¡BRAVO,
Xavier Montsalvatge; magnífico! Lo que ha escrito usted sobre Wagner y sus
discípulos en el número 549 de DESTINO es de una exactitud que merece ser
subrayada. Sospecho que nos dará usted muchas sorpresas. Tiene usted una manera
de ver las cosas por dentro que está por encima de la mayoría de los tópicos y
lugares comunes al uso del profundo provincianismo en que vivimos. Hay que ser
joven, hay que romper la costra de cartón periodístico que nos ahoga, saber
decir ¡no! a tiempo, no tener miedo al ridículo. Cuando se tiene una pluma en
la mano y algo que decir, hay que hacerlo contra viento y marea, prescindiendo
de las diferentes asociaciones de bombos mutuos a que ha quedado reducida,
casi, nuestra vida artística
Tiene
gran interés que eso que ha escrito usted de Wagner lo haya escrito un músico—y
un músico de su categoría—. Cuando, estando el infrascrito en Berlín, antes del
advenimiento del nacional-socialismo, constaté, en una crónica periodística, el
descenso que se notaba de la música del aparatoso artistazo entre el público
alemán, los músicos de aquí me molieron a palos y un compañero de periódico,
Rosendo Llatas, me dio una rociada dialéctico-erudita literalmente abrumadora.
Agradecí la rociada — porque siendo liberal de palabras y de hechos, soy
insensible a los elogios y a las críticas—; pero los hechos quedaron en su
sitio. En 1925-26, Wagner estaba en Alemania totalmente acabado. Luego vino la
preponderancia del partido nacional-socialista y un buen día Goebbels anunció
al pueblo alemán que el músico preferido por el «bello Adolfo» era Ricardo Wagner
y que lo que le gustaba más al salvador (!) del pueblo alemán era aquella parte
de su obra menos italianizante, sino la más selvática, la más aria, la que
contiene la mitología más sangrienta y anticristiana de los rubios: la
«Tetralogía». ¡Ah, Dios mío, la que se armó1 Si ustedes hubieran visto a los
alemanes correr detrás de Wagner, poner el retrato en el salón, agotar las
localidades en conciertos y óperas, donde daban la música del genio ario! Fue
un delirio, algo repugnante,
Luego,
se formó el mito: los periódicos y revistas se cansaron de repetir que Mozart, Schumann,
Schubert y Beethoven eran blandengues y que afeminaban el ánimo, y que lo
grande, lo recio, lo alemán, alemán, alemán era Wagner. Se prescindió
cuidadosamente de la polémica Nietzsche-Wagner, a pesar de que después de lo
dicho por Nietzsche en «El caso Wagner» no hay apenas nada más que decir, ni
aun desde el punto de vista de la dimensión tudesca del pedantesco artistazo.
La discusión quedo aparte y la censura de Estado puso grandes re paros a la
edición auténtica de «El caso Wagner». Por eso se hizo la edición esta tal de
las obras de Nietzsche, con los es purgos necesarios para que la obra pudiera
llegar «a todas las manos alemanas». Resuelto el pequeño problema tan
expeditivamente, Nietzsche se convirtió en el filósofo de la casa y Wagner en
el proveedor de sensaciones divinas. Las señoritas del país se vistieron de Brunildas
y los jóvenes de Lohengrins, todo proveniente de los modos del artesanado más
exquisitamente distinguido. Recuerden las ingenuas fotografías arias de la
época de lo guerra. Son del mismo tiempo en que los campos de concentración estaban
en pleno funcionamiento.
Ahora,
en Barcelona, los mitólogos del país dicen lo mismo, con veinticinco años de
retraso, que lo que se dijo en Berlín en la época prehistórica de antes de la
guerra: que Wagner es lo grande y lo recio y lo adusto y lo fuerte, y que toda
otra música es blandengue porque afemina el ánimo, y lo entibia, y lo convierte
en un terreno abonado para el escepticismo. Esos Lohengrins honorarios olvidan
que los wagnerianos alemanes desaparecieron hace ya mucho tiempo y que aquel
país, a pesar de lo grande, lo recio, lo adusto y lo fuerte, ha dejado de ser,
por el momento, un país de soberanía alemana. Es un ligero tropiezo.
Relato
todo eso para recordar, con hechos, lo que se hizo notar, a propósito de Wagner,
hace ya tanto tiempo: una gran parte de su obra tiene muchísimo más que ver con
cosas extravagantes a la música que con la música misma. La música de Wagner
tiene que ver con la mitología, con el patriotismo, con la religión, con la
raza, con la anécdota legendaria o histórica, con la moral y con mil cosas más;
pero con la música, con la realidad de la música, con la música pura, menos.
Ello se comprende porque Wagner fue, ante todo — como demuestran sus escritos y
su correspondencia —, un montador de grandes espectáculos, un empresario de
maquinarias teatrales que en su tiempo parecieron grandiosas y que hoy nos parecen
dramas bastante ingenuos del señor Guimerá. Pretendió siempre Wagner dar al
público cosas completamente mascadas y hechas y a estos efectos puso música a
sus pesadísimos y soporíferos dramones. Si se descarna la música que contienen
de la osatura del dramón, sólo excepcionalmente se digiere. Y es que en Wagner
hay una confusión constante de los límites de las bellas artes, una negación
sistemática de que la música haya de ser ante todo musical La música ha de
servir, siempre según él, a otras necesidades que a las de la música misma.
Truco antiguo y ya desacreditado. Es el truco del pintor que quiere hacer pasar
su mercancía averiada representando escenas gratas a lo populachería política o
social sucesiva. En grotesco es el caso de aquel barítono que cantaba en Málaga
y que trató de soslayar una silba merecidísima, gritando: «¡Viva Málaga!
¡Vivan las mujeres de Málaga! ¡Viva el vino de Málaga! ¡Viva Andalucía!»
Los
artes tienen límites. Es siempre preferible que la pintura sea pictórica y la
música, musical esencialmente. Si se involucra todo, el caos es excesivo. Así
al menos se creyó siempre en la escuela, y hablo de escuela en el mejor sentido
de la palabra: la teoría estética general y los límites de las artes están
formulados de manera insuperable en la inmortal correspondencia entre Goethe y
Schiller. En este orden de ideas, esa correspondencia recoge lo que de más vivo
y eterno tiene lo antiguo.
Los
trozos de música wagneriana que se mantienen independientemente de los
monstruosos dramones que la sostienen, son, ante todo, naturalistas, y algunos,
por el camino de la pura mistificación, pretenden llegar a un misticismo
cósmico y panteístico. En el siglo XVIII, las palabras mistificación y mística
se hacían arrancar del mismo tronco. Wagner nos describe el murmullo de la
selva, el ruido de las setas al nacer en los rincones sombríos y húmedos del bosque,
la aparición de la hierba, los ladeos de los dioses septentrionales, las interpretaciones
amorosas de los héroes masculinos y femeninos, los susurros de los colores del
crepúsculo, el ruido de los pisadas de los peregrinos, los murmullos del agua de
los ríos y riachuelos, «et sic de ceteris». Todo eso, no lo niego, es importante,
sobre todo desde el punto de vista de la armonía imitativa, que a veces es en
su obra de un paralelismo fotográfico. ¿Pero es tan decisivo como se dice?
¿Puede tener la música como finalidad el mero realismo, la pura imitación de
los ruidos de la Naturaleza, el puro gemido y balbuceo humano intimo? La
captación de esos espectáculos siempre se dejó para la literatura, lo música
tuvo siempre otros perspectivas distintas. La pesadez plúmbea de Wagner, sin
embargo, no le viene de su naturalismo ni de su realismo. Si no fuera por esos
momentos, su música seria la pesadez suprema, el aburrimiento químicamente
puro, la geología.
Insistir
sobre el daño que ha hecho Wagner a sus seguidores, tendría muy buen sentido.
Algunos, como Strauss y Debussy, no solamente imitaron lo bueno de Wagner, que
es su naturalismo, sino que lo hicieron con uno elegancia congénita. (Sin
embargo, el folleto de Cocteau contra Debussy en tanto que wagneriano, está
vivo como el primer día.) En este país, los wagnerianos imitaron lo peor del
artistazo y aquí están sus mamotretos. Recientemente, un crítico los ha
enumerado. Su simple enumeración produce un efecto horrísono. ¡Cuán triste es
tener que recordar que de Morera no quedarán, gracias a Wagner, más que sus
sardanas, y que de los wagnerianos cien por cien no que dará ni eso!
Para
terminar, me permitiré aconsejar la lectura de la conferencia de don Juan Maragall
pronunciada en la Asociación Wagneriaria de Barcelona, sobre «El drama musical
de Mozart» («Obres Completes», página 678).
"Contra
Wagner". Destino, núm. 550 (21 febrero 1948), p. 5.
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