lunes, 6 de marzo de 2017

José María Moreno Galván sobre Juan Eduardo Cirlot en “Triunfo”. Artículo y necrológica sobre el poeta.


José  María Moreno Galván
Juan Eduardo Cirlot
Yo nunca fui un cirlotiano sistemático. Sin embargo, yo le debo muchas cosas a Juan Eduardo Cirlot, como mucha gente que escribe de arte en este país. Hace tres o cuatro días, el azar me deparó la ocasión de verle de nuevo en Barcelona. Charlamos largamente y recuerdo que yo rae consideré obligado a reprocharle que no publicase con la misma asiduidad de antes. «Si —me dijo—, publico mucho menos, pero… », y enumeró una larga serie de títulos, publicados todos en estos últimos dos años, que hace que yo lo eche de menos. En efecto, ha publicado mucho más que yo; mucho más que casi todos nosotros... Es que Cirlot, con su abrumadora prodigalidad, nos tenía mal acostumbrados.
Cirlot era —y es, creo— un poeta. Y aun cuando muchos puedan hacer al mismo tiempo, como él, la poesía y la crítica de arte, sólo él había llevado hasta lo último la condición esencial de lo primero, que es la de saber ver e interpretar la cara oculta de las cosas. El arrastró hasta su ojo de crítico de arte su mirada de poeta y, con frecuencia, sabía descubrir la realidad que ocultaba la apariencia. Esto le dio un lenguaje instrumental simbólico (de un simbolismo no aprendido, sino vivido por él en el contacto con las cosas) altamente eficaz. Le dio también un cierto profetismo, porque él era de esos poetas que creen en su fuero interno que la función del poeta es la profecía. Claro está que todo eso podía provocar en él una cierta parcialidad. Y era, en efecto, un crítico parcial. Pero lo era responsablemente: haciendo intervenir a su parcialidad en toda su imagen del mundo. Esa actitud aparentemente sectaria era creadora: yo, por ejemplo, aprendí mucho a ser ecléctico en esa ausencia de eclecticismo.
Por supuesto, todo eso, el lenguaje profetista y simbólico —y por tanto un cierto clima de irracionalidad—, y la parcialidad enfáticamente mantenida, parecía ponerle en contacto con el surrealismo. Y, en efecto, algo de surrealista involuntario, de surrealista al margen de los manifiestos, yo creo que debe haber en Cirlot, en la persona y en el poeta. Me fundo para ese supuesto, mucho más que en todos esos indicios, en el del humor: el humor mantenido incluso con heroísmo, como un factor de la conciencia. Yo creo, y lo creo firmemente, que el Cirlot que parece un disparate, en su persona y hasta en su facha política, es un gran humorista. Un humorista que puede pagar heroicamente caro su derecho a serlo secretamente, para su deleite personal. Ese es su gran lujo. O, al menos, yo así lo creo.
José María Moreno Galván
Triunfo, 30 de enero de 1970, nº 400. p 43.
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Juan Eduardo Cirlot
Es verdad el reproche que me hacía ayer un amigo: Ya vengo remoloneando demasiado para escribir a Cirlot. Pero es que... Ya empieza a levantarse en lo más incontrolado de mí mismo una especie de protesta inconsciente contra las necrológicas. Y en este último año ya llevamos tres: la de Manolo Millares, la de Picasso, la de Cirlot. No es que no se pueda ni se deba hacer: es que a uno lo que le gustaría es [no] hablar de esa vida cuando llega la hora de hablar de esa muerte.
Juan Eduardo Cirlot murió hace poco más o menos un mes: no me pidáis ahora precisión en esa fecha. Sé que murió dos o tres días después de Picasso. A mí mismo me llegó la noticia con retraso, pero recuerdo que la persona que me dio la noticia se dio cuenta de que me había afectado. Y me afectó mucho. No solamente porque Cirlot fue uno de los dos o tres estudiosos del arte moderno mejores que tuvimos en España, sino porque es muy difícil en esos momentos que uno, no recordara la faz de Cirlot, con su mirada tímida y como desamparada, permanentemente desmentida por el argumento de su palabra, uno de los más brillantes e inteligentes que a mí me ha sido dado conocer en estos últimos tiempos.
Cirlot tenía las mejores cualidades para ser, como lo era, un formidable crítico de arte; poseía una gran cultura visual y, además, era un excelente poeta. Esta última dimensión, la de poeta —poeta yo diría que surrealista, además; el último surrealista—, es la que le permitía adquirir para su acción crítica un sanísimo partidismo, a favor de un arte no definitivamente dominado por «el sueño de la razón» y, en el terreno formal, no definitivamente dominado por la razón de la forma. Todas esas peculiaridades lo dibujaban como lo que luego fue efectivamente. Fue, primero, el que estaba en mejores condiciones de todos nosotros para comprender el movimiento «Dau al set», en el cual incluso estuvo integrado algún tiempo. Por eso fue uno de los más tempranos panegiristas del primer Tapies. Pero, además, precisamente por su proclividad a un arte que no tenía inconveniente en considerar que «el sueño de la razón produce monstruos», tuvo en hora muy temprana la noción del aformalismo. Por eso fue, acaso, su primer panegirista en nuestra lengua. Fue el primero y fue el mejor.
Como, además, el aformalismo llegó a ser, luego, un movimiento clave de la pintura contemporánea española, como Cirlot fue un pensamiento clave en el movimiento aformalista español, su importancia fue muy decisiva en ese orden. Los pintores de aquel tiempo consideraban mucho, con razón, los escritos de Cirlot. Como, además, él era de una prodigalidad y de una generosidad sin límites, hay muchos escritos de él glosando el arte de la gente de aquella hora.
¡Cómo trabajó Cirlot entonces! ¡Y cómo continuó trabajando hasta el final!
Yo recuerdo a Cirlot como a una persona entrañable y llena de generosidad. No he tenido con él nada más que una diferencia. En una ocasión, en estas mismas páginas, hice un comentario de su persona y de su obra que él me agradeció, pero, al final, yo tuve la debilidad de considerar que tenía un profundo sentido del humor. El comentario se lo hizo a Gustavo Gilí: «No, eso no. Gustavo, tú lo sabes bien: Yo no tengo humor, no lo tuve nunca...». Todo lo cual, cuando lo supe, no hizo más que reafirmarme en que, efectivamente, era un gran humorista. Pero, claro, ahora ya no puedo discutirle su decisión de no tener humor. Eso hay que respetárselo.
La última vez que lo vi estaba ya en su lecho de muerte. Quise ir a verlo a la clínica y me acompañó María Lluisa Borrás. Me alegró mucho verlo rodeado cariñosamente de los suyos: dos hijas muy jóvenes y muy bellas, y su esposa. Ya estaba condenado a muerte. Y las tres me pidieron que le quitase dramatismo a mi visita, lo que yo hice, naturalmente.
Estuvo aquella vez muy cariñoso, y cuando me iba a despedir, me dijo: «Moreno, puede que discrepemos en muchas cosas, sobre todo políticamente, pero, en realidad, yo tengo un gran afecto por ti, como por todos los que discrepan conmigo...». El buen Juan Eduardo fue un gran crítico de todo, menos de sí mismo. Llegó a creerse políticamente lo que no era. En realidad, él no era más que una buena persona. Una buena persona, digo, pero debo aclarar, con mucho, con muchísimo talento... Un gran crítico de arte.
Lo que pasa es que si sigo por ese camino voy a desmentir la imagen que él mismo quería darnos de sí mismo. Y yo no quiero discutir con las ideas del amigo muerto. Pero... ¡que me perdona por última vez! Todas esas actitudes, toda esa negación de humorismo en su persona, es porque, en lo más profundo de su ser, era un gran humorista.
José María Moreno Galván
Triunfo 16 de junio de 1973, nº 559 p. 57

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