jueves, 5 de enero de 2017

Cristóbal Serra sobre Juan Larrea (I)


Larrea y la visión hebraica del tiempo


Cristóbal Serra

Cristóbal Serra
En distintas ocasiones, Juan Larrea ha dicho que su obra de ensayo era lo que más le interesaba, porque, según él, los libros de poesía eran los caminos que había tenido que pasar, para llegar a las conclusiones (que son sus libros en prosa). Por eso, queda manco Larrea, si sólo se conoce de él su faceta meramente poética.
La obra en, prosa de Larrea no es un “bibelot” de la cultura, como pueda serlo la obra de Ortega o de Valery. No es un producto amable, como pueden ser éstos, y además el autor, a través de su obra, tan sólo persigue transmitir unas experiencias muy suyas, sin ánimo de buscar el renombre literario. Fijémonos que Larrea se negó a publicar durante mucho tiempo. Observemos lo poco que el hombre ibérico le conoce. De hecho, es más ignorado de lo que creemos. Es una dialéctica la suya que no entra en la conciencia popular. Al realista que en el fondo es el español, le suena a leyenda. Y es que realmente parece que estamos leyendo en él leyendas. Quiero con ello significar que para los más Larrea sigue siendo algo así como un iceberg que sólo deja ver una pequeña parte de su contenido total.
Larrea es importante por su singularísima calidad verbal, que nos conduce a un más allá en el reino de la palabra. Poeta de la Cultura, poeta del Verbo, del Advenimiento, su portentosa imaginación no anduvo enemistada con la cultura judeo-cristiana, sino que en ella prendió como en campo alucinado. (El campo alucinado de "la Divina Comedia" también prendió en ella). Así lo estimo y posiblemente compartan los lectores mi opinión. Larrea, subido sobre el escabel de su experiencia bio-poética, da testimonio del Advenimiento del Espíritu; pero no lo hace en los términos literales del cristianismo medieval, sino en los propios de una nueva conciencia del Ser. Para los aferrados al sentido común, Larrea no pasa de ser un desplazado, como tantos otros, como sus antecesores tan queridos y estudiados por él: De Maistre, Berdiaeff, Bloy, De Fiore. Fijémonos que todos ellos se inspiraron en la historia profética de Israel. Observemos que el lenguaje apocalíptico de Daniel y de Juan es el de todos ellos, aunque a su hechura.
Sin embargo, en Larrea hay una singularidad. Desligado del Viejo continente, por sentir en las inmensas Américas inéditas el "foco de una cultura nueva", alumbra la polis poética del mañana, sin desvivirse demasiado por lo inmediato que devora a los hombres como fieras. Ayer noche releía "Corona Incaica" y lo que dice allí de los muros de piedra nadie lo ha dicho en un estilo tan lapidario y poético a la vez. Allí, como en tantos libros, no se cansa de repetir que la Historia sólo puede comprenderse como es debido, mediante el espíritu poético, o sea, mediante el ejercicio adivinatorio de la Imaginación.
Sus conocimientos de las lenguas muertas le han hecho profundizar poéticamente en la cultura esencial de la cual venimos y a la que vamos: La judeo-cristiana.
Su concepción del israelismo llevará a Larrea, en "Singularidad del judeo-cristianismo", a llenarse la boca con la escatología judeo-cristiana y a advertir a las retardatarias mentes anglosajonas donde radica el vicio mental de su archiconocido conservadurismo.
Para Larrea, el Espíritu creador no es propio de la cultura helénica, y menos de la hindú o de la china (a las que con la otra considera estáticas). 'Sólo este espíritu es propio de la cultura judeo-cristiana. Y es más, en lo relativo al futuro de la humanidad, sólo esta cultura se sitúa por derecho propio en el campo "cualitativo".  

Juan Larrea
Su concepción del israelismo difiere de la que pueda haber tenido la Iglesia a lo largo de la historia. Reacia a las concepciones porveniristas, la Iglesia se aleja un tanto de Larrea, que es decididamente "milenarista". Para él, tan embebido del profetismo del Vidente de Patmos, el Milenio es un concepto que, descartando, nos incapacita para entender la historia. Larrea, durante siete años de riguroso aislamiento en Norteamérica, recién acabada nuestra última guerra civil, bucea en el libro del Vidente, y allí encuentra la clave de la civilización, la verdadera realidad histórica que yace oculta bajo las extrañísimas figuras de ese libro tan mal interpretado (desde el siglo II) que se denomina Apocalipsis de San Juan. Larrea ve tantas cosas en él que llega a escribir: "Descartar su cuerpo de figuras como carente de valor en el estudio acerco del sentido de la historia, es un ultraje inferido a la naturaleza humana, dando por sentado que ésta se reduce al homo faber..."

En "Rendición de Espíritu", ve Larrea como el águila del Apocalipsis se advierte vinculada al mito español de Santiago Apóstol. Así dice gráficamente: parece haberse traído por las plumas expresamente ad hoc. Está segurísimo del destino milenarista de España porque:

a) Los mahometanos son arrojados del territorio peninsular y el número 666 = Bestia que materializa la fuerza.

b) Se suceden en España las etapas apocalípticas: vencimiento de la Bestia y descubrimiento de la universalidad cifrada en el Nuevo Mundo.

c) En España se realiza la Unidad. España se desprendió de los dos elementos de la dualidad del mundo de Abraham: moros y judíos

Cuando este conjunto solidario de hechos se realiza, el escudo de los Reyes Católicos ostenta, no menos sintomáticamente, el águila del Apocalipsis, que implica el fin de la multiplicidad babilónica con su confusión lingüística. Una sola lengua nacional reina desde entonces, el Verbo de la Unidad, el castellano.
Todo esto y mucho más se encuentra subrayado en la "Religión del Lenguaje Español".
Para Larrea, años claves son el 1492 y el 1936, momento del estallido de la Guerra Civil. Lorca, en 1936, 444 años después del rescate de la ciudad simbólica de Granada, será turbiamente asesinado. Allí en Granada, en su Granada natal, ciudad del pasado, de gitanos y clerecía. Con la guerra de España del 1936 se manifestó el sentido profético de Larrea. Ningún español supo dar a aquella contienda el sentido que él le ha otorgado.
Aquella guerra es un fenómeno misterioso, como misterioso es todo lo apocalíptico. Larrea le ha atribuido tal importancia apocalíptica, que ésta ha parecido exagerada a los espíritus superficiales. La guerra civil española forma parte del misterioso orden que Larrea escudriña, siempre en vigilia de valores.
Más que ningún otro escritor español del exilio, ha dado a comprender al mundo (aunque éste a decir verdad no le ha hecho demasiado caso) que en la reciente deshegemonización de Europa y en la transfiguración del mundo, un papel singularísimo ha sido encomendado a España.
Téngase en cuenta que para Larrea tan apocalíptico es Hitler, como el Cardenal Gomá o el Cardenal Pacelli, entonces Secretario de Estado (26 de febrero del 1936).
Larrea trabaja, asistido siempre por una intuición apasionada, de signo milenarista, y está seguro, sin petulancia, que sus predicciones se darán. De hecho, se dan, para quién sepa leer los signos de los tiempos.
Sus dos libros capitales, "Rendición de Espíritu" y "La Espada de la Paloma", no se explican sin el Apocalipsis, y menos sin España y la última guerra civil. "La Espada de la Paloma" es de todas sus obras, la que más vínculos tiene con el poema del visionario de Patmos. Al convertírsele su interpretación en hallazgo y en clave, Larrea piensa haber tocado con el dedo en el cielo. Considera que las conclusiones a que ha llegado son el acontecimiento más importante de su vida. Asombrado de los resultados alcanzados, se lo hace saber a Luciana, su hija, que había de morir en trágico accidente. Un poeta de hoy, Felipe Daniel Obarrio, albacea de la obra larreana, ha escrito acerca del enigma de esta hija de Larrea, tronchada en la flor de la vida por un accidente de aviación.
"Una niña abrió entonces en la tierra peruana
Sus ojos encendidos y lIamóse Luciana.

Su nombre estaba escrito en un árbol llameante

Por la mano profética y amorosa del Dante".

En "La Espada de la Paloma", obra escrita a vuela pluma, febricitante, hallamos el examen más a fondo que hasta hoy se ha escrito del milenarismo apocalíptico, en su relación con la Sophia o sabiduría del poeta alemán Novalis, con la que Luciana se sentía afín. En la sección central de este libro explora el texto del Apocalipsis, en un estudio que combina una imaginación libérrima con una erudición verdaderamente asombrosa.

Aquí queda manifiesta la importancia del Milenio como idea motriz de la historia. Sabemos por ese libro que, sin esa idea que trajo el Vidente de Patmos, inscrita por lo demás en toda la corriente judía, falta el dinamismo, que no cabe en la mente hindú.


Para el orientalizante, la India no dejará de ser nunca el laboratorio de la espiritualidad viva. En cambio, para el escritor vasco -viveza sólo la tiene lo judeo-cristiano bien entendido.

El Milenio es, en los textos larreanos, una idea-símbolo originada por un sentimiento de finalidad. Vamos, que este mundo está muy maltrecho, muy averiado y un nuevo comienzo ha de venir. La historia terráquea, pues, tiene un sentido trascendental.

Ante este sublime profetizar, ante esta situación que un día ha de acabarse, se me dirá que huelga la acción del hombre, y que lo mejor es dejar hacer, dejar pasar. Pues no, porque, según el sentir de Lama, la historia va hacia su fin para un nuevo comienzo. Subrayemos eso. No es el acabóse, el finiquito, que fue el coco de pretéritas edades. Vamos hacia el fin del ciclo psicosomático en que aún vivimos, ebrios de razón filosófica, segmentados del Todo. Por eso, Larrea gustaba de repetir el verso de Vallejo:
(Oh, unidad excelsa! oh, lo que es uno por todos!

Amor contra el espacio y contra el tiempo).

Ustedes (los que me leyeren) me dirán que esto no es enteramente nuevo. Naturalmente, nuevo del todo no es, porque, como antes ya dije, existe una visión hebraica del tiempo, y a ésta siempre se remitió Larrea.
Para la visión hebraica, el Tiempo no es un retorno perpetuo de los mismos acontecimientos, sino una flecha que avanza, empujada por un impulso invencible y que, en un determinado momento, se precipitará sobre una diana. El tiempo (para el profetismo hebreo) es, pues, dinámico, dirigido. Y por otra parte va a terminar en un momento dado, cuando se realice, lo que los judíos creyentes llaman el mesianismo. Con la llegada del Mesías la flecha alcanzará su diana y todo deberá pararse.
Con esta visión y la más matizada aún del Apocalipsis (por pertenecer ya al profetismo judeocristiano) sabemos que los hombres se hallan metidos en el tiempo de manera paradójica: crucificados en un punto, arrastrados hacia un futuro "suprareal" e incognoscible. Gracias a esta noticia, no podemos contentarnos con la visión corriente de la historia ya sea ésta común o científica. Hay que ampliar la noción para que la historia deje de ser exclusivamente la ciencia de lo que ha sido.
Hagamos más hincapié sobre las aportaciones de los judíos al mundo, y resumámoslas en una: la afirmación de que el Eterno está presente en la Historia. Los cristianos no añaden mucho más, pero si afirman que Jesús es el centro de toda la historia. Para el cristiano la historia se encamina hacia el hecho de la 2ª Venida y parte de la 1ª Venida de Cristo. El cristiano, lo confiese o no, ve la historia como proceso cruento y catastrófico, en el que existe la libertad para el mal, para las tinieblas. Esta concepción de la historia como tragedia es extraña a la conciencia griega y arranca indudablemente de la concepción hebrea.
De este modo, pensadores judíos y cristianos, por su concepción profética de la historia han dado a conocer que el proceso histórico tiene un sentido. Esta idea ha influido en la mente occidental.
Larrea ha podido escribir que "cuanto en la historia tiene movimiento, intención y esperanza, es milenarista a su manera". Todos los sistemas se sirven del Milenio para jugar su carambola. Cuando, por ejemplo, pretende el socialismo instaurar una sociedad nueva, se inscribe dentro de los límites del Milenio, una de cuyas promesas es la instauración de la Nueva Jerusalem o ciudad universal.

Si leemos el evangelio de Juan (16, 11), sabemos que el Príncipe de este' mundo está condenado. Por lo tanto, la historia no es sólo un proceso que llegará a un último acto en que todo será juzgado, sino que la historia es ya este juicio que se está haciendo. La historia está como en tensión en orden al juicio universal. Es profundo el pensamiento de Hegel: "La historia del mundo es el juicio del mundo". Por eso, podemos preguntarnos si toda parcela de la historia, en la medida en la que tiende a su fin, no es un apocalipsis virtual, y eso es lo que Larrea supo como nadie de nuestra época contestar:

Cumpliendo con su autoprofecía de su poema "Evasión":
Finis Terre la

soledad del abismo

Aún más allá'

Aún tengo que huir de mí mismo

Se aleja de la Europa surrealista, engreída en su papel de protagonista de la historia. Larrea se siente impulsado a salir de aquella geografía terrible, ya preparada para servir de decorado a la tragedia que se avecinaba. Atrás, como en carnavalesco y onírico baile de máscaras, quedaban danzando, dándose las manos, André Breton y Adolfo Hitler, Chamberlain y el fantasma pobre y patético de Chaplin, el mandibular César romano y el Vicario divino que saludaba al César como al hombre enviado por la Providencia (Pio XI, discurso de diciembre de 1926)
Y al alejarse de esta Europa agonizante que se aprestaba a "rendir su espíritu" en el apocalíptico diluvio de fuego cuya inminencia se respiraba, inicia Larrea la ruptura. Descubre lo que Novalis había dicho: "El Amor es el fin del universo, el Amén de lo historia universal". El Advenimiento del Amor, esa energía unificante del universo que Juan identifica con Dios en su epístola, ha sido el Nuevo Mundo que Larrea vino a descubrir, tras su periplo ultraeuropeo por los laberintos de la mente, a partir de su primer viaje a Perú, en 1.930.
Acto seguido llegaría el desencadenamiento de los sucesos cruciales de este siglo, a los que de forma misteriosa se encuentra ligada la experiencia de Juan Larrea:

a) Nacimiento pacífico de la república española.

b) Aniquilamiento tremendo y fatal de la misma, cuya triste empresa gozó de la complicidad del Viejo Mundo.

No es extraño, pues, que el pensamiento de Larrea, su cosmovisión, su teoría de la historia, arranquen del nacimiento y muerte de la República española. Es la sangre de Hispania fecunda, cantada por Rubén, las trágicas jornadas hispánicas, las que le convierten en historiador-poeta. La poesía de Cesar Vallejo en "España, aparto de mí este cáliz" es el otro fruto hermano, de la misma vendimia. De igual cepa es la poesía fulminante de León Felipe, para quién el libro de cabecera era la "Espada de lo paloma".
¡Toda lo sangre de España

por una gota de luz!

Toda la sangre de España... por el

destino del Hombre!

exclamaba la voz enajenada, por la indignación y el dolor, de uno de los poetas españoles que más cerca estaban de Larrea.

Hay una idea central (como dijimos) que debe quedar bien grabada, si queremos abrirnos a la esencia de la Realidad: que la historia no es ningún iterativo retorno eterno, como propuso la antigüedad clásica y creyó el nihilismo desesperado y existencialista de Nietzsche, sino que se mueve desde un origen hacia un fin. Todo en la vida es creación teleológica, creación providencial, impulsada por ley misteriosa, que a la razón escapa. La guardan recóndita los mecanismos de la naturaleza, como esa semilla diminuta que ya contiene el futuro esplendor del árbol.
El cristianismo, a través del cálamo de Pablo, propuso "el hombre nuevo". Hombre nuevo y Mundo nuevo, frutos de la misma heredad judeocristiana, dominaron también en el mundo poético cultural de Larrea.

Digamos, para ser más precisos, que, según el visionario vasco, la Cultura ha venido evolucionando, desde el Asia paternal, mediante los 20 siglos del Mundo del Hijo, o antítesis europea de aquella tesis oriental, en una dramática búsqueda de la síntesis, para llegar al Mundo Nuevo del Espíritu. Según Larrea, este mundo advino a los ojos de Colón en su forma física, con las formas palomarias o aquilinas de América, el continente no sin razón llamado desde entonces "Nuevo Mundo". De Colón se conoce, hacia 1500, esta frase sugestiva:
"... del nuevo cielo y tierra de que decía nuestro Señor en el Apocalipse, después de dicho por boca de Isaías, me hizo della mensajero y amostró el cual parte".
No se me oculta que simplificaciones de este género no suelen convencer de inmediato al hombre lógico, pero, en el orden de Olas valores que trascienden la superficie cotidiana, los acontecimientos históricos adquieren categoría d~ símbolo. Ya lo decía Rubén Darío, verdadero profeta y visionario de este tiempo:
"Es incidencia la historia. Nuestro destino supremo

está más allá del rumbo que marcan fugaces las épocas,

y Palenque y lo Atlántida no son más que momentos soberbios

con que puntúa Dios los versos de su augusto Poema".

Por lo general, los hombres sensatos y "realistas", inmersos en los problemas que a la humanidad atosigan, suelen repetir con aires de suficiencia esta frase acerca del poeta: está en las nubes. Para tales hombres la realidad es un mundo acotado, donde asienta su imperio, por lo general esclavizante, el anecdotario sociopolítico, con su cortejo de ambiciones, pasiones y malicias.
No. El sentido de la verdadera Realidad es otro. Estamos desde siempre (como ya dijimos al principio) viviendo en el misterio que se encamina hacia su revelación.
Pero sólo ahora, tras la experiencia reveladora del drama español, que vino a preceder el ocaso de la hegemonía europea, y abrió de esta suerte la balbuciente universalidad -omega de la aventura histórica- el hombre empieza a estar en condiciones de comenzar a ver la realidad profunda.
Larrea bien que insiste en que nos encontramos en las vísperas del Advenimiento del Ser que somos. En eso coincide con el grito de "Ven" que clamaba Rubén Darío, seguro de que nuestro siglo -eléctrico y ensimismado- vería venir Aquél que fue anunciado por Juan, el de suaves cabellos. Del conjunto de los escritos larreanos se desprende que tanto España, como Hispanoamérica, y tras ellas el resto total de las Culturas, tendrán que volver los ojos a los torrentes de auténtica pasión de la sangre de Hispania fecunda. No con el ánimo de reabrir viejas heridas y enconos, sino para encontrar -por su mediación- por fin la Unidad amorosa que a todos nos atañe, el Ser infinito que somos, cuyo advenimiento ya despunta en el horizonte matinal de la historia.
Desde la atalaya de nuestros días confusos, nos es dado ver la inminencia de la universalidad a nivel material. La tierra (esto no por dicho es menos cierto) se está achicando con el influjo maravilloso de las máquinas y de la tecnología. El cientificismo, hijo legítimo de Occidente, ha cumplido su tarea.
¡Que inventen ellos!, decía Unamuno, como si sospechara que al destino español no le estaba reservada la función "cuantitativa" y sí la otra: la cuantitativa. Si los otros pueblos aportaron sus genios "cuantitativos", sus aptitudes racionales, prácticas, parece que España que tantas culturas acogió y vio pasar -romanismo, israelismo, islamismo, cristianismo- está madura, tras el martirio del pueblo español, para alumbrar lo cualitativo, para dar nacimiento a la nueva cultura universal que venga a humanizar a los mecanismos sociológicos, industriales, políticos, tan huérfanos de espíritu. La situación, si no igual, es semejante a la de las fieras paradisíacas que aguardan que Adán (el hombre-tierra, es otra metáfora de Larrea) las sople con el verbo o palabra universal, que las solidarice con las luminosidades de la bondad, la piedad, la libertad, en fin, el Amor.
Ese dulce Amor que impregna el Paraíso que la intuición profética de Dante situó en América, la tierra antípoda de Judea, intuición de la que se percató Rubén Darío, quien en "La Salutación al Águila" decía:
"Muy bien llegada seas a la tierra pujante y ubérrima,

sobre la cual la Cruz del Sur está, que miró Dante

cuando, silencio Mesías, impulsó en su intuición sus bajeles

que antes que los del sumo Cristóbal supieron nuestro cielo".

Pues, vean ustedes lo que son las cosas. En este mundo de falsos valores, Larrea murió oscuramente. Como ha escrito su albacea, el poeta Obarrio, ningún teletipo se hizo eco de la infausta noticia, que tenía por protagonista a uno de los cerebros más lúcidos, robustos y penetrantes del planeta. Ninguna guardia de corps académica se sintió obligada a rendir los postreros honores al infatigable pensador, que traspuso, con impresionante audacia, las fronteras del conocimiento. Ninguna caravana de hombres y mujeres conmovida por la noticia, se apresuró a dar público testimonio de admiración y respeto por la irrepetible personalidad de quién, a través de su obra, abrió un sentido esperanzado de la vida.
No es extraño este silencio póstumo, ya que el silencio acompañó su vida y su obra. Este hombre grande, que llevó al máximo la tensión del espíritu, vivió prácticamente ignorado. Qué pocos siempre le citaron, qué pocos comentaron o discutieron sus atrevidos puntos de vista...


Taula, quaderns de pensament, 2. Departamento de filosofía, facultad de filosofía y letras, Universidad de Palma de Mallorca, abril 1983. pp. 25-31

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