martes, 9 de mayo de 2017

"Pintura en la poesía de Juan Eduardo Cirlot" de Enrique Andrés Ruiz (Cuadernos Hispanoamericanos núm. 503, mayo 1992)


Juan Eduardo Cirlot con Enrique Tábara en su estudio c. 1960.
Colección Manuel Gimeno.
Pintura en la poesía de Juan Eduardo Cirlot

Tengo entre las manos un extraño libro. Lo componen doce sonetos impresos sobre un duro y rugoso papel, cuyos cuadernillos plegados no han sido siquiera cosidos. Se trata de El poeta conmemorativo que Juan Eduardo Cirlot dio a las prensas en Barcelona y en 1951 para reunir, como el título sugiere, algunos homenajes cuyos tributos le habían seducido. En la última página consta la firma autógrafa de Cirlot y el anuncio de la escasa tirada, reducida a cincuenta ejemplares. Como otras veces, la edición está extremadamente cuidada, reservados los cortes del papel sobre el que se estamparon los sólidos tipos bodoni. No en vano, este libro pertenece a la colección El libro inconsútil y su publicación salió de las manos que atestiguan el esmero de la imprenta, las de João Cabral de Melo, impressor, quien por esos años desempeñaba algún cargo consular en Barcelona y dedicaba parte de sus ocios al juego tipográfico.

No sé en qué ocasión cuenta Joan Brossa como conoció a João Cabral en 1949, a través de Rafael Santos Torroella, pero lo que sí parece seguro es la influencia que el diplomático y poeta brasileño ejerció sobre él y sobre Tápies, en pleno despegue del «Dau al Set» y tras prolongadísimas conversaciones que condujeron a un cierto abandono de la inicial estética practicada por ambos, de marcado tinte hermético-postsurrealista, para abrir caminos de mayor compromiso histórico y social que probablemente adeuden su inclinación realista —frente al magicismo anterior— al marxismo de Cabral y a aquellas largas charlas. El propio Cabral presentó el libro de Brossa Em va fer Joan Brossa (Barcelona, Cobalto, 1951) con un prólogo en el que insistía sobre el nuevo rumbo, acaso inspirado por él mismo, que rechazaba el formalismo de la vanguardia —«la magia de cartón piedra»— en pos de «hacer regresar el arte al tema de los hombres». «Este libro de Joan Brossa reúne los primeros pasos del autor en el sentido de realizar una poesía ampliamente humana. Más ampliamente humana, es decir: con el enorme tema de los hombres», venía a decir Cabral sobre el libro en el que Brossa iniciaba su deriva en un momento en el que Tápies comenzaba a adentrarse en otros territorios con pasos que guardan alguna semejanza.
João Cabral de Melo
Pues bien, entre las doce composiciones del librito que vuelvo a hojear, hay una dedicada al estío; cinco a Heráclito, que dan fe de la advocación presocrática del autor; dos a Giocasta Kusrow; tres a Homero y la última a Salvador Dalí. Algunos temas de Cirlot recurren, se cuelan una y otra vez entre los versos. Con respecto al tercero de los homenajes podemos recordar cómo, tras descubrir el crimen a que le había llevado la fatalidad, Yocasta, la madre de Edipo, se suicida, y Edipo se arranca los ojos, como a través de la leyenda clásica hemos aprendido a pesar que desde entonces casi todos los demás elementos de la tragedia bailan con una multitud de variantes. Unos años antes, el poeta había escrito En la llama, uno de los libros donde se recogen algunos de los poemas fundamentales de su obra y, entre ellos, «El Salmo de la batalla», que comienza precisamente con el verso «Ha llegado la hora de arrancarme los ojos». El libro reunía diversos poemas que giran en torno a la figura de la mujer, al seno oscuro y terrible que es, a veces, el de la muerte y, en ciertas ocasiones, en torno más directamente, de la madre. El que cierra En la llama es otro salmo, «Salmo de la desolación» y en él se repite aquel verso para después concluir: «Yo soy el más culpable, dejadme junto al muro:/ Ha llegado la hora de las lamentaciones». También un buen amigo de Cirlot en la Barcelona de los años cuarenta, Julio Garcés, estamparía sobre la primera versión de uno de sus mejores poemas, «Pájaros tristes», otra dedicatoria parecida, esta vez a Giocasta Corma.

No he podido evitar la sugestiva divagación a través de la tragedia tebana a que invitaba la alusión a la madre de Edipo y esposa de Layo. Pero volvamos a nuestros pasos. No es ese el soneto al que, dentro de los agrupados en El poeta conmemorativo, nos vamos a referir. Se trata ahora del último de ellos, el dedicado a Salvador Dalí. Y es que quien dedicara casi toda su vida a recorrer los intrincados roleos del arte de su tiempo y de otros tiempos; quien escribiera el «Diccionario de los Ismos», «La pintura abstracta», «El informalismo», «El mundo del objeto a la luz del surrealismo», «El estilo del siglo XX»,...; quien nos dejara algunos de los libros imprescindibles sobre algunas de las imprescindibles figuras del arte moderno y contemporáneo español («Miró», «El arte de Gaudí», «Significación de la pintura de Tápies», «Picasso, el nacimiento de un genio»,...); quien, en fin, fue compañero y amigo de los artistas de la vanguardia española de los años cincuenta y sesenta y formara parte con algunos de ellos del histórico grupo «Dau al Set» (Brossa, Arnau Puig, Tharrats, Ponç, Tápies y Cuixart, Barcelona, 1948) no abundó, sin embargo, en la mención de referencias concretas a esta actividad y a estos nombres en el otro misterioso territorio por el que sigilosamente iba avanzando su poesía. Quizá ese soneto a Salvador Dalí sea la única alusión explícita a un artista contemporáneo que incluyera Cirlot en la selva de alusiones, indudablemente acrónicas, que puebla el escenario majestuoso de su poesía. Bueno, la única no. Veremos los poemas dedicados a la pintora Montserrat Gudiol y también la «Oda a August Puig». Pero este soneto a Salvador Dalí describe un yermo particularmente querido para algunos surrealistas que no abandonaron la descripción figurativa de la imaginación visionaria, como Dalí y, por supuesto, como el más paradigmático pintor de las dormidas y desoladas playas surreales, Yves Tanguy: «... en los grandes paisajes calcinados/ (...)/ En las planicies secas y desiertas, / en los osarios desencadenados,/ en los cielos agudos y parados/ sobre las planetarias costas muertas». Ese mundo de «latencia total» que es como Bretón, el juez, caracterizó el representado por Tanguy, recuerda fielmente el paisaje premonitorio de una edad futura, posterior a un gran desastre, a la última guerra tras la que el universo es el pleno sol cegador que calcina los huesos rotos y los campos yertos de la visión apocalíptica. El surrealismo, así, introduce en la muerte, que «es una sociedad secreta», como se complacía en afirmar el propio Breton en el Manifiesto de 1924. El surrealismo recoge el testigo del romanticismo postrero, la fiebre de Nerval («El sueño es una segunda vida») y la efusión de la imaginación y de la fantasía en la vida real, asolada por aquel Gran Desastre. El surrealismo es el último nombre, quizá, del arte que refleja un mundo de la conciencia ofrecido a la representación de la vista, la última máscara de la imaginación tras desprenderse de Dadá y antes de que fuera arruinado por la crítica y los medios instrumentales de su quehacer, como ha ocurrido, a la postre, hasta atrofiar cualquier brote original de la tarea artística en el siglo XX. El más poderoso, el más vivo en su muerte de los movimientos contemporáneos.

En el soneto de Cirlot a Dalí se rinde homenaje a esa representación clara, a esa figuración exacta de un mundo último. Bretón, no obstante, dispondrá el anatema, más amigo ya del espíritu del siglo que del espíritu sin siglo del surrealismo y desterrará la obra de Dalí, «desfavorecida por una técnica ultrarretrógrada (vuelta a Meissonier) y desacreditada por una indiferencia cínica con respecto a los medios de imponerla». Es obvio que a Bretón le preocupaba, sobre todo, los medios de imposición. Ese es precisamente el espíritu del siglo, no el vuelo de la imaginación fuera del tiempo que alentó el alto territorio de los aires surrealistas.
De la filiación surrealista de Cirlot se ha escrito también lo suficiente. En la nota biográfica, sucinta y seca, que quizás él mismo escribió y que acostumbra a aparecer en las recopilaciones de sus versos (Nacido en 1916. Estudios en los Jesuitas. El maestro Ardevol le introduce en la música. En los años cuarenta y cincuenta toma contacto con el surrealismo y el simbolismo,...) se atribuye su bautismo surrealista a la estancia en Zaragoza y a su amistad con Alfonso Buñuel. ¿Quién es Alfonso Buñuel? Hermano de Luis y nacido en la capital aragonesa, Alfonso Buñuel es pintor, cuya carrera se divide en el antes y después de su periplo parisino. De allí volverá deslumbrado por los collages de Max Ernst y dedicará su obra a la minuciosa elaboración de imágenes alucinadas, compuestas por una taracea de materiales de muy diversa procedencia que se ensamblan en aquella técnica en la que Ernst sobresalió como fundador, al menos del característico modo en que se manifiesta el collage surrealista. Max Ernst fue también «despedido» por Breton en 1957. Por su parte, Alfonso Buñuel, sin apartarse un ápice del sendero marcado por Ernst, forma parte de la breve nómina del collage español, junto al vasco Lekuona y a la faceta dedicada a este procedimiento en la obra del más particular de los tres, el mismísimo Benjamín Palencia. A otra guerra pertenecen los delirios, deliciosos y también febriles, de los carteles que en 1927 compusiera Ernesto Giménez Caballero.
Hay algo en el surrealismo que lleva a Cirlot a darle cobijo bajo el techado de su poética. Aún más, a encontrar en el horizonte alumbrado por él, piedra de toque y losa precisa sobre la que tañer su canto. Ese surrealismo es aquel cuya disparidad de elementos asociados no se resuelve en un resultado fragmentario ni en un proceso automático debido al abandono de los hilos de la conciencia, ni en una homogeneización de esos mismos elementos por la mano de la arbitrariedad. Diríamos que en Cirlot se produce una inversión del plan surrealista. Una traición, hubiese dicho Bretón, como la de Dalí y la de Ernst, como, al cabo, la de Tanguy. El fondo abisal de los sueños es llevado a la superficie de la obra —a su voz— por un rígido brazo guiado por la conciencia y por el pensamiento. Nada más lejos, hablando de caracterizaciones de la modernidad vanguardista, que el rompecabezas de Joyce, del de Eliot, del proteico camaleón picassiano, de Stravinsky o de Satie, con los que Mario Praz componía el gran cóctel de la primera mitad del siglo. En Cirlot no hay un abandono de los frutos de la analogía al juego estéril de la nada. En Cirlot hay pensamiento, un pensamiento y una idea que incesantemente empujan al artista a la elaboración morosa y detallada de un mundo grávido y compacto. En Cirlot hay conciencia e intención precisa. Hay, por decirlo de manera más antipática, una emergencia del contenido.
Alejado de la crítica ideológica de Breton —más bien en sus antípodas—, de la solemnización del desvarío dadaísta, de la huida o ausencia del significado sustituido por la presencia sorda y yerta de la materia, en Cirlot hay un pensamiento que es pasión por la figura, que es búsqueda —quête— de una figuración. Ahora recordaremos el soneto dedicado a Montserrat Gudiol, hija de José Gudiol, quien figura en el reparto de introductores de Cirlot en las varias sabidurías, en este caso en el arte medieval, poema publicado en 1971, igual que la «Oda a Montserrat Gudiol», «pintora de una figuración interior», en la que Cirlot acosa y acecha una definición de la pintura, enumera una serie de posibles formulaciones conceptuales sobre la tarea del pintor. Del largo poema se pueden entresacar versos como estos:
Pintar es sollozar sobre la rosa
blanca contra los muros que no mueren.
Pintar es arrancarse de los límites
y perderse en las brumas del anhelo
Pintar es renacer donde las brisas
harán con las estrellas un destello
Es convertir en zonas de belleza
las aterradas floras del espacio
Pintar es alumbrar lo necesario
Pintar es conceder a lo de fuera
todo cuanto en lo dentro se desvive
Pintar es enterrar en unos lienzos
la voz de los suplicios (...)
Pintar es entregar lo que se entrega.
Pintar es lamentar que con lo eterno
el tiempo no se sume y con lo amado.
Pintar es estar triste como el cielo
en los ocasos grises que palpitan
Pintar es desgarrar la consistencia
con que lo real parece ser de veras.
Pintar es implantar la eternidad
en lo que se deshace y desvanece.
Pintar es compasión ante lo que
parece ser el ser siendo tan sólo
niebla que se concentra y se desune.
Pintar es desgarrar y es congregar.
Pintar es transmitirse, haber quemado
todo cuanto no puede persistir.
Pintar sobre la rosa es sollozar
y fundarse en las brumas del anhelo.
En este poema se encuentran claves suficientes para dar con el lugar en el que la poética de Cirlot y sus ideas sobre la pintura se abrazan. El punto en el que su verdadera concepción del arte y su más entrañada y personal vocación lírica se encuentran. No será fácil dar con ello mediante el rastreo de su obra crítica, por más que una y otra vez esté su trabajo salpicado de iluminaciones poéticas o mezclado con ellas, ni a través, en el polo opuesto, de sus estudios de simbología histórica, nacidos precisamente de la vocación arrebatada de su poética. En muy escasas ocasiones, y este poema es una de ellas, la poética de Juan Eduardo Cirlot se manifiesta explícitamente sobre otro arle que, sin embargo, reclamó una parte muy importante de su tiempo y su dedicación hasta el punto de que el nombre del poeta ha sido y quizá siga siendo ante todo, el nombre de un crítico de arte. «Pintar es arrancarse de los límites». Esos límites son los de la cotidianeidad, los de la «casivida», los del mundo muerto e inmóvil, los de la Gran Noche desolada que ha abierto un hondo y radical abismo, una ancha escisión entre los petrificados paisajes de la vida muerta y el canto que resuena en el interior de su cerebro vivo, como él mismo atestiguó en el final de «Un poema del siglo VIII». «Pintar es conceder a lo de fuera/ todo cuanto en lo dentro se desvive». Se plantea aquí la médula del conflicto que ha dado lugar a las vías por donde durante siglos circuló la metafísica occidental. La rotunda separación de la exterioridad y la interioridad, la apelación que la filosofía ha establecido primero a una idealidad presente (que culmina en Hegel) y luego a una idealidad ausente (Heidegger), con el fin de salvar la realidad amenazada por las contingencias de la muerte, es el territorio conceptual del que parte el pensamiento de Juan Eduardo Cirlot. Salvar lo de fuera, salvar la realidad exterior, la vida, por su advocación a una instancia superior espiritual que en Cirlot y en su tiempo ya es ausencia, es el cometido del poeta y del pintor, la tarea agónica que le convierte en héroe. Su método será, pues, el de la interiorización del mundo mediante la que quedará borrado el abismo separador.
Montserrat Gudiol
En la «Oda a Montserrat Gudiot» el anhelo de esta figuración interior tiene una formulación expresa y determinante. ¿No fue este el anhelo de Rilke? ¿No es Rilke quien, soplándonos al oído el mensaje heideggeriano, nos va a dar la pista del pensamiento y, más concretamente, del pensamiento estético —del gusto artístico— de Cirlot? Rilke, en quien se encuentra el deseo esencialista del ser de Heidegger, del «ser para la muerte» construye sus figuras —sus ángeles y sus héroes— no sometidas a los dictados del «mundo interpretado», sino a la pura acción más allá —o más acá— del bien y del mal que atraviesa la corriente entre los reinos de los vivos y los muertos que ya no están separados. Ese ser es la instancia superior que Occidente construyó para salvar la vida sometiéndola, sin embargo, como en su crítica recuerda Emmanuel Levinas, a una totalidad ajena, separada, radical y definitivamente perdida. Perdida en el tiempo, rastreada en los fragmentos y ruinas que encuentra la memoria. Y perdida antes de nacer a la muerte viva, hasta que encuentra en la obra su prolongación y en su sucesión humana, como si de un purísimo barroco se tratara, el signo de una eternidad. Quien a su padre dice: «Sabes que tengo espadas, pero están/ tan muertas como yo...», dice a sus hijas y a su mujer: «Así me sobrevivo en mis tres rosas».
Queda su voz y su obra. La voz que pronuncia los nombres crea el mundo. Cirlot dedica varios poemas a Orfeo y precisamente en el «Canto de la vida muerta» —« ¡No es la muerte! ¡La muerte era la vida!»— el poeta entona el homenaje al misterio.
Yo soy el extirpado de los tiempos,
el arrancado en vilo de la vida.
El poeta está arrancado, perdido, está fuera de aquella totalidad anhelada, y de su dolor, de su amor y su carencia nacerán, paradójicamente, el canto y la acción, su movimiento y, con ellos, el larguísimo poema que dedica a una figura, a una representación que como la de cualquier mito es de antes y de después y de ahora, a un cuerpo que es encarnación de la voz y conclusión del proceso de la interiorización de su deseo. Una figura que es el vellocino alentador de su búsqueda, disuelta al final en un sueño. Se llamó Eurídice. Se llamará Bronwyn, Daena.
Esa búsqueda que emprende Cirlot es la búsqueda del sentido, se hubiese dicho hace veinte años. Del sentido corporalizado, carnalizado y, sobre todo, visualizado en una figura. Y la búsqueda del sentido es la búsqueda del ser, vendrá a decir en sus «Sueños». «Pero el ser carece de sentido porque ya tiene la totalidad del ser». Este es el sentimiento propio, me complace insistir, del individuo extraño a la totalidad, protagonista del idealismo desde Platón a Heidegger. El que dio lugar al existencialismo y el que trató, como antes recordaba, de poner en duda Levinas en su Totalidad e infinito. La tarea del artista, de Heidegger, de Rilke y de Cirlot es la interiorización de la totalidad en la que cree y a la que persigue hasta que se borre la distancia, final del proceso tras el que emergerá una nueva y antiquísima región fuera del tiempo donde viven los seres de una figuración espiritual. La vida es carencia y el amor el signo manifestado de esa carencia a través de deseo. Sea como sea, en esas está Cirlot. «El arte es necesario —dirá— en la medida que facilita sucedáneos de ciertas de nuestras carencias dominantes». La vida es carencia, por eso es dinamismo. En cierto modo es el pensamiento más opuesto a cualquier clasicidad. En gran medida, la devoción de los románticos visionarios, de sus discípulos, los surrealistas, del simbolismo con cuya estética indudablemente comulga Cirlot, y, en general, de todas las fugas a mundos perdidos ti anegados en las nieblas del tiempo, corresponde con clara simetría a este pensamiento de la separación y de la ausencia, de la esencia y del ser que se refugia en lo maravilloso y en el sueño tras su desaparición de los campos de la historia, del espíritu, única esperanza para la recuperación de la arcadia aquella. Porque, después de todo, ¿hay finales de la historia antes del idealismo romántico? ¿Hay espíritu —en su problemática y poco pudorosa reunión con la estética— antes de Hegel? ¿Hay estética?
No en vano, el poeta Juan Eduardo Cirlot, aún correspondiendo del modo más ceñido con su gran secreto de poeta isla, de poeta extraño, raro, compartió, aquí y allá, algunas preocupaciones con otros poetas y, muy extremadamente, lo que no son sino angustias de su tiempo. No es de extrañar que los Nueve Cantos a Diana, del Ridruejo de los primeros años cuarenta, sobrevuelen recurriendo en tres motivos, Intimidad, Figura y Ausencia, y que en las Elegías, escritas a la sombra de Hölderlin y de Rilke, se encuentren versos que pudiéramos haber encontrado perfectamente en Cirlot:
Porque la Edad de Oro, cuando se ha desterrado del tiempo
espera en el espíritu a que el hombre regrese
y como una secreta y mágica armonía
va vertiendo a sus formas cuanto en el mundo yace.
Ridruejo, quien escribió algunos poemas dedicados a la pintura, a la de Pancho Cossío, a la de Palencia y a la de Tápies, conoció a Cirlot en Barcelona y así lo recuerda César González Ruano en su Nuevo descubrimiento del Mediterráneo. Y Carlos Riba, cuyas Elegías de Bierville son aproximadamente del mismo tiempo que las de Ridruejo (el momento en que comienza la producción poética de Cirlot) y en las que el traductor que fue de Hölderlin y de Rilke agota las posibilidades líricas de un pensamiento obsesionado por la memoria, por la Arcadia perdida y por el origen, por Orfeo, por el ser y por la esencialidad, en cuya ocasión de manifestarse reside la sospecha de una esperanza que calma la angustia de la huida de los dioses. Rilke, Ridruejo, Riba, buena tríada de poetas para invitarnos a dar vueltas al mismo fonema que comienza sus nombres y a la juguetona posibilidad de un cirlotiano poema aliterativo. Esta filiación en las amistades por Rilke no viene, por fin, sino a cuento de establecer un cierto Zeitgeist que inspiró a ciertos poetas coetáneos españoles y que modifica la situación de Cirlot mitigando su aislamiento, o mejor, el aislamiento de su poética, pues que su nombre y su poesía anduvieron y andan aislados permanentemente. Todo resurgimiento de Cirlot es siempre relativo.
Ya podemos decir que el pensamiento del poeta Cirlot es, pues, el siguiente: «Estoy apartado, desterrado de la totalidad. Mi alma siente la carencia de lo que, en definitiva, es la vida. Esta carencia espolea al deseo, signo de mi amor, y me lanza a la acción de la que mi voz es testimonio y mi canto la espada que sesga la cabeza de la discontinuidad y la separación. Por ellos voy a la búsqueda de la vida que eternamente renace de la muerte donde ha encontrado el seno de su sueño y su ocultación; donde espera continuamente anhelante y entregada a la fe en su resurrección. En ese camino sólo encuentro restos, ecos, vestigios y ruinas de ciudades perdidas, de batallas olvidadas que resuenan en su música olvidada y en la interiorización de mi espíritu; fragmentos que son muerte también, muerte y, sin embargo, materia en la que yace el mismo espíritu de la totalidad, solícito a mi voz y a mi brazo a través de los cuales volverán aquellos a su ser, a su centro radiante y a su vida».
En este pensamiento late el acervo de aquella línea del pensamiento metafísico occidental de la que hablábamos. Con él, el sentimiento idealista y romántico por la huida de los dioses y de la antigua edad. Con ellos, Heidegger, la interiorización rilkeana y la búsqueda de una figuración espiritual. Pero, cuidado, como en todo poeta grande, la idea de Cirlot, su pensamiento, no explica su poesía. Es más, su poesía nace del exceso que sus versos y el territorio creado por ellos supone sobre ese mismo pensamiento. Sin él, sin su tensión, su obsesión y su angustia, no hay poesía. La poesía, es obvio, no es el pensamiento. Pero sin pensamiento, no hay poesía. La poesía de Cirlot es, no obstante, mucho más, es un incesante signo más colocado delante de su discurso intelectual, un incesante más que excede la conceptualización del pensamiento. En ese exceso brotan los seres, los nombres, los paisajes, las ciudades, las batallas, los objetos, los cielos y los abismos del universo cirlotiano y en esa misma medida se apartan de la abstracción —puerto de arribada de la actividad intelectual pura y dura— para acabar elevando el majestuoso, solemne e impersonal edificio de una escenografía, dispuesta a ponerse en movimiento y a desatar la emoción de una dramaturgia figurativa.
De modo que Juan Eduardo Cirlot, pese a ser tributario deudor de una corriente de pensamiento que me he empeñado obstinadamente en delimitar, se rebela contra su propio sueño engendrador de monstruos. «Apártate, reflejo de mi mente». Es un poeta. Y como de los grandes poetas no deja a su auditorio mera verbalidad, palabras solas, deja voz y deja un reparto de figuras y un mundo que despliega el poder de su ilusión en el marco teatral de la escena que, si quisiéramos, nada nos diría de su autor. Es, por decirlo con palabras de Cimbelino, el arte que construye «una segunda naturaleza».
Y es que resulta al menos inquietante si no inextricable el modo en que un poeta, dedicado además con éxito notorio a la crítica y a los estudios artísticos, realiza el trasvase de su poética, y en qué medida, al territorio de los criterios a través de los cuales discurre en el comentario de las obras plásticas. En el caso de Cirlot, cuyas tareas críticas recorrieron el panorama español e internacional de los años cincuenta y sesenta, tampoco es fácil averiguar cuál es la preferencia de su sensibilidad, cuál es, digamos, su gusto artístico. A lo largo de su carrera escribió monografías sobre artistas como Salvador Bru, Lucio Fontana, Román Vallés, Cuixart, el informalismo, la abstracción..., en fin, correspondió a las invitaciones de aquel tiempo y de aquel país (y también de aquel momento de inventos pictóricos y de justificaciones críticas con no menos inventiva). Muchas de sus ediciones aparecen con ilustraciones hechas para la ocasión por quienes también fueron sus amigos (portadas de Tápies y Cuixart para Amor, 1951; de Miró para Regina Tenebrarum, 1966; de Fontana para las oraciones oscuras del mismo año; de Mathias Goeritz para Eros, 1949; también de Tápies para 67 versos en recuerdo de Dadá, etc.). Sin embargo, su poesía, volcada como vemos hacia la visualidad de un segundo universo, o mejor, a la visibilidad de figuras, sólo recoge la dedicatoria a August Puig, a Dalí y a Montserrat Gudiol. Poco más. ¿Era la tarea crítica de Cirlot una profesionalización subsidiaria y alimenticia perteneciente a la triste y dolorosa domesticidad que su quehacer poético venía a rechazar y, en resumidas cuentas, a conjurar? Sus afanes de comentarista de la actualidad artística ¿pertenecían, por tanto, a la «casivida», a la vida carencial del hombre Cirlot caído en la precariedad de la existencia cotidiana, de ese «hombre cualquiera y solitario» que es todos los hombres, de ese que va «vestido de gris» y, a veces, «lleva una corbata rosa», de ese «ciudadano inscrito en el cemento» que «sufre como todos las huellas cotidianas», de ese del que habló en uno de sus primeros y amargos poemas? Cuando habla con emoción del arte de su tiempo ¿habla Cirlot de su tiempo realmente o, sea de lo que sea y ante la triste cobertura crítica del acontecer artístico, habla de lo que real y únicamente desea hablar?
Lo cierto es que cuando lo hace a propósito de Tápies, por ejemplo, de lo que habla es de lo maravilloso, de los Cáucasos del alma, de los judíos de las sinagogas y de la iconografía copta. Y aún guardo un artículo dedicado a indagar en la hermandad de dos artistas como Scriabin, uno de sus faros, y el pintor Mark Rothko, en el paralelismo entre los sonidos y los colores igualmente estáticos y abrazados en la mística ascensión hacia el fuego, «Hacia la llama», que es como se titulaba una de las obras de Scriabin que Cirlot admiraba.
Es obvio también que «Dau al Set» no acabó como empezó. Se ha hecho ya canónica la cita de una anécdota que dio pie a la formación del grupo. Un día de 1946 Brossa visitó una farmacia barcelonesa. Tras abandonar el local, olvidó un libro sobre una silla —un libro sobre Rousseau El Aduanero—. Un muchacho, hijo del propietario, encontró el libro y pensó que en la próxima visita de Brossa le presentaría a un amigo suyo pintor, Joan Ponç. Luego de ese primer encuentro ambos conocieron a Foix, a Tápies y a Cuixart. Brossa ya conocía a Arnau Puig y, por último, se sumaría Tharrats, quien imprimiría la revista. El primer número apareció en septiembre de 1948. Sólo más tarde, ya constituido el grupo, se uniría a ellos Cirlot. Wagner, el surrealismo, la magia; Dadá, el existencialismo, la música vanguardista; Miró, el mundo medieval y, en general, todo aquello que aportando fantasía y misterio significaba una trinchera frente a la grisalla —y la grisura— acercaba a los componentes del «Dau al Set» original y, como no pudiera ser menos, pronto a Cirlot junto a ellos. Pero las cosas cambiaron. A partir de los primeros años cincuenta, Tápies, la figura al cabo señera del grupo, esencializa su pintura, la materializa en muros secos, desnudos, en paredes silenciosas que son su aportación al momento del auge del informalismo. Otros miembros giran también hacia la abstracción rugosa y raspada del barro informal. Quien más, quien menos, a repetirse en sus supuestos y personales logros. Las discusiones sociales e ideológicas comienzan a protagonizar la atmósfera que envuelve su trabajo. En cierta ocasión, se discute si incluir una reproducción de Miró o de Dalí, sobre el que pronto cae la condena. En todo caso, la frescura ecléctica y ambigua que era el campo mejor abonado para los frutos de la imaginación del primer momento se desvanece. Cirlot, embebido en estudios medievales y simbólicos (la primera edición del Diccionario de Símbolos es de 1958) va apartándose del grupo (el grupo también va apartándose de él) a medida que las afinidades iniciales pierden importancia y otras preocupaciones más atadas a la realidad histórica empiezan a ser determinantes. Del romanticismo visionario que unió a los integrantes del grupo, de su azaroso nombre que invocaba la posibilidad de una realidad inexistente e inalcanzable, nos ha dejado el tiempo algunas fechas, las que registran el inicio de las trayectorias de Brossa y de Tápies, por hablar de lo que hoy sigue siendo significativo, antes de su definitivo rechazo del ilusionismo formal, del «cinismo» que detestaba Bretón. Tampoco a Cirlot, pese a escribir su manifiesto y a recordar en un frontis los veinte años de formación del grupo (1948-1968) incluido en su libro Anahit, se le asocia siempre con aquellos convivios.
En cuanto a su dedicación crítica, es raro encontrar colección, revista, simposio o exposición de esos pantanosos años que no cuente con su firma. Pero no está tan claro que sus ideas sobre el arte, que su poética, en definitiva, tuvieran ya arte o parte en el trabajo que le valía la subsistencia.
A fin de cuentas, el poeta que, además de a los artistas ya citados, dedicara otros poemas a Dante Gabriel Rossetti, comentarista que fue de las Canciones de Inocencia y Experiencia de William Blake, otro constructor de escenografías apocalípticas; a Wagner, al cabo una narración, un mundo y un drama; a sir Laurence Olivier su poema «Hamlet», en vivo recuerdo de la película de 1948, no recuerda, tras su lectura, materias quietas o abstracciones del subjetivismo intelectual. En su poesía hay más imágenes, teatros y escenas plásticas que en la obra de todos los pintores españoles de ese mismo tiempo que él mismo comentó y que andaban imbuidos del rechazo al ilusionismo, signo de los años. Y más escenas, teatros e imágenes que, como una «segunda naturaleza» viven con vida independiente de su autor, que en la obra de los poetas de su mismo tiempo y lugar. Una película también, «El Señor de la guerra» de Francis Schaffner, dirigida en 1965 con el «escrupuloso verismo» que el propio Cirlot destacaba en su comentario, dio lugar al encuentro, por parte del poeta, de acción, paisaje y personajes propicios al desarrollo de su propia épica espiritual. Así nació, con el recuerdo de Rosemary Forsyth y de Charlton Heston, el ciclo de «Bronwyn», iniciado en 1967 (estancia I a VIII) y continuado a partir de 1970 para concluir con la quête propiamente dicha. Además de la ya estudiada influencia de la mística sufí, de la leyenda cátara y de la mitología céltica —compuestos materiales que dan cuerpo al largo poema— no es soslayaba así como así la raíz cinematográfica, es decir, escénica, del canto. Es bien cierto que la vocación simbolista de Cirlot, su aprendizaje del laberinto de los signos con Marius Schneider, empuja una y otra vez a la abstracción de las significaciones analógicas; de ahí nacería una vertiente de su poesía argumentada en artículos como los dedicados respectivamente a lo oscuro y a lo incomunicable en poesía. A esta veta indudablemente pertenece Cirlot como ya se encargó de reivindicar la poesía visual, objetual y combinatoria española de los años sesenta y setenta. Ese fue uno de los resurgimientos del poeta. Pero cuando yo pienso en Bronwyn y en Daena, pienso sobre todo en Ofelia y, más concretamente, en la «Ofelia muerta» que en 1852 pintó Millais, en la Ofelia de la Tate Gallery que era retrato de Lizzie Siddal como para Cirlot, Bronwyn era Rosemary Forsyth. Elizabeth Sidall acabó casándose con Rossetti y muriendo poco después tras haber ingerido una excesiva dosis de láudano. También sirvió de modelo para la fascinante Beata Beatrix de su marido. Del mismo modo pienso en los abigarrados decorados de Morris y de Burne-Jones. En Moreau, en Redon, quien dedicó una serie de litografías a Edgar Allan Poe, en Knopff y en Böcklin.
A lo largo de toda la poesía de Cirlot, el contenido y la forma no son escindibles. La inscripción de su voz en herméticas combinaciones, por decir de la parte de la obra por la que más ha pasado el tiempo, es conjuro que en su hermetismo convoca las presencias. Pero vivimos una vida en figuras... y el camino hacia el ser a través del no ser, hacia la presencia a través de la ausencia que Heidegger propugnaba, es recorrido por Cirlot hasta rozar su frontera y atisbar desde allí un horizonte más allá del gesto y de la idea, más allá del concepto y del pensamiento, más allá de la impúdica y contemporánea huella del autor. A pesar de su dolor y de su angustia, lo que nos queda a nosotros de su obra es lo que queda de las obras de los grandes, un deslumbrante edificio literario en el que viven tres o cuatro figuras con cuerpo y perfiles, con dibujo y línea precisos que corresponden a otras tantas representaciones plásticas no muy amigas de su tiempo y que son las escasas, escasísimas presencias visibles que a la memoria literaria ha traído en esta palabrera segunda mitad de siglo la poesía española.
Enrique Andrés Ruiz
Cuadernos Hispanoamericanos núm. 503, mayo 1992, págs. 95-106.

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