doné a ese pueblo toda mi colección de antigüedades. Algún día se descubrirá que el Museo de América, destinatario de la colección, no se fundó en el cuarenta y uno sino cuatro años antes, en plena guerra civil.
P.—París, mil novecientos treinta y siete. Entabla usted una decisiva amistad con Picasso, se encarga de publicar su álbum de aguafuertes Sueño y Mentira de Franco y asiste a todo el proceso de ejecución del Guernica. ¿Cómo fue aquello?
R.—Picasso se había comprometido a pintar un cuadro favorable a la causa republicana. En abril sucedió lo de Guernica. Todo la opinión internacional se levantó como un solo hombre, no ya los políticos, sino los ciudadanos, incluso los obispos... Picasso dibujó los primeros croquis el 2 de mayo. Buscaba el tema. Tanteaba. Hay en esos croquis iniciales un caballo despanzurrado de diferentes formas, una luz, una figura femenina, un toro arrinconado... Y así siguió, barajando de mil formas esos elementos, hasta que don José Gaos, que entonces dirigía la legación española, le facilitó un lienzo. Picasso puso inmediatamente manos a la obra y su compañera, que era fotógrafo, se encargó de fotografiar los sucesivos estadios de la obra. La composición fue evolucionando y, por fin, el último día, estallamos todos en aplausos cuando Picasso quitó unos papelitos de color rojo que llevaba el niño para simular la sangro de una herida, y todo el cuadro se quedó negro y gris. Era algo verdaderamente sobrecogedor. Recuerdo que me dieron ganas de revolearme por el suelo.
P.—En 1947 escribió usted un libro sobre el Guernica, que ahora acaba de publicarse en España. En él dice que Picasso, a medida que iba pintando el cuadro, se olvidaba del episodio histórico del bombardeo para abismarse en una búsqueda de los símbolos eternos del inconsciente nacional. ¿Leyó Picasso el libro? ¿Respaldó esta interpretación?
R.—Desde luego leyó el texto, porque yo me encargué de enviárselo antes de que apareciera. También le escribí unas cartas tremendas, que están en el libro. Pero Picasso nunca contestaba a las cartas, así que directamente no llegué a conocer su opinión. Indirectamente, sí. Mi mujer fue más tarde a Francia, estuvo con Picasso y habló del tema con Françoise, que entonces era su compañera. Y Françoise le dijo que mi texto era lo mejor que se había escrito sobre el Guernica.
El exilio
P. —Sexta fecha, que también es de todos: 1939. El exilio voluntario se convierte en forzoso. Se establece usted en Méjico y allí funda, o cofunda, dos revistas: España Peregrina, órgano de la Junta de Cultura Española, y Cuadernos Americanos. ¿Qué fueron la una y la otra? ¿Adónde apuntaban?
R. —Yo quise que España Peregrina llegara a ser no sólo el órgano de esa junta, sino el de la espiritualidad española. Duró nueve números, más otro, póstumo, que no llegó a salir entonces, aunque ahora, afortunadamente, acaba de publicarse. La revista murió torpedeada desde dentro. Cosas tristes. Mejor no hablar de ellas. Cuadernos Americanos era una especie de prolongación de España Peregrina, pero más amplia, extendida a toda la América que habla castellano. León Felipe fue uno de sus principales animadores. La idea le entusiasmaba. Asistió a todas las reuniones.
(Aparece Rendición de espíritu, obra tan desconocida en España como casi todas las suyas. Se perfila el concepto de la espíritumanidad, estrechamente ligado a lo que más tarde el propio Larrea llamará teleología de la cultura; no somos algo sino para algo... Espíritus encaminados hacia un fin. Larrea responde así a la pregunta rubeniana del adónde vamos y de dónde venimos. Séptima fecha: 1949. Comienza un septenio estadounidense de investigación sobre el Guernica, sobre el apocalipsis, sobre las peregrinaciones a Compostela. Y octava fecha: la Universidad de Córdoba, en Argentina, le ofrece una cátedra. Estarnos en 1959, Larrea acepta, funda el Instituto del Nuevo Mundo y el Aula César Vallejo, y allí sigue),
P.—Llegamos al final. La novena fecha es doble e italiana. El hispanista Vittorio Bodini le incluye entusiásticamente en su antología de poetas surrealistas españoles, fechada en mil novecientos cincuenta y tres. Y en mil novecientos sesenta y nueve, siempre gracias a Bodini, aparece en Turín la primera edición —bilingüe— de Versión celeste, obra que recoge todos sus poemas. Inicialmente, en una carta reproducida en el apéndice de la antología de Bodini, usted se había negado a facilitárselos. Luego, sin embargo, lo hizo. ¿Por qué se decidió, a romper un silencio de cuatro décadas?
R. —Años antes había recibido una petición similar formulada por un grupo de alemanes que querían, publicar un libro mío. Un libro de poemas. Y entonces, no sé por qué, quizá a título póstumo anticipado, les envié lo que me pedían. Lo de los alemanes no llegó a cuajar. Por cierto: quienes me escribieron entonces son los que luego se harían famosos por pertenecer a la banda Baader-Meinhof. Tengo alguna carta de esa chica que se ha ahorcado en la cárcel, Gudrun no sé qué... Curioso, ¿no? Bueno, pues entonces me escribió Bodini y yo pensé que si les había enviado poemas a los alemanes, ¿por qué no a él? Y nació Versión celeste.
P.—Décima y última, o penúltima, fecha: este regreso a España, esta entrevista… ¿Qué va a pasar ahora Larrea? ¿Otra vez el Ultreya americano o piensa volver definitivamente?
R.—En realidad no lo sé. No sé nada. No sé qué va a ser de mí. En América tengo mi vida hecha. Y está la vida de mi nieto. Hay una serie de factores que me atan a Córdoba. Ahí, en la Universidad, tengo un pequeño espacio de ocho metros cuadrados que, en cierto sentido, es mi mundo,
P. —¿Cuál va a ser su próximo más allá? ¿Habrá aún otra fecha?
R. —No lo sé. Ahora sale mi edición crítica de la poesía de Vallejo, en dos volúmenes, que va a publicar Barral. Vallejo es una figura simbólica: representa la conjunción de lo español y lo amerindio. Es un testigo excepcional de la gran aventura americana. He comentado uno a uno sus poemas. Su obra constituye algo así como una intervención del espíritu. Y una manifestación del advenimiento de la espíritumanidad.
P.—Que lo veamos, Larrea.
R.—Vamos a verlo, aunque no queramos.

Pueblo Literario, 4 de enero de 1978

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