jueves, 30 de marzo de 2017

"La mística femenina, una tradición olvidada" de Víctoria Cirlot


Hildegard de Bingen Protestificatio de Scivias, Fol. 1, Facsímil de Eibingen del códice de Ruperstberg.
(W: Wiesbaden, Hess. Landesbibliothek, Hs. i), segunda mitad del siglo XII.
Es un error pensar que las mujeres no han contribuido a la construcción de la cultura europea antes del feminismo, que no suele situarse antes del siglo XV, antes de Christine de Pizan y su Ciudad de las damas (1405). Sin conciencia de marginación social, sin oposición al pensamiento masculino, ya en el siglo XII y, en especial, en el siglo XIII, algunas mujeres ofrecieron un testimonio que constituye toda una postura ante la vida, un modo de sentimiento y pensamiento, que alcanza aún nuestro mundo de principios del siglo XXI, y que es, sin embargo, una tradición olvidada. Pienso en las mujeres místicas que, en contra de los prejuicios que prevalecen aún hoy sobre la idea de la mística como una evasión de la realidad, fueron ejemplo vivo de una radical penetración en lo real. Hace pocos días pude oír al profesor Shizuteru Ueda, filósofo japonés de la llamada Escuela de Kioto, practicante y estudioso del zen, hablar de la mística europea como un pensamiento contracultural, tremendamente devastador de los sistemas impuestos. Pensaba el profesor Ueda en el maestro Eckhart, a quien ha dedicado numerosos trabajos y comparado con el zen. La potencia del pensamiento del maestro Eckhart ha resultado indeleble con el paso de los siglos y sólo encuentra ecos anticipados justamente en las voces de las mujeres que lo precedieron: Margarita Porete, Angela de Foligno, Matilde de Magdeburgo, las místicas de la nada y del descenso. No es posible, creo, hablar de la construcción de la cultura europea y olvidar a las místicas. Su importancia radica tanto en la forma que emplearon para decir lo que quisieron decir, como en lo que dijeron. Tanto en la forma como en el contenido se observa un vuelco en el posicionamiento ante la escritura que la convirtió en escritura de la vida, abriendo una brecha que es una vía de la realización espiritual. Me referiré a tres elementos que argumentan el papel de la mística femenina en la fundación de la cultura europea injustamente silenciada: en primer lugar, al valor de la experiencia; en segundo lugar, al empleo de la lengua materna; en tercer lugar, a la nada y al descenso como la nueva orientación en el camino de unión.
1
Ego vidi et audivi: con extraordinaria fuerza suena la primera persona que afirma haber visto y oído. La obra profética de Hildegard von Bingen (1098-1179) sale de haber visto y de haber oído:
Y he aquí que, a los cuarenta y tres años de mi vida en esta tierra, mientras contemplaba, el alma trémula y de temor embargada, una visión celestial, vi un gran esplendor del que surgió una voz venida del cielo diciéndome:... (Scivias, Protestifcatio)
Comencemos por la primera persona. Ciertamente Hildegard von Bingen no es la única en el siglo XII en utilizarla. Si desde san Agustín hasta la época feudal es profundamente rara, en cambio, a principios del nuevo siglo se detecta una oleada en la que se manifiesta un cierto modo de subjetividad: aparecen las autobiografías como la de Guibert de Nogent o Pedro Abelardo, aparecen las canciones de amor de los trovadores del sur de Francia. El roman courtois se interesa más por el individuo que por la colectividad. ¿Cuál es la realidad de esas primeras personas? Se ha insistido en su carácter retórico y hueco. Pero es innegable que manifiesta algo y que su uso hay que contextualizarlo en el género en el que aparece. Cuando Hildegard von Bingen afirma en primera persona haber visto y oído no podemos confundirla con los juegos formales de los trovadores, porque si en ellos se valora su capacidad lingüística, en ella sólo se valora la verdad del testimonio de su experiencia. ¿Y cómo es eso? La valoración de la experiencia, la experiencia que exige a un sujeto que experimente, es algo nuevo en la cultura europea. El principio de la valoración de la experiencia se puede situar en los sermones que comentaron el Cantar de los Cantares (1135-1151) de Bernardo de Clairvaux:
Se trata de un cantar que sólo puede enseñarlo la unción y sólo puede aprenderlo la experiencia (experientia). El que goce de esta experiencia, lo identificará en seguida. El que no la tenga, que arda en deseos de poseerla, y no tanto para conocerla como para experimentarla (experiendi) (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 1, vi, 11).
Como se ha dicho, los comentarios de Bernardo implican una nueva recepción del Cantar, muy comentado desde Orígenes pero sin impacto justamente por haber sido tratados sólo textualmente y no como una vivencia a experimentar. Bernardo invita a su auditorio a entrar en la alcoba. Él mismo afirma conocerla a través de su experiencia:
Entremos ya en la alcoba. ¿Cuál es?... (Sermones, 23, iv, 9). Desde mi experiencia —porque desconozco la de otros—, es la alcoba en la que alguna vez me han introducido. Pero, ¡ay dolor! Raras veces y por poco tiempo (Sermones, 23, vi, 15).
Con el comentario de san Bernardo, el lenguaje del Cantar pasó a ser el modelo para expresar la aventura del alma. El efecto fue inmediato y, en especial, en los ambientes femeninos, en los monasterios de mujeres, según muestran obras como el Sankt Trudpertslied de mediados del siglo XII en que ya se ha aplicado el lenguaje del Cantar para hablar de la relación con Dios. La consideración de la experiencia como forma de conocimiento constituye algo realmente moderno en la cultura medieval habituada a conceder mayor autoridad al libro que al sujeto. Y antes que el mundo, su geografía o naturaleza, fue Dios el objeto de la experiencia y fueron sobre todo las mujeres los sujetos de dicha experiencia.
El interés que suscita una figura como Hildegard von Bingen no se debe sólo a su impresionante facultad visionaria o capacidad creadora, sino a la fundamentación de su existencia en su propio sujeto y a la búsqueda de la verdad en su experiencia. En la biografía que escribió Teoderich von Echternach poco después de su muerte se recogieron fragmentos autobiográficos en los que ella expone «lo que le sucedió». La Vida de Hildegard sirvió de ejemplo para los relatos hagiográficos posteriores en los que los confesores se alejaron de los moldes establecidos y de los tópicos literarios para obtener justamente un relato vivo y veraz. Como apuntó agudamente Giovanni Pozzi si tuvieron lugar los testimonios femeninos fue porque la cultura masculina se interesó por ellos en medio de una grave crisis de creencias. Pero aunque fueran los hombres quienes preguntaron, lo cierto es que fueron las mujeres quienes respondieron. Y en sus respuestas se perfiló un nuevo diseño en el que predominaba el color del sentimiento.
2

El relato autobiográfico basado en la experiencia necesitaba de una lengua nueva que, a diferencia del latín, no estuviera saturada de tradición ni fosilizada por la repetición. Si Hildegard von Bingen escribió en latín, en el siglo XIII Hadewijch de Amberes (c. 1235-1244) y Beatriz de Nazaret (c. 1200-1268) lo hicieron en neerlandés, Matilde de Magdeburgo (1207-1282) en alemán y Margarita Porete (1250/60- 1310) en francés. Desde principios del siglo XII comenzaron a imponerse las lenguas vulgares, pero sólo en las literaturas laicas, esto es, en los cantares de gesta, en la poesía lírica, en los romans. El latín continuaba siendo la lengua de la Iglesia, reservada para el discurso teológico, para el saber escolástico. El uso de la lengua vulgar para hablar de Dios resultó no sólo una novedad, sino en ocasiones un escándalo, como puede comprobarse por la rápida traducción al latín de algunas obras. Así se tradujeron al latín obras como La luz fluyente de la divinidad de Matilde de Magdeburgo y El espejo de las almas simples de Margarita Porete. Si el lenguaje erótico del Cantar podía aceptarse en latín, en cambio parecía inadmisible en lengua vulgar, como algo demasiado próximo, demasiado cercano al mundo de la vida y a la cotidianidad. Además, en la cultura medieval, profundamente ordenada y necesitada del orden, se habían establecido claras correspondencias entre lengua y géneros. Así por ejemplo, la lengua adecuada para la canción de amor era el provenzal y no sin esfuerzos pudo utilizarse el francés, el sículotoscano o el gallegoportugués, y mucho más tardó en ser posible una lírica castellana o catalana. Todavía Dante tuvo que reflexionar acerca de la adecuación entre lengua y contenidos, y de la oportunidad de emplear la lengua vulgar. En el caso de la mística se trató de la imposibilidad de escribir el libro de la vida en una lengua que no fuera la de la vida misma. Más allá de los géneros, pues en muchas ocasiones se trata de auténticos híbridos —mezcla de poesía y prosa, de revelación y profecía—, las lenguas vulgares ofrecieron la posibilidad de expresar un mundo de sentimientos en el que el cuerpo se encontraba absolutamente involucrado, inseparable de un pensamiento que constantemente se hacía carne. Las emociones abrieron un campo de conocimiento nuevo. Amor, dolor, insipidez dibujaron un recorrido de abismamiento hacia un fondo que por vez primera brotó en la conciencia de la cultura europea. Posiblemente nadie lo habría de expresar mejor que el maestro Eckhart, sobre todo en sus sermones en lengua alemana, pero muy cerca de él hay que situar a sus antecesoras y coetáneas. Y en concreto, la unión estrecha entre experiencia, autobiografía, sentimiento y lengua vulgar fue un fenómeno propio de la mística femenina. Si en la mística hebraica no hay expresión autobiográfica ni fundación en el sentimiento es, como recordó Gershom Scholem, porque no hay mujeres.
3
El cielo está arriba y la tierra, abajo. La superioridad del arriba sobre el abajo parece una verdad indiscutible para la vida del espíritu. El ascenso indica el movimiento necesario y el vuelo, el deseo irreprimible. En la mística de tradición platónica el alma asciende a Dios. Cierto hermetismo sostiene que lo que hay abajo es como lo que está arriba, aunque la cuestión consiste en saber exactamente qué se entiende por ese como, es decir, si es una relación de analogía que indica efectivamente semejanza, o, por el contrario, inversión. Pero la afirmación de que el descenso es superior a cualquier ascenso constituye un atentado contra el saber tradicional. Oigamos los versos de Matilde:
Ay, mi buen Señor, no me eleves tanto. Prefiero descender a la parte más baja y allí quiero quedarme gozosa para honrarte (La luz fluyente de la divinidad, IV, XII, 35-37).
Oh, Señor, en la profundidad de la pura humildad
No puedo escaparme de ti
Pero en el orgullo podría olvidarme de ti.
Cuanto más profundo me hundo (mere ie ichtieffer sinke),
Más dulcemente bebo.
(La luz fluyente de la divinidad, IV, XII, 105-107)

Por mucho que el cristianismo justifique el camino de descenso, como ahora veremos, su expresión —hablar de la dulzura infinita y del placer obtenido por ese descenso, como hizo Matilde de Magdeburgo— no deja de ser una tremenda provocación que no pretende serlo, sino sólo una comprobación que no puede entenderse más que dentro de un inmenso espacio de libertad. El lenguaje paradójico de la mística atraviesa deshaciéndolos todos los velos de las ilusiones para llegar hasta un núcleo, un corazón de verdad. La vía descendente, con su negación del ascenso, se sitúa en la paradoja y en ésta se reafirma para rechazar el terreno de lo conocido. Con todo, distintas realidades se suman para dotar de una fuerza inusitada al camino de descenso. En efecto, como ha reiterado el profesor Alois Maria Haas, característica del cristianismo es esta vía de descenso que encontramos en la mística femenina, pues en ella se da la exigencia de imitar el mismo camino de descenso de Dios en su encarnación. Si Dios descendió al hacerse hombre, y con ello se humilló, el alma humana debe realizar esa misma trayectoria, pues en la humillación puede semejarse a Dios. Cuanto más se humilla, más nada se hace, y cuanto más nada, cuanto más despojada esté de lo que ella es, mayor cabida puede dar a la alteridad que es Dios. Se dibuja así el paisaje del desierto como el paisaje del alma:

Debes amar la nada (niht),
Debes huir al yo (iht),
Debes estar solo
Y no acudir junto a nadie.
No debes ocuparte de mucho
Sino que debes liberarte de todas las cosas.
Debes soltar a los presos
Y vencer a los libres.
Debes deleitar a los enfermos
Y tú mismo no tener nada.
Debes beber el agua del dolor
Y encender las brasas del amor con la madera de las virtudes:
De este modo vivirás en el verdadero desierto.
(La luz fluyente de la divinidad, I, XXXV, 1-15)

El alma no puede ascender, sino sólo esperar en su templo vacío a que Dios descienda hasta ella. «A la espera de Dios», en expresión de Simone Weil, que negó la búsqueda como posibilidad de encuentro con Dios. En esta mística del descenso, el ser mujer también tiene su fundamento, pues la mujer, en su fragilidad, se asemeja a la humanidad de Cristo. A la arrogancia del discurso teológico impartido en las Universidades se opuso en el siglo XIII el testimonio femenino de amor y conocimiento de Dios. Por ello, entre otros muchos motivos, los místicos como Eckhart y Heinrich Seuse quisieron «hacerse mujeres», cada uno a su manera, lo que no significaba más que seguir un camino inverso, negativo, cuyo fin último es la nada. Jeffrey Hamburger ha mostrado las miniaturas en que Heinrich Seuse aparece ataviado de un modo claramente femenino. En su sermón sobre La virginidad del alma, el maestro Eckhart consideró la feminidad del alma como la posibilidad de ser fecunda y según su costumbre de un pensamiento «a la inversa», determinó la superioridad de ser mujer a la de ser virgen:
Si el hombre fuera siempre virgen, no daría ningún fruto. Para hacerse fecundo, es necesario que sea mujer. «Mujer» es la palabra más noble que puede atribuirse al alma y es mucho más noble que «virgen». Es bueno que el hombre conciba a Dios en sí mismo, y en esa concepción él es puro y sin mancha. Es mejor, sin embargo, que Dios fructifique en él, pues la fecundidad del don no es más que la gratitud del don, y así el espíritu se hace mujer en la gratitud que renace y en el cual el hombre engendra, de nuevo, a Jesús en el corazón paterno de Dios (36-45).
Si Matilde de Magdeburgo escribió en un alemán maravilloso y extraño a juicio de Heinrich von Nordlingen (1345), Angela de Foligno (c. 1248-1309) era analfabeta y su testimonio fue vertido al latín por su confesor. Sin embargo, a pesar de la traducción y de la sencillez de su lenguaje, su testimonio aún hoy resulta estremecedor por la autenticidad que de él emana. Su peregrinación por los diversos estados del alma realizó la fábula mística en la que el héroe, en lugar de salir vencedor, es vencido. Todo su ser se involucra en la experiencia de Dios: desde su cuerpo desnudo ante la cruz y su grito en la iglesia de Asís, hasta un estado de insipidez e indiferencia como resultado de la experimentación progresiva de los contrarios:
Y aunque tristeza y alegría provenientes de fuera puedan penetrarme un poco, hay en mi alma una cámara donde no entra ni alegría, ni tristeza, ni deleite, ni virtud, ni satisfacción por nada que tenga un nombre. Ahí está todo bien, de tal modo que no es otro bien, pues es de tal modo todo bien que no hay otro bien. Y en ese manifestarse de Dios (aunque diga blasfemia porque no lo puedo decir de otro modo), en ese manifestarse de Dios está toda la verdad, en ese manifestarse de Dios poseo toda la verdad: la que está en el cielo y en el inferno... (Memorial, IX, 398-406).
La experiencia de Dios como nada emerge de un modo fulgurante para situarla como directa antecedente del nihilismo eckhartiano:
[...] cuando se ve a Dios, no trae eso risa en la boca, ni devoción ni fervor ni amor ferviente, pues ni el cuerpo ni el alma se mueven tal como acostumbran moverse, pero no ve nada y lo ve todo, y el cuerpo duerme y la lengua está cortada (Memorial, IX, 51-54).
Insospechadamente estas mujeres de los siglos XII y XIII pudieron hablar y escribir más allá de la literatura. Su conocimiento, más que en un pensar, se fundó en un sentimiento en el que se asentó la certeza del yo. Sus propias vidas fueron el objeto de su escritura. La riqueza de su legado, en muchos aspectos presente en la cultura europea, todavía está por descubrir.


Textos citados
Angela de Foligno, Libro de la vida, edición de Teodoro H. Martín, Sígueme, Salamanca 1991.
Bernardo, san, Obras completas de, V. Sermones sobre el Cantar de los Cantares, edición de los monjes cistercienses, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987.
Hildegarda de Bingen, Scivias: Conoce los caminos, traducción de Antonio Castro Zafra y Mónica Castro, Trotta, Madrid 1999.
Maestro Eckhart, El fruto de la nada, edición y traducción de Amador Vega Esquerra, Siruela, Madrid 1998.
Mechthild von Magdeburg, Das fliessende Licht der Gottheit, vols. I y II, edición de Hans Neumann, Artemis, Munich-Zurich 1990.
Weil, Simone, A la espera de Dios, Trotta, Madrid 1993.

Estudios
Cirlot, Victoria, y Garí, Blanca, La mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, Martínez Roca, Barcelona 1999.
Haas, Alois Maria, Visión en azul. Estudios de mística europea, Siruela, Madrid 1999.
Hamburger, Jeffrey K., Te Visual and the Visionary. Art and Female Spirituality in Late Medieval Germany, Zone Books, Nueva York 1998.
Pozzi, Giovanni (ed.), Angela da Foligno. El libro dell’esperienza, Adelphi, Milán 1992.
Scholem, Gershom, Grandes tendencias de la mística judía, Siruela, Madrid 1996. Ueda, Shizuteru, Zen y filosofía, Herder, Barcelona 2004.

Residencia de Investigadores CSIC-Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2006, pp. 85-96.

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