miércoles, 24 de mayo de 2017

"En la Cataluña de los 40" (y IV) de Dionisio Ridruejo (Destino, 16 jun. 1973)

Jurado del Premi Ossa Menor de 1951. De izquierda a derecha:
Salvador Espriu, Joan Teixidor, Josep Pedreira, Jaume Bofill i Ferro,
Marià Manent, Josep Janés, Josep M. de Sagarra y Tomàs Garcés.
["En la Cataluña de los 40" [1.], [2.] y [3.]]

Los poetas mudos

Dejé en suspenso, en el paso anterior de estas evocaciones, mi experiencia de curioso explorador de la poesía catalana puesta en su paréntesis cuaresmal. De los poetas que la continuaban cultivando en su «huerto cerrado», creo que fue a Foix al primero que conocí. Pertenecía ya a la generación —correlativa a la del 27 en Castilla— cuyos miembros no iban vestidos o caracterizados «de artistas» —aunque lo eran en estado puro—, ni de «personajes», sino que, en atuendo y en actitudes, querían confundirse con el hombre corriente. Visto por fuera y sin oírle hablar, Foix era el confitero de Sarriá bien acomodado que circunstancialmente era «además». Hablando, bastaban cinco minutos para verle brillar por el lado del ingenio o por el del humor y la paradoja, con los que «castigaba» a su complementario, el comerciante conservador. No profesaba el catalanismo político, aunque si el literario. Era un hombre bien educado, lleno de mesura, que casi desconcertaba si se le había leído, porque su escritura es la de mayor y más complicada imaginación, la de palabra más atrevida e inventora de la península, como ya dejé dicho o sugerido.
Luego conocí a Sagarra, corpulento, con cabeza romana, zumbón y agudo. Había tomado yo contacto —como dije atrás— con Ramón de Campmany que mandaba, por entonces, en la vieja e ilustre editorial de Montaner y Simón, establecida con grandes talleres en la calle de Aragón. Campmany era grande y un poco blando, con un cierto énfasis que correspondía a su figura; pero también era muy afable y muy generoso. Había llevado a la editorial su taller de grabador (no el de pintor, que reservaba en casa), y allí pasaba buena parte del día mordiendo planchas y haciendo pruebas con el tórculo para sus ediciones de bibliófilo. Montaner y Simón había sido uno de los grandes editores del fin de siglo, y sus ediciones de aquella época son admirables y expresan el modernismo con tanto relieve como la «manzana de la discordia» del Paseo de Gracia. Ahora estaba medio parada, viviendo de sus fondos y editando algunas colecciones pequeñas y primorosas, de gusto romántico; así salieron un Santillana y un pequeño Cetina, de Soler Vicens, o una nueva «Bien plantada», un nuevo «Pablo y Virginia», o una nueva «Carmen» con grabados de época encantadores y encuadernaciones muy finas.
Campmany se avino a publicar mi inédito En la soledad del tiempo (libro de libros, que luego he tenido que castigar y desmembrar para dejarlo medio presentable), pero a condición de iniciar con él una colección que yo dirigiría. Para mí, vincularme a un trabajo regular era entonces —invierno del 44— más importante que publicar unos poemas. Pero la colección «Ariel» —que fue, desde el punto de vista de su «maqueta» y su realización tipográfica, impecable— no pudo sostenerse. Salieron mi libro y uno de Poesías completas, de González Ruano, y pasó a la imprenta el Soria, de Gerardo Diego, pero no llegó a componerse. Los otros que había comprometido ni siquiera llegaron a tanto. La colección no era viable y la editorial entraba, por otra parte, en una fase de revisiones y cambios que me excluían hasta más ver. Pero, repito, mis estancias en la editorial me permitieron conocer a Sagarra, así como a Soler Vicens, y al fantástico mallorquín Estelrich, que tenía que ver con la empresa. A Soler Vicens lo recuerdo con cariño. Tenía un rostro semítico que respiraba bondad y una memoria infalible para la poesía. Procedía del sector moderado y burgués del catalanismo y se consolaba del silencio forzoso de su lengua recitando, de una sentada, cientos de versos de Verdaguer. A Estelrich lo traté menos. Era la brillantez misma, con una gran cultura. Sagarra, por su parte, estaba entre dos fuegos, pues si era conformista en política, no dejaba de sentirse sumergido y agraviado como escritor catalán. Su alivio era el sarcasmo. Conmigo fue siempre cordial, aunque yo no le ocultaba mis preferencias por Riba y hasta por Carner. Cuando le conocía estaba embarcado en una de sus heroicas traducciones (creo que la de la Comedia) y traía ya entre manos su vasto poema de Montserrat.
Pero hubo otro lugar de encuentro al que también me he referido: la casa de la poetisa genovesa Ester de Andreis (también aparece, con su glicina y su almendro, en una página de mi Diario) que, en aquel año, preparaba la edición de su primer y delicado libro, Attimi, y unas traducciones de la Barryt y de Catherine Mansfield. A primera impresión, Ester parecía un ser angélicamente embobado, con una sensibilidad receptiva casi floral. Luego se iba viendo la persona de reflexión segura, que ella disimulaba abriendo mucho los ojos, como con asombro, y dejando sonreír a su boca un poco desbordada. Y, sobre todo, la persona de nervios vivos y voluntad obstinada. Era, se lo dije una vez, la mujer frágil o de mala salud más vigorosa que he conocido nunca. No le interesaba la vida intelectual por presunción. No buscaba un «salón» de adorno. Ella estaba en el ajo; pertenecía a aquella vida y de ella estaba hecha la suya en buena parte. Durante años, la casa de Ester de Andreis, en Ganduxer, 55, ha sido punto de reunión para una porción de escritores catalanes, forasteros y transeúntes. (En aquella casa, por ejemplo, conocí yo a Vicente Aleixandre).
Entre el 43 y el 44 los visitantes más asiduos eran los poetas de «Entregas», incluidos Cirlot y Riquer, y tres de los catalanes de nombradía con los que yo tenía amistad sin remedio: Teixedor, al que ya conocía, pues fue puntal temprano de DESTINO, Mariá Manent, que trabajaba en la Editorial Juventud, y el patriarca —aún joven entonces— Jorge Rubió, que, despojado de su cátedra y de su biblioteca, mantenía su dignidad con un sosiego, una ausencia de resentimiento y una sencillez de estilo literalmente superiores. Como hombre de mucho y verdadero saber, don Jorge —suave el gesto, el acristalado mirar inquisitivo— opinaba poco y escuchaba mucho. Nunca le oí palabra vana ni frase arrogante. Pero cuando comunicaba un dato o emitía un juicio, con media voz cortés, quedaba al descubierto su entidad magistral. Hombre de cortesía, paciencia y bondad, se le sentía, a veces, la borrasca crítica y reprimida detrás de la frente, al oír una inepcia o presentarse un tema polémico: era un gesto y bastaba. Hoy Rubió está en el centro de la vida cultural catalana y el respeto le rodea por todas partes. Sobrevive, robustamente y casi solo, a la generación de los «seniors» de la comunidad.
Fino hasta la exquisitez —empezando por la figura pálida, coronada por un cabello precozmente cano—, era y sigue siendo el otro de los catalanes de nación y lengua fieles a la reunión: Manent. Su sensibilidad se había probado traduciendo y estudiando a muchos poetas ingleses y a algunos poetas chinos. Su poesía tenía delgadez de materia, vibración de sensibilidad e intensidad de sentimiento. Ofrecía, en su modo de hablar, un cierto contraste con Teixidor, poeta de contenida pero dolorida pasión, cuya conversación de tímido es, por intermitencias, de tono vivo —mientras ladea y echa atrás cabeza y pecho, como si contestase a un reto—, en tanto que Manent hablaba con una cierta monotonía cadenciosa, igual, interrogante o confidente. Por Manent conocí a Garcés, poeta de cancionero con reminiscencias de provenzalismo, como los poetas andaluces de cancionero —Alberti, Lorca— resuenan a los medievales castellanos.
Mis conocimientos de la poesía catalana gran entonces muy incompletos. No diré que a Verdaguer, a Maragall o a Costa y Llobera no me los tuviese leídos. E incluso a Sagarra y a Carner. Y al muy próximo Teixidor. Pero a los otros hube de ir descubriéndolos en esos años y a algunos con dificultad de comprensión a causa del fraseo que, con frecuencia, se me escapaba, porque la poesía no es la prosa.
A Salvat Papaseit y a Espriu, por supuesto, tardarla diez años en encontrarlos en texto. A los de voz más íntima o popular —Manent, Garcés, Clementina Arderiu— los estaba leyendo entonces. A Bofill y Matas (¡nada menos!) no lo había entrevisto. A Alcover lo conocía mal. A los jóvenes nada. A Riba me lo hizo leer Oriol Anguera, a quien, como ya dije, conocí en el estudio de Santasusagna. Pronto nos vimos los tres con frecuencia, en la mesa del doctor Puigvert, que nos convocaba a almorzar frecuentemente. (Almuerzos, he de decirlo, para personas de buen apetito, pues la cocina de aquella casa era amplia y castiza). Puigvert era muy acogedor y discreto y muy calmo, aunque seguramente podía tener sus cóleras, ya que no hay prueba de nervios que equivalga a la del quirófano. Anguera era una persona algo enigmática y muy polémica. Ya he dicho que vivía en estrecho contacto con los rescoldos del catalanismo marginado y que, gracias a él, supe de verdad en qué ciudad vivía. Él me prestó las «Estances», que leí con dificultad no inferior a la que me había costado Foíx, cuya originalidad me deslumbraba. Pero de Riba he hablado ya.
Cuando no se entiende del todo una cosa —el detalle de la literatura catalana se me abría a mi entonces con apuros— se tiende al remediavagos, a veces iluminador, de las literaturas comparadas. Me obstinaba en buscar las correlaciones de este costado de la poesía peninsular con la castellana o española (tomada en el sentido más amplio, abarcando también a los hispanoamericanos). Pero las correlaciones se me desmentían a cada paso. A Verdaguer o Costa y Llobera, ¿qué correlatos darles? ¿N. de Arce? ¿Bécquer? No valía. ¿A Alcover y Maragall Unamuno y Machado? ¿A Carner, Juan Ramón? ¿A Sagarra un cierto Rubén y los modernistas epigonales? No era eso. ¿A Riba, Guillén? Era un poco más posible. Ninguna comparación iluminaba gran cosa, salvo el comprender hasta qué punto la peculiaridad lingüística condiciona incluso a la imaginación. Esto es algo que, si no se exagera, se ve con evidencia dedicándose a esos juegos comparativos. Pero en realidad hay que partir del hecho de que cada cual es cada cual, y que lo único aconsejable es la lectura directa y lealmente crítica del texto que se quiere entender. ¿Cómo se puede —para poner sólo un ejemplo— comparar un poema escrito en una lengua con pocos sustantivos y adjetivos monosílabos con un poema de otra lengua que los tiene en abundancia? Cuando cosas tan decisivas como corazón, tiempo, cuerpo, pecho, mundo, se pueden llamar cor, temps, cos, pit, mon, ¡se juega con ventaja! No hay, pues, otra correlación temática y formal que la que procede de una misma determinación por la situación histórica y el medio cultural «in extenso».
En lo demás, las equivalencias que se busquen serán siempre más que dudosas. No hay duda que Maragall «se parece», en ideas y sentimientos, a Unamuno y Machado, y que Riba tiene puntos comunes con Guillén. Pero el parecido será remoto en casos como Verdaguer, Costa o Sagarra, o en otros como un Manent y un Garcés, que resultan tan diferentes a un Alberti, un Lorca o un del Valle. No se trata del valor —mejor, peor—, sino de identidad. De aquellos años oscuros para la poesía catalana —para su presentación, no para su laboreo, que fue hondo—, saqué, buceando, una moraleja de curiosidad y respeto. Hoy todo está a la luz, gracias a Dios. Entonces «aún era de noche» y sólo podía encontrar algo quien llevase lazarillo al lado y un poco de luz en el pecho.

Destino, Año XXXV, No. 1863 (16 jun. 1973), p. 43.

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