Los Príncipes de España en su viaje a Cataluña, visitaron a Josep Pla en esta casa.
—Sí, sí. Estos señores son muy bien educados; son gente de una discreción y de una comprensión... Esta casa no se puede ofrecer a nadie, menos a reyes; esta casa es un "bríc-a-brac" tremendo. El Rey escuchó mucho; yo le dije todas las cosas que usted puede imaginar, de buena fe, creo que con un cierto buen sentido. Ignoro qué caso habrá hecho. Alguna vez le escribo alguna carta. Le diré, por ejemplo, que yo soy contrario a la Ley electoral esa que quieren hacer basada en la participación proporcional. Yo soy partidario de Canovas; por eso le dije al Rey que no hiciera ninguna constitución, que tome la concepción de Cánovas, que es bastante buena y que añada un capítulo sobre la cuestión social. Porque ahora el capitalismo ha de pagar a socialismo y si no te paga ha de pagarles alguien, para que no entremos en el comunismo. ¿Usted me comprende? Pues basta.
Pla habla, señalándonos con el dedo pulgar, que a veces se lleva a la sien.
— ¿Qué ofreció usted a los Príncipes de España en aquella ocasión?
— ¡Bueno...! Unos buñuelos que había por aquí parque estábamos en la época de San José, y ese vino, que es de la viña de casa. Pero fueron tan distinguidos que me dijeron que les había gustado mucho. La Princesa, bueno, la Reina, es un fenómeno lingüístico enorme. Es muy guapa, viste sencillamente y me pareció muy inteligente. Luego la he visto en Madrid y he tenido con ella una gran conversación sobre Grecia.
NO A LA REPÚBLICA
Josep Pla ha confesado que es conservador.
—Sí señor. Porque siempre me ha parecido absurdo que los hombres añadan sus facultades intelectuales y su fuerza material al incesante trabajo de destrucción que realiza constante e implacablemente la naturaleza. Por eso no me gustó la República. Me pareció que actuaba dentro de la anarquía más rigurosa; yo soy hombre de orden, me gusta el orden, me gusta que las cosas marchen con puntualidad, si es posible. Siendo un hombre tan poco puntual, la puntualidad me parece indispensable para vivir. La República fue un desastre total, una cosa que no se podía unir ni ligar. Además, fue muy violenta, muy rápida. Querían arreglar los problemas agrarios, militares, religiosos..., todo, en quince días. Era imposible aquello. ¿Usted me comprende?
"La historia de la República", escrita por Josep Pla, es hoy una obra rara, muy buscada por los bibliófilos.
—En realidad, no es una historia, sino una crónica. Debería revisarse, pero yo no la revisaré nunca; no me importa nada. A mí lo que me importa verdaderamente es que no venga la Tercera República.
En sus años de juventud, cuándo fue corresponsal en Madrid de "La Publicitat", de Barcelona, conoció en el Congreso a las figuras más sobresalientes de la política española de aquel momento.
—Una vez oí decir a un diputado de San Sebastián, dirigiéndose a don Indalecio Prieto, algo que no se me ha olvidado y que le contaré a usted. Este diputado de San Sebastián debió de ser algo palaciego y tuvo influencia con la reina, aunque luego se metió en el Nacionalismo Vasco. Pues bien; este señor diputado le hizo a don Indalecio esta observación: "Oiga, Prieto, a usted, que te guste tanto comer y concurrir a las tertulias con gentes destacadas, ¿por qué es socialista?" Prieto le respondió —y perdone la expresión, que es impropia...—: "Pues mire usted: en España no hay más que dos clases de personas: las que c... sentados y los que c... en cuclillas. Y yo soy partidario de que los española c... todos sentados. Por eso soy socialista".
Pla se ríe como uno de esos viejecitos de Teniers o como Pio Baroja, que viene a ser lo mismo. Ambos muestran los dientes rotos y desnudados, dando a su modo de reír un cierto matiz de diablo embromador.
LA MEJOR CIUDAD DEL MUNDO
— ¿Cómo era Madrid cuando se trasladó usted a vivir allí?
— ¡Oh!; yo casi he visto los carros de bueyes. Llegué a Madrid el años diecinueve, enviado por "La Publicitat", de Barcelona, para escribir la crónica de las Cortes y todo eso. Madrid era entonces una ciudad maravillosa, la mejor ciudad residencial del mundo, con un clima colosal. Era una ciudad para viejos; la gente no se moría nunca. Había unos ex presidentes del Consejo que tenían noventa años. Y es que el clima era maravilloso para vivir. Madrid era una ciudad donde la gente no fiada prácticamente nada; él Estado lo pagaba todo. Yo he visto en un Ministerio un cartelito que decía: "El señor Fulano de Tal —un señor que llevaba capa, por cierto— recibe de doce a doce y cuarto". Nada más.
Frecuentó la tertulia de Gómez de la Serna, en Pombo, los cafés, las redacciones de los periódicos; algunos amigos comunes nos han dicho que se le vio entonces acompañado de una mujer bellísima, que debió de ser su gran amor.
— ¡No, no, no! Yo no tengo prácticamente ni idea del amor ni de esas cosas. Tengo un cierto sentido del ridículo, y no me he acercado nunca a nadie para molestarle.
Se ha ruborizado como una clarisa, revolviéndose en la silla, inquieto, al tiempo que hacía girar la boina en la cabeza.
— ¿En este sentido, también es usted un tímido, un ser barojiano?
—Bueno; don Pío era un tímido y un campesino vasco; yo tengo cierto sentido del ridículo. En el Mediterráneo, más que timidez, existe un cierto sentido del ridículo. ¿Usted me comprende?
Le decimos que un periodista brillante, corresponsal en Madrid, en Francia, en Italia, en Rusia, autor de libros de gran éxito ya en su juventud, no tenía motivos para escudarse en una timidez, infrecuente en los hombres que viajan y hacen vida social.
—Además, un escritor brillante, como usted...
—No, no, no. ¡Muy mal escritor! ¡Todo lo que he escrito es muy malo! ¡No tiene sentido en ninguna lengua! No, no; esto lo digo completamente en serio.
EL ÉXITO NO CUENTA NADA
Insistimos en decirle que en estos momentos es uno de los escritores de mayor éxito en el país.
— ¡Oh!; para mí el éxito no cuenta nada. Esas son cosas de los editores y de la gente, que compra tos libros. Mi obra "El cuaderno gris" ha resultado bien porque la señora de Ridruejo y el señor Ridruejo, que eran amigos míos, sabían bien el catalán y lo tradujeron muy bien. Todo lo demás de mi obra no vale nada. De todo eso del éxito, yo no creo nada; de cuanto he escrito, vaya usted a saber qué suerte correrá dentro de tres o cuatro años; probablemente no será nada.
—Es usted muy pesimista.
—No, señor; yo no me creo pesimista. No se trata de pesimismo, ni de optimismo, sino de una cuestión de haberse pasado la vida observando. Por eso soy contrarío a la imaginación, que lo destruye todo, y partidario de la observación, que me lleva a ser admirador de Maquiavelo.
De su época era Madrid guarda Pla grato recuerdo de las redacciones de los periódicos.
—Cuando yo escribía en "El Sol", allá a la una o una y media de la madrugada, pasaba por allí la masa encefálica de la nación. Venían cada noche Ortega, don Ramón Pérez de Ayala, que era embajador de España en Londres; venía Unamuno, con el cual Aznar había contratado tres artículos semanales, lo cual le tenía muy contento, porque Unamuno era un avaro tremendo. Lo único que le interesaba eran las casas de que era propietario en Bilbao; claro que, como padre de muchos hijos, tema muchas obligaciones. Pero era un avaro total; de esto no le quepa duda. También venía mucho Primo de Rivera.
— ¿Don Miguel?
—No, no, José Antonio, que era un hombre que cuando le mataban a un correligionario... Bueno, prefiero no entrar en juicios políticos. Era muy buena persona este hombre; yo tengo un gran respeto por él. Políticamente, no me parecía muy admirador de su padre, él quería hacer otra cosa. No sé si lo hizo.
Hablamos de amigos comunes, de Sánchez-Mazas, de Luis Calvo, del doctor Duarte. Pla tiene clara la memoria y como a don Pio Baroja, aunque confiese que la literatura es un esfuerzo baldío, le preocupa mucho la posibilidad de realizar todavía la obra en que pueda resumir toda su experiencia con un estilo sencillo y claro.
Al referirnos a Azorín dice Pla que no le ha considerado nunca como un escritor castellano.
—Los castellanos tienen que hacer la frase larga, terminada siempre en cola de pescado. Azorín, por el contrario, escribía: "La puerta es verde". Punto. "El techo está encalado". Punto. "La calle aparece solitaria". Punto. Es un escritor que yo no sé de dónde ha salido. Bueno, ha salido de Monóvar. O sea, que es un alicantino que, ha estudiado en Valencia y que está muy catalanizado. Su cultura era francesa total y su ídolo era Montaigne.
Nos muestra un dormitorio de la casa con muebles de caoba traidos de Filipinas por un antepasado suyo. La sensación es que estamos dentro de un frigorífico, aunque Pla, a sus ochenta años, diga cosas humorísticas, ingeniosas, para no tomar en cuenta el frío.
—Haga usted el favor de saludar a los amigos de la redacción de "El Debate"...
—Querrá usted decir de YA.
—No, de "El Debate", para mi continua siendo "El Debate". He conocido allí al señor De Luis, que era una gran persona; al cardenal Herrera, poco, yo soy partidario de "El Debate", porque a pesar de que voy poco a misa, tengo un fondo religioso. Creo que una de las equivocaciones más grandes es destruir la religión. La religión consuela a mucha gente y ante esto yo me quito la boina, el sombrero y todo.
...
—Sí, sí. Estos señores son muy bien educados; son gente de una discreción y de una comprensión... Esta casa no se puede ofrecer a nadie, menos a reyes; esta casa es un "bríc-a-brac" tremendo. El Rey escuchó mucho; yo le dije todas las cosas que usted puede imaginar, de buena fe, creo que con un cierto buen sentido. Ignoro qué caso habrá hecho. Alguna vez le escribo alguna carta. Le diré, por ejemplo, que yo soy contrario a la Ley electoral esa que quieren hacer basada en la participación proporcional. Yo soy partidario de Canovas; por eso le dije al Rey que no hiciera ninguna constitución, que tome la concepción de Cánovas, que es bastante buena y que añada un capítulo sobre la cuestión social. Porque ahora el capitalismo ha de pagar a socialismo y si no te paga ha de pagarles alguien, para que no entremos en el comunismo. ¿Usted me comprende? Pues basta.
Pla habla, señalándonos con el dedo pulgar, que a veces se lleva a la sien.
— ¿Qué ofreció usted a los Príncipes de España en aquella ocasión?
— ¡Bueno...! Unos buñuelos que había por aquí parque estábamos en la época de San José, y ese vino, que es de la viña de casa. Pero fueron tan distinguidos que me dijeron que les había gustado mucho. La Princesa, bueno, la Reina, es un fenómeno lingüístico enorme. Es muy guapa, viste sencillamente y me pareció muy inteligente. Luego la he visto en Madrid y he tenido con ella una gran conversación sobre Grecia.
NO A LA REPÚBLICA
Josep Pla ha confesado que es conservador.
—Sí señor. Porque siempre me ha parecido absurdo que los hombres añadan sus facultades intelectuales y su fuerza material al incesante trabajo de destrucción que realiza constante e implacablemente la naturaleza. Por eso no me gustó la República. Me pareció que actuaba dentro de la anarquía más rigurosa; yo soy hombre de orden, me gusta el orden, me gusta que las cosas marchen con puntualidad, si es posible. Siendo un hombre tan poco puntual, la puntualidad me parece indispensable para vivir. La República fue un desastre total, una cosa que no se podía unir ni ligar. Además, fue muy violenta, muy rápida. Querían arreglar los problemas agrarios, militares, religiosos..., todo, en quince días. Era imposible aquello. ¿Usted me comprende?
"La historia de la República", escrita por Josep Pla, es hoy una obra rara, muy buscada por los bibliófilos.
—En realidad, no es una historia, sino una crónica. Debería revisarse, pero yo no la revisaré nunca; no me importa nada. A mí lo que me importa verdaderamente es que no venga la Tercera República.
En sus años de juventud, cuándo fue corresponsal en Madrid de "La Publicitat", de Barcelona, conoció en el Congreso a las figuras más sobresalientes de la política española de aquel momento.
—Una vez oí decir a un diputado de San Sebastián, dirigiéndose a don Indalecio Prieto, algo que no se me ha olvidado y que le contaré a usted. Este diputado de San Sebastián debió de ser algo palaciego y tuvo influencia con la reina, aunque luego se metió en el Nacionalismo Vasco. Pues bien; este señor diputado le hizo a don Indalecio esta observación: "Oiga, Prieto, a usted, que te guste tanto comer y concurrir a las tertulias con gentes destacadas, ¿por qué es socialista?" Prieto le respondió —y perdone la expresión, que es impropia...—: "Pues mire usted: en España no hay más que dos clases de personas: las que c... sentados y los que c... en cuclillas. Y yo soy partidario de que los española c... todos sentados. Por eso soy socialista".
Pla se ríe como uno de esos viejecitos de Teniers o como Pio Baroja, que viene a ser lo mismo. Ambos muestran los dientes rotos y desnudados, dando a su modo de reír un cierto matiz de diablo embromador.
LA MEJOR CIUDAD DEL MUNDO
— ¿Cómo era Madrid cuando se trasladó usted a vivir allí?
— ¡Oh!; yo casi he visto los carros de bueyes. Llegué a Madrid el años diecinueve, enviado por "La Publicitat", de Barcelona, para escribir la crónica de las Cortes y todo eso. Madrid era entonces una ciudad maravillosa, la mejor ciudad residencial del mundo, con un clima colosal. Era una ciudad para viejos; la gente no se moría nunca. Había unos ex presidentes del Consejo que tenían noventa años. Y es que el clima era maravilloso para vivir. Madrid era una ciudad donde la gente no fiada prácticamente nada; él Estado lo pagaba todo. Yo he visto en un Ministerio un cartelito que decía: "El señor Fulano de Tal —un señor que llevaba capa, por cierto— recibe de doce a doce y cuarto". Nada más.
Frecuentó la tertulia de Gómez de la Serna, en Pombo, los cafés, las redacciones de los periódicos; algunos amigos comunes nos han dicho que se le vio entonces acompañado de una mujer bellísima, que debió de ser su gran amor.
— ¡No, no, no! Yo no tengo prácticamente ni idea del amor ni de esas cosas. Tengo un cierto sentido del ridículo, y no me he acercado nunca a nadie para molestarle.
Se ha ruborizado como una clarisa, revolviéndose en la silla, inquieto, al tiempo que hacía girar la boina en la cabeza.
— ¿En este sentido, también es usted un tímido, un ser barojiano?
—Bueno; don Pío era un tímido y un campesino vasco; yo tengo cierto sentido del ridículo. En el Mediterráneo, más que timidez, existe un cierto sentido del ridículo. ¿Usted me comprende?
Le decimos que un periodista brillante, corresponsal en Madrid, en Francia, en Italia, en Rusia, autor de libros de gran éxito ya en su juventud, no tenía motivos para escudarse en una timidez, infrecuente en los hombres que viajan y hacen vida social.
—Además, un escritor brillante, como usted...
—No, no, no. ¡Muy mal escritor! ¡Todo lo que he escrito es muy malo! ¡No tiene sentido en ninguna lengua! No, no; esto lo digo completamente en serio.
EL ÉXITO NO CUENTA NADA
Insistimos en decirle que en estos momentos es uno de los escritores de mayor éxito en el país.
— ¡Oh!; para mí el éxito no cuenta nada. Esas son cosas de los editores y de la gente, que compra tos libros. Mi obra "El cuaderno gris" ha resultado bien porque la señora de Ridruejo y el señor Ridruejo, que eran amigos míos, sabían bien el catalán y lo tradujeron muy bien. Todo lo demás de mi obra no vale nada. De todo eso del éxito, yo no creo nada; de cuanto he escrito, vaya usted a saber qué suerte correrá dentro de tres o cuatro años; probablemente no será nada.
—Es usted muy pesimista.
—No, señor; yo no me creo pesimista. No se trata de pesimismo, ni de optimismo, sino de una cuestión de haberse pasado la vida observando. Por eso soy contrarío a la imaginación, que lo destruye todo, y partidario de la observación, que me lleva a ser admirador de Maquiavelo.
De su época era Madrid guarda Pla grato recuerdo de las redacciones de los periódicos.
—Cuando yo escribía en "El Sol", allá a la una o una y media de la madrugada, pasaba por allí la masa encefálica de la nación. Venían cada noche Ortega, don Ramón Pérez de Ayala, que era embajador de España en Londres; venía Unamuno, con el cual Aznar había contratado tres artículos semanales, lo cual le tenía muy contento, porque Unamuno era un avaro tremendo. Lo único que le interesaba eran las casas de que era propietario en Bilbao; claro que, como padre de muchos hijos, tema muchas obligaciones. Pero era un avaro total; de esto no le quepa duda. También venía mucho Primo de Rivera.
— ¿Don Miguel?
—No, no, José Antonio, que era un hombre que cuando le mataban a un correligionario... Bueno, prefiero no entrar en juicios políticos. Era muy buena persona este hombre; yo tengo un gran respeto por él. Políticamente, no me parecía muy admirador de su padre, él quería hacer otra cosa. No sé si lo hizo.
Hablamos de amigos comunes, de Sánchez-Mazas, de Luis Calvo, del doctor Duarte. Pla tiene clara la memoria y como a don Pio Baroja, aunque confiese que la literatura es un esfuerzo baldío, le preocupa mucho la posibilidad de realizar todavía la obra en que pueda resumir toda su experiencia con un estilo sencillo y claro.
Al referirnos a Azorín dice Pla que no le ha considerado nunca como un escritor castellano.
—Los castellanos tienen que hacer la frase larga, terminada siempre en cola de pescado. Azorín, por el contrario, escribía: "La puerta es verde". Punto. "El techo está encalado". Punto. "La calle aparece solitaria". Punto. Es un escritor que yo no sé de dónde ha salido. Bueno, ha salido de Monóvar. O sea, que es un alicantino que, ha estudiado en Valencia y que está muy catalanizado. Su cultura era francesa total y su ídolo era Montaigne.
Nos muestra un dormitorio de la casa con muebles de caoba traidos de Filipinas por un antepasado suyo. La sensación es que estamos dentro de un frigorífico, aunque Pla, a sus ochenta años, diga cosas humorísticas, ingeniosas, para no tomar en cuenta el frío.
—Haga usted el favor de saludar a los amigos de la redacción de "El Debate"...
—Querrá usted decir de YA.
—No, de "El Debate", para mi continua siendo "El Debate". He conocido allí al señor De Luis, que era una gran persona; al cardenal Herrera, poco, yo soy partidario de "El Debate", porque a pesar de que voy poco a misa, tengo un fondo religioso. Creo que una de las equivocaciones más grandes es destruir la religión. La religión consuela a mucha gente y ante esto yo me quito la boina, el sombrero y todo.
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Marino Gómez-Santos. Ya, 20/02/1977. Pág. 24-25, 27.
ADENDA
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