martes, 9 de octubre de 2018

Ernst Jünger: "En el siglo de los titanes" (Blanco y Negro, 27 de junio de 1993)



EN EL SIGLO DE LOS TITANES
Por Ernst JÜNGER
Como testigo privilegiado de casi un siglo de historia, Ernst Jünger (Alemania, 1895) ha plasmado en sus escritos el testimonio de un hombre contemporáneo comprometido con su tiempo. De su extensa obra, una de las fundamentales de la literatura y el pensamiento de nuestros días, destacan, entre otros títulos. “Tempestades de acero”, “Sobre los acantilados de mármol”, “El trabajador. Dominio y figura” y “Encuentro peligroso”. En esta serie de aforismos que han servido de prólogo para el catálogo de la última edición de la Bienal de Venecia, Jünger se interroga, una vez más, sobre el presente y el futuro de la Humanidad.
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DIOS goza todavía de un cierto respeto, aunque su nombre ya no se utilice y la lengua dé mil rodeos, de un modo más o menos convincente, en tomo a él. Se percibe intuitivamente y en cada nivel intelectual que, por lo que respecta al aquí y ahora, no vuelve. Es entonces cuando la oración se transforma.
El enunciado de Nietzsche “Dios ha muerto” significa solamente que el grado de conocimiento de la época parece inadecuado. Por lo demás, el autor se contradice con su idea del eterno-retomo. Lo divino existe.
Si damos un repaso a los nombres, la mayor parte de los hombres piensa en divinidades precristianas o en las que se veneran en algún lugar determinado, en divinidades cuyos templos están reducidos a rumas y de las que a menudo se ha olvidado el nombre. Por ello, también los dioses son mortales, aunque eso no signifique nada con respecto a su carácter y su realidad.
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Al menos la atemporalidad no nos es extraña. Partimos de ella y vamos a su encuentro. La atemporalidad nos acompaña durante el viaje como el único equipaje que no puede extraviarse. Arroja su sombra sobre nosotros cuando sufrimos y nos regala la vida cuando su luz nos roza.
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La lucha de los titanes y el crepúsculo de los dioses son metáforas; intervienen en la historia a partir de la naturaleza y del cosmos. Cronológicamente, puede suponerse que los titanes precedieron a los dioses, que administraron el Caos. El mito así lo quiere, y afirma que los titanes concibieron a los dioses y los educaron
Su rebelión hizo temblar el Olimpo, hasta que Zeus los domó y los exilio en el reino de los muertos. En todo caso, retoman, como el Prometeo desencadenado, por ejemplo, que se encarna en la figura del Trabajador.
Los dioses crean a partir de la atemporalidad, los titanes obrar, y discurren en el tiempo. De hecho, están más cercanos a la técnica que al arte. Por eso Hölderlin aconseja al poeta que sueñe y se consuele con Dionisos mientras reinan “los férreos”, aunque sabe muy bien que los dioses volverán.
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El siglo venidero pertenecerá a los titanes, mientras que los dioses perderán aún más su prestigio. Como acabarán volviendo, como han hecho siempre, el siglo XXI será, desde el punto de vista del culto, un eslabón intermedio, un ínterin.
El hecho de que el islam parezca una excepción no debe ilusionarnos: no está por encima del tiempo, sino que, desde el punto de vista de los titanes, se acomoda a él.
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El naufrago del Titanic, su fracaso frente al iceberg, representa un signo profético que, por lo general, sólo se encuentra en el mito.
De ahí se deduce, entre otras cosas, que el progreso no es más que un ínterin, una apariencia que tiene principio y fin.
Por otra parte, sabemos desde siempre que las copas de los arboles nunca llegarán a tocar el cielo.
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Ahora se plantea la pregunta sobre qué aspecto tendrá la Tierra, o “qué es lo que ésta quiere”. Parece que las visiones apocalípticas se repiten en todos los finales de siglo; hoy asumen, reflejando la condición espiritual del mundo, una naturaleza ante todo técnica.
Por el contrario, los astrólogos predicen una extraordinaria espiritualización. Tal previsión está en armonía con la espera cristiana de un siglo del Espíritu Santo, tercero por detrás del Padre y del Hijo, y con un tercer Testamento cuya escritura compete a los poetas.
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Aunque la creciente espiritualización sea muy peligrosa, es capaz, sin embargo, de refrenar la destrucción -por ejemplo, la guerra, reduciéndola a un intercambio de fórmulas. El vencido abandona como en una partida de ajedrez y, si vuelca el tablero, comparte el destino de los gigantes.
Ni siquiera el Estado universal abolirá nunca la violencia, dado que ésta toma parte de la creación. La guerra se transformará en acciones policiales más o menos grandes. Sin embargo, como las armas nucleares estarán monopolizadas. las insurrecciones no tendrán ya éxito, si bien será mayor el terror.
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El progreso de la técnica puede desembocar también en magia. En algunos sectores, sobre todo en los de intercambios, ya se perfila la transformación de pensamientos en acciones. Una llamada de teléfono no es tan simple como parece: hay barreras fotoeléctricas, trasplantes, quimeras, apariciones de muertos en la pantalla y así sucesivamente.
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Los titanes viven y actúan en el tiempo, y su poder se afirma con el eterno-retorno De todos modos, esto último no significa el fin del tiempo y de los tiempos, más bien su extensión infinita. Es suficiente un corte para que el final de los tiempos.
Los titanes no necesitan de oraciones. se les sirve mediante el trabajo. Son muy respetados, a pesar de que su nombre se esconda tras su actividad. Así, no se habla ahora de Urano, sino de uranio: ni siquiera Plutón, que, aunque potencia terrenal, deja de pertenecer al Olimpo.
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Los dioses no son eternos, pero no están sujetos al tiempo. Por ello, las oraciones a ellos dirigidas no agotan la esperanza terrenal, sino que se agotan en una manera que va más allá de cualquier esperanza.
Puede presagiarse la llegada de los dioses, pero no se puede calcular ni predecir. En todo caso, deben comparecer, visto que, sin los dioses, no existe una cultura. Antes de los grandes cambios, todas las esperanzas, ingenuas o fundadas, se concentran en apariciones.
Una aparición del género puede excitar los ánimos con su reverberación durante más de un milenio aunque con el tiempo se debilite y, con ello, la teología pierda fuerza.
Cada homilía se convierte en una oración fúnebre más o menos acertada; por eso su efecto es mayor frente a la tumba.
Blanco y Negro, 27 de junio de 1993, pp. 7-8.

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