miércoles, 3 de octubre de 2018

"Consignas convergentes" de Julián Marías (Índice, enero de 1959)


CONSIGNAS CONVERGENTES
Se está poniendo de moda, y por dos, o acaso tres, facciones opuestas —por lo menos en apariencia— el intento de «hacer el vacío» en España. Vientos de negativismo soplan desde diversos puntos del cuadrante. Se quiere hacer almoneda de la tradición próxima —que es condición de toda otra lejana y además, de la de más valor que hemos tenido en tres siglos— descalificando con varios pretextos a los hombres de la generación del 98, y de la siguiente. Unas veces son «impíos», otras son «burgueses», en ocasiones eran «demoledores», y no aceptaban España, sin prejuicio que al día siguiente se nos diga que eran «conformistas» y que se extasiaban ante un paisaje o un pueblo castellano, en vez de haberse dedicado a convertirlos en «comunas» estilo Mao. Un día se los increpa porque no les gustaba Balmes, al siguiente porque no entendían de arte, el tercero porque eran individualistas y minoritarios —aunque sus lectores sean legión, y los  de sus «multitudinarios» objetantes sean doscientos suscriptores de una pequeña revista o de una colección «exquisita»—. Casi siempre se prescinde, de entenderlos: probablemente no se conseguiría, pero además, no se trata de eso; de lo que realmente han pensado y escrito, lo que quieren decir sus obras, ¿qué más da? Porque lo que se busca es  «hacer el vacío», despoblar, devastar esta «espaciosa y triste España», a ver si, ya que no más espaciosa, resulta más triste. Se intenta anular una tradición justamente por lo que tiene de continuidad y, por lo tanto, de continuación: hay que descalificar también todo lo que viene, como herencia legitima, de esas dos generaciones ejemplares; dar por nulo lo inexistente, lo que se ha hecho —con tanto esfuerzo, a veces con algún heroísmo— en el pensamiento, en la literatura, en el arte de varios decenios. ¿Para qué? Para intentar persuadir a los mal informados de que dos o tres grupos de recién llegados —jóvenes o menos jóvenes, según los casos— van a empezar. Y como no están seguros de añadir mucho a lo existente, necesitan convencer a los demás de que no hay nada, de que empiezan de cero. Por eso el cero es su primer objetivo.
Se dispara desde opuestos flancos pero las miras son convergentes, los fuegos se cruzan en el mismo punto. Con tal precisión, que a veces se piensa en un ataque combinado. Al final se nos muestran, como otros tantos banderines, dos, tres listas de nombres, pero que se repiten una vez y otra, siempre los mismos en cada caso. Son poco más que nombres, con una realidad intelectual mínima, incluso con una realidad social efectiva —lectores, espectadores, discípulos, gentes impregnadas de su labor, en alguna medida deudoras y heredaras—muy escasa. Tampoco hay detrás una doctrina o un ejemplo. Ni hay siquiera —lo que sería lícito y útil— una crítica real, que pusiese a prueba, incluso aceradamente, el valor de todo lo que pretende tenerlo. Sólo hay consignas. Con distintas voces, se repiten, cosas que hemos leído en varias lenguas y en distintos países. A veces sirven al partidismo; otras al resentimiento ; de un modo o de otro, a la impotencia creadora, generadora de envidia. Porque lo que menos se perdona es la realidad.
Ortega, que tantas cosas anticipó, filió en cuatro líneas, allá en 1927, este tipo de actitudes. Contraponiendo a la «egregia labor» de los católicos alemanes la de otros grupos, decía de estos últimos: «Usan del catolicismo como de una maza. Se ve demasiado pronto que su afán no es el triunfo de la verdad, sino apetito de mando. La actitud que han tomado la han aprendido de los sindicatos, comunistas, etc. Porque hubo un tiempo en que como ahora a ciertos católicos les basta con declararse católicos para asumir todas los sabidurías, los socialistas extremos creían poseer en cifra todas las verdades y desdeñaban la ciencia burguesa. También entonces había una crítica literaria socialista donde volcaban toda su miseria mental y todo su rencor las almas menos bellas del tiempo».
Cuando se lee algo, conviene pararse un momento a pensar sí eso que se ha leído lo dice el que lo escribe o es una simple resonancia de «la voz de su amo».
J.[ulián] M.[arías], Índice, 146, enero de 1959, p. 5.

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