Un señor de Barcelona
Juan Ramón Masoliver. Un agitador cultural en plena
Guerra Civil
En
la Universidad de Barcelona ya no pasó inadvertido. Fue alma de la revista
vanguardista “Hèlix”, en la que dio medida de su combatividad.
En París amistó con Joyce; cuando decidió afincarse en Italia, el autor de
"Ulysses” le escribió una carta de presentación para Ezra Pound, con quien
intimó. Su inimitable estilo en el ejercicio de la corresponsalía de guerra y
el periodismo literario sentaron cátedra. Nada en el universo de la cultura le
ha sido ajeno nunca.
-El
18 de julio le pilló por sorpresa en Barcelona, pues usted se hallaba, desde
1931, en Italia, como corresponsal de “La
Vanguardia” y de “El Sol”.
-Había llegado aquel mismo día por
la tarde en un hidro, que cubría la línea Génova-Barcelona. Fui a dar un paseo
con mi padre y, ya de noche, al regresar a casa vimos muchos guardias de asalto
que subían al terrado de una casa próxima, sobre la Diagonal. De madrugada
comprendimos para qué. Dos días después, a la inquietud de la situación se
añade que junto a mi casa incendian la iglesia de Montesión. Fui a ver qué
pasaba; vi en el patinillo del templo un montón de libros y objetos de culto a
punto de ser quemados y yo, ingenuo de mí, cogí un curioso relicario de todos
los días del año: un muchacho armado me amenazó con pegarme un tiro. Yo era
compañero de Pedro Grases, secretario del alcalde, y me llegué al Ayuntamiento.
“La sang ens arriba fins aquí”, exclamó
al verme el alcalde, Carles Pi i Sunyer, a la par que se llevaba las manos a la
cabeza; estaba con su primo, Josep María Pi i Suñer, secretario del
Ayuntamiento. A lo que repliqué: “I aixó
m’ho din a mi, que sóc “el conocido agente fascista’?” -así me habían
denunciado, con habitual mala leche, en el periódico radical “Renovación”-. Lamentó que no podía hacer
nada. La verdad fue que sí hicieron, porque luego Josep Mª España, de la
Generalitat, se mostró dispuesto a firmar volantes de salida para cuantas
personas quisieran escapar al extranjero. Por el trámite de Grases nos cansamos
de darle nombres -dicen que casi cien mil personas, pero seguramente una cifra
simbólica como la del millón de muertos- y de conseguir así que marcharan de
aquí en barcos italianos, franceses, ingleses y alguno alemán. Así se salvó Santiago
Nadal, que por ser de “Renovación
Española” era tan buscado que hasta a los taxistas les había sido repartida
una fotografía suya con el fin de cazarle; así se salvó el doctor Albert Bonet,
creador de los “fejocistes” y su
sobrino Joan, sacerdote también. Etcétera. Cosmopolita que era uno, seguí
aquellos acontecimientos con interés y curiosidad, y naturalmente también con
espanto. Fui al encuentro de Jaume Miravitlles, a quien ya conocía de París y
entonces miembro del Comité de Milícies
Antifeixistes, que me saludó con un: “Vos,
aquí!”, mezclado de sorpresa y de temor. Al punto me extendió un
salvoconducto para circular en coche por toda Cataluña. No me percaté de que la
suya había sido una manera indirecta de indicarme que corría peligro y me
facilitaba el medio para largarme al extranjero, y me quedé un tiempo
circulando por aquí. Yo ya tomaba mis precauciones, como, pongo por caso,
dormir fuera de casa. Pero el panorama era tal que, a primeros de septiembre,
decidí marcharme con mi hermana menor en un barco alemán. Me presenté en la
Embajada de España en Roma y pregunté en qué ventanilla me darían una escopeta.
Nunca he sido militarista, sino más bien lo contrario, pero lo que vi en
Barcelona me aterró y me había encendido el ardor patrio y estaba absolutamente
convencido de que debía combatir.
Contra los italianos
-Pero
usted pidió ir a algún destino o simplemente se presentó con un aquí estoy y
pónganme donde haga falta.
-Yo llevaba una carta del agregado
militar de la Embajada, en la que me garantizaba. Ingresé en un tercio requeté,
el de Nuestra Señora de Montserrat, y fui enviado al frente de Aragón. Mi
indumentaria era pintoresca: en la pechera lucía una corona que había quitado
de un gorro que tenía de antes de la guerra, botas italianas de un cuero de
gamo colosal que parecía espuma, una cazadora y un pantalón de cuero también
italianos y boina roja. Un día precisé el servicio urgente de un dentista y me
mandaron a Zaragoza, en donde estaba mi tía María Buñuel, que me presentó al
dueño de “El Heraldo de Aragón”, don
Antonio Monpeón, quien me echó en cara estar destinado a repartir simplemente
boinas rojas en Cataluña y me nombró corresponsal de guerra.
-Pero
¿usted no tenía conciencia de que podía ser más útil a su causa con la pluma
que con el mosquetón?
-No; después de lo que había visto
en Barcelona, no. Y volvería a hacer lo mismo, en el bien entendido que hago
una distinción importante: una cosa fue la guerra y muy otra el franquismo de
después. La guerra fue un ejercicio constante de compañerismo, bondad,
generosidad emocionantes; pasé aquellos tres años sin llevar dinero en el
bolsillo, porque había una camaradería ejemplar y te daban cuanto necesitabas.
Aunque seguía en el Montserrat, como corresponsal me iban adscribiendo al
Tercio Requeté correspondiente para seguir con la tropa a cuantos frentes era
enviada y desde allí mandar crónicas. En Ávila trabé amistad con el ayudante de
Mola, teniente coronel de Estado Mayor, quien me confesó: “Desengáñese usted, Masoliver, no llegaremos a Bilbao”
-Es
decir...
-Que estaba convencido de que lo
iban a matar antes. Reconozco que sólo mucho después comprendí aquel presagio.
Así iban las cosas. Bien, después pasé a ser enlace del duque de Sevilla,
general que estaba en la campaña de Málaga. Iba yo vagando a caballo, cuando
divisé una concentración de tanquetas italianas; de pronto salió de una de
ellas un extraterrestre gritando: “Ramón,
Ramón”. Resultó ser mi amigo Asvero Gravelli, hijo “putativo” de Mussolini,
que dirigía la revista “Gerarchia” y
que aparecía allí vestido de capitán. Estaba indignado porque llevaban dos días
esperando lanzarse sobre la ciudad. Por un teléfono de campaña hice
comunicárselo al general, que ignoraba lo que pasaba. El caso fue que tomaron
Málaga. Pero en la Alcarria les sobrevino la catástrofe: estas columnas
blindadas adelantaban al paso de “blitzkrieg” y el general Varela, que había
comenzado de barbero y después fue corneta, doblemente laureado, los dejó
colgados. Los italianos me contaron el secreto de tal actitud: el general Roatta
había recibido un telegrama del propio general Franco felicitándole por su “cooperación” en la toma de Málaga,
cuando lo cierto era que la había tomado él solo. Y fue visto cómo arrugaba con
rabia el telegrama y lo arrojaba con desprecio al suelo. Se enteraron en el
Cuartel General, y en el Jarama le pasaron la factura, dejándole a merced de la
artillería, lo cual coincidió con que la aviación no había podido despegar a
causa de la nieve helada y del mal tiempo. Gravelli se extrañó de que anduviera
por allí con la tropa y me confió que se iba a montar una oficina
ítalo-española de propaganda y que me iban a necesitar. Fui a Salamanca y, tal como
me recomendó, me puse en contacto con el embajador italiano, a quien yo también
conocía. Y en efecto, instalaran la USPIS
(Uffizio Stampa Propaganda Italo Spagnola). Pasó a dirigirla el joven
fascista Guillermo Danzi, que dispuso de la flor y nata del periodismo
italiano, Montanelli entre ellos. Estamos a marzo del 37. Hacíamos un diario en
italiano pero con la cabecera en castellano, “El Legionario”, para distribuir a sus tropas expedicionarias. La
radio era prácticamente inexistente o improvisada: “Radio Nacional” era entonces sólo un camión alemán y una tienda de
campaña. Nosotros les elaborábamos material informativo, pero sobre todo
intentábamos contrapesar la inclinación pronazi que entonces imperaba en la
España nacional. También mandábamos parte del material a Roma, en donde se
había instalado “Radio Verdad”, en la
que teníamos como locutores a Delfín Escolá, abogado y doctor en Derecho
Canónico por San Juan de Letrán y persona de gran talla, y a Alfredo Giorgi, ex
corresponsal del “Corriere” en
Barcelona, que emitían en castellano y catalán respectivamente. Colaboraban,
además, Manuel Ribé, el funcionario del Ayuntamiento de Barcelona, y Eduardo
Sagarra, abogado del Consulado italiano. El presumido de Danzi no podía
soportar a los brillantes periodistas profesionales y escritores que allí
hacían de corresponsales y los destituyó a casi todos; entre ellos estaba mi
jefe Lamberto Sorrentino, lo que me hizo dimitir y largarme a descansar un par
de semanas a Monte Estoril, en donde yo sabía que estaba Eugenio Montes. Esto
sucedía en agosto del 37.
-Pero
¿no era peligroso? ¿No podía ser acusado de desertor?
-Yo me movía por la zona nacional
(Andalucía era un caso aparte) con la tranquilidad más absoluta. Ello era
debido al continuo trasiego de gente uniformada y al desbarajuste de trenes.
Regresé a mi piso de San Sebastián. Mi primo Entrambasaguas me aseguró que me
necesitaban porque acababan de montar la Delegación
de Prensa y Propaganda para el País Vasco, en la que yo me encargaría de la
Propaganda. Cuando se decretó la unificación, en Salamanca había participado en
las discusiones de su reglamentación legal. Nos sentamos a la mesa de
negociaciones: Dionisio Ridruejo, vertical y enhiesto y que entonces era
temible; el cura navarro Yzurdiaga y Eugenio Montes, por Falange; unos
infusorios-ingenieros que había puesto personalmente Franco, porque siempre
tuvo una debilidad confesada por semejante título universitario; y por el
requeté, Julito Muñoz Aguilar y yo. No sabían hacer otra cosa más estéril que
discutir los puntos de Falange. Entonces yo les expliqué la organización del Gran Consejo del Fascismo, para que no
quedara todo en una mano.
Papel para estreñidos
-Sólo
usted estaba enterado de la experiencia italiana.
-Exacto, pero también Montes, que
había sido corresponsal romano de “ABC”.
-Y
¿les escucharon?
-Sí. Tuve la suerte inmensa de
estar entonces cerca del poder y de introducir así una visión nueva, que nada
tenía que ver con la peligrosa influencia nazi que imperaba en aquella época.
De ahí que surgieran inevitables enfrentamientos con Dionisio, cegado por el
poderío del Reich. Yo informaba a diario a mi jefe, el conde de Rodezno. “Mire, usted, don Tomás, ahora esta gente
impone la camisa azul y discute si el gorrito de Falange o boina roja...”,
le detallaba descorazonado. “¡Qué más da!
-replicó-. Diles que lo que
quieran... como si prefieren sombrero de copa.” Cuál no fue mi sorpresa
cuando, a renglón seguido de haber sido formado el primer gobierno de Franco,
recibí la invitación de Dionisio de ponerme al frente de la recién creada Oficina de Ocupación y Avance. Y es que
Dionisio me confesó que Cataluña era un problema importante y que la misión
consistiría en responsabilizarme de la propaganda a realizar en las zonas
liberadas y también en las que aún estaban en poder de los rojos.
- En
una ocasión usted me contó que por su “culpa”
dejó de salir un día “El Heraldo de
Aragón".
-Exacto. Volvía de Gandesa y Pinell
de Brai cuando vino una orden del Cuartel
General: tenía que redactar en veinticuatro horas unas octavillas para
lanzar en el frente del Ebro. Así lo hice. Serrano Suñer les dio el visto bueno
y también las aprobó el teniente coronel Gonzalo, del Cuartel General. Me llegue a Zaragoza, me incauté por un día de la
rotativa del “Heraldo" para
imprimirlas, y de ahí que en su colección falte el diario correspondiente a
aquel día. Pero cuál no fue mi sorpresa al descubrir luego que las octavillas
repartidas habían sido otras, realizadas con este estilo aberrante: "Miliciano, mientras encadenado a la
ametralladora esperas el tiro en la nuca ¡pásate a nuestras filas!".
Era horripilante, porque la propaganda que hacíamos nosotros era exactamente lo
contrario. Después me enteré por el teniente coronel de que su autor había sido
el propio Franco, que había malgastado un día entero en plena batalla del Ebro
para redactar aquellas octavillas abominables. Aprovechamos, en otra ocasión,
una partida de papel biblia para imprimir textos de la FAI maliciosamente manipulados y que, enrollados en unos tubos de
cartón negro, debían ser lanzados con cohetes sobre las posiciones comunistas
y, viceversa, propaganda pseudocomunista para los faieros. Yo sabía por
experiencia propia que dos problemas que allí tenía el soldado eran la falta de
papel y el estreñimiento. De ahí que mientras realizaba los esfuerzos
abdominales, se le brindaba la ocasión de leer y de cabrearse contra sus “aliados", amén de permitirle a
renglón seguido limpiarse no con el consabido terrón, sino con el tan suave y
aleccionador papel.
-Usted
introdujo el catalán en su propaganda.
-Sí. No es exacta la afirmación de
Serrano Suñer de que yo tradujera al catalán un manifiesto que él había escrito
para ser repartido al ocupar Barcelona. Sospecho que fue Ramón Garriga,
entonces en el servicio de prensa del Ministerio, porque Pla ni pensarlo:
estaba muerto de miedo. Nosotros hicimos un cartel en el que el texto: “España Una, España Grande, España Libre
¡Arriba España!” iba estampado formando las “quatre barres”. Tenía que ser distribuido por Cataluña entera,
junto con otro material del mismo talante, como octavillas redactadas en
catalán, pero sistemáticamente nuestros carteles eran arrancados por la IV de
Navarra.
Foix, enlace sindical
-Usted
no entró en Barcelona hasta el 28 de enero. ¿Qué fue lo primero que hizo?
-Ir a ver a mi madre, a la que no
reconocí: había perdido 35 kilos. Yo era jefe territorial de Propaganda de
Cataluña y me instalé con mi gente en el piso de Pepe Valls y Taberner:
Diagonal, 444, esquina paseo de Gracia y Córcega, ocupado hasta entonces por
Met Miravitlles y su servicio de propaganda. También se trasladaron aquí los
jefes de los Departamentos (Ediciones, Teatro, Cine, Plástica) de la Propaganda Nacional, dependientes de Ridruejo.
Este, que había enfermado, fue trasladado a un sanatorio, y Manuel Víñolas le
sustituyó interinamente; también estaban Pedro Laín, Luis Escobar, el pintor
Cabanas, etc. Nada más llegar, éstos ordenaron la incautación de los carbones
de los arcos voltaicos de los cines.
-
Pero, ¿qué pretendían con semejante medida absurda?
-Demostrar que la ciudad estaba
bajo ocupación militar y había que devolver las cosas, antes incautadas, a sus
legítimos dueños. Lo cierto fue que al punto tuvieron que devolver los dichosos
carbones, porque sin ellos lógicamente no podía funcionar ningún cine. También
pretendieron intervenir todos los decorados de los teatros, incluido el Liceo;
no llegaron a realizarlo porque la verdad fue que el pobre Castells, uno del ramo,
no sabía dónde meter aquellos gigantescos artefactos. Laín, jefe nacional de
Ediciones, mandó que se presentaran lodos los impresores, y cuál no fue su
sorpresa al topar poco menos que con una manifestación callejera: creía que
serían unas decenas y pasaban de ¡3.700! Pretendieron incautarse también de
todas las bibliotecas particulares abandonadas, pero a mí me llegó el soplo y
conseguí, gracias a la colaboración de Fernando Gutiérrez, detener semejante
expolio. Fui a ver a, general Álvarez Arenas, el jefe de las tropas de
ocupación de Barcelona y entonces autoridad máxima, y le informé de que no sólo
requisaban aquellas bibliotecas, sino que iban a mandarlas a Madrid. Él logró
detenerlo inmediatamente. Y así se salvó, pongo por caso, la de Just Cabot.
También se habían incautado militarmente del Ateneo. Le planteé de nuevo el
problema al citado general, razonándole que los oficiales ya tenían su Casino y
que era aberrante cometer aquel atropello con una institución de tanta solera
intelectual y ciudadana. Me dijo que le bastaría con que yo le propusiera una
junta integrada por gente segura. Y la que le presenté iba encabezada por el
único capitán general de verdad que había entonces en España: don Ignacio de
Despujol; y los demás eran todos ateneístas ilustres, como Quim Borralleras,
Valls y Taberner, August Matons, don Pere Rahola, Ignacio Agustí. etc. Además
aceptaron la petición de que en el Ateneo no se podía detener a nadie. Y lo
cumplieron. Un buen día me vino el poeta Foix, “fundador” con Dencás del fascio catalán, para que le avalara su
petición de ser nombrado enlace sindical de pastelería... Pero enseguida, por
culpa del maldito tuteo que se había impuesto, el presidente Despujol recibió
una carta con tal tratamiento y presentó la dimisión irrevocable. No atendió a
mis ruegos. Sin embargo, se pudo resolver la papeleta tan difícil al proponer
entonces como sucesor a Luys Santa Marina, falangista y con tres condenas a
muerte. A mi gente le tenía dicho que firmaría cuantos avales me fueran
presentados y que si se trataba de un amigo mío escribiría en su descargo tres
folios.
-¿Se
encargaba usted también de la censura?
-Sólo de los textos que no
excedieran de 30 páginas. La censura de prensa, la que hizo la vida imposible a
"Destino”, la dirigía Bernabé
Oliva. Yo dependía del Ministerio del Interior. Repartíamos también carteles de
Franco, que en nuestra jerga interna denominábamos "del niño judío", por la cara de joven comulgante que le había
plasmado el artista. El cartel de José Antonio lo hicimos con una cara sacada
de una vieja fotografía montada sobre el cuerpo de don Felipe, un caballero
andaluz que trabajaba con nosotros. Ni que decir tiene que los repartíamos como
agua bendita. Un día apareció Felipe Bertrán Güell y nos dijo que deseaba
hacernos un donativo personal de 25.000 pesetas, que entonces era muchísimo
dinero. Ante tan curioso obsequio le repliqué que llegaba en buen momento, pues
no sabíamos qué hacer con unas medallas del 18 de julio, y le dimos un
cargamento de ellas para sus obreros de la empresa Asland. Mientras duró el
régimen de ocupación, la cosa fue como una seda, porque los militares atendían
siempre a razones. La situación cambió de raíz con la llegada del primer
gobernador civil: Wenceslao González Oliveros. Había traducido “El carro de las manzanas”, de Bernard
Shaw, y se las daba de intelectual. Ya ante el discurso de toma de posesión que
pronunció en el Gobierno Civil todo el mundo quedó helado. Acostumbrados a don
Elíseo Álvarez Arenas, que cuando hablaba se plantaba patiabierto porque,
precisaba, “se me había llevado un huevo
una bala marroquí”, el otro, en cambio, bajito y estirado, habló en unos
términos vengativos y policíacos que aterrorizó a cuantos llenaban el salón de
Carlos III. Comenzó por prohibir los carteles en catalán, prohibió todos los
nombres extranjeros en los establecimientos públicos, ya fueran cines, hoteles
o comercios. Monseñor Miguel de los Santos Díaz Gomara, a quien había conocido
yo en Zaragoza, apareció en nuestra ciudad como "Obispo de Cartagena y A.A. de Barcelona". Ya que al otro día
de la liberación organizaron una misa de campaña en la plaza de Cataluña, por
nuestra parte le convencí para celebrar un solemne tedeum para el primer
domingo siguiente al Día de la Victoria, en la balconada del Palacio Nacional
de Montjuïc. Toda la escalinata de las fuentes laterales las llenamos de
jóvenes que bailaban sardanas -el obispo se me había mostrado reticente cuando
se lo propuse-, y la multitud que llenaba todas las calles y avenidas
adyacentes pudo, gracias a los altavoces, seguir el oficio religioso y la “ballada de sardanes”. Cuando se planteó
el problema del Palau de la Música Catalana, pedí ayuda al coronel Coco, de Caballería,
quien me prestó las monturas porque las de la Guardia Urbana alguien se las
había comido y yo quería que ellos custodiaran con pompa el traslado de la “senyera” desde el Ayuntamiento al Palau,
convertido en Palacio de la Música. La bandera de Cataluña fue instalada en el
escenario, donde se celebró un Festival de las Regiones, con danzas varias
terminadas en la sardana.
También organicé la entrada de
Ciano. Le hice desfilar por el centro de la Rambla y después por el paseo de
Gracia; una multitud impresionante acudió a recibirle. El yerno de Mussolini no
había conocido una cosa semejante. Yo le había tratado personalmente en Italia
y me había invitado a asistir al festejo tremendo que hizo para celebrar su “primo miliardo": el primer millar
de millones de liras. Era un cínico tremendo, simpático y desprendido según
suelen serlo, pero deslumbrado ante la cultura. Y Serrano, muerto de envidia, quiso
que se le montara algo parecido, pero su entrada ya no resultó lo mismo.
-¿Cuándo
tuvo usted los primeros problemas?
-Con el gobernador González
Oliveros, es decir, cuando llegó el primer paisano; que por cierto, cuando dejó
esto se convirtió en el jefe de la persecución contra la masonería. La
represión, la otra, por la conducta durante la guerra, la dirigió sobre todo un
general auditor gallego, cuyo nombre no quiero recordar. Mi amigo Quimet
Nubiola, por ser capitán republicano, estaba en Montjuïc condenado a muerte; me
mandaron recado y escribí tres páginas en su descargo en las que hasta evocaba,
justificaba, nuestra común aventura surrealista; logró eludir la condena. Pero
el procurador Villavecchia, oficial jurídico entonces, me preguntó si
efectivamente había escrito yo aquel aval, y entonces me recomendó que cuando
recibiera la citación era mejor que no me presentara... ¡Y yo era un alto
cargo! Quizá esto da idea de cuál era la atmósfera de entonces. Pero lo más
grave a mi modo de ver fue el comienzo del estraperlo, amparado por Calviño y compañía.
La ofensiva de los estraperlistas, montada sobre el pavor que se había
apoderado del pueblo a causa de tanta penuria, consistió en favorecer a los
coroneles para obtener los cupos. El régimen de Franco sería sostenido sobre
todo, también y cómo, por la burguesía catalana, que se enriquecía con aquella
situación. El estraperlo comenzó con el algodón. Nosotros tuvimos una reunión
en la que Luys Santa Marina, Fermín Sanz Orrio -jefe de los sindicatos-, Gil
Senis -abogado del Banesto y primo de Serrano Suñer-, otro mas que no recuerdo
y yo firmamos una carta en la que denunciábamos el gran estraperlo y pedíamos
que fuera atajado. Yo fui encargado de llevar la misiva a Madrid. La entregué
al secretario de Falange, que entonces era el general Muñoz Grandes, de proverbial
austeridad y entereza, que acababa de hacer la guerra a pie y de alpargata, de
un cabo a otro de España. Se quedó lívido. Y me dijo: "Masoliver, si esto que dice usted aquí es
verdad, va a arder Troya, pero si no es verdad, prepárese a ser fusilado."
“¿Con estos cinco, supongo?”, le
repliqué. "Sí”, contestó. Esto
sucedía en septiembre del 39. Pero todo siguió igual. En noviembre mandé una
larga carta de veintitantas páginas a mi superior, que era Dionisio Ridruejo.
Le explicaba estas cosas y preguntaba que dónde se había dicho lo de "quien no tenga las manos manchadas de
sangre..." Y muchas otras cosas más, como por ejemplo que ya estaba
harto de asistir a los tribunales. Me fue dada la callada por respuesta. En
vista de lo cual, en enero de 1940 me largué en el primer barco que salió al
extranjero, el “Franca Fassio" y
también me enviaron credenciales para una misión en el exterior, que jamás supe
qué misión era.
Enero del 40: adiós
-¿Cómo
reaccionaron?
-Estaban tan avergonzados y me
tenían por un funcionario tan ejemplar que me siguieron manteniendo en nómina:
de ahí que cuando regresé al cabo de medio año me encontré con la sorpresa de
tener acumuladas las 425 pesetas mensuales que yo cobraba. De ahí que yo
siempre hago la distinción entre lo que fue la guerra y lo de después. Es
ilustrativo el caso de Federico Saco Rivera, que estaba en Asuntos Exteriores del Cuartel General de Salamanca. Desde la
República permanecía varado en Londres un acorazado, pendiente de una
reparación que costaba muchas libras y que la España nacional no tenía. Pues
bien. Saco lo pagó de su bolsillo. Lo que por desgracia vino después de la
guerra fue un producto del equipo de Serrano, de la Asociación de
Propagandistas y de los tecnócratas (que viene a ser lo mismo).
Y
después de aquel paréntesis de poco más de tres años volvió Juan Ramón Masoliver
a servir en la milicia que siempre había sido la suya: la literatura, en
especial la literatura surrealista y el ejercicio del periodismo, de la que no
ha desertado jamás.
LLUÍS PERMANYER
La Vanguardia, 17 de mayo de 1987, pp. 26-27.
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