lunes, 13 de febrero de 2017

Juan Eduardo Cirlot sobre el Progreso


Juan Eduardo Cirlot fotografiado por Leopoldo Pomés en 1958
TEMAS DE HOY
EL FATALISMO DEL PROGRESO
«El progreso es el castigo de Dios», dijo William Blake. Sin duda, esta concepción es propia de las minorías británicas, acaso por los tempranos efectos del «progreso» industrial. Así lo prueban las concepciones de las ciudades-jardín de Ebenezer Howard, las tentativas de retorno a la artesanía medieval de Morris, el estilo «católico y reaccionario» del gran pintor Dante Gabriel Rossetti, etc.
Semánticamente, la palabra progreso ha cambiado de significar mera prosecución a denotar acrecentamiento, ampliación, mejora, perfeccionamiento. Es en la última década cuando algunos —o muchos— empiezan a darse cuenta de que el «progreso» es peligroso (polución del aire de las ciudades, hipercrecimiento de las metrópolis, con más pérdida de tiempo en el traslado del hogar al lugar de trabajo del que se gana por la reducción de horario, de haberse conseguido ésta).
Pero no es el progreso lo malo, sino la actitud fatalista con que se admite la absoluta necesidad de que se produzca. Incluso aspectos que muchos consideran negativos no se atreven a negarlos. Hay capitalistas que están seguros de que el comunismo «acabará por imponerse», de que sólo es «cuestión de tiempo». Sociólogos y urbanistas dicen que ahora hay 3.000 millones de habitantes en el mundo y que en el año 2000 habrá 6.000 millones.
Es evidente que el fatalismo no es una enfermedad del siglo XX. Diríamos que se produce, o incrementa, cuando la importancia de los fenómenos observados aumenta en poco tiempo de nivel y parece que no podré ser detenida. Por ejemplo, para un hombre que vivía en el año 800 el Islam habría de acabar dominando el mundo, ya que .en poco menos de un siglo había llegado a la India por Oriente y a Portugal por Occidente, conquistando la mayor parte del Imperio bizantino, España, parte de África, etc. Sin embargo, el Islam se detuvo. Dos siglos más tarde estaba «cansado». Cien años después empezaba su retroceso, por abandono de las tierras conquistadas o por neutralización al ser asimilado por las poblaciones vencidas.
Para quien vivía a mediados del siglo XIV el fin de la humanidad era inmediato, ya que las varias oleadas de peste negra acabaron con casi la mitad de los seres humanos de la época. Y la enfermedad se fue y no pasó nada. Se reemprendió el crecimiento.
De igual modo pudiera ser que el comunismo (la doctrina marxistaleninista) quedara detenida pese sus incuestionables progresos en ciertos sectores del mundo que no se distinguen precisamente por su «progreso». Y aunque urbanistas como Kenzo Tange afirmen que la demografía crecerá fatalmente, e incluso que así debe ser (si bien sus conjeturas se acaban mágicamente en la frontera del año 2000 y no se atreven a pensar ni en el 2100, ni en el 3000 ni en el 30000), por nuestra parte creemos que esto pudiera variarse.
Más aún, la humanidad permanecerá en un estadio prehistórico en lo moral y de organización general mientras acepte que ciertos hechos (biológicos, mecánicos, políticos) han de producirse. Es preciso substituir el fatalismo condicionante por una actitud de seguridad en las posibilidades humanas de dirección de las fuerzas racionales e irracionales que mueven todos los mecanismos planetarios.
¿Es esto posible? Sabemos que hay determinadas barreras, prejuicios ancestrales, creencias religiosas o su deficiente interpretación, una fe demasiado ingenua —todavía— en las ventajas de lo nuevo, como si nuevo significa mejor en todos los casos. Es preciso crear una institución mundial de control del «progreso» para que apoye los fenómenos que son un crecimiento conveniente y combata o neutralice los que representan un avance nefasto o al menos perjudicial.
Opinamos que a esto se llegará y no dentro de mucho. La necesidad obliga tanto o más que la nobleza, Y pronto se producirán confusiones inextricables que ningún urbanista será capaz de resolver, peligros de guerra que ningún político se pensará apto para prever y dominar tensiones debidas a la superpoblación que exigirán el abandono del sistema de «dejar hacer» que prevalece en el mundo doscientos años después del planteamiento de la exigencia puramente racionalista de la Enciclopedia.
En suma, el fatalismo habrá de ser vencido para que el auténtico progreso tenga lugar. Y se diga, en el año 2000 habrá, por ejemplo, un 10 por ciento menos de habitantes en tal sector del mundo, porque así lo prevemos, juzgamos preciso y decretamos. Y se diga: Examinemos seriamente qué hay de progresista, y de aún aprovechable en el socialismo para incorporarlo a nuestros sistemas socioeconómicos, sin creer que es necesario hacerlo.
El futuro es siempre imprevisible. Pero si ha de ser previsible que lo sea por la fuerza de la voluntad colectiva humana y no por la del ciego «fatalismo del progreso». Otro de los males de éste, como de todos los fatalismos, es disminuir la iniciativa privada, la ilusión de vivir, la fe en la posibilidad de modelar las condiciones de la existencia (a las escalas personal, familiar, ciudadana, comarcal, nacional y mundial). Sin esta confianza no sirve de nada conocer los secretos del átomo o poner el pie en la Luna, ni en Marte. Les llevaríamos, caso de implantarnos allí, una concepción insegura, infantil y pobre de la dinamicidad existencial.
Tampoco es preciso caer en las utopías del ruralismo, en la manía de los «revivals» ni en la tendencia a valorar per se y al margen de todo análisis cualquier cosa antigua. «Todo tiempo pasado fue mejor», es falso. Pero es menos peligroso que ceder a la idea de que las cosas (graves) sucederán fatalmente sin que haya posibilidad de impedirlo. No es pedir demasiado solicitar que la humanidad —ciertos hombres— retengan las ideas esenciales de este texto y que piensen en que va llegando la hora de la madurez para el género humano. Y que esa madurez sólo se logrará por la victoria sobre los hechos «que acontecen fatalmente» o al menos sobre cierta zona de ellos. Dirección de la natalidad, dirección de los desequilibrios económicos, cierta generosidad por parte de los países poderosos (compensada por su predominio, del que ya gozan) son las premisas de este principio de programa.

Juan-Eduardo Cirlot
De la Academia del Faro de San Cristóbal
La Vanguardia española. Jueves, 1 de octubre de 1970

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