Le Tabou en la década de 1950 |
REPORTAJE
LA
LEYENDA DE SAINT-GERMAIN
En
torno a una antigua iglesia y la plaza que la rodea se levantó, hace décadas, el
santuario de la intelectualidad francesa, un lugar que filósofos, escritores,
músicos, pintores... artistas, en fin, muchos de ellos españoles, poblaron e
hicieron mundialmente famoso. Saint-Germain-des-Prés guarda la misma cara de
ayer, pero hoy su espíritu es otro. Ahora, prestigiosas firmas internacionales
de moda, auténticos templos del lujo, se han instalado en algunos de los enclaves
donde hace cincuenta años había viejas librerías, bulliciosos cafés,
atiborrados garitos. Muchos de estos lugares casi míticos continúan abiertos en
la estela de la leyenda de un barrio convertido en el corazón cultural de
París, que así latía hace medio siglo.
Los
orígenes de la leyenda de Saint-Germain-des-Prés se remontan hacia el año 1000
o 1100, cuando unos monjes de la iglesia y antigua abadía que da nombre a esa
plaza, con movidos por el suplicio de unos mártires cristianos en Córdoba
decidieron viajar a pie hasta la cuenca del Guadalquivir para rescatar sus
reliquias, transitando, sin saberlo, por la ruta que llevaría a Europa los
metros y la noción del amor que estaba naciendo en Al-Andalus y debía sembrar
muchos de les cimientos espirituales de nuestra civilización.
Esa
ruta y esa misma plaza tuvieron muchas otras prolongaciones. Una de las
arterías principales del Barrio Latino continúa siendo la calle Saint-Jacques,
que debe su nombre al Camino de Santiago
que ahí comenzaba, a los pies de Notre-Dame, para continuar siguiendo la
frontera sudeste de los jardines de Luxemburgo. En el alba de las literaturas
románicas, Ramón Llull escribió una de sus obras maestras en otra antigua
abadía que estaba en esos mismos jardines. El joven Ignacio de Loyola no pudo
desconocer, digámoslo así, la abadía donde floreció la revolución espiritual de
Port-Royal, piedra bautismal de la prosa francesa moderna, tan próxima a una de
las residencias parisinas del madrileño Jorge Santayana. El navarro Miguel
Servet frecuentó la facultad de Medicina tan próxima al futuro círculo
revolucionario que Moratín conocería, horrorizado, durante el Terror.
Esa
milenaria tradición se prolonga, intacta, hasta nuestros días, de manera olímpica
y majestuosa. Don Nicolás Estébanez Calderón le contaba a don Pío historias y
aventuras de otro tiempo, que Baroja utilizó, profusamente, para escribir la
trilogía de París que comienza con «Los
últimos románticos», sentado en el mismo café donde, mucho más tarde,
Simone de Beauvoir, sola sentarse a escribir cartas de amor a su novio novelista
americano. Y la novela de don Pío comienza en la esquina de una calle donde
residió Faulkner, durante una temporada, a dos pasos del restaurante donde
solían cenar Ramón Gómez de la Serna y Corpus Barga, temiendo que Baroja
apareciese, como un ángel de la Historia, para darles la noche con sus profecías
apocalípticas.
Imaginemos.
En la misma plaza y los mismos cafés, el Flore
y el Deux-Magots, donde, hace siglos,
era de buen tono imaginar a Sartre, Albert Camus o Simone de Beauvoir
departiendo, amablemente, durante la ocupación alemana. También compro sus periódicos,
mucho antes, inventando, con Azorín, nuestro periodismo moderno, Agustí Calvet,
Gaziel, futuro director de La Vanguardia,
que comenzó por instalarse en un hotel que está a la espalda del establecimiento
donde se hospedaron Antonio y Manuel Machado, huyendo de Madrid y Sevilla, en
vísperas de su encuentro, capital, con Rubén Darío.
La
editorial Garnier, donde los Machado esperaban encontrar las traducciones que
los redimiesen de la pobreza y el olvido, estaba a dos pasos del antiguo Royal Saint-Germain el más legendario de
los cafés del barrio, hoy suplantado por el imperio de un célebre modelo
italiano, frente a la calle Saint-Benôit, donde residía Marguerite Duras
acompañada de sus sucesivos amantes y estaba la célula del Partido Comunista
Francés (PCF) que provocó una crisis moral todavía irresuelta, hoy, cuando la
biógrafa de una novelista y los herederos de sus amantes y maridos, han desenterrado
una lúgubre historia de chivatazos y campos de concentración.
El
fantasma de esas discusiones de café, elevadas por Merleau-Ponty, en su ensayo «Humanismo y Terror», a proyecto de
comprensión filosófica de los campos de concentración estalinistas, en la plaza
de Saint-Germain, sobrevive, amenazante, por los estantes de la misma librería
de entonces. La Hune, frente a un quiosco
de periódicos que dirige un antiguo anarquista amigo de Xabier Domingo, que hoy
esgrime, con orgullo, un escudo del Betis Balompié.
Los
ex combatientes de muchas causas revolucionarias y subversivas se quejan,
amargamente de que en el antiguo cuchitril donde, hace años, se vendían discos
y canciones revolucionarias cubanas se haya instalado hoy una célebre marca de
mecheros y objetos de lujo. En la calle de La Huchette, donde se estrenó y
estuvo en escena, durante treinta o cuarenta años «La cantante calva», de Ionesco, es difícil sobrevivir al tufo
angustioso de bocadillos presuntamente «griegos»
o «tunecinos». La vieja librería que
tenía la mejor colección de libros de poesía ha sido sustituida por un aparto
de moda japonesa, o así. La antigua librería de Antonio Soriano se ha
transformado, y Michele Pochard ha hecho fructificar la suya, especializada, siempre,
en temas españoles o hispanoamericanos, en la misma calle donde vivió Pascal y
don Pío contemplaba, atónito, la triste suerte de la religión positivista de los
seguidores y seguidoras de Auguste Compte, por la misma acera que transitaban
Jorge Guillen y Pedro Salinas, a la salida de sus cursos en la Sorbona.
Llega la noche.
Quienes ya no tienen edad para nacer vida nocturna se lamentan, en vano, que
Saint-Germain ya no es lo que era. En verdad, cuando yo llegué a París, hace
siglos, también, el Tabou se había
convertido ya en un antro infecto, frecuentado por turistas brasileños de muy
distinta sensibilidad sexual, y era sencillamente imposible imaginar que allí
hubieran podido ser felices Boris Vian, Miles Davies o Juliette Greco, que,
mucho me temo, no dicen nada a quienes se han educado con «E.T.» o «La Guerra de las
Galaxias».
Evocar
la guitarra de Django Reinhardt, en el Montana
o a Roger Vadim en Le Rose Rouge quizá
sea tan peregrino como lo era, para mí, escuchar a mi abuelo evocar la inmortalidad
de las cupletistas de post-guerra. Queda. Sin embargo, una leyenda nunca escrita.
Varios de esos antros donde los abuelos de hoy bailaban, entonces, el be-bop, estaban a dos pasos del hotel
donde don Antonio descubrió la enfermedad de Leonor, otro lejano 14 de julio,
cuando la gente del barrio se divertía en un baile con acordeón y el poeta que
estaba escribiendo las «Soledades» se
estrellaba contra el muro de la incomprensión de la burocracia hospitalaria, que
sigue estando donde estaba, sin que nadie haya puesto una placa en aquel hotel,
a la vuelta de la esquina de una de las residencias de Apollinaire.
Se
han escrito millares de olvidables páginas evocando el fugitivo paso de Sartre
por un café que también frecuentó, durante unos años, Néstor Almendros, cuando
presentó su primera película sobre la situación de los homosexuales en Cuba y
ya se había convertido en uno de los más grandes fotógrafos de cine de todos
los tiempos. Pero es necesario insistir sin remedio en que César González Ruano
se pasó muchos años yendo y viniendo entre esa plaza, la iglesia de
Saint-Sulpice, donde fue bautizado Baudelaire, y la calle Campagne-Premiére,
ya en Montparnasse, en el hotel donde una placa recuerda a Man Ray y los
dadaístas, olvidando que allí se escribió, en parte, la mejor biografía, en
castellano al menos, de uno de los patriarcas fundadores de la poesía moderna.
No
sé si es un azar que los Machado vivieran en el mismo hotel que también
frecuentó Verlaine. Pero viviendo, yo mismo, en el mismo barrio, es difícil no
sentirme perseguido por esa prole de fantasmas. Las primeras figuras de Belén
que conocieron mis hijos las compró en una tienduca que está a unos metros del
teatro del Vieux Colombier, donde
Valery Larbaud consagró a Ramón como una figura universal sólo comprable a
Joyce y Proust. Siguiendo por la misma calle se llega hasta la esquina del
hotel Lutecia, frente a la antigua y
diminuta habitación donde Mercé Rodoreda escribió buena parte de su obra: desde
esa azotea se ve, siempre, el último despacho de Raymond Aron, cruzando el
bulevar que cada día toman mis hijos, Juan Florencio y Pedro, para llegar a su
colegio, Stanislas, que fue
frecuentado, en un tiempo, por S.M. el joven Alfonso XIII.
La vida sigue.
Saint-Germain-des-Prés, la iglesia y el barrio están tan vivos como siempre. Un
modista italiano ha hecho la donación de muchos millones de pesetas para
restaurar las vidrieras de la iglesia. El jefe de sala de Lipp continúa evitando que los pudientes americanos y japoneses
paguen a bajo precio una mesa reservada para las celebridades locales, pero es
impensable que un resistente marroquí o iraní dé cita en ese restaurante a
ningún amigo, ni parece sensato imaginar que allí se reúnan los turbios
personajes que pudieran ordenar la detención de Ben Barka, Carlos, que puso una bomba en el Drugstore, ya desaparecido, que sustituyó a otro legendario café,
está en la misma cárcel, La Sante,
donde ya estuvo Durruti, y las turistas japonesas se preguntan si en el lugar
donde ellas se compran ropa gallega pudo un día conspirarse para planear la
revolución planetaria mundial.
Muchos
de los artistas franceses que han pintado Saint-Germain han imaginado toscos
chafarrinones de color. Hay que recurrir a los españoles de la Escuela de
París, Viñes, Peinado, Manuel Ángeles Ortiz, etcétera, que vivieron en el
barrio, para poder aspirar el perfume que ilustran, de otro modo, las imágenes
de Doisneau o Cartier-Bresson.
Y
ese perfume habla de algo inmaterial, volátil y puramente estético. El
legendario beso de la fotografía de Doisneau no se tomó en Saint-Germain, sino
frente a la alcaldía de París, y hubo muchas parejas que se creyeron con derecho
a exigir derechos de pose o autoría. Por las librerías de viejo, que son
muchísimas en el barrio, todavía circulan ejemplares de la primera edición de
la primera antología de Ramón traducida por Mathilde Pomes. La Casa de Cataluña, las librerías de
Antonio Soriano y Michelle Pochard, las tiendas de moda gallega, una gran
empresa familiar de perfumes catalanes, varias tiendas de tejidos de decoración
valencianas, un vendedor de periódicos, el café donde se fundaron varías
comunas estudiantiles posteriores a mayo del 68, hablan de una tradición que se
remonta a Ramón Llull y los monjes de la abadía de Saint-Germain que viajaban a
Córdoba, a pie, en busca de milagrosas reliquias, hace unos mil años.
Viejas historias.
Don Pío iba a los cafés de la plaza de Saint-Germain para escuchar de un viejo
ministro en el exilio las viejas historias de la Comuna de París y sus
desharrapados personajes, anarquistas de otra época, bakuninistas en acción,
hijos de princesas legitimistas, prófugos de un Madrid de opereta y café con
leche, poetas que sólo pagan con calderilla, desventurados que iban a morir en
lo alto de una barricada. Muchos de esos personajes perduran, de alguna manera,
por la leyenda de algunas canciones interpretadas a la guitarra por Django
Reinhardt, que era gitano y apátrida, y nunca supo solfeo, pero escribió e
interpretó muchas de las melodías que se confunden con la leyenda de este
barrio, que tiene muchas otras leyendas y muchos otros personajes. En la
lejanía del tiempo y la memoria, nada me cuesta confundir, para siempre, esas
historias que vienen de muy lejos con la historia y la canción de las hojas
muertas que. cada otoño, vuelven a caer, como en el poema de Verlaine que
descubrieron los Machado por estas calles y todos los adolescentes leímos un
día, creyendo que nunca alcanzaríamos el paraíso que confundíamos con los
jardines de Luxemburgo y hoy es nuestra única patria, en el más dorado de los
exilios.
Juan Pedro QUIÑONERO. Blanco
y Negro, 25 de octubre 1995, pp. 64-71.
¡¡!!!... tenía olvidado esta historia, ay... para colmo, me gusta. Graciassssssss
ResponderEliminarQ.-
Es que es un artículo estupendo...
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