viernes, 24 de noviembre de 2017

"Un análisis" de Josep Pla (Los papeles de Son Armadans, 1956) [Traducción de Camilo José Cela]



Un análisis
Hará unos quince años que perdí de vista a mi amigo Romaní, quiero decir al escritor Romaní, que tuvo en Barcelona, en un momento determinado, un cierto renombre, renombre que hoy se ha desvanecido completamente. Pero he aquí que me enteré no hace mucho de que era cónsul y residía, retirado del mundo, en una población de las repúblicas americanas. Le escribí recordando nuestra antigua amistad y las horas que pasamos en París, soñando, charlando, corresponsaleando y haciendo otras tareas abstractas. Le pedí también que me hablase de su señora, la divina Olga Johansen de mi juventud, cuyo amor por Romaní tuve el gusto de presenciar en aquella época ya lejana. La respuesta de Romaní fue larga y sobrecogedora. Hela aquí:
He recibido, caro y olvidado amigo, su carta amable. Le agradezco su buen recuerdo y la invitación que me hace de hablarle de las cosas de mi vida. He sentido diversas veces la tentación de poner en un papel, para tener de ello una idea clara, los elementos de mi terrible drama. Lo he probado, sin conseguirlo nunca, una y cien veces. No se si esta última intentona ha sido más afortunada. No es probable. Sepa por anticipado que mi relación matrimonial con Olga Johansen duró tres meses escasos, que hace catorce años que no nos hemos visto y que no sé por dónde anda.
En el momento de conocer a Olga, yo tenía treinta años. Todo aquel montón de sentimientos y de prevenciones, de vanidades y de miedos, de mentiras y de verdades que constituyen lo que se llama el carácter, había cristalizado en mí de una manera completa. Era un hombre formado, inconfundible, dibujado. En el proceso de esta formación, habían influido mis años anteriores y se puede decir que todo había conspirado, durante este tiempo, para llegar a hacer de mí un hombre sin receptividad para lo vida en común, sin sentidos cordiales.
Hasta los dieciséis o diecisiete años, primero de una manera constante, después de una manera esporádica, viví en casa la ruidosa, aunque debilísima, vida familiar de nuestro país.
Mi padre era comerciante. Era un hombre totalmente obsesionado por el juego del dinero. La única cosa que le distraía de una manera absoluta —¡la única!— era el comprar y el vender, el especular. El mismo afirmaba que no había en el mundo ninguna otra cosa capaz de hacerle perder un instante. Actuando en un momento —los años de la primera guerra mundial— de mucha inseguridad y agitación, se encontró afectado por altibajos considerables. Cuando las cosas le iban viento en popa, se volvía elocuente, dicharachero, fachendoso como gallo en tresnal, intolerablemente simpático. Entonces, en casa, el dinero corría como el agua y se gastaba sin ton ni son, de una manera indignante.
Cuando, por razones que no comprendí nunca con claridad, se producían las dificultades, se volvía sarcástico, violento, inseguro y complicado hasta un grado indescriptible. Nuestra vida, entonces, cambiaba.
No vi en ningún momento que mi padre hablase seriamente de nada con mi madre. Eran complicados diálogos alusivos y llenos de una fría reticencia, inacabables aplazamientos, equívocos constantes, manifestaciones de una situación rota e irreparable, pero estabilizada.
No le sorprenderá, creo, si le digo que llegué a tener un respeto muy relativo a mi padre. En realidad, llegué a sospechar si sería uno de los hombres más tontos, ligeros y absurdos de este mundo. El drama de la adolescencia es aquel punto de gravedad en que se muestra insobornable, aquel punto de gravedad que parece la consciencia de la virilidad plena. La pasividad de mi madre llegó a exacerbarme. La encontraba incomprensible. ¡La hice llorar tantas veces! La hice llorar por puro goce, por el gusto, casi diría dialéctico, de hacerla llorar, por pura ignorancia de una situación que yo no podía comprender y que de hecho era infinitamente complicada. Creía tener razón. Era un puro animal. Cuando he pensado, más tarde, en estas crueldades inútiles, he encontrado en ellas la raíz de mi escepticismo. Con mis indignantes simplezas, hice, padecer demasiado a mi madre para que después me haya podido considerar obligado a prescindir del punto de vista de los demás.
Nuestra vida familiar fue, pues, completamente insolidaria y, como eso es muy frecuente en nuestro país, a veces he pensado si nuestro pueblo, que es, en la calle, un pueblo como otro, no será, de puertas adentro, una tribu primaria.
A los diez años salí de caso para estudiar el bachillerato. Si me hiciese usted decir por qué me puse a estudiar el bachillerato, me vería muy embarazado. No hay más remedio que admitir que yo era uno de los señalados por la Divina Providencia para seguir estos estudios singulares. Conocí la vida de internado en un colegio religioso. Formábamos parte, como casi todo el país, de la religión oficial, y esto implica unos ciertos compromisos sociales que se han de cumplir indefectiblemente. Sobre los otros, hay más tolerancia. Pero eso es lo de menos. Los chiquillos son pesados y no hay más remedio, llegado un cierto momento, que alejarlos un poco para vivir con tranquilidad. Cuando estuvimos todos en el colegio, mi padre pudo dedicarse, sin perder un instante, a su pasión fascinadora de hombre elemental. Entró en una actividad frenética y parece que tuvo entonces una excelente, una positiva temporada. Ganó mucho dinero y ello le permitió hacernos viajar, con nuestra madre y una sirvienta, durante las vacaciones. Debió ser entonces la época de su vida más agradable.
Entré entonces en la pura soledad. En el internado aprendí, a la sazón, las cosas que luego dieron a mi carácter el toque definitivo. Aprendí a ir solo, a hacerme la cama y a no fiarme de los demás. Cada vez que intervine en las cosas ajenas o me ofrecí a los extraños, salí perjudicado. Todos iban a lo suyo y tomaban el atajo con una claridad y una frialdad imponentes.
Las veces que estuve enfermo, hice todos los esfuerzos posibles para que no avisasen a nadie. Temía que vinieran a hacerme un cumplimiento y que una sonrisita de encargo habría disimulado apenas la incomodidad del desplazamiento y de la visita. Si hubiese venido mi madre —que ciertamente hubiese venido— le habría dado el deplorable disgusto de ponerme a discutir tan pronto como la fiebre hubiera cedido. Mi pretenciosa animalidad no es para ser descrita. Pero la soledad me hizo, a los dieciséis años, creer con una extrema lucidez qué estar enfermo es una equivocación y que el dolor físico es una infamia.
Entretanto, las cosas me llevaron, naturalmente, a encontrar gusto en la vida contemplativa y flotante y a mirar el paisaje. Se produjo en esto la crisis de la adolescencia, que fue fuerte, pero corta y rápida. Recuerdo que estando en el internado, en el curso de una excursión a la montaña, nos escapamos tres amigos e hicimos, corriendo, tres horas de camino al objeto de llegar antes que los otros y poder pasar nuestra vista maravillada por las paredes sudadas de una casa de prostitución inconfesable. Las consecuencias no se hicieron esperar y, a los quince años, me expulsaron del colegio por diversas razones, por razones de impiedad y. otras más complicadas. En todo caso, he de decir que aquellas tres horas de camino han sido el esfuerzo deportivo más fuerte que he hecho en mi vida.
Empecé la carrera en Barcelona, entre un desorden y un barullo infernales. Elegí una determinada, en lugar de otra, porque me pareció que me dejaría más tiempo para hacer lo que me diese la gana. Como para llegar a tener un poco de sensibilidad, hay que haber ganduleado mucho, puedo decir que acerté. Llegué a ser una especie de Nelson de la pereza. La amplísima libertad de mi vida de entonces, se me subió tanto a la cabeza que me impidió aprovecharla. No encontré ningún obstáculo y ni por azar pasó ante mí, aquellos días, un hombre dispuesto a interesarme en una cosa concreta, dándome una explicación clara de ella. Me deshice y me dispersé —sin zarandearme ninguna crisis dramática—, como si hubiese pasado por un naufragio. Me salieron las durezas del no saber qué hacer. Me convertí en una especie de inútil normalizado.
Leí no recuerdo dónde —en Stendhal quizá— que la vanidad era un poderoso reconstituyente, una especie de corsé de valor universal para las personas medio encorvadas. Lo probé, pero el ridículo me comió de pies a cabeza y tal vez nadie podrá nunca reírse tanto de mí como yo lo hice aquella temporada. Entretanto, vi tantas mujeres, oí tanto rumor de dinero, pasó ante mí tanta mediocridad espesa, que llegué a sospechar que el mundo no tenía ni la más leve importancia. A veces oía a alguien que hablaba, con los bolsillos llenos de libros y de papeles, de la posesión del mundo. Me echaba a reír en su cara. Otros me contaban —riendo o llorando— sus maravillosas entradas de caballo siciliano o sus fugas vergonzantes. Todos me parecían iguales, todos ponían la misma cara. Pasaba de largo, con la americana abrochada. Ni el vicio me hacía dar un paso, ni tampoco la virtud, tan alabada. Este estado de espíritu me hubiese podido llevar a un franciscanismo de primera mano y, para concretar, a un seminario. Me faltaron diversas cosas: imaginación, fe en la cultura y en los sistemas, y quizá tampoco hubiese tenido suficiente salud para llevar una vida ordenada. Vivía como un santo y si, a veces, alargaba más el pie que la manta, era porque portarme demasiado bien me asustaba, ya que me gustaba demasiado. Llegar a casa anonadado, indignado, avergonzado, después de una noche de juerga, era para mi espíritu un ejercicio absolutamente necesario. Sin esto me hubiese parecido que vivía fuera del mundo y que las cosas de los hombres no me interesaban.
Me lo hubiese parecido —hay que decirlo— y no me lo hubiese parecido. Digo esto porque había en mí una fuerza, que era mi egoísmo, que me tenía atado a la realidad con una cadena invisible y clandestina. Si le pudiese hablar de ello, de mi egoísmo, con un poco de claridad, vería que soy un hombre perfectamente desagradable. La impresión demasiado justa que tenía del mundo exterior me inclinaba constantemente hacia el pesimismo, esto es, hacia una positiva incapacidad para la cooperación y el trato social. Encontraba, si quiere, que todo era muy agradable, pero lo que me divertía, de hecho, era no mezclarme en ello. Mi excepcional capacidad para no hacer nada, para pasar horas y horas fumando cigarros y sentado como un desesperado —esta frase tuvo en su tiempo un cierto éxito y aun hoy es justa—, servía mis instintos. Los hombres trabajan porque encuentran en ello un placer que no les da la inacción y la pereza. Este placer yo no lo he sentido nunca y esto me ha hecho ser un desgraciado. Bien; no me mezclaba en nada, pero tampoco toleraba que los demás interviniesen en mi vida. La sola posibilidad de pensar que alguien se acercaba con estas intenciones, me daba fiebre. Las ventajas innumerables que proporciona el trato con los hombres, quedaban ahogadas, en mi imaginación, por las incomodidades y los contratiempos que en la vida social se presentan a cada paso. Probablemente, mi rudimentaria instrucción y mi cultura superficialísima permitieron la concentración de todas mis posibilidades mentales en una sola dirección. El médico que tuviese un oído diez veces más fino que el de los otros, tendría la tendencia a reducir los dolores de los hombres a una enfermedad del corazón. He tenido una verdadera capacidad para ver los detalles ridículos —hasta los más microscópicos—, para darme cuenta de los tics extraños, de las situaciones absurdas, de los contrastes naturales y de los papeles desairados, hasta el extremo de poder decir que todas las situaciones desagradables y grotescas en que me he encontrado, me las ha creado esta mi arrolladora y casi inconsciente receptividad.
Todo eso sin hablar, naturalmente, de las sensaciones de incomodidad que me producía la vida social.
Yo, que tengo la piel tan dura para ciertas cosas, no puedo tolerar el más pequeño roce con la gente. He vivido casi siempre en medio de un espantoso desorden moral e intelectual pero, a veces, el retraso de un tren me ha indignado. ¡Ingenuidad! Soportaba las incomodidades que me creaba yo mismo. Las que no toleraba eran las que me causaban los otros, sobre todo las que yo veía que me habían creado sin pensarlo. Después de todo esto, considero inútil recalcarle que no he sentido nunca en la vida lo que se llama la ambición, el orgullo, el placer de mandar, ni lo que los poetas pobres, gordos y sucios, llaman las ganas de volar. Si le dijese que, en un momento determinado, he deseado una cosa hasta el punto de quererla poseer y dominar, le diría una mentira. Nada me ha hecho suficiente ilusión para deslumbrarme y hacerme olvidar sus esquinas inconfortables.
Me ha de perdonar el aire extremadamente confidencial que va tomando esta carta. Pero, ya que nos hemos metido en ello, conviene que sepa que, allí donde he llevado estas ideas mías hasta un extremo más agudo, ha sido en los asuntos de amor. Puede decirse que he estado casi siempre a disposición de las damas, pero no les he pedido nunca nada que no me pudiesen dar. Dirá tal vez que he sido generoso. No lo sé. Lo que es cierto es que la cosa que he pagado más cara es el derecho a no sufrir incomodidades. He sido generoso con el único intento de que me dejasen tranquilo. Puedo decir, pues, que si mi individualismo ofensivo ha sido, de hecho, una cosa inexistente, mi instinto de conservación ha sido un sentimiento selvático, tosco y primario. No he pedido nada ni he dominado a nadie, pero me he defendido con todas las armas nobles e innobles cuando han tratado de dominarme y de hacerme ir un poco hacia adelante. Ciertamente, he deseado bien poca cosa: sólo ir tirando. Las leyes de los Estados cada vez nos rodean más de cerca, y quizá un día tengamos que instruir un expediente si queremos dejarnos el bigote. Dentro de las argollas de la ley, me ha gustado tener la máxima libertad y, si con trampa o sin ello, he podido ensancharlas, no me he detenido a reflexionar. Las leyes no escritas me han parecido siempre muy vagas y, si no he trabajado para desacreditarlas, tampoco me han emocionado nunca. Para comprender la ferocidad de mis instintos de conservación, no tiene que hacer más que recordar la cara que ponen nuestros millonarios cuando les piden cinco pesetas. Se vuelven verdes como lagartos y sudan el color de salamandra mejor que hay. Traslade este color a un campo más filosófico y general —a una posición ante la vida— y tendrá una idea de mi caso. Sería probablemente curioso averiguar de dónde procede esta mi ferocidad aplicada a la pasividad. Lo he probado y he descubierto tantas taras individuales y nacionales, que la abundancia misma de fuentes me ha impedido llegar a un resultado.
Al día siguiente de terminar la carrera, entré en el periodismo activo, y esta profesión infame es lo que me acabó de hundir. He descuidado decirle, en efecto, que he tenido siempre una cierta intuición natural y una relativa facilidad para comprender lo que quiere la gente, antes, como quien dice, que les salgan las palabras de la boca. Las disposiciones de la intuición no son más que aparentes; la facilidad es lo que pierde a los hombres y es el origen de todas sus inmoralidades. La intuición no respeta nada, ni los intereses, ni las posibilidades de quien dispone de ella, pero es una cosa que embriaga y que hace rodar la cabeza. No hay nada mejor para ir tirando y espigando. El periodismo, con su vacua y necesaria palabrería, llega a industrializar la intuición, cataloga el mundo de una manera esquemática y proporciona en todo momento la palabra justa para dar la impresión de que se está en el punto de arriba. A la larga, la facilidad ablanda tanto, que cuesta andar con las propias piernas y no negar que todo es una locura. Este oficio, tan necesario para dar a todo el mundo una sensación de libertad, es una máquina brutal para aplastar hombres, un ejemplo clarísimo de la crueldad de las leyes naturales. Caí allí como el pez en el agua y me zambullí. Mi temperamento retraído me hizo apreciar, sobre todo, aquel aire que tiene el periodista de lavarse las manos: su naturalidad. Las redacciones son, además, una concentración de vida y de realidad, y sobre la mesa pasa cada noche la deyección general. Esto me repugnaba al principio. Después me encallecí. Al cabo de un año vi que todo lo que pasaba en el mundo tenía la importancia que pueda darle una columna de estilo claro, sencillo y ameno. El ciclo se bahía cerrado; la realidad dejó de ser para mí un motivo de atracción y de cordialidad. Todo era igual y el oficio no había hecho más que afinarme mi instintiva socarronería antisocial.
Positivamente había ganado. Habían pasado unos cuantos años. Había aprendido a disimular, a nadar bajo el agua, a no comprometerme, a jugar de cualquier manera, limpio y sucio, con un aire elegante. Sin necesidad de hacer ninguna concesión desagradable, mi temperamento perdió su monotonía solitaria, porque la habilidad me permitió distraerme con mis relaciones, sin padecer tiranía ni incomodidad. Vi que no se puede ser un perfecto egoísta sin ser infinitamente discreto y bien educado. Me da vergüenza confesarlo: llegué, en el terreno de la farsa, a hacer filigranas de matización imperceptible y suave. Me sumergí tanto en el juego, que me llegó a parecer un estado más natural y profundo que la misma realidad. En parte tenía razón. Es innumerable la cantidad de elementos extravagantes e indecentes que hay en las cosas más serias. Sin embargo, el error consiste en creer que todo es indecente. Lo que puedo decir, en todo caso, es que aquella frase del primer capítulo del Tristan Shandy: «Ruega a Dios, hijo mío... ¿te has acordado de dar cuerda al reloj? », me ha sugerido con frecuencia muchas más cosas que un canto sublime de la Divina Comedia. En literatura sólo me ha gustado el trabajo de clasificación de los contrastes y me han parecido siempre absurdos los personajes con menos de dos caras. He considerado que la literatura idealista podría a duras penas tener un interés para los capitanes de caballería, para los artistas y para los directores de bancos. Es absurdo. Ya lo sé. Absurdo y repugnante. Pero he tenido una tan desgraciada opinión de mí mismo, que me he resistido a creer que la angelicalidad de los hombres no es una cosa simultánea con su incomparable bestialidad. ¿Me he engañado? Quién sabe. En todo caso no hallo ninguna razón para poder afirmar que soy diferente de los demás.
Asistí al agrio proceso de ver cómo el mundo se me deformaba y cómo se me derretían, ante los ojos, las cosas más grandes. Considero que una sucesión de sensaciones y de ideas semejante se produce en todas las personas que han tenido de sí mismas, un momento u otro, una idea clara. Lo que pasa es que este proceso sólo en poquísimas personas es constante. Puestos ante sí mismos, los hombres se espantan; se tapan, primero, la cara con las manos, y después, vueltos de espalda, procuran olvidar. No hay nada más pueril y destructor que la verdad. Ciertas personas desgraciadas parecen, en cambio, haber nacido para la ingenuidad. Cuando se está harto de lugares comunes, se encuentra un gusto ácido, y un temblor caliente se remueve bajo las manos ante la deformación vital. Queda uno embriagado por las postulaciones simultáneas y contradictorias de la vida. Se siente la emoción indescriptible de la insatisfacción continuada. Embalándose por este camino, al principio, todo son flores y violetas, se hace a cada momento un descubrimiento interesante y sugestiona sentir que se marcha sobre seguro. Pero el camino no lleva n ningún sitio más que a la indiferencia, diríamos mineral, que produce la inmensidad. Y al fin, si no se descubre un alma de redentor, se encoge uno bajo la cáscara y siente el asco de la misma bestia y el de todo lo que se mueve alrededor. Y es entonces cuando, si se tiene uso de razón, su formula el programa mínimo de la vida, que tiene la ventaja de poder servir para llenar la piedra de la tumba: «No deseó, para no padecer; no amó, para morir».
Cuando marche a París, estas cosas me preocupaban indeciblemente. Tenía entonces ideas más claras que ahora, porque eran más incompletas. ¿Por qué me fui? Revolviendo un periódico que hacía entonces, encuentro una nota llena de puerilidad, escrita unos meses después de haber llegado a Francia, que demuestra bien pocas cosas, ciertamente, pero que tiene la ventaja de dar una explicación vagamente filosófica de mi funesta manera de ser. ¿Qué es —me preguntaba entonces—, qué es lo que permite a un hombre decir que está contento en una época determinado? Todas las épocas deben ser iguales, y el hombre de hoy, a pesar de los automóviles, los motores, la electricidad y la telegrafía sin hilos y otros inventos aplastantes es, poco más o menos, el mismo hombre de hace mil años. Hay siempre, en el mundo, lo misma cantidad de placer y de dolor, de estupidez y de inteligencia, de crueldad y de dulzura. Si uno tiene la suerte de caer en la tierra, en su lugar justo, pasa una vida regalada, aunque a dos pasos la gente se coma entre sí. Otras personas, en cambio, están destinados fatalmente a vivir de cualquier manera —aunque vayan tirando entre plumas, murmullos delicados y volanderas melodías—, debido al hecho de que no encuentran su sitio. Mi caso entra, quizá, en este segundo cajón.
Hay una parte de mis amigos que me supone una psicología complicada y desagradable. Es cierto, y esto es porque soy un hombre desplazado. Hubiese podido tener una salud sólida; hubiese podido ser un campesino, en toda lo extensión de la palabra. El nombre que llevo, hace siglos que está arraigado sobre un trozo de tierra soleada y roja del Valles. El ascendiente rural de mis antepasados informa todos mis actos, mi vida, mis pensamientos. Me parece tener del campesino el gusto por las cosas directas y por las cosas un poco vagas, la reserva, la socarronería, el sentido común y la necesidad de echar, a veces, una cana al aire. Veo el turbio agitarse de los hombres y de las mujeres, desde un punto de vista grotesco, y recalco su pequeñez enfebrecida porque llevo en la sangre la admiración ancestral de los fenómenos naturales, del sol y de las lunas, de las cosechas y de las estrellas, del beber y del comer. No puedo sufrir los seres primarios, los chiquillos, las mujeres, los artistas ni los personajes mágicos: los sacerdotes, los príncipes, los grandes hombres. Me repugnan los declamadores, sobre todo aquellos que exaltan hasta una aparente adoración la plataforma de material humano, suave y conformado, sobre la cual ejercen el parasitismo más ávido.
Las circunstancias de la vida han hecho que me tenga que desplazar y mezclar con el remolino de la existencia solidaria. Lo he hecho de mala gana, me he adaptado poco y nadie me ha ensenado nada —a pesar de la espesa vanidad humana— que no hubiesen hecho infinitamente mejor los muertos. De aquí proviene el aire que tengo de hombre que se ha vuelto agrio y se encuentra desenfocado y perdido en todo lugar. Trato, en el mundo en que vivo, de hacer lo que hace todo el mundo, pero debo hacerlo muy mal, porque la gente me encuentra los pelos y señales y dice que hago trampa.
Una vez que me hube dado cuenta de este desplazamiento, me organicé la vida de manera que me resultase relativamente pasable. Me cree una serie de defensas para evitar que me tiranizase el idola tribus de que hablaba Lord Bacon. Vi que la sociedad de mi país era terriblemente áspera y que los hombres se pasaban la vida atormentando a los demás. Decidí marchar por una temporada y hace muchos años que vivo entre gente incierta y fría. Dentro de esta gran soledad, he llegado a pasar ratos tolerables, hasta el extremo de que puedo decir que si la época me gusta poco, a veces me encanta.
Aquí termina la nota, y cuanto más pienso en ello más veo que estas últimas palabras conservan la sonoridad exacta de mi estado de espíritu de entonces. No hay duda: era feliz. La ciudad —París— me encantaba porque era bastante grande para darme una inefable sensación de soledad. La monotonía de aquella vida me adormecía. Veía pasar ante mí la mascarada del mundo y nada añoraba: estaba demasiado cerca de las cosas para desear algo. No esperaba nunca a nadie, ni nadie me esperaba. Ningún hombre me conocía, ni ninguna mujer, y nadie consideraba con suficiente caridad —diga, diga, ¿quiere usted callarse...?— mis encantos. Sentía la libertad con una fuerza y una felinidad animal. La primavera acababa de empezar, había una luz tierna y llovía dulcemente, interminablemente. El tiempo me gustaba tanto, que a veces no me levantaba. La monotonía de la lluvia me amortecía lentamente, mi cuerpo perdía su pueril relieve de ofensividad, la imaginación no me convidaba ni me exigía nada. El equinoccio de primavera, aún frío pero va tocado por la tibieza de la savia, parecía acercarme o la esencia de la vida, y el tiempo pasaba, en mi habitación de hotel de la calle solitaria —los tilos a punto de florecer, la luz mortecina y líquida en los cristales de las ventanas—, con una suavidad tibia y desdibujada.
Fue en estas circunstancias cuando conocí a Olga Johansen. Yo tenía treinta años y me hallaba en el momento más formado de mi carácter. Mi egoísmo era una fuerza completamente cristalizada. Olga era una mujer espléndida y más joven que yo: tenía veinticinco años y era alta, rubia, llena y de una dureza sedosa y matizada. Más que su carne dorada, lo que convertía a aquella mujer en una pura delicia era la sensación de limpieza moral y material que daba. Era tan hermosa, que vivía rodeada de una colección de personas desgraciadas que la adoraban. No hay nada mejor que poder ejercer la vanidad delante de las personas que nos gustan. Olga tenía a su alrededor una banda de ángeles mal encarados que la miraban con ojos de ternera degollada.
Una vez que nos hubieron presentado, me sorprendió extrañamente el aire de lujo suave y de placer ordenado que aquella mujer irradiaba. Así y todo, en nuestras primeras conversaciones jugué, charlando, con las cosas más santas y sagradas. Al principio me pareció, viéndola constantemente entre gente distinta, que era una mujer de sentimientos ligeros, incapacitada para detenerse un momento sobre un placer o un dolor real y verdadero. Más adelante me di cuenta de que, si bien le gustaba evidentemente hacer colección de desgracias ajenas y catalogar sensaciones, podía concentrarse dulcemente sobre una cosa, aparte de que el hecho de escuchar desgracias es ya un síntoma de temperamento balsámico. Era quizás la mujer exacta del epigrama de Marcial: «No la quiero demasiado fácil ni tampoco demasiado difícil. Me place la que equidista de ambos extremos». Era esto, exactamente, Olga: un bálsamo.
No quiero entretenerle recreando con dificultad mis estados de espíritu de entonces, pues ha sido usted un testigo benévolo de ellos. Pensaba en aquella época que lo que se llama el amor, no es más que una idealización poco lograda de una de las obligaciones más implacables y oscuras de la especie humana. Creía que sólo una cosa puede justificar y explicar el matrimonio: el confort y el bienestar puramente físico que el estado matrimonial da a veces. Desde el punto de vista espiritual —esto es: por lo que hace referencia a la posibilidad de huir de uno mismo—, no creía que pudiese resolver absolutamente nada. Como máximo, la yacija matrimonial, llevando consigo una continuada confesión liberadora, puede atontar y cloroformizar el dolor del pensamiento y cicatrizar, en ciertas personas, el fracaso de la vida. Veía a Olga como el summum del confort en este mundo. Por esto, su suavidad inefable me penetró fácilmente, insensiblemente, y me pareció que acaso no haría ningún mal negocio tratando de casarme con ella. Comenzamos una correspondencia copiosa, llena de puerilidades. Olga colocó, por su parte, todas aquellas cosas que puede decirse que forman el romanticismo decoroso. Yo coloqué todos los lugares comunes del cinismo brillante. Sus cartas eran de una sensiblería que hacía sonrojar. Las mías eran de una pedantería insoportable. Generalmente, los billetes de Olga eran aburridos. Los míos eran, generalmente, confusionarios y si, por azar, una rendija permitía aclarar la confusión, dentro se veía indefectiblemente una patochada.
Ella decía:
— Usted es mucho mejor persona de lo que se piensa.
Yo respondía:
—Usted es mucho peor de lo que dice.
Discutimos estas cosas con entusiasmo quizá durante medio año. Por fin, insinuamos casi simultáneamente que lo más probable era que estuviésemos perdiendo el tiempo. Entretanto, las posibilidades matrimoniales habían madurado. Olga no pedía nunca nada, y esto me daba una sensación clara de mi pequeñez. No crea usted que es la sensación me desagradase. Sería arriesgado decir, por otra parte, que había cambiado de carácter. Al contrario. Entre la libertad y el estar dominado por algo que nos parece necesario, no hay diferencia. A su lado me sentía un ser débil, anárquico e insignificante, y caminaba como si me llevasen del brazo. Olga, por su parte, lo daba todo sin regatear. Protestaba cuando le decía que hacía las cosas por caridad y mando le echaba en cara su aire balsámico. Me contestaba que era una mujer como otra y que lo hacía por amor... Yo reía y a veces me espantaba. No podría decir si he sido nunca absolutamente sincero. Pero si alguna vez me he aproximado o ello, fue ciertamente cuando traté de demostrarle las enojosas consecuencias que para ella podría representar que el matrimonio la desilusionase por un lado o por otro. Recuerdo que se echó a llorar, hablando de estas cosas, enervada. Insistí. Para acabar de una vez me dijo que si lo que yo preveía llegaba, nos separaríamos sin armar ruido y sin escándalo. A veces, el destino de los hombres es tan naturalmente absurdo que se llega al dolor sin dejar de ser mal educado. Lo cierto es que decidimos casarnos y nos casamos, probablemente entusiasmados.
Diversos extremos se aclararon en seguida. Bajo la sensiblería palpitante y con frecuencia ridícula de Olga, había diversas cosas respetables. Detrás de mí cinismo retorcido, había una vaciedad que espantaba. Olga conocía profundamente mi carácter, pero suponía que a fuerza de cordialidad me podría convertir en una persona cabal. Yo había ido al matrimonio sin perder el entendimiento y no soñaba que fuese nada del otro mundo: esperaba hallar en él, sobre todo, el lujo suave, el placer ordenado que Olga creaba. Y fue así: Olga demostró, en las más pequeñas cosas, una capacidad de abnegación extraordinaria. Yo viví dos meses de una manera deliciosa, inolvidable.
Pero, entonces, Olga se puso enferma y los médicos diagnosticaron un tifus de mucha gravedad. Bien; ahora es el momento de hablar claro y de decir toda la verdad. Ante el miserable estado de Olga Johansen, mi carácter reaccionó de una manera fatal. La vi tal como era, como un monstruo. La enfermedad me sublevó. No pude perder la lucidez. El corazón, enjuto, estéril, muerto, no produjo ni el menor latido cordial, todo junto —la enfermedad y mi horrible reacción— me dio un asco indescriptible y, agitado por la repugnancia de mi dolor, la abandone. Me espanta decirle que lo decidí con una relativa naturalidad. Es verdad y lo escribo con todas las letras, para que tenga de mí una idea aproximada.
Después..., sí, claro, me disgustó enormemente, pero volver atrás era imposible. Demasiado tarde. Hace catorce años que no nos hemos visto y no sé por dónde anda. Y yo soy una persona vaga, aplastada de horror y de perversidad, que daría la vida por una brizna de ternura, de cordialidad y de calma.
JOSÉ PLA
Mas Pla. Llofriu (Gerona).
(Traducción de C. J. C., autorizado por el autor).
Los papeles de Son Armadans, Madrid-Palma de Mallorca, Noviembre 1956, Año I, Tomo III. Nº. VIII, pp.193-213.

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