miércoles, 15 de noviembre de 2017

"Aquella revolución sexual" de Arnold J. Toynbee (ABC Literario 15/04/1989)


Aquella revolución sexual
NO es sólo hoy cuando la sexualidad se ha situado en el centro de nuestras preocupaciones. En todos los tiempos y a través de todas las épocas de la historia de la humanidad, la sexualidad ha representado un problema difícil de resolver por la propia ambigüedad de la naturaleza humana. Por una parte tenemos, como los animales, instintos e impulsos sexuales; por otra parte, nuestra vida tiene un aspecto espiritual cuyas exigencias son incompatibles con un abandono puro y simple a nuestros instintos. La tensión creada por estos dos aspectos de nuestra naturaleza es tanto mayor cuanto que, en el plano animal, nuestra vida del sexo no está naturalmente regulada como en la mayoría de los mamíferos. En éstos, la hembra es sexualmente activa sólo en ciertos periodos determinados, mientras que la hembra humana lo es de manera constante. Razón de más para que los humanos se hayan esforzado por reglamentar la vida sexual.
La experiencia demuestra, me parece a mí, que cuando las relaciones entre los sexos no están reguladas, el hombre y la mujer son desgraciados Esta reglamentación puede adoptar formas muy diversas; puede ser un matrimonio monogámico, poligámico o poliándrico, pero lo esencial es que haya uno. Esto es necesario no sólo para los adultos, sino también y sobre todo para los niños. Es notorio que una de las causas del comportamiento desordenado de muchos jóvenes de hoy es el clima de inseguridad en que han crecido, motivado por una falta de armonía en las relaciones entre sus padres. Esto puede tener repercusiones psicológicas devastadoras sobre los hijos, que pueden quedar traumatizados para toda la vida. Ésta es la razón de que todas las sociedades humanas hayan sentido la necesidad de codificar las relaciones entre los sexos, pero como nuestros instintos son muy fuertes, las reglas han sido siempre más o menos mal soportadas, y de ahí ha resultado mucha hipocresía. Nunca se puede juzgar sobre el estado real de las relaciones sexuales fiándose de las normas oficiales, sino procurando ver lo que sucede de hecho.
Ahora bien, en el siglo XIX, en los países anglosajones y en menor grado en Francia, la moral sexual oficial era muy estricta, pero, en la práctica, era burlada a menudo, y la contradicción entre la teoría y la práctica era en definitiva muy desmoralizadora. Desde este punto de vista, creo que el movimiento presente a favor do una mayor libertad en el terreno sexual es -en parte, al menos- una sana reacción contra la hipocresía «victoriana». Los jóvenes de hoy dicen; «Nuestros predecesores no eran mejores que nosotros, pero pretendían serlo. Nosotros no pretendemos nada; hacemos abiertamente lo que ellos hacían en secreto».
Los precedentes históricos
PERO esta rebelión tiene también un aspecto negativo. No es sólo la hipocresía lo que se rechaza, sino, en definitiva, toda reglamentación de la vida sexual. Pienso incluso que la rebelión contra la hipocresía puede convertirse en una excusa para la rebelión contra toda regla que imponga un cierto dominio de uno mismo. Si abandonamos toda reglamentación cesamos casi de ser humanos sin convertirnos por ello mismo en inocentes animales. ¿En qué nos convertimos? En una especie de monstruos que no son ni hombres ni animales. Lo deplorable en este dominio es que todo exceso en un sentido acaba por desencadenar indefectiblemente una reacción excesiva en sentido contrario. Si busco precedentes históricos a la situación actual, veo inmediatamente dos en la historia de Gran Bretaña: la época de la Restauración (Carlos II), cuya extrema licencia de costumbres es una reacción contra la dictadura puritana de Cromwell, y la época llamada de la Regencia (Jorge IV), cuya relajación explica la reacción victoriana que siguió.
Fuera de la historia de Inglaterra no puede evitarse la comparación con la época del Imperio Romano. Basta leer las Epístolas de San Pablo para advertir, a través de las dificultades que tuvo con los convertidos que no eran judíos de viejo abolengo -especialmente en Corinto-, lo que era la libertad sexual greco-romana a comienzos de la Era Cristiana. San Pablo tenía en la mente el modelo judío de estabilidad en el matrimonio y debo decir que, en este punto, admiro mucho a los judíos. Creo que su sentido muy fuerte de la familia, su solicitud hacia los hijos, que llega hasta el espíritu de sacrificio, es una de las causas de su supervivencia, no sólo bajo el Imperio Romano, sino también en otras épocas más recientes.
Sin embargo, el cristianismo llegó más lejos que el judaísmo en el ascetismo. Debido a la licencia sexual que reinaba entre los primeros convertidos, se cargó pesadamente el acento en la pureza de las costumbres en materia sexual, y por esta causa el cristianismo ha tendido en ciertas ocasiones y en ciertos lugares a confundir la moral con la moral sexual. Y se ha tendido excesivamente con posterioridad a pensar que si el comportamiento sexual era conformista, todo iba bien, mientras se permitía actuar muy mal en otros dominios. Hay muchos aspectos, sin embargo, del Bien y del Mal que no están vinculados a la sexualidad.
Una reacción de tipo fascista
LA comparación con el Imperio Romano está autorizada también por el hecho de que una gran licencia sexual es signo de decadencia de una determinada sociedad o civilización. Los romanos del siglo III a. de J. C. y los griegos del siglo V a. de J. C. eran mucho más virtuosos que los contemporáneos de San Pablo. La reacción cristiana va a la par con la secesión del proletariado interior del Imperio que facilitará las invasiones bárbaras. De hecho, esas invasiones procedentes del exterior son lo más visible en la caída del Imperio Romano, pero no lo más importante. El fenómeno esencial es, me atrevo a decirlo, la invasión «desde abajo», por la cual las clases dominantes son sumergidas por nuevas capas sociales. Las invasiones bárbaras fueron facilitadas por este fenómeno, y lo facilitaron al mismo tiempo. Hubo un encuentro entre un proletariado interior y un proletariado exterior. Asimismo, la reacción -victoriana- contra la desvergüenza de la época «Regency» va a la par con el acceso al poder político y económico de una nueva clase media, endurecida en el trabajo, dura en los negocios y muy apegada a las tradiciones puritanas en cuanto a su vida privada. Y en cuanto esta clase se hizo rica y poderosa conservó su fachada puritana, pero, en secreto, comenzó a traicionar poco a poco el ideal de rigor que exhibía.
Creo que la liberación sexual actual marca el fin de una determinada sociedad burguesa liberal. ¿En beneficio de quién? Veamos lo que sucede en Estados Unidos. Los «hippies», cuya libertad sexual es bien conocida, pertenecen en su mayor parte a familias que son ricas desde hace más de una generación. Y quienes los detestan más son los «cuellos azules», es decir, la capa superior de los obreros industriales que acaban de conquistar la vida cómoda, El mundo de los trabajadores norteamericanos está dividido hoy en dos categorías muy diferentes: una capa de gente pobre, como los negros y los blancos pobres del Sur, y una capa de obreros que ascienden a la categoría de pequeños burgueses. Estos obreros representan la nueva clase ascendente, la de las personas que alcanzan por fin el desahogo económico y que no tienen ningún deseo de poner en tela de juicio esa «American way of live» de que comienzan justamente ahora a disfrutar.
Era de renovación cristiana
SI la liberación sexual de hoy marca la decadencia de una determinada sociedad burguesa liberal, marca también la entrada en una era de renovación del cristianismo. Algunas creencias cristianas se discuten ahora por una gran mayoría de nuestros contemporáneos y se adaptan a los nuevos tiempos. Se trata de una gran revolución porque, desde el siglo IV en Occidente y en Rusia desde el siglo XI, el dogma cristiano y las reglas morales que a él se vinculan han constituido el marco de nuestra vida. Yo diría: un marco demasiado rígido para la vida actual, mal proporcionado, con una importancia excesiva dada a la represión de la sexualidad, que tuvo por consecuencia la hipocresía.
Pero no se puede rechazar este marco impunemente sin experimentar una impresión de vacío.
Plutarco nos cuenta que en el siglo I d. de J. C., al llegar un navío a Grecia, los marineros oyeron un grito lanzado por los espíritus de los dioses que se iban: « ¡El gran Pan ha muerto!» Creo que hoy el gran Pan ha resucitado... por poco tiempo. Pero esto no es el fin de la Historia. En esta resurrección provisional de Pan -y también de Dionisos- veo una revuelta, una protesta contra una vida cotidiana cada vez más reglamentada por las exigencias de la técnica; es del mismo orden que las «huelgas salvajes» en las empresas, que son una protesta más o menos inconsciente contra la monotonía de un trabajo mecanizado y reglamentado. Esta reglamentación se extiende hoy a toda la vida cotidiana. Y nos encontramos apresados en una contradicción: por una parte, la gente se queja de ser esclavizada por los imperativos de la técnica: por otra parte, no se puede concebir ya la vida sin las comodidades que la técnica permite obtener.
CIENTÍFICAMENTE no esta en absoluto excluido que el embarazo sea pronto extrauterino, que los niños crezcan en frascos: así se llegaría al «mundo feliz» de Aldous Huxley. Puede concebirse que la evolución de la ciencia y de la sociedad sean tales que la mujer ya no pueda hacer frente a su embarazo desde el punto de vista económico e incluso desde el social; las comadronas desaparecerían como especies anticuadas. Si se añade a esto las posibilidades de la inseminación artificial, se podría en definitiva fabricar a voluntad hijos sin padre ni madre conocidos, bajo el pretexto de mejorar la especie humana.
Pero, ¿qué podrían ser tales hijos? ¿No se hallarían en un estado peor que el de los huérfanos, porque el huérfano sabe, por lo menos, que ha tenido padres7 Esto plantea ya problemas en el caso de los hijos adoptados cuando hay que decirles la verdad. Pero me parece que si no hubiera padres en absoluto, seria terrorífico. Sin raíces, sin antecesores personalizados, sin sucesores... Ya en los Estados Unidos los negros sufren por no saber de qué región de África proceden, por sentirse aislados de un fondo histórico, y muchos de ellos, debido a su extrema promiscuidad, no tienen prácticamente padre, al haber tenido la madre hijos de varios hombres. Los resultados son desastrosos en el plano psicológico.
Sin llegar a la solución extrema del bebe-probeta, existe el riesgo de que la emancipación de la mujer vaya acompañada de cierta masculinización de ésta, lo que iría en detrimento de los hijos, por atrofia o represión del sentimiento maternal. Conozco los casos de dos mujeres que hicieron carreras brillantes, se entendían muy bien con sus maridos, aparentemente se ocupaban bien de sus hijos y, sin embargo, éstos sufrieron psicológicamente porque su madre no estaba bastante disponible para ellos, no estaban en el centro de sus preocupaciones. Sin embargo, no creo que el sentimiento maternal pueda suprimirse verdaderamente por unos progresos cualesquiera de la ciencia: creo que puede desviarse y reprimirse, y que esto puede provocar grandes frustraciones en las mujeres porque se trata de un instinto innato.
Los nuevos ascetas
HAY en el hombre cosas innatas que el progreso no suprime. Tomemos, por ejemplo, el sentido del pecado, el sentimiento de culpabilidad. La presente liberación sexual no suprime el sentido del pecado, sino que provoca su desplazamiento hacia otros sectores. Los «hippies», por ejemplo, tienen un sentimiento de culpabilidad en to que respecta a la guerra de Vietnam, al problema negro, a la contaminación de la Naturaleza. De la misma manera me parece que el ascetismo reaparece tal voz en Norteamérica, no ya en el dominio del sexo, sino en el del dinero, con esos estudiantes que se niegan deliberadamente a entrar en los negocios, rechazan las proposiciones seductoras de las mayores empresas y optan por carreras más humanitarias, como la de Medicina, por ejemplo.
En el siglo II, la gente se burlaba aún de las tendencias ascéticas de los cristianos. Pero dos siglos más tarde, tos anacoretas del desierto se habían convertido en verdaderas «estrellas» cuyos nombres eran tan célebres como los de las grandes cortesanas y los campeones de las carreras de carros. En Siria. Simeón el Estilita y sus émulos, que permanecieron encaramados durante años en sus columnas, atraían una multitud de peregrinos y suscitaron toda una industria hotelera. Aún no hemos llegado a tanto. Tenemos nuestras figuras del cine, de la canción y del deporte; los campeones del ascetismo han de venir todavía. Pero vendrán. El difunto padre Pio, el sacerdote de la aldea de San Giovanni Rotondo, en Italia del Sur, fue tal vez el precursor. Y como en nuestros días la historia se desarrolla mucho más deprisa gracias a la rapidez de los medios de comunicación, no creo que haga falta esperar dos siglos para asistir a este cambio de costumbres
Arnold J. TOYNBEE, ABC Literario, 15 de abril de 1989. pp VIII-IX

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