Conversación con Pla en
un día frio de finales de enero
El
día es frío, dicen que es el peor de este invierno. Estamos a finales de enero
y la Luna empieza a menguar. Una neblina, no demasiado espesa, nos permite ver,
en difuminado, las nieves del Montseny. La discontinuidad colorística de la
autopista de La Junquera se ve alterada, de vez en cuando, por e: verde preciso
y autoritario de la pareja de civiles. En una de las para das obligatorias nos
piden, amablemente, la documentación. Luego sabremos, por el propio Josep Pla,
que se rumorea que los de la ETA han huido por la frontera de Portbou. La
densidad voluminosa de las nubes nos esconde el sol. Pero se intuye. Y
esperamos, no sin recelo, su aparición.
No
puedo ocultar un algo de pavor ante esa entrevista con Josep Pla. ¿Por qué? No
lo sé. Me pregunto si no será porque se trata de un escritor con una insondable
aureola mítica, inasequible a nuestra delgadísima realidad de posguerra —luego
veré que se trata de una primera impresión producida por nuestras propias
leyendas literarias—, o si me corroe la incertidumbre de cómo va a recibir ese
gran escritor a una persona joven y, quieras que no, representante, por la
edad, de conceptos muy poco seculares. Alguien dijo, en cierta ocasión, que es
mejor no conocer nunca a los escritores que se admiran. Acaso sea verdad...
Antes
de llegar a Llofriu adivinamos, distante y altiva, la barrera pirenaica. Luego,
la suavidad de la loma ampurdanesa, la adustez de los montes del Montgrí, la proximidad del
pueblo de Pals, desértico y estereotipado, la prometedora serenidad del mar de
invierno, calmado y relajante. Salir, aunque sea por un día, de una ciudad a
cada instante más hostil y obsesiva y adentrarse, sin prejuicios acomodaticios,
en la historia inmóvil de la naturaleza, es algo tan íntimamente reconfortante
que sólo se comprende cuando se está muy harto de la estafa de la gran ciudad.
El «Mas Plan», situado en Llofriu, en
el Bajo Ampurdán, se ve desde la carretera. Está en un terreno en descenso. Se
da la vuelta, viniendo de Palamós, a la derecha en dirección a Palafrugell, por
el «Camí de la Fanga».
Oímos, a lo lejos, aullidos impacientes de perros. Por el camino he visto un labrador
empujando, paciente, solitario y silencioso, el arado con un caballo. Otro
camina, surcos arriba, surcos abajo, mientras riega el campo. Es terreno de
secano y aparcelado hasta el último extremo. Las tierras que rodean el «Mas Pla» son trabajados por un masovero.
Pla ha confesado más de una vez que es el primer propietario en muchos años de su
masía que no ha labrado físicamente la tierra. Ante el portalón del mas que da
al sur, han tendido ropa de niño. El sol se insinúa, tenue, tras las nubes
compactas. Sopla la tramontana y hace un frío pelón. Ante el mas troncos
amontonados. A la izquierda, antenas y palos de telégrafos que luego sabré que
molestan soberanamente al escritor Pla. Una mujer lava, restriega la ropa con
fuerza en un lavadero situado a la izquierda del mas si se mira hacia el sur. Nos
mira con indiferencia ancestral. Veo una vieja tartana que aún sirve, me dicen,
para ir al mercado. El campo destella con tonalidades de verdes distintos. Al
lado del camino de entrada de la casa, y formando ángulo recto para resguardar
el mas del viento del interior, cipreses decantados por la fuerza de la tramontana.
Olivares desnudos, en plena soledad. Lo que más impresiona de este conjunto es
el silencio, un silencio voluble, alterado por los motores sincopados de la
carretera. Cerca, el rumor de una tramontana pacífica —luego, en Pals, será más
agresiva— y el canto de los gorriones. Un gallo rojo, soberbio y distanciado,
se pasea por nuestro lado. Mientras esperamos a que Pla se vista observo la
solidez granítica de la casa. Es un edificio recio, de proporciones
arquitectónicas equilibradas, sin ostentación, de piedra amarronada y agrisada.
Se refleja en ella la gama acolorística de las piedras tras el paso del tiempo.
Una enredadera pelada trepa por la fachada Es un adorno triste aunque temporero
Sendas ventanas, las dos cerradas, y un balcón, en el centro, con la mosquitera
deshilachada, ocupan la cara que da al mediodía.
Sólo
entrar en el zaguán y ya se percibe el apetitoso olor que desprende un ambiente
vacuno. Aunque parezca extraño, este olor me hace entrar, siempre, un hambre
desproporcionada. Subimos por una escalera blanca y fría situada a la derecha
del zaguán, limpiada obstinadamente por Dolores: « ¡Miren, miren, cómo está esa escalera, tan fría!». Luego nos dirá Pla:
La Dolores quiere ser burguesa.
Dolores, una mujer serena, cuyo rostro sonrosado mantiene un aire entre taciturno
e irónico, cuida del señor Pla. ¡Todo el
día limpiando! Es como mi madre, que era feliz cuando veía una mancha de cera y
se podía pasar tres cuartos de hora rascando. En lo alto de la escalera
llegamos a una gran sala rectangular, distribuida con la regulación propia de
todas las masías catalanas: tres habitaciones en cada lado. Las dimensiones de
esta sala son sencillamente descomunales Sólo entrar, y el volumen de las
personas y de los objetos adquiere un extraño aspecto, entre fantasmagórico
—quizá producido por la mortecina luz diurna— e intimidador. El suelo, tapizado
con una gruesa alfombra de esparto, es impresionante. Pla nos dirá que, a pesar
de las apariencias, no se puede vivir en invierno en su madriguera pairal. Pero
apenas rebasa esta habitación durante toda la estación fría. Un hogar típico en
forma de campana y con bancos dentro parece dar algo de calor hospitalario.
Delante del hogar, una mesa bastante grande en donde el escritor escribe y
vive. Un tresillo, unas lámparas en hierro forjado muy bellas, un sofá, una
mesa con los típicos batientes, libros viejos y nuevos. Encima del sofá, unos
recortes de periódico, una carpeta y unas tijeras. En la pared de la izquierda,
mirando hacia el exterior, una reproducción de un «Brueghel nevado» —me parece que es, lo veo desde lejos, Le massacre des
innocents—, amarillenta, desgastada por la
fuerza corrosiva del tiempo. Brueghel, que, según Pla, es uno de los pintores
más grandes, más exquisitos y más humanos que han pasado por la tierra, indica,
junto con las sombras de este día incierto, la traslúcida fugacidad del tiempo
en que vive Pla...
Adormecido en la
dulzura
Y
aparece el escritor Josep Pla, caminando lentamente, por una de las puertas de
la derecha, en donde está su dormitorio y en donde pasa, bajo una confortable
manta eléctrica, muchas de las duras horas invernales. Pla, un hombre de
insaciables tertulias, de cálidas sobremesas, llena, con su espaciosa
personalidad, la gélida sala rectangular. Receptivo, infatigable «causeur»,
habla mientras observa, con desazonante agudeza, a su interlocutor. Tengo que
admitir que me inquieta —e inquietud es una palabra amable— tener que
transcribir en castellano lo que Josep Pla me ha expresado, a través de un tono
provocativo y una precisión formal modélica, en catalán. Pero qué le vamos a
hacer. Las cosas andan así en la vida.
—¿Y usted escribe? ¿Tan joven...? ¿Qué dicen?
¿Qué vendrán los de TVE a hacerme un reportaje? No, no, no, no... Traen unas
máquinas como cañones, esa gente, y no callan nunca... Dolores, trae café y
whisky. Si, cada mañana, cuando me levanto, me tomo esa mezcla... Usted,
señorita, está muy flaca... No me gusta la juventud asexuada de hoy, no me
gusta nada. ¡Y es que en diez años ha cambiado mucho el mundo! Ahora, en
Palafrugell, la gente ya no hace tertulias en los bares. Las hacen en las
casas... En el pueblo hay unos 13.000 habitantes, pues con 12.900 se quedaría
igual. Y usted, ¿qué escribe? ¿Sobre las personas o sobre los pájaros? Hágame
caso, señorita, cobre poco por sus escritos. Es mejor cobrar poco y siempre,
basta la muerte... Talleyrand decía que las grandes exageraciones no tienen
ninguna importancia... No. no se ría señorita...
La
conversación con Pla continúa. Las palabras brotan fluidas, densas, de una
rigurosa amenidad. Incide frecuentemente con coletillas en las frases como,
¿sabe?, ¿me entiende?, ¿comprende?, ¿qué le parece a usted? Precisa las
afirmaciones, las redondea, las pule, y busca con insistencia la conformidad y
el convencimiento de quien escucha. No pretendo caer en la ingenuidad de que su
verbo, desbordante y avasallador, es absolutamente nuevo y original. Para un
lector fiel a sus postulados, tradicionales e inmovilistas, pero profundos y
transparentes, la transcripción de nuestro diálogo le puede parecer trigo molido.
Es posible. Pero, para mí, sus palabras resultaban fehacientes, fecundas,
vivas, por el solo hecho de oirías pronunciar en su ronca y matizada
entonación. Josep Pla habla despacio y nos traspasa con su mirada socarrona,
mientras lía, con displicencia, un cigarrillo «Ideal». Bajo una boina de plato que se compró en Bilbao aflora el
cabello. Pla ya aseguraba en El quadern
gris que su cabeza se mantendría poblada hasta la muerte. Parece que lo
predijo, cuando él era un niño, un barbero de la calle de Cavallers de
Palafrugell y parece, también, que su profecía va en camino de cumplirse. Mira
de reojo, con recelo y parsimonia, y sus ojos se cierran en una estrechísima y
vivaz rendija. Sus labios son delgados y siempre sonríen; es curioso cómo se mueven
armónicamente con el vaivén de los ojos. Estos, bajo unas cejas cortas y
arqueadas, estallan a veces llenos de pasión. Su cara es gatuna, con un algo de
selvático y misterioso. Contempla las cosas con una pasiva pero tenaz agudeza.
La boca, si Pla ríe, llena en profundidad todo el rostro, cuyas facciones se
contraen de manera ostensible. Creo que a Pla le debe de costar mucho disimular
—si admitimos que alguna vez lo ha hecho— su desagrado ante las personas que no
le gustan. Porque los rasgos de su faz se mueven indistintamente, traidores con
sus sentimientos, nunca ajenos a la vida exterior. ¿Las manos de Pla? Creo que
sus manos denuncian, al contrario de la cara y del cuerpo, el lento y arduo
camino de un escritor. Son finas, pequeñas y sumamente expresivas. Pero alguna
vez, ignoro por qué extraño motivo, parece querer esconderlas...
Sobre el progreso
y otras frivolidades
Josep
Pla afirmaba, en el prólogo de La vida amarga, que era un hombre personalmente
desconocido por las generaciones que lo leían. Puede que sea cierto. Mientras
observaba su aparente crueldad verbal, me preguntaba qué extraña sensibilidad
se escondía tras esa máscara de cinismo y de escepticismo. Pla no es petulante,
ni frívolo, ni agresivo. Es llano como el Bajo Ampurdán, pero refinado como sus
lomas. Adormecido, como él mismo ha dicho, en la tolerancia y la dulzura de
Montaigne, no sé, a ciencia cierta, qué insondable misterio vital amagan sus
ojos irónicos y sagaces. Qué tradición ancestral me priva de reconocerlo o
definirlo. Es evidente que Pla es un escritor que produce miedo, que resulta
difícil de conocer; quizá por esa fachada acusatoria, por esa enraizada pasión,
tantas veces absoluta y parcial, por esa faceta conservadora. Pero nadie podrá
negar que sus setenta y cinco años traslucen una radical curiosidad, un
profundísimo interés una continuada obsesión por saber cómo va la humanidad,
destructora y destruida, alarmantemente caótica. No es un observador glacial,
pero tampoco es un protagonista apasionado; yo diría que acaso es un observador
apasionado de las cosas de la vida. Y un gran y envidiable contemplativo. Pla
decía, en Aigua de mar, que la gente
se habla vuelto «llepafils i primmirada»,
y que pronto todo el mundo haría de peluquero o llevaría smoking como los
camareros de café. Esta ironía, de exactitud sociológica, le lleva a azotar, a
veces con decimonónica vehemencia, y otras con indiscreción literaria, tres
cuartas partes del universo.
—Si, la alta cultura no es nada más que
chismografía e indiscreción. En el sentido más alto de la palabra, se puede
hacer chismografía sobre Jesucristo, Sócrates o Platón. No me refiero a los
chismorreos de pueblo, que procuran hacer daño. La erudición, que es la forma
más alta de cultura, también es chismografía. No señora, la cultura no sirve
para que el mundo adelante. He visto tal cantidad de cosas en este mundo que yo
no puedo creer en nada... No, no, la única cosa que se puede hacer exactamente
es el inmovilismo... El mundo sólo ha progresado en cosas como el wáter, la
ducha, el teléfono. La invención del wáter es de Jefferson, un ex presidente de los Estados Unidos... Al
contrario, el hombre es más insensato y más cruel que nunca... No. No, no se
trata de irracionalismos. La palabra es demasiado fuerte. Todo el mundo es
irracional. La definición de que el hombre es un animal racional no es cierta,
el hombre es acaso sensual... No, no. no, no creo que la cultura pueda resolver
nada. La mayoría de niños por más que estudien nunca sabrán nada... ¿Que se
cree que todos los hombres son iguales? ¡Hombre! De cuando en cuando sale una
persona que vale, muy pocas. Todo lo que se hace es copiar; los arquitectos
copian catálogos, generalmente nórdicos, de las casas que hacen; los ingenieros
también copian... Este país no tiene ni la más mínima consistencia científica…
¡Cómo quiere que crea en el progreso! ¿Después de haber visto lo que he visto
en esta época? Después de nuestra guerra civil y de la quema de tres o cuatro
millones de judíos en Alemania, ¿cómo quiere que crea en el progreso? ¿Yo, que
he vivido el momento más álgido de Europa, con tanto sabio que ha tenido que
marcharse a los Estados Unidos? ¿Qué dormimos, señorita? Yo soy un hombre
serio, sabe. Las cosas de propaganda no me interesan nada... ¿El progreso
científico? ¡Es cosa de cuatro gatos! No hay más gente que antes con capacidad
para pensar... ¿Se acuerda del rebaño de Panurgo, en el Pantagruel de Rabelais...? Todo el mundo obedece como
ovejas. ¿Qué quiere que crea yo? No creo en nada. No creo en nada, sólo que el
hombre es un animal absolutamente grotesco, parado y exhibicionista... No, no
soy pesimista. Sólo objetivo, un hombre indiferente, de la naturaleza. No creo
en el progreso de los que gobiernan. Tengo una idea del mundo, el cual está
formado por grupúsculos que funcionan, que son los hombres y las mujeres. Creo
que en el mundo no se ha arreglado nunca nada. Sólo le han puesto parches.
¿Cómo quiere que crea en un mundo mejor? Al contrario: lo han estropeado toda
la naturaleza, mientras, va funcionando indiferente de nosotros y del mundo ¿Sabe?
A base de unas leyes perfectamente racionales y mecánicas... La felicidad
consiste en la limitación. Fíjese, dos hombres colosales, Goethe y Schiller,
vivían en poblaciones como Palafrugell y mire las cosas extraordinarias que han
hecho. Todo el mundo les ha copiado, empezando por su correspondencia... ¿Qué
esperanza quiere que tenga? ¿La esperanza de ver que un señor ha inventado el
microscopio o el wáter? ¿Se pensaba
que el mundo estaba arreglado? Se tiene que aceptar lo que hay: la naturaleza, el
paisaje. Y eso que le digo no es ni pedante ni exhibicionista. El progreso
material no interviene en las cosas decisivas, que son las relaciones entre los
hombres y las mujeres, las criaturas, la cultura. Los jóvenes son las víctimas
de este caos. ¡Claro que no lo han creado ustedes! Pero han quedado
escarmentados. En un sentido general, la mujer de este país que quiere
independizarse viene de otras frustraciones. Las muchachas son partidarias del
papá y la mamá y de la fortuna que tiene. ¿Que qué me parece que la mujer trabaje?
No me parece nada. Si quiere trabajar que trabaje, y, si no, que no trabaje. Me
es igual. Pero si una mujer está realmente enamorada no tiene tiempo para hacer
nada. «Donne in amore», dicen los italianos... Si, me gusta ver
el mundo exterior. Eso es la felicitad. Esa miseria humana, hiperbólica. Por
estrategia —egoísmo, si usted quiere— y sentido del ridículo, soy un
espectador, individualista puro. ¿Si los que mueren o van a la cárcel por una causa
no tienen sentido del ridículo? Probablemente. Los más superiores son los más
inconscientes. Si lo meditaran, no lo harían. Se estarían cerca del fuego, en
invierno, y bajo un árbol durante el verano. Pero todo eso para usted debe de
ser antisocial.
Los
dos estamos de acuerdo, por lo menos, en una cosa: que la estupidez humana no
depende de la edad…
El país
Salimos
del «mas» y vamos, en un corto
recorrido, tras algunas de las huellas de la vida de Pla con Pla. De Pals a
Calella... Luego, Palafrugell, Palamós... Todos esos lugares, que parecen tan limitados
por el espacio geográfico, se convierten ahora, gracias la literatura penetrante
de un escritor que se llama a sí mismo —no sin paradoja— «localista»,
singularmente atractivos. El país es para
mí exactamente la casa y las tierras que la rodean, y basta. Todo lo demás
interesa menos. Todo lo que conozco es el país, lo que no conozco... ¡yo que sé
lo que es...! Pla observa —mientras el coche trepa hacia Pals y vemos, al
fondo, la sombra recortada de las Medas— la naturaleza como si la quisiera
fundir con su intensa crítica visual. Sus ojos desgastados de payés que ha
renunciado a la elegancia vacía de los cosmopolitas analizan estos retazos de
paisaje que, para él, son todo un mundo. O son el mismo mundo. El paisaje, de joven, me gustaba mucho.
Ahora no me dice nada. Pídale algo y verá cómo no se lo da. El cielo se
está despejando y las rayas azuladas del mar se perfilan más nítidas. Recuerdo
que Pla ha dicho que Cataluña había dejado de ligarse al mar y se había
convertido en un país de «terrestres estiracordetes
sedentaris» Lleva razón: pienso en Barcelona, por ejemplo, esa especie de «Cafamaúm catalano-cosmopolita y
murciano-aragonesa», que vive, tan feliz y contenta, de espaldas al mar.
Hablamos de Barcelona. Ahora en Barcelona
se habla menos castellano [¿sic?] que
hace diez años... Cuando yo empecé a escribir, en Barcelona había 600.000
personas y todo el mundo hablaba catalán. Ahora hay dos millones y hay muchos
que hablan castellano porque son castellanos, y esto ha creado una especie de
sociedad bilingüe... ¿No lo cree? ¡Seguro! Lo han hecho de una manera
deliberada y sin ningún éxito, porque los «xamegos» se acostumbran mucho al país. Por lo menos por aquí, en el Ampurdán,
donde hay bastantes; si se pueden quedar, se quedan y se atan al país... Pero
en Barcelona no sé lo que pasa.
Cuando
llegamos a Pals el viento arrecía fuerte, pero la atmosfera, gracias al traspaso
de las nubes, es más clara. Pla me explica que Pals, un pueblo con cimientos
medievales, ha sido totalmente reconstruido por la voluntad de una sola
persona, propietaria de medio pueblo. Pla, como buen payés o kulak, que así lo
definiera con tino genial Joan Fuster, posee un sentido inmovilista de la
propiedad. Durante el viaje, los comentarios de Josep Pla traicionaban una
secular admiración ante la propiedad de la tierra. Pals presenta un aspecto
teatral, de cartón-piedra. Las piedras de las casas restauradas son demasiado
pulidas, no engañan. Pla me invita a compartir con él la vista del espléndido
paisaje, sensual y luminoso, de la llanura ampurdanesa que se ve desde El
Pedró. La tramontana es cortante y, a pesar de ello, la nitidez lineal del
paisaje, su suave curvatura, sus colores sosegados, dan la sensación como si el
tiempo y el espacio se hubieran condensado en una sola y esplendorosa realidad.
El campanario románico, La torre de les
hores, situado lejos de la iglesia, de piedras auténticas que contrastan
con la sofisticación de las cosas restauradas, y la iglesia, que mira a
poniente y cuya fachada arrastra nueve siglos de contacto solar, son dos
símbolos de la deseada mediocridad horaciana. Pla me dice que la gente del país
se ha vuelto «babau» a fuerza de
contemplar tanta belleza natural. Creo que la sensualidad de este paisaje, que
es capaz de los más llamativos contrastes sin vanagloriarse de sus mutaciones,
ha conformado este carácter individualista, rebelde, desordenado y algo
histriónico que me parece a mí que es el ampurdanés.
—En el fondo, si usted quiere hacer novelas,
tendrá que observar lo que hay en el país. En el país hay tres clases de
personas: los payeses, los comerciantes de las poblaciones de mercado como
Palafrugell o Torroella de Montgrí, La Bisbal o Figueres, y los burgueses de las
poblaciones industrializadas. Usted no tiene que moverse de ahí: tiene que
hacer o una novela de payeses, o de pequeños burgueses de las poblaciones de
mercado, parásitos en general, burgueses. Todos tienen una mentalidad
diferente. Hace falta observar a esa gente. Es absurdo presentar a un burgués
con las ideas de un payés, que son tan cautos y prudentes, o con las ideas de
un comerciante de pueblo, que son tan extraordinariamente vivos... Todo ello
implica una gran dosis de observación. Presentar a un comerciante o a un payés
con ideas burguesas llevaría tanta confusión que nadie le entendería,
¿comprende lo que quiero decir? ¿Lo ve? Yo ya he hecho un libro sobre los
payeses, ahora publicaré una especie de novela sobre el pequeño comerciante y
me gustaría mucho escribir uno sobre la burguesía, pero creo que no tendré
tiempo, ni paciencia, ni humor para hacerlo... Otra cosa la creencia de que la
burguesía es universal y siempre es igual es falsa, es una tontería. Cada país
tiene su burguesía y la de aquí se caracteriza por su «plasticidad»; el burgués del país siempre tiene la
incertidumbre de que el encargado de su fábrica se apoderará del negocio, por
eso las familias no duran, ¿comprende? Fíjese que no hay ni una sola familia de
fabricantes que se haya perpetuado más allá de tres generaciones Sólo duran las
familias payesas, éstas son inmóviles e inmortales. ¿Lo ve? Es muy sencillo.
¿Diga, diga, qué más?
De literatura
catalana
Bajamos
hacia Calella pero antes atravesamos Palafrugell y nos paramos un momento para
fotografiar a Pla ante la casa donde nació. Josep Pla se fija constantemente en
lo que ve por el camino. Me enseña lo que conoce, que es todo el paisaje ampurdanés
hasta el mínimo detalle, hasta la más pequeña molécula de materia visible. Toda
una «imago mundi» archivada en su
fabuloso catálogo mental. Una «imago
mundi» precisa y, gracias a su pluma, fascinante. Pero yo he visto a Pla
sorprenderse también por cualquier pormenor no catalogado, y le he oído
comentar detalles banales de los transeúntes de Palafrugell: ¡Pero miren qué abrigada va esa señora! Pla
no para de asombrarse por cualquier cosa que otro espectador, más sujeto a las
normas visuales, es incapaz de percibir. Pasamos por la calle de la Tarongeta y
de Cavallers y nos paramos un instante ante el portalón de la vieja casa de la
calle Nueva, o del Progreso, núm. 25, hoy número 39. Esta calle, como ha
escrito Pla, es larga como un cirio. El edificio es alto, y como la fachada
—sigo la descripción de Pla—, fría y siniestra, daba al norte, las habitaciones
eran, en invierno, glaciales. Esta casa no conserva para el escritor ningún
signo evocativo trascendente, al contrario de la casa de la calle del Sol, a
donde fue a vivir cuando tenía siete años y en donde pasó parte de su
adolescencia y juventud. Distinta es la nostalgia que debe de producir en Pla
el pueblo de Calella, este rincón marino que vive a cubierto del ímpetu de la tramontana.
Cuando llegamos, el sol ya ha salido por completo. El pueblo está silencioso.
Sólo se oye el apacible oleaje del mar invernal Pla tiene debilidad por
Calella. Para él, los arcos y los porches del Port Bo —«les voltes»—, a pesar de su modestia extremada, son el retazo de
arquitectura más notable de toda esta parte del litoral. Casi no quedan
pescadores. Y presiento un aire, casi imperceptible, de tristeza en el tono de
Pla...
Luego,
Palamós. Vemos la bahía, tan elegante como la describe Pla en boca de un
pariente en El quadem gris, el mar,
el puerto, la calle mayor, descritos miles de veces por Pla, lugares vivos y
fulgurantes en días de calma, pletóricos de libertad en días de viento. Cansado
de estar hierático con tanta fotografía. Pla quiere ir a comer. Unos capellini o tortellini deliciosos —Pla prefiere los platos sencillos, casi
prehistóricos— y un vino exquisito. Come despacio, con cierta desgana y un algo
de ascetismo. Pero saborea lo que sabe de antemano que le gustará, como las «faves
i pèsols». En torno a la mesa, el diálogo, en
algunos puntos discusión, continúa.
—¿De literatura catalana actual? Se lo
tengo que decir francamente: todo esto no lo conozco demasiado. Hay personas
importantes... Espriu es un hombre importante. Es muy amigo mío, ¿sabe? Y yo le
tengo un gran afecto y un gran respeto. Me sabe muy mal que esté enfermo...
Después han salido eses muchachos. Porcel y Moix. ¿Le gusta Moix a usted? Yo he
contribuido a formarlo... El tipo es divertido, ¿no le parece? ¿Qué estoy
contra los jóvenes? No, no... Yo también, cuando era joven, me pensaba que era
muy importante. Son cosas de la juventud... No lo digo en un sentido
despectivo, pero como no se ha luchado demasiado, muchos creen que todo es
fácil. Y escribir es muy difícil, en fin. ¿Usted ha leído mucho? Stendhal era
todo un tipo, sabía mucho. Yo le tengo una admiración indescriptible. Pero sólo
hay 10 o 12 novelas. Yo no le aconsejaría a usted escribir novelas, me
dedicaría a hacer muchas cosas más. Viajes, paisajes y retratos. La novela si
no se hace bien es fatal. ¿Que el periodismo también es fatal hoy en día? ¡Y
tanto! Cuando se pierden las guerras las cosas van así. Por eso no se ha de
perder ninguna guerra, ¿entiende? Eso que ya sabe todo el mundo: que al final
de la guerra nos dijeron: «Eso del catalán se ha terminado, pues, de momento,
a escribir castellano». Bueno, creo que
lo he hecho con bastante éxito... No para mí, sino para ustedes, que son muy
jóvenes. A mí, todo lo que he hecho es igual, no tiene ningún valor... Lo que
pasa es que la gente de escuelas como el «noucentisme» ha alejado la literatura del pueblo y yo la he acercado. Espriu mismo
ha fallado: ha escrito un teatro ininteligible. ¿Le gusta Espriu a usted? Tiene
unas narraciones extraordinarias, como «Tres sorores»...
Claro que la culpa de que su teatro no se entienda la tienen esos primarios
indecentes que corren por Barcelona y estropean todo el teatro de Espriu...
Dónde va a parar... Si, parece que la gente joven es consciente de una
continuidad. La literatura catalana está mejor que nunca. En la posguerra se
han hecho cosas que nunca se habían hecho. Se venden más libros, hay más
propaganda. La lástima es que caigan editoriales y se produzcan tantos ridículos.
Y es que el país es demasiado hiperbólico, retórico, no se sabe nunca dónde
está... Desastres de enciclopedias que han fallado por ofrecer sueldos
demasiado altos... Hay excepciones como Fuster que es un hombre
inteligentísimo, del siglo XVIII, o Castellet, inteligente y brillante. Y es
que todo el mundo tiende a la erudición. Hacer artículos o libros sin erudición
es más difícil. Saber describir un árbol o decir lo que piensa la gente... Yo
he hecho esto de una manera perentoria. Con la esperanza de que ustedes lo
continuarán. Si no, es mejor darse de baja del país...
El oficio de
escribir
Escribir,
para Pla, es una nimiedad tan complicada que llega a devastar. Despojado, el
oficio de escribir, de toda vaciedad romántica, Pla ha demostrado que, a pesar
de su aparente facilidad y espontaneidad, escribir es uno de los oficios más
duros, menos agradecidos, más descorazonados de todos los que existen. Mercé
Rodoreda, el otro día, citándome a Pla y sus momentos divinos, me dijo que
sospechaba que para el escritor de Palafrugell no le debía resultar nada fácil
escribir. A mí, la verdad, me intriga cómo se ha desenvuelto este escritor
mediterráneo y conservador liberal, quizás inseguro, tímido, solitario,
candente, escéptico, cómo ha llegado a dominar realmente la voluptuosidad
fascinadora del «oficio de escribir».
—En una época de buena literatura, se tiene
que observar qué cosa es el genio de la lengua, e imitarlo y continuarlo. Lo
más importante de la vida es continuar. Cada lengua tiene su genio. En catalán
las frases se construyen así; artículo, más sustantivo, más verbo, más
adjetivo. Ahora bien esa frase puede ser escrita de varias maneras,
¿comprende?, ¿lo ve? Con uno o dos adjetivos basta para definir el color o la
forma de un objeto… y cuantos menos adjetivos, mejor. ¿Ésta conforme? Sin
retórica, quiero decir. Es más fácil escribir que nadie te entienda Se debe ser
sencillo y las frases, desnudas. ¿Lo entiende? Escribir con la máxima
naturalidad, ¿comprende? Bueno, todo ya sabe... Fíjese, un detalle: Cadaqués es
grandioso, retórico. Es colosal poder describir un pequeño caracol de mar, la
cara de una muchacha, una barca, un erizo de mar... Nada de romanticismos ni
barroquismos. Soy muy premioso escribiendo. Hay artículos que los he meditado
tres cuatro cinco, seis años. Nunca he sido feliz escribiendo. Escribo para
ganarme vida, soy un profesional. En literatura nada es gratuito. Usted escribe
pensado que ese papel será válido al cabo de diez años. Si no, todo se pierde;
ahora la gente no escribe más que gacetillas. Se debe poner cierto
trascendentalismo. Que es lo que no tiene Picasso en sus pinturas. No basta
reproducir un objeto. No siempre se puede aprovechar todo, pero si lo suyo dura
30 años en literatura ya puede estar segura que es realmente importante lo que
escribe. Si al cabo de cinco meses es ilegible, mejor es no empezar. Hay otros
oficios más satisfactorios. Yo no conozco ni las vacaciones. He trabajado cada
día. ¿Si estoy contento con mi obra? Sí, porque hace falta cierto sentido de la
responsabilidad. Yo en mi vida no he hecho más que trabajar. No he tenido
tiempo de nada ni de tratar nunca a nadie. Ni a ninguna mujer. Soy incapaz de
enamorarme de nadie por un profundo sentimiento de ridículo. Aquí todo el mundo
es mentiroso, barroco e hipócrita. No sé si está conforme… La mejor relación
entre hombre y mujer es la cama, no el amor. Y en la cama siempre hay momentos
de odios…
Ha
visto dos manuscritos de la obra de Pla: El quadern gris
y En mar. Las dos en cuadrillas
recortadas, con letra menuda, de mosca, uniforme, limpia, sin apenas
correcciones y dificilísima de transcribir. Las 350 cuartillas de En mar ocupan 600 páginas de un libro.
Dos mecanógrafas sólo se dedican a pasar a máquina sus manuscritos. No sé si es
uno de los últimos escritores que escriben a mano. Pla me pregunta qué he leído
de su obra. Le respondo que casi todo, entre las ediciones viejas y las revisadas.
Aunque me faltan lagunas importantes. Le hablo en seguida de El quadern gris, del impacto que me produjo
y de cómo me impresionó su inalterable tendencia hacia el oficio de escribir,
su delirio ante las dificultades concretas, su afán por localizar el verbo
exacto, el adjetivo justo. A él le extrañó mi pasión por El quadern gris y me dijo, con cierta displicencia, que sólo se
trataba de una obra de juventud. Puede ser. Quizá mi elección se supedite más a
una necesidad de recibir influencias de alta cualidad a mi espíritu crítico...
«Pla ser un escritor tan conservador como
se quiera. Pero es extraordinario cuando leo sus descripciones de 1ugares me
apasionan, me subyugan tanto, que me entran ganas de visitarlos. Me fascina su
dominio, su agilidad lingüística. Creo que todos los que nacimos en la dura y
rígida posguerra y nos muerde el gusano de las letras tenemos la santa
obligación de empaparnos, de impregnarnos, de su sabiduría literaria. ¡Quién
pudiera escribir como él!» Estas líneas las escribí en la última página de
la segunda edición de El quadern gris,
en 1969. Espero que el lector perdonará una intromisión tan personal y espero
también que comprenda mi interés por el Pla de los libros no empezó ni terminó
un día de frío de finales de enero. Dicen que el peor de este invierno.
Montserrat
Roig, Destino, nº 1796, 4 de marzo de
1972, pp. 25-28.
Que bien lo paso escuchando a Josep Pla
ResponderEliminarEstic llegint un llibre que referencia aquest article i l’he volgut llegir. M’ha sorprès que parla més l’entrevistadora que l’entrevistat. Potser es feia així al 1972…
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