lunes, 8 de mayo de 2017

Lluis Permanyer entrevista a Juan Ramón Masoliver (La Vanguardia, 17/05/1987)



Un señor de Barcelona
Juan Ramón Masoliver. Un agitador cultural en plena Guerra Civil
En la Universidad de Barcelona ya no pasó inadvertido. Fue alma de la revista vanguardista “Hèlix”, en la que dio medida de su combatividad. En París amistó con Joyce; cuando decidió afincarse en Italia, el autor de "Ulysses” le escribió una carta de presentación para Ezra Pound, con quien intimó. Su inimitable estilo en el ejercicio de la corresponsalía de guerra y el periodismo literario sentaron cátedra. Nada en el universo de la cultura le ha sido ajeno nunca.
-El 18 de julio le pilló por sorpresa en Barcelona, pues usted se hallaba, desde 1931, en Italia, como corresponsal de “La Vanguardia” y de “El Sol”.
-Había llegado aquel mismo día por la tarde en un hidro, que cubría la línea Génova-Barcelona. Fui a dar un paseo con mi padre y, ya de noche, al regresar a casa vimos muchos guardias de asalto que subían al terrado de una casa próxima, sobre la Diagonal. De madrugada comprendimos para qué. Dos días después, a la inquietud de la situación se añade que junto a mi casa incendian la iglesia de Montesión. Fui a ver qué pasaba; vi en el patinillo del templo un montón de libros y objetos de culto a punto de ser quemados y yo, ingenuo de mí, cogí un curioso relicario de todos los días del año: un muchacho armado me amenazó con pegarme un tiro. Yo era compañero de Pedro Grases, secretario del alcalde, y me llegué al Ayuntamiento. “La sang ens arriba fins aquí”, exclamó al verme el alcalde, Carles Pi i Sunyer, a la par que se llevaba las manos a la cabeza; estaba con su primo, Josep María Pi i Suñer, secretario del Ayuntamiento. A lo que repliqué: “I aixó m’ho din a mi, que sóc “el conocido agente fascista’?” -así me habían denunciado, con habitual mala leche, en el periódico radical “Renovación”-. Lamentó que no podía hacer nada. La verdad fue que sí hicieron, porque luego Josep Mª España, de la Generalitat, se mostró dispuesto a firmar volantes de salida para cuantas personas quisieran escapar al extranjero. Por el trámite de Grases nos cansamos de darle nombres -dicen que casi cien mil personas, pero seguramente una cifra simbólica como la del millón de muertos- y de conseguir así que marcharan de aquí en barcos italianos, franceses, ingleses y alguno alemán. Así se salvó Santiago Nadal, que por ser de “Renovación Española” era tan buscado que hasta a los taxistas les había sido repartida una fotografía suya con el fin de cazarle; así se salvó el doctor Albert Bonet, creador de los “fejocistes” y su sobrino Joan, sacerdote también. Etcétera. Cosmopolita que era uno, seguí aquellos acontecimientos con interés y curiosidad, y naturalmente también con espanto. Fui al encuentro de Jaume Miravitlles, a quien ya conocía de París y entonces miembro del Comité de Milícies Antifeixistes, que me saludó con un: “Vos, aquí!”, mezclado de sorpresa y de temor. Al punto me extendió un salvoconducto para circular en coche por toda Cataluña. No me percaté de que la suya había sido una manera indirecta de indicarme que corría peligro y me facilitaba el medio para largarme al extranjero, y me quedé un tiempo circulando por aquí. Yo ya tomaba mis precauciones, como, pongo por caso, dormir fuera de casa. Pero el panorama era tal que, a primeros de septiembre, decidí marcharme con mi hermana menor en un barco alemán. Me presenté en la Embajada de España en Roma y pregunté en qué ventanilla me darían una escopeta. Nunca he sido militarista, sino más bien lo contrario, pero lo que vi en Barcelona me aterró y me había encendido el ardor patrio y estaba absolutamente convencido de que debía combatir.
Contra los italianos
-Pero usted pidió ir a algún destino o simplemente se presentó con un aquí estoy y pónganme donde haga falta.
-Yo llevaba una carta del agregado militar de la Embajada, en la que me garantizaba. Ingresé en un tercio requeté, el de Nuestra Señora de Montserrat, y fui enviado al frente de Aragón. Mi indumentaria era pintoresca: en la pechera lucía una corona que había quitado de un gorro que tenía de antes de la guerra, botas italianas de un cuero de gamo colosal que parecía espuma, una cazadora y un pantalón de cuero también italianos y boina roja. Un día precisé el servicio urgente de un dentista y me mandaron a Zaragoza, en donde estaba mi tía María Buñuel, que me presentó al dueño de “El Heraldo de Aragón”, don Antonio Monpeón, quien me echó en cara estar destinado a repartir simplemente boinas rojas en Cataluña y me nombró corresponsal de guerra.
-Pero ¿usted no tenía conciencia de que podía ser más útil a su causa con la pluma que con el mosquetón?
-No; después de lo que había visto en Barcelona, no. Y volvería a hacer lo mismo, en el bien entendido que hago una distinción importante: una cosa fue la guerra y muy otra el franquismo de después. La guerra fue un ejercicio constante de compañerismo, bondad, generosidad emocionantes; pasé aquellos tres años sin llevar dinero en el bolsillo, porque había una camaradería ejemplar y te daban cuanto necesitabas. Aunque seguía en el Montserrat, como corresponsal me iban adscribiendo al Tercio Requeté correspondiente para seguir con la tropa a cuantos frentes era enviada y desde allí mandar crónicas. En Ávila trabé amistad con el ayudante de Mola, teniente coronel de Estado Mayor, quien me confesó: “Desengáñese usted, Masoliver, no llegaremos a Bilbao
-Es decir...
-Que estaba convencido de que lo iban a matar antes. Reconozco que sólo mucho después comprendí aquel presagio. Así iban las cosas. Bien, después pasé a ser enlace del duque de Sevilla, general que estaba en la campaña de Málaga. Iba yo vagando a caballo, cuando divisé una concentración de tanquetas italianas; de pronto salió de una de ellas un extraterrestre gritando: “Ramón, Ramón”. Resultó ser mi amigo Asvero Gravelli, hijo “putativo” de Mussolini, que dirigía la revista “Gerarchia” y que aparecía allí vestido de capitán. Estaba indignado porque llevaban dos días esperando lanzarse sobre la ciudad. Por un teléfono de campaña hice comunicárselo al general, que ignoraba lo que pasaba. El caso fue que tomaron Málaga. Pero en la Alcarria les sobrevino la catástrofe: estas columnas blindadas adelantaban al paso de “blitzkrieg” y el general Varela, que había comenzado de barbero y después fue corneta, doblemente laureado, los dejó colgados. Los italianos me contaron el secreto de tal actitud: el general Roatta había recibido un telegrama del propio general Franco felicitándole por su “cooperación” en la toma de Málaga, cuando lo cierto era que la había tomado él solo. Y fue visto cómo arrugaba con rabia el telegrama y lo arrojaba con desprecio al suelo. Se enteraron en el Cuartel General, y en el Jarama le pasaron la factura, dejándole a merced de la artillería, lo cual coincidió con que la aviación no había podido despegar a causa de la nieve helada y del mal tiempo. Gravelli se extrañó de que anduviera por allí con la tropa y me confió que se iba a montar una oficina ítalo-española de propaganda y que me iban a necesitar. Fui a Salamanca y, tal como me recomendó, me puse en contacto con el embajador italiano, a quien yo también conocía. Y en efecto, instalaran la USPIS (Uffizio Stampa Propaganda Italo Spagnola). Pasó a dirigirla el joven fascista Guillermo Danzi, que dispuso de la flor y nata del periodismo italiano, Montanelli entre ellos. Estamos a marzo del 37. Hacíamos un diario en italiano pero con la cabecera en castellano, “El Legionario”, para distribuir a sus tropas expedicionarias. La radio era prácticamente inexistente o improvisada: “Radio Nacional” era entonces sólo un camión alemán y una tienda de campaña. Nosotros les elaborábamos material informativo, pero sobre todo intentábamos contrapesar la inclinación pronazi que entonces imperaba en la España nacional. También mandábamos parte del material a Roma, en donde se había instalado “Radio Verdad”, en la que teníamos como locutores a Delfín Escolá, abogado y doctor en Derecho Canónico por San Juan de Letrán y persona de gran talla, y a Alfredo Giorgi, ex corresponsal del “Corriere” en Barcelona, que emitían en castellano y catalán respectivamente. Colaboraban, además, Manuel Ribé, el funcionario del Ayuntamiento de Barcelona, y Eduardo Sagarra, abogado del Consulado italiano. El presumido de Danzi no podía soportar a los brillantes periodistas profesionales y escritores que allí hacían de corresponsales y los destituyó a casi todos; entre ellos estaba mi jefe Lamberto Sorrentino, lo que me hizo dimitir y largarme a descansar un par de semanas a Monte Estoril, en donde yo sabía que estaba Eugenio Montes. Esto sucedía en agosto del 37.
-Pero ¿no era peligroso? ¿No podía ser acusado de desertor?
-Yo me movía por la zona nacional (Andalucía era un caso aparte) con la tranquilidad más absoluta. Ello era debido al continuo trasiego de gente uniformada y al desbarajuste de trenes. Regresé a mi piso de San Sebastián. Mi primo Entrambasaguas me aseguró que me necesitaban porque acababan de montar la Delegación de Prensa y Propaganda para el País Vasco, en la que yo me encargaría de la Propaganda. Cuando se decretó la unificación, en Salamanca había participado en las discusiones de su reglamentación legal. Nos sentamos a la mesa de negociaciones: Dionisio Ridruejo, vertical y enhiesto y que entonces era temible; el cura navarro Yzurdiaga y Eugenio Montes, por Falange; unos infusorios-ingenieros que había puesto personalmente Franco, porque siempre tuvo una debilidad confesada por semejante título universitario; y por el requeté, Julito Muñoz Aguilar y yo. No sabían hacer otra cosa más estéril que discutir los puntos de Falange. Entonces yo les expliqué la organización del Gran Consejo del Fascismo, para que no quedara todo en una mano.
Papel para estreñidos
-Sólo usted estaba enterado de la experiencia italiana.
-Exacto, pero también Montes, que había sido corresponsal romano de “ABC”.
-Y ¿les escucharon?
-Sí. Tuve la suerte inmensa de estar entonces cerca del poder y de introducir así una visión nueva, que nada tenía que ver con la peligrosa influencia nazi que imperaba en aquella época. De ahí que surgieran inevitables enfrentamientos con Dionisio, cegado por el poderío del Reich. Yo informaba a diario a mi jefe, el conde de Rodezno. “Mire, usted, don Tomás, ahora esta gente impone la camisa azul y discute si el gorrito de Falange o boina roja...”, le detallaba descorazonado. “¡Qué más da! -replicó-. Diles que lo que quieran... como si prefieren sombrero de copa.” Cuál no fue mi sorpresa cuando, a renglón seguido de haber sido formado el primer gobierno de Franco, recibí la invitación de Dionisio de ponerme al frente de la recién creada Oficina de Ocupación y Avance. Y es que Dionisio me confesó que Cataluña era un problema importante y que la misión consistiría en responsabilizarme de la propaganda a realizar en las zonas liberadas y también en las que aún estaban en poder de los rojos.
- En una ocasión usted me contó que por su “culpa” dejó de salir un día “El Heraldo de Aragón".
-Exacto. Volvía de Gandesa y Pinell de Brai cuando vino una orden del Cuartel General: tenía que redactar en veinticuatro horas unas octavillas para lanzar en el frente del Ebro. Así lo hice. Serrano Suñer les dio el visto bueno y también las aprobó el teniente coronel Gonzalo, del Cuartel General. Me llegue a Zaragoza, me incauté por un día de la rotativa del “Heraldo" para imprimirlas, y de ahí que en su colección falte el diario correspondiente a aquel día. Pero cuál no fue mi sorpresa al descubrir luego que las octavillas repartidas habían sido otras, realizadas con este estilo aberrante: "Miliciano, mientras encadenado a la ametralladora esperas el tiro en la nuca ¡pásate a nuestras filas!". Era horripilante, porque la propaganda que hacíamos nosotros era exactamente lo contrario. Después me enteré por el teniente coronel de que su autor había sido el propio Franco, que había malgastado un día entero en plena batalla del Ebro para redactar aquellas octavillas abominables. Aprovechamos, en otra ocasión, una partida de papel biblia para imprimir textos de la FAI maliciosamente manipulados y que, enrollados en unos tubos de cartón negro, debían ser lanzados con cohetes sobre las posiciones comunistas y, viceversa, propaganda pseudocomunista para los faieros. Yo sabía por experiencia propia que dos problemas que allí tenía el soldado eran la falta de papel y el estreñimiento. De ahí que mientras realizaba los esfuerzos abdominales, se le brindaba la ocasión de leer y de cabrearse contra sus “aliados", amén de permitirle a renglón seguido limpiarse no con el consabido terrón, sino con el tan suave y aleccionador papel.
-Usted introdujo el catalán en su propaganda.
-Sí. No es exacta la afirmación de Serrano Suñer de que yo tradujera al catalán un manifiesto que él había escrito para ser repartido al ocupar Barcelona. Sospecho que fue Ramón Garriga, entonces en el servicio de prensa del Ministerio, porque Pla ni pensarlo: estaba muerto de miedo. Nosotros hicimos un cartel en el que el texto: “España Una, España Grande, España Libre ¡Arriba España!” iba estampado formando las “quatre barres”. Tenía que ser distribuido por Cataluña entera, junto con otro material del mismo talante, como octavillas redactadas en catalán, pero sistemáticamente nuestros carteles eran arrancados por la IV de Navarra.
Foix, enlace sindical
-Usted no entró en Barcelona hasta el 28 de enero. ¿Qué fue lo primero que hizo?
-Ir a ver a mi madre, a la que no reconocí: había perdido 35 kilos. Yo era jefe territorial de Propaganda de Cataluña y me instalé con mi gente en el piso de Pepe Valls y Taberner: Diagonal, 444, esquina paseo de Gracia y Córcega, ocupado hasta entonces por Met Miravitlles y su servicio de propaganda. También se trasladaron aquí los jefes de los Departamentos (Ediciones, Teatro, Cine, Plástica) de la Propaganda Nacional, dependientes de Ridruejo. Este, que había enfermado, fue trasladado a un sanatorio, y Manuel Víñolas le sustituyó interinamente; también estaban Pedro Laín, Luis Escobar, el pintor Cabanas, etc. Nada más llegar, éstos ordenaron la incautación de los carbones de los arcos voltaicos de los cines.
- Pero, ¿qué pretendían con semejante medida absurda?
-Demostrar que la ciudad estaba bajo ocupación militar y había que devolver las cosas, antes incautadas, a sus legítimos dueños. Lo cierto fue que al punto tuvieron que devolver los dichosos carbones, porque sin ellos lógicamente no podía funcionar ningún cine. También pretendieron intervenir todos los decorados de los teatros, incluido el Liceo; no llegaron a realizarlo porque la verdad fue que el pobre Castells, uno del ramo, no sabía dónde meter aquellos gigantescos artefactos. Laín, jefe nacional de Ediciones, mandó que se presentaran lodos los impresores, y cuál no fue su sorpresa al topar poco menos que con una manifestación callejera: creía que serían unas decenas y pasaban de ¡3.700! Pretendieron incautarse también de todas las bibliotecas particulares abandonadas, pero a mí me llegó el soplo y conseguí, gracias a la colaboración de Fernando Gutiérrez, detener semejante expolio. Fui a ver a, general Álvarez Arenas, el jefe de las tropas de ocupación de Barcelona y entonces autoridad máxima, y le informé de que no sólo requisaban aquellas bibliotecas, sino que iban a mandarlas a Madrid. Él logró detenerlo inmediatamente. Y así se salvó, pongo por caso, la de Just Cabot. También se habían incautado militarmente del Ateneo. Le planteé de nuevo el problema al citado general, razonándole que los oficiales ya tenían su Casino y que era aberrante cometer aquel atropello con una institución de tanta solera intelectual y ciudadana. Me dijo que le bastaría con que yo le propusiera una junta integrada por gente segura. Y la que le presenté iba encabezada por el único capitán general de verdad que había entonces en España: don Ignacio de Despujol; y los demás eran todos ateneístas ilustres, como Quim Borralleras, Valls y Taberner, August Matons, don Pere Rahola, Ignacio Agustí. etc. Además aceptaron la petición de que en el Ateneo no se podía detener a nadie. Y lo cumplieron. Un buen día me vino el poeta Foix, “fundador” con Dencás del fascio catalán, para que le avalara su petición de ser nombrado enlace sindical de pastelería... Pero enseguida, por culpa del maldito tuteo que se había impuesto, el presidente Despujol recibió una carta con tal tratamiento y presentó la dimisión irrevocable. No atendió a mis ruegos. Sin embargo, se pudo resolver la papeleta tan difícil al proponer entonces como sucesor a Luys Santa Marina, falangista y con tres condenas a muerte. A mi gente le tenía dicho que firmaría cuantos avales me fueran presentados y que si se trataba de un amigo mío escribiría en su descargo tres folios.
-¿Se encargaba usted también de la censura?
-Sólo de los textos que no excedieran de 30 páginas. La censura de prensa, la que hizo la vida imposible a "Destino”, la dirigía Bernabé Oliva. Yo dependía del Ministerio del Interior. Repartíamos también carteles de Franco, que en nuestra jerga interna denominábamos "del niño judío", por la cara de joven comulgante que le había plasmado el artista. El cartel de José Antonio lo hicimos con una cara sacada de una vieja fotografía montada sobre el cuerpo de don Felipe, un caballero andaluz que trabajaba con nosotros. Ni que decir tiene que los repartíamos como agua bendita. Un día apareció Felipe Bertrán Güell y nos dijo que deseaba hacernos un donativo personal de 25.000 pesetas, que entonces era muchísimo dinero. Ante tan curioso obsequio le repliqué que llegaba en buen momento, pues no sabíamos qué hacer con unas medallas del 18 de julio, y le dimos un cargamento de ellas para sus obreros de la empresa Asland. Mientras duró el régimen de ocupación, la cosa fue como una seda, porque los militares atendían siempre a razones. La situación cambió de raíz con la llegada del primer gobernador civil: Wenceslao González Oliveros. Había traducido “El carro de las manzanas”, de Bernard Shaw, y se las daba de intelectual. Ya ante el discurso de toma de posesión que pronunció en el Gobierno Civil todo el mundo quedó helado. Acostumbrados a don Elíseo Álvarez Arenas, que cuando hablaba se plantaba patiabierto porque, precisaba, “se me había llevado un huevo una bala marroquí”, el otro, en cambio, bajito y estirado, habló en unos términos vengativos y policíacos que aterrorizó a cuantos llenaban el salón de Carlos III. Comenzó por prohibir los carteles en catalán, prohibió todos los nombres extranjeros en los establecimientos públicos, ya fueran cines, hoteles o comercios. Monseñor Miguel de los Santos Díaz Gomara, a quien había conocido yo en Zaragoza, apareció en nuestra ciudad como "Obispo de Cartagena y A.A. de Barcelona". Ya que al otro día de la liberación organizaron una misa de campaña en la plaza de Cataluña, por nuestra parte le convencí para celebrar un solemne tedeum para el primer domingo siguiente al Día de la Victoria, en la balconada del Palacio Nacional de Montjuïc. Toda la escalinata de las fuentes laterales las llenamos de jóvenes que bailaban sardanas -el obispo se me había mostrado reticente cuando se lo propuse-, y la multitud que llenaba todas las calles y avenidas adyacentes pudo, gracias a los altavoces, seguir el oficio religioso y la “ballada de sardanes”. Cuando se planteó el problema del Palau de la Música Catalana, pedí ayuda al coronel Coco, de Caballería, quien me prestó las monturas porque las de la Guardia Urbana alguien se las había comido y yo quería que ellos custodiaran con pompa el traslado de la “senyera” desde el Ayuntamiento al Palau, convertido en Palacio de la Música. La bandera de Cataluña fue instalada en el escenario, donde se celebró un Festival de las Regiones, con danzas varias terminadas en la sardana.
También organicé la entrada de Ciano. Le hice desfilar por el centro de la Rambla y después por el paseo de Gracia; una multitud impresionante acudió a recibirle. El yerno de Mussolini no había conocido una cosa semejante. Yo le había tratado personalmente en Italia y me había invitado a asistir al festejo tremendo que hizo para celebrar su “primo miliardo": el primer millar de millones de liras. Era un cínico tremendo, simpático y desprendido según suelen serlo, pero deslumbrado ante la cultura. Y Serrano, muerto de envidia, quiso que se le montara algo parecido, pero su entrada ya no resultó lo mismo.
-¿Cuándo tuvo usted los primeros problemas?
-Con el gobernador González Oliveros, es decir, cuando llegó el primer paisano; que por cierto, cuando dejó esto se convirtió en el jefe de la persecución contra la masonería. La represión, la otra, por la conducta durante la guerra, la dirigió sobre todo un general auditor gallego, cuyo nombre no quiero recordar. Mi amigo Quimet Nubiola, por ser capitán republicano, estaba en Montjuïc condenado a muerte; me mandaron recado y escribí tres páginas en su descargo en las que hasta evocaba, justificaba, nuestra común aventura surrealista; logró eludir la condena. Pero el procurador Villavecchia, oficial jurídico entonces, me preguntó si efectivamente había escrito yo aquel aval, y entonces me recomendó que cuando recibiera la citación era mejor que no me presentara... ¡Y yo era un alto cargo! Quizá esto da idea de cuál era la atmósfera de entonces. Pero lo más grave a mi modo de ver fue el comienzo del estraperlo, amparado por Calviño y compañía. La ofensiva de los estraperlistas, montada sobre el pavor que se había apoderado del pueblo a causa de tanta penuria, consistió en favorecer a los coroneles para obtener los cupos. El régimen de Franco sería sostenido sobre todo, también y cómo, por la burguesía catalana, que se enriquecía con aquella situación. El estraperlo comenzó con el algodón. Nosotros tuvimos una reunión en la que Luys Santa Marina, Fermín Sanz Orrio -jefe de los sindicatos-, Gil Senis -abogado del Banesto y primo de Serrano Suñer-, otro mas que no recuerdo y yo firmamos una carta en la que denunciábamos el gran estraperlo y pedíamos que fuera atajado. Yo fui encargado de llevar la misiva a Madrid. La entregué al secretario de Falange, que entonces era el general Muñoz Grandes, de proverbial austeridad y entereza, que acababa de hacer la guerra a pie y de alpargata, de un cabo a otro de España. Se quedó lívido. Y me dijo: "Masoliver, si esto que dice usted aquí es verdad, va a arder Troya, pero si no es verdad, prepárese a ser fusilado." “¿Con estos cinco, supongo?”, le repliqué. "”, contestó. Esto sucedía en septiembre del 39. Pero todo siguió igual. En noviembre mandé una larga carta de veintitantas páginas a mi superior, que era Dionisio Ridruejo. Le explicaba estas cosas y preguntaba que dónde se había dicho lo de "quien no tenga las manos manchadas de sangre..." Y muchas otras cosas más, como por ejemplo que ya estaba harto de asistir a los tribunales. Me fue dada la callada por respuesta. En vista de lo cual, en enero de 1940 me largué en el primer barco que salió al extranjero, el “Franca Fassio" y también me enviaron credenciales para una misión en el exterior, que jamás supe qué misión era.
Enero del 40: adiós
-¿Cómo reaccionaron?
-Estaban tan avergonzados y me tenían por un funcionario tan ejemplar que me siguieron manteniendo en nómina: de ahí que cuando regresé al cabo de medio año me encontré con la sorpresa de tener acumuladas las 425 pesetas mensuales que yo cobraba. De ahí que yo siempre hago la distinción entre lo que fue la guerra y lo de después. Es ilustrativo el caso de Federico Saco Rivera, que estaba en Asuntos Exteriores del Cuartel General de Salamanca. Desde la República permanecía varado en Londres un acorazado, pendiente de una reparación que costaba muchas libras y que la España nacional no tenía. Pues bien. Saco lo pagó de su bolsillo. Lo que por desgracia vino después de la guerra fue un producto del equipo de Serrano, de la Asociación de Propagandistas y de los tecnócratas (que viene a ser lo mismo).
Y después de aquel paréntesis de poco más de tres años volvió Juan Ramón Masoliver a servir en la milicia que siempre había sido la suya: la literatura, en especial la literatura surrealista y el ejercicio del periodismo, de la que no ha desertado jamás.
LLUÍS PERMANYER
La Vanguardia, 17 de mayo de 1987, pp. 26-27.

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