viernes, 12 de mayo de 2017

Elémire Zolla: "Melville y el abandono del zodíaco" (I) (Papeles de Son Armadans, julio-agosto 1962)



Melville y el abandono del zodíaco
«Sabe, 
que suceda lo que suceda
todavía te confirmara
la caída de Adán. Habrá
un séquito, que se ve en germen,
miríadas, haciendo de pigmeos,
rebajados a la igualdad;
en la complacencia de las artes materiales
puede haber una cívica barbarie;
el hombre hecho innoble, brutal
por la ciencia popular, ateo
por aproximativo.»

H. Melville,
Clarel-Bethlehem
I
Diferentísimas, salvo a la vista, la poética del sueño de los románticos y la poética de la asociación mística de Melville. La primera fue verdaderamente hedonística, degustaba el sueño como evasión de lo real, como isla tutelada, interieur dentro del interieur burgués, fin en sí mismo; la asociación mística de Melville es un modo de conocimiento.
El trozo de la Berenice de Poe, donde el protagonista se pierde en la contemplación estupefacta, es una rêverie romántica:
«Meditar largas horas con atención concentrada acerca de algún pueril artificio del margen o de la composición tipográfica de un libro; quedar enteramente absorto, la mayor parte del día, sobre una sombra bizarra proyectada oblicuamente sobre polvorientos damascos, sobre un entarimado apolillado; perderme una noche entera mirando fijamente la llama palpitante de una lámpara o las brasas rojeantes de la chimenea; repetir con monotonía alguna palabra banal, repetirla tanto y tanto que el sonido acaba por no tener significado; perder todo sentimiento de movimiento y de existencia en un vacío absoluto, obstinadamente continuo.»
Compárese con la meditación de Melville de un ejemplar de teratología del gabinete de curiosidades del doctor Cuticle en White Jacket:
«Era la cabeza de una mujer madura, de aspecto singularmente dulce y dócil, pero llena de un dolor devorante, implacable. Se habría dicho que era el rostro de alguna abadesa, voluntariamente separada de la sociedad humana por un delito inconfesable, que llevase una vida torturada de penitencia sin esperanza, tan maravillosamente triste y lastimosa era la cabeza, como para hacer llorar. Mas estas emociones no surgían a primera vista. El ojo y el alma, aterrados, quedaban clavados, fascinados, por la vista de un horrido cuerno, arrugado como el de un carnero, que desde la frente proyectaba su sombra sobre el rostro. Luego, si se seguía mirando, la fascinación helada de un tal horror se atenuaba poco a poco, el corazón se hendía de tristeza al contemplar aquellos rasgos envejecidos, de una palidez lívida y cenicienta. El cuerno parecía la marca de una maldición que se hubiera abatido sobre algún pecado misterioso, concebido y cometido antes do que el espíritu hubiese entrado en la carne. El pecado parecía impuesto y no buscado voluntariamente, producido por necesidades despiadadas de la predestinación; doblaba al pecador bajo el peso de una desgracia sin pecado.»
Melville coge en el estado naciente los sentimientos que surgen de la contemplación y, dejándolos aparecer en su desnudez, descifra su significado simbólico: la desgracia sin pecado que, sin embargo, se ata en su oscura esencia a la idea del pecado. A Poe le basta que la contemplación le distraiga, tiene los rasgos del vicio. Poe fija la mirada para adormecerse con delicia, Melville para conocer. A Poe le eran afines Tennyson, Longfellow, Beranger; amó la cantilena y lo que alagaba el oído; Melville amó la prosodia hirsuta y el recitativo. A Poe le es afín el miedo, a Melville el temor reverencial y angustioso. La poesía para Poe, debe ser un sueño airy y fairy-like: para Melville, el sueño revela formas fluctuantes que hay que observar antes pasivamente para poder luego lanzar el arpón sobre lo que simboliza la realidad, como está dicho en Mardi:
«¡Sueños! ¡Sueños! Sueños dorados: interminables y dorados, como las floridas praderas que se extienden desde el río Sacramento en cuyas aguas fue tejida la ducha de Dánae, prados como eternidades circulares, hojas de junquillo destrozadas: y mis sueños se agolpan como los bisontes que pacen en el horizonte y por el mundo entero; y entre ellos irrumpo con mi lanza para traspasar uno, antes que lodos se disgreguen en fuga.» Los sueños se extienden como Andes y Alpes y océanos, por Sicilias asoladas y gélidas «pero debajo de mí, en el Ecuador, la tierra palpita y pulsa como un corazón de guerrero: hasta que no sé si soy yo ya el mismo. Y mi alma ahonda en los abismos, y se remonta a los cielos... Como una fragata estoy lleno de mil almas... Sí, hay dentro de mí muchas almas. En mis bonanzas tropicales, cuando mi nave yace en trance en la mar tendida de la eternidad, hablan una a una y luego todas juntas».
De este modo, el retraerse en el sueño es un volver a encontrar el mundo dentro de sí; y se cala en uno mismo, para «crear lo creativo», como escribirá Melville, siempre en otro punto de Mardi (donde bajo el nombre de Lombardo se entiende Shakespeare):
«Cuando el gran Lombardo se dispuso a su obra, no sabía qué resultado iba a tener. No construía según planes; seguía escribiendo y de este modo ahondó cada vez más en sí mismo, como un viajero emprendedor que se adentra por bosques engañosos, finalmente compensado por sus fatigas». «A su debido tiempo», escribió en su biografía «salí a una región espaciosa, serena y luminosa, de perfumes dulces, pájaros plantes, plantas salvajes, carcajadas canallescas, voces proféticas. Por fin he llegado», «he creado lo creativo»... grité, y tenía al lado su fleco de vellocino».
El vellum gedeonis[1], el elixir de vida, es decir, la creatividad, la felicidad, se alcanzan tras un viaje ritual, tras el difficilis transitus.
¿A qué condiciones? El abandono, ante todo: pero no basta el abandono. Si uno se detiene en este punto se queda en el estéril fantasear, en la acumulación de pedazos, en la concentración maníaca y complacida de Poe. Se debe dejar campo a las asociaciones de imágenes y de ideas, pero a condición de reconocer en ellas el símbolo vital (hay que precipitarse contra el rebaño la lanza en ristre, a traspasar uno de los bisontes antes de que desaparezca la visión). El instrumento para hacerlo será la analogía que reúne órdenes de hechos diversos, apariencias sensibles y verdades ideales. Llegando a este punto, ya no somos los mismos, personas individuadas, sino un coro de voces: la multiplicidad del universo aflora dentro de nosotros. Esto no es ya un gusto por lo fantástico, por lo aéreo, por el ensueño, sino una búsqueda de las analogías que conduce, a la raíz de la creatividad. ¡Cuidado, sin embargo, con llevar a cabo la operación con ánimo impuro, es decir, queriendo sacarle un consuelo! Es ésta la impureza que Melville reprocha al trascendentalismo emersoniano, que también quería descubrir en cada rasgo de lo real una analogía que consintiese trascenderlo. Por eso se irrita ante afirmaciones consoladoras como la del ensayo de Emerson, The Poet: «Utilizamos los defectos y las deformaciones para un fin sagrado; de este modo expresan la noción que los males del mundo son tales sólo para el ojo maligno», y replica (en las notas marginalia): « ¿Qué se propone este hombre? Si el señor Emerson, viajando en Egipto, viese aparecer sobre sí los signos de la peste, ¿lo consideraría una vista maligna, o no? Y si maligna, ¿sería malvado su ojo porque la ve maligna, o más bien» sería maligno su sentimiento que utiliza el ojo?».
La voluntad de encontrar consuelo y de recibir edificación es contraria a la premisa del abandono. El conocimiento por mitos no se obtiene haciendo intervenir la voluntad de transfigurar. Por otra parte, las analogías no son arbitrarias, puesto que una tradición mitológica se las ofrece al contemplarse. Así sucede con toda contemplación, que ciertas imágenes religiosas místicas transmitidas por la tradición vuelven a aflorar involuntariamente. Para un hombre «marino», es decir, desligado de la tradición de su tierra, esto equivaldrá a dejar jugar todas las tradiciones místicas de todos los tiempos y pueblos. Ya antes los trascendentalistas echaron mano de los mitos hindúes, y Görres, entre los románticos alemanes, apuntaba a crear una especie de panteón que comprendiese todos los mitos de la tierra. ¿Superposición ecléctica? No, con tal de que se tenga firme el principio del abandono: los mitos aflorarán de nuevo inevitablemente, nunca deberán yuxtaponerse por voluntad intelectual de conciliación.
En el pasaje de Mardi sobre los sueños, aparecen sucesivamente dos cuadros: los prados floridos alrededor de un río y el mito de Dánae y de Zeus que se transforma en lluvia de oro para penetrar en 1a prisión donde ella está encerrada. Es decir, las aguas del río pueden, si uno se ensimisma en ellas, conducir a las estancias secretas. Los prados son eternidades circulares (y el círculo es el signo predilecto de Emerson, el signo de Dios, en cuyo centro está el agua de la vida donde es preciso sumergirse y confundirse). Luego aparecen los rebaños, entre los que hay que traspasar al toro que revolará con su muerte sacrifical el misterio de la vida. De este modo, en el rostro de la mujer cargada con el cuerno sobre la frente, en la contemplación de la calcomanía, la asociación da un primer resultado: el aries, es decir, el cordero, el animal sacrifical por excelencia, inocente por excelencia, cuya muerte violenta tiene la misma función que la muerte del toro. La inocencia desgarrada es la máxima fuente de horror, es la demostración de la imposibilidad de vivir, de la absoluta inhumanidad de la vida; pero es también la demostración de la necesidad de vivir más allá de la cadena de culpas, echándoselas encima todas, consumiéndolas con el propio sacrificio hasta el extremo de romper en un punto la cadena del mal en lugar de propagarlo retorciéndolo. El cordero está completamente fuera de la fuerza porque la padece sin participar en sus leyes, es desgracia sin pecado. He aquí, pues, cómo símbolos antiquísimos, arquetipos, han aflorado de nuevo gracias al abandono.
*
* *
«No permitir que. cualquier hecho quede como tal», es el proyecto secreto de Melville, y si en Carlyle y en la poética de los metafísicos o en las costumbres de los predicadores puritanos que exhortaban (con Jonathan Edwards) a discernir en los acontecimientos images of shadows of divine things (aunque la lógica puritana sostuviese que creía en la naturaleza meramente ornamental de los símbolos) se tienen paralelos, sin embargo, la necesidad de transformar en un continuo éxtasis generador de visiones y de asociaciones simbólicas las realidades visibles, maná autóctono del espíritu naturalmente religioso de Melville. Religioso en sentido propio se entiende quien ha padecido la muerte y ha tenido el don del renacer, quien ha resucitado de visiones y padecimientos infernales: el ultraje desmesurado de la vida n bordo de una nave os un manantial de pensamientos simbólicos, ya que no el orgullo, ni la voluntad de vivir, ni la capacidad de olvido natural bastan u proveer In fuerza necesaria para padecer una tal crucifixión.
Valgan las palabras de un monje de la Tebaida, el abate Evagrio, en su obrita Sobre los diversos pensamientos malignos, reunida en la Philokalia[2]: «Tras largas observaciones hemos descubierto que la diferencia entre los pensamientos que son de los ángeles y los de los hombres, y aun los que provienen de los demonios son como sigue: los de los ángeles procuran descubrir la naturaleza de las cosas y su significado espiritual, por ejemplo, ¿con qué fin fue creado el oro?, y, ¿por qué está esparcido como arena en los valles de la tierra y descubierto allí con gran fatiga y esfuerzo? ¿A qué se debe que cuando es descubierto se le lava en el agua, se le mete en el fuego, y luego llega a manos de los artistas que forman con él para la casa de Dios un candelabro, un incensario, vasos de los cuales por gracia de Dios no bebe ya el rey de Babilonia, sino que un Cleopa lleva un corazón quemante para tales misterios (Lucas XXIV, 32)? Este no lo conoce, ni comprende el pensamiento de los demonios, sino que sólo sugiere desvergonzadamente la adquisición del oro material prediciendo el placer y la gloria que de ellos se han de derivar. En cuanto al pensamiento hermano, éste no trata de poseer ni tiene curiosidad de saber qué simboliza el oro, sino que introduce en la mente una desnuda imagen del oro, sin pasión ni avaricia. Si un hombre ejercita la mente conforme a este ejemplo, descubrirá que el mismo razonamiento vale para otros objetos».
II

El primer capítulo de Moby Dick comienza con una declaración no humana, sino angélica: Call me Ishmael: llamadme Ismael, y no: me llamo Ismael. No tiene importancia el nombre del protagonista narrador, sino lo que él simboliza. Ismael es el hombre que se sabe dotado de una superioridad no reconocida por el mundo: el primogénito de Abraham es un bastardo expulsado al desierto, entre otros rechazados; allí aprende a sobrevivir a esta muerte, en perfecta soledad, endurecido contra las adversidades.
El Ismael de Melville decide embarcarse, tiene poco dinero y nada que lo ate a la tierra. Está en un estado de irritación e inquietud; el aburrimiento es un síntoma de desequilibrio y de petrificación de las pasiones, un cortejar a la muerte, de tal modo que la indolencia y la ira están unidas en el ánimo de Ismael como en la misma laguna Estigia los indolentes están sumergidos en el agua, y los iracundos rectos en pie con semblante ofendido. En la indolencia el sol parece detenido, las fuentes vivas del ánimo están secadas. Hay que hundirse en el agua para levantarse de nuevo. Driving off spleen, regulating circulation, en el propósito de Ismael. Los pretextos para la partida, pobreza y falta de amigos, son ocasiones y no causas, para quien no quiera ser puro mecanismo. ¿Qué es, subjetivamente, el destino objetivo de la pobreza? Un tedio detenido que pide la muerte.
Tedio expresado por «un pliegue amargo de la boca» y por «un noviembre en el alma», húmedo y pluvioso. La lluvia es un símbolo dantesco de pecado, de retribución por el pecado, es decir, por el obstáculo, la falta de fe. Embarcarse: «my substitute for pistol and ball», un suicidio disimulado, una muerte ritual.
«Si lo supiesen, todos según su grado (in their degree) nutren, de un modo o de otro, mis mismos sentimientos para con el mar». En esa expresión según su grado o en su medida (sacada de la alocución de Ulises del Troilus y Cressida) se halla el espía de la superioridad que estaba implícita en el apelativo Ismael: el bastardo que sabe que es el primogénito. Él siente en alto grado lo que en los otros dormita. En Manhattan todos sueñan con el mar, se entretienen en sus orillas, lo contemplan como atraídos obscuramente, sin saber que en el buscan la muerte ritual[3]. De hecho, están en la obscuridad de lo que en ellos se agita: «Pero son hombres de tierra; los días de la semana encerrados entre rejas y paredes, atados a bancos, clavados a escritorios». La retribución por su vileza, por ser inconscientes del deseo de muerte, es la tortura cotidiana: apretados por lazos, clavados en sus celdas-oficinas.
Melville insiste. El agua atrae: si se recorre una vereda en el campo llevará seguramente a un manantial o a un arroyo; un hombre es atraído como por un imán hacia las aguas, porque el agua y la meditación están casadas para siempre. ¿Y qué representará un pintor en un paisaje arcádico sino un arroyo que encadena los ojos del pastor? ¿Por qué era el mar sagrado para los persas? ¿Por qué Neptuno era hermano de Júpiter? ¿Por qué Narciso, no pudiendo satisfacerse con la vista blanda y tormentosa de sí mismo en el agua, se tiró en ella? En las aguas de los mares nosotros buscamos esa imagen.
Ismael se embarcará como marinero y no como pasajero. No porque ame la labor; es más, abomina de todos los «trabajos respetables». No haría ninguno de ellos: todo lo más podría hacer de cocinero a bordo. Melville no deja en estado natural inmediato la imagen del cocinero, sino que hace de intermediario suyo y la interpreta. No le gusta guisar la caza menor pero se puede osar el acto gracias al respeto y a la reverencia que hay de por medio: los egipcios, a través de sus meditaciones sobre la caza guisada, llegaron a construir esos enormes hornos que son las pirámides. Lugares de muerte y de renacimiento, similares a montañas.
De esto modo, Ismael acepta el decreto del hado, que lo envía sobre un ballenero, haciéndose la ilusión de querer buscar quizás la ballena. ¿Decreto insensato? Le asignan una parte trágica: el ejercicio de estoicismo necesario para soportar la esclavitud, las órdenes de los oficiales, la indignidad de ser pagado por su fatiga. ¿Qué designio abriga el destino?
Ismael tiene que renovarse para vencer el aburrimiento, la muerte viviente de la ciudad, prisión en la que viven los hombres-sombra: isla de muertos excluidos de la abierta campaña, nave encallada en la playa. Wordsmith había hablado así de los prisioneros de las ocupaciones bajas en Prelude:

The slaves unrespited of low pursuits
living amid the same perpetual flow
Of trivial objects, melted and reduced
to one identily, by differences
That have no law, no meaning and no end.

Así es la muerte viviente: estar atados a ocupaciones tediosas, en el flujo perpetuo de objetos vulgares, fundidos y reducidos a una sola identidad por diferencias que no tienen ley ni significado ni fin. Así se le aparecen también a Melville (sólo un Bartleby, el escribano que se niega un día a continuar cumpliendo los gestos insensibles y automáticos del empleado, se destacará de la muchedumbre que no se atreve a tirarse al mar).
En Mardi la razón de la fuga de Tadjï del barco Arcturion era la misma que la de la fuga de Ismael de Manhattan. El Arcturion es un barco bonachón, como el Manhattan de los hombres que se cansan todos los días en los escritorios y los domingos pasean, a orillas del océano, sin comprender los impulsos grandiosos que tan modestamente se agitan en ellos. «Buenos chicos los marineros... Pero no había entre ellos un alma que fuese un imán para la mía, con lo cual mezclar nuestras simparías, menos para deplorar las bonanzas que de cuando en cuando nos sorprendían o para saludar al viento cuando soplaba..., si se hubiese abierto una grieta o hubiésemos chocado contra una ballena o hubiésemos sido vencidos por un capitán despótico, contra el cual rebelarnos en una revuelta inspirada, entonces quizás mis compañeros se hubiesen mostrado como chicos más espabilados y hombres de temple». Sólo los une la conversación banal: entonces Tadjï responde a 1a llamada del mar y de la muerte. Otros hubieran buscado huir de aquel Manhattan: Thoreau en el campo tiene que restaurar la vida frugal del buen campesino independiente que vive de los frutos de la naturaleza en una renovada edad de oro, los trascendentalistas en la colonia socialista de Brook Farm, ilusionados por encontrar fuentes de agua viva gracias a una organización distinta del trabajo social. Melville-Ismael busca el mar, pero un mar de acuerdo con la visión angélica, un mar que no es, humanamente, su imagen desnuda ni, demoniacamente, un elemento para explotar.
*
* *
La Fuente era «el principio de las sedes estables de los hombres»: pero estaba también cargada de otros significados. «Por lo que Acteón, que se atrevió a mirar a Diana desnuda, surgiendo de la Fuente, se convirtió por ello en Ciervo, animal timidísimo, y [que] fue destrozado por sus perros, por su conciencia culpable de impiedad»; y de lympha -agua pura- quedaron [los] lymphati, para los «Latinos [los] alienados de mente, casi regados de agua pura», escribía Vico, abandonándose a las asociaciones míticas. Fuente y agua son símbolos del comienzo de la transformación humana.
Al principio de un cambio del alma, observa Jung, aparecen sueños y signos de animales: serpiente, pájaro, caballo, lobo, león, dragón. En un segundo momento a estas imágenes de los instintos que se deben afrontar, sucede una serie diversa: celda, cavidad, profundidad de agua, mar. A éstas seguirán fuego, armas, instrumentos, para significar que se está operando la transformación. El momento crucial evocará en el sueño, y en la realidad significante, los símbolos del hermafrodita. Del tránsito peligroso, de la suspensión, del aleteo o la natación, del árbol que conecte el cielo con la tierra. El renacimiento y el nuevo equilibrio meridiano estarán indicados por círculos, cuadrados, flores, ruedas, soles o, en las formas negativas, por redes y cárceles.
Estamos inmediatamente, en el momento de la apertura de Moby Dick, en el círculo de los símbolos del segundo momento. En la Comedia se estaba desde el principio en la selva de los animales, en Moby Dick se está inmediatamente en el dintel de los ríos infernales.
Ismael busca en el mar la madre. El deseo de novedad es, también, de hecho, una atracción hacia el estado oceánico de la infancia. Pero él busca conscientemente el mar como movimiento: es más, este elemento del agua se le aparece aun antes del escondido elemento materno. La realidad de los símbolos es múltiple: la imagen de la madre virginal, de la fuente (Virgen) está celada por los peces en movimiento y por el acuario, es decir, por la cualidad incitadora, móvil, del agua que cubre la cualidad amniótica, el reposo en el caos primordial. La imagen femenina es lo que, encubridamente, busca quien siente la atracción del agua.
Si el agua surgente es la condición de la vida y de la ciudad, es también por analogía la condición de la vida individual, la frescura de las impresiones y la capacidad de distinguir y llevar la novedad perpetua de cada jomada. En breve, la felicidad (que es crecimiento, de ahí felix Italia, Italia rica de mieses, felices campos los ubérrimos) por lo cual no se nos defiende de la novedad de lo real o de nosotros mininos.
Esta simbología llevada a términos cristianos suena, como en Orígenes (en Ezech. hom. XIII, 4): «el hijo de Dios, la imagen de Dios está en el fondo del alma como una fuente viva», mas quien le echa tierra dentro, es decir, deseo terreno, la obstruye y enturbia, de modo que el hombre ya no queda consciente de ella ni la reconoce. Añade el Maestro Eckhart que basta quitar el fango terrestre para que la fuente del alma surja límpida, del mismo modo que basta quitar madera superflua de un tronco para que nazca una estatua. El alma debe ser virgen, intacta, para ser rociada por el agua de la vida y por lo tanto fructificar; el Padre engendra a su hijo en esta condición intemporal y virginal del alma. Se nos vuelve hacia el sentido del agua para ser mondados e iluminados.
El origen de toda cosa está en el océano que circunda la tierra, afirmaba la sabiduría homérica. El Océano circunda la tierra como una serpiente, un uroboros (en Mardi Melville vuelve a tornar este tema: «How ondulated the horizon, like a vast serpent with a ten thousand folds coiled all round the globe»). Para Pitágoras esta serpiente, ceñida por el horizonte, Océano, borde del zodíaco, es la psykè del universo, la serpiente del tiempo. Es la serpiente que nace de las aguas como alma del agua, como su esencia. Es el límite del universo, es decir, el destino.
El agua corriente es, además, el símbolo del deseo (luxuria diffluit) y del espíritu de la procreación: psykè es una serpiente (separada del thumòs, del pecho, sede de la voluntad), un genius (que nace de la cabeza donde se forma el semen, para los griegos[4], de aquí la metáfora capul est unde aqua nascitur, por eso el surtidor de las aguas corrientes es una cabeza, por analogía con la cabeza del hombre donde desciende el semen). Lo genial es inspiración, fuente viva, creación de lo místico.
El agua que ciñe el universo, el Océano, es un círculo, símbolo de la eternidad que es fruición inmediata de cosas infinitas, estado divino (Borges recuerda que la primera letra del alfabeto hebraico, es el alef, raíz, fuente de toda cosa, es decir, existencia para la cual vale el principio que regula los números transfinitos: el todo no es mayor que cada una de las partes).
Melville establece luego siempre esta secuencia de situaciones: el hombre busca el agua, divisa en ella su imagen como Narciso, pero de ella salen también peces y entre ellos, el mayor, el Leviatán (el otro de nosotros que es una parte de nosotros) y habrá que pescarlo o ser tragados por él.
Secuencia que se vuelve a encontrar en la antigua simbología cristiana[5]: «Fe fue siempre mi guía y siempre me ofreció alimento el Pez de la Fuente, el grandísimo, el puro, que fue apresado por la Santa Virgen», pero nosotros pisciculi nacemos del agua según el modelo de nuestro Pez Jesucristo, y no encontramos salud si no es quedándonos en el agua; «Jesús es pastor y pescador que atrae a los perecidos con el anzuelo de la vida eterna».
El agua que puede salpicarnos dentro es una imagen de libertad, de felicidad. Pero puede ser también símbolo de angustia ya que todo símbolo es bifronte. El hombre que se ha encerrado en su voluntad teniendo a raya como bestias peligrosas sus instintos, sentirá la urgencia de las aguas interiores como una amenaza.
De este modo, en la simbología involuntaria de los puritanos, el agua es amenaza de furia, de castigo[6]. Se dice simbología involuntaria, ya que los puritanos sostenían por excelencia que símbolos y metáforas eran meros ornamentos, y a ellos se remonta la adopción de la lógica del Ramo[7], la mentalidad rigurosamente científica que descarta como embellecimientos superfluos las figuras retóricas y los símbolos mismos. Sin embargo, vivían ellos en un universo, por reacción, completamente imaginario: la Nueva Inglaterra circundada de indios era una Palestina circundada de pueblos dedicados a la abominación; en cada suceso y figura creían divisar nada menos que un motivo útil para sacar una moraleja. Mas precisamente porque creían usar la metáfora como un instrumento, la metáfora se les convertía en alucinación, de modo que vivían en un mundo completamente imaginario donde los hechos cotidianos, en su mayoría oscuros, ya no se distinguían de los análogos de la historia bíblica. Así, pues, de hecho se abandonaban a un conocimiento por símbolos de sil situación, y persuadidos de estarse sirviendo de las imágenes, en realidad se convertían en sus vehículos e intermediarios, expresando, en las prédicas de Cotton Mather y de Jonathan Edwards, el miedo de los instintos reprimidos con la imagen de las aguas terribles que Dios podía desencadenar en cualquier momento, arrastrando al hombre como una araña sostenida por un hilo sobre una llama. Este miedo del agua es, precisamente, el sentimiento contrario al de los grandes héroes libertadores y religiosos (incluso a los puritanos mismos en su naturaleza más pura) a cuya imitación invita Melville.
*
* *
El habitante de las aguas es el pez, y el hombre inmerso en el agua de vida, en el fluir libre del deseo y de la genialidad, es un pez. Cristo, héroe libertador, lo es por excelencia. Cristo en esta acepción es la libre vida, y así fue interpretado siempre por los textos de la más alta religiosidad, como se deduce de un pasaje del Traité de l'abandon à la divine Providence de Pierre de Caussade, el gran jesuita del siglo dieciocho.
«Sentiréis un no sé qué que os hará decir: tengo ahora afecto por esta persona, este libro, deseo dar o recibir esta opinión, o hacer estas peticiones, o abrirme a esta alma o a recibir sus confidencias, a dar esta cosa o a hacerla. Hay que seguir este movimiento por impresión de gracia, sin sostenerse ni siquiera un momento con las reflexiones, los razonamientos, los esfuerzos. Hay que darse a las cosas por el tiempo que Dios ata a ellas, sin comprometerse por sí mismos. En el abandono, la única regla es el momento presente. El alma es ligera como una pluma, fluida como el agua, simple como un niño. Jesucristo no se ha limitado jamás: no ha seguido nunca al pie de la letra todas sus máximas..., su alma no tenía necesidad de consultar el momento precedente para dar forma al siguiente. La vida de todo santo es la de Jesucristo, un nuevo evangelio».
En el lado opuesto está el miraje de las almas puritanas que viven «par effort et par industrie» y por lo tanto, aterradas por el irrumpir de las aguas que la divina cólera puede desencadenar, y, no sin razón, le hablarán de la mano de un Dios iracundo sobre ellos, ya que su ira tiene la fuerza de la represión que ellos ejercitan sobre sí mismos.
Agua es, por lo tanto, libertad, espontaneidad, genialidad, fecundidad, deseo animador de quien la contempla[8].
En la alquimia son constantes las identificaciones como agua est spiritus, fluit spiritus et fluent aquae[9]. El héroe se aventura en las aguas que los hombres terrestres miran con nostalgia sin valor. Volver a las aguas significa retroceder, es decir, hacerse sabedores de realidades interiores y reabsorberlas. En los misterios antiguos significaba acercarse de nuevo al mundo de los dioses del pantano, a las madres Euménides para integrarlos en el inundo de la luz[10].
La secuencia metafórica melvilliana se vuelve a encontrar en la literatura mística de casi todas las culturas. «El que haya visto a Dios es divino, el que haya visto ese mar es un pez», dice el musulmán Rumi: «el alma inmersa en Dios y absorbida en él, nada con deleite inefable en la divinidad», dice el católico Blosius[11], y Santa Catalina —narra la biografía de Fray Raimundo de Capua— representaba el estado de fluidez y de abandono como inmersión en el mar donde los objetos aparecen sólo por mediación del agua, en transparencia, reconducidos a su nulidad. Dios es un pez, Cristo (o Buda u Orfeo) o Leviatán, el dragón del pantano nemeo (en la alquimia se vuelve a tomar el motivo de la mitología egipcia, del dragón-cocodrilo, aqua vitae sinistra, «serpens se ipsum luxurians..., draco in nigredine natus Mercurius vivus dicitur Scorpio: id est venenum quid mortifical seipsum el seipsum vivificat»[12], leviatán.
El hombre incapaz de enfrentarse con el dragón es el hombre incapaz de enfrentarse consigo mismo, (llórenles tiene que enfrentarse con el león acuático y telúrico del pantano ñemeo[13], es decir, del mundo fangoso, donde todo crece en orden humano de modo promiscuo, a manos desnudas porque se está enfrentando consigo mismo), el pez será cogido por el iniciado pero devorará al incauto e impuro que ha osado evocarlo, en cuyo caso no será el pez que San Brandano encuentra y sobre cuya grupa los monjes celebran la pascua, la fiesta de resurrección, o el Leviatán que Cristo pesca del mar en el Hortus Deliciarum de Harrad von Landsberg, sino la ballena que traga.
Entre los puritanos, la suerte del hombre es la de Jonás; sólo una vida libre puede consentir enfrentarse con el monstruo de los abismos, el propio subconsciente. Entre los síntomas de la neurosis está la repugnancia hacia superficies lisas, húmedas, lúbricas como pieles de serpientes o escamas de peces: no es casualidad que en los misterios se soliese hacer enroscar serpientes alrededor del cuerpo y no es casualidad que en los primeros capítulos, Melville juegue constantemente sobre el doble significado de fishy que es también «viscoso», de clammy, glutinoso, que es también húmedo, pegajoso. El gesto de asco que despiertan estos juegos verbales concreta la ambivalencia terapéutica y sacra del pez que auctor Baptismatis ipse est.

ELÉMIRE ZOLLA [Traducción: Enrique de Rivas]
Papeles de Son Armadans, Año VII, Tomo XXVI. Núm. LXXVI,
Madrid-Palma de Mallorca. Julio, MCMLXII pp. 12-35.

Ilustraciones de Rockwell Kent


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[1] Es el vello que se mantiene húmedo en el desierto y seco en el pantano, símbolo del despego del mundo, de creatividad y de crítica, de oposición fecunda.
[2] Publicado por Faber & Faber, 1959, Londres.
[3] Esta simbología del mar, sendero de las ballenas, ya aparece en la elegía pagana anglosajona, como en el canto amebeo entre el joven y el viejo en el Exeter Bank. El vocabulario mismo de Melville es un índice de este retorno a las fuentes del espíritu anglosajón, por exclusión de los étimos latinos.
[4] Cfr. Origins of European Thought, Oxford, 1953.
[5] Los pasajes de Abercio, Tertuliano y de un himno alejandrino del siglo II son citados por R. Weelwright, The Burning Fountain, Indiana, 1954.
[6] Un análisis de los símbolos en los sermones de la edad colonial se baila en Campbel, L'eroe dai mille volti, Feltrinelli, 1959.
[7] Los puritanos fomentaron la investigación científica moderna y fueron los inspiradores de su órgano, la Royal Society (Cfr, Robert K. Merton. Teoría e ricerca sociate «Il Molino», 199); de este modo, le quitaron al Universo su carácter sagrado antes que los enciclopedistas.
[8] En Anthony and Cleapatra, Shakespeare entreteje una continua variación sobre el agua voluptuosa y nefasta o bien regeneradora. Cfr. A. Lombardo, Le immagine dell¨acqua, English Miscellany, n. 10, 1959.
[9] Cfr. CG. Jung, Die Wurzeln des Bewusstseins, Rascher, 1954.
[10] Cfr. J. J. Bachofen, Versuch uber die Grübersymbolik der Aliten, Basel, 1959. Los misterios de las divinidades puramente terrestres festejan la reproducción natural inmediata, visible robre todo en las plantas de los pantanos, respondiendo al culto del dios fálico matriarcal Poseidón o Dionisos a quien son sacras la humedad, las serpientes, las ninfas, los delfines, y a quienes se hacen ofrendas de pescado. Las divinidades solares, de Apolo a Hércules se apartan de ellos para instaurar un orden no ya lunar sino solar, no ya atado al ritmo de muerte y vida, sino al ser manifiesto en las órbitas de los astros.
[11] Citados por M. A. Ewer, A Survey of Myslical Simbolism, London, 1933.
[12] Cfr. Jung. op. cit. y Psicologia e alchimia, «Astrolabio», 1952.
[13] Sobre la cualidad acuática del león ñemeo cfr. Bochofen, op. cit. pp. 82-83.

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