ENTREVISTA
EN PARIS CON EUGÈNE IONESCO
EL
MAYO FRANCES FUE UNA FIESTA EN LA QUE TODOS QUERIAN DIVERTIRSE
Siempre
son los burgueses quienes provocan las revueltas o las revoluciones
Por
Enrique LABORDE
—LA juventud actual no
tiene sentido de la amistad, ni sentido del humor es triste, y la tristeza es peligrosa.
Eugene Ionesco, que cada
vez se parece más a un personaje de Eugène Ionesco, con su aire de «clown»
triste, nostálgico de un circo imposible, malabarista de cosas heterogéneas,
sonámbulo en el laberinto del absurdo, autor, actor y espectador de la tragicomedia
de nuestro tiempo, habla pausadamente y hasta se le escuchan los puntos y las
comas y se le adivinan los paréntesis y se le puede seguir la trayectoria a los
suspensivos.
—Maestro, como le había
dicho, yo querría que hablásemos de Mayo de 1968.
—Por favor, no me llame
maestro.
—De acuerdo, maestro
Rodica, la esposa del
escritor —menuda, vivaracha, la mirada muy expresiva, atenta a todo, pendiente
de todo—, nos sirve unas copas. «Zed», el perro del escritor, un «cocker»
curioso y cariñoso, se instaló junto a mí y allí estuvo durante toda la
conversación («Es la novedad, ¿sabe usted? «Zed» quiere participar en todo y
cuando abro el correo tiene que examinar el contenido de cada carta, como si
alguna fuese para él. Si le molesta, dígaselo»). La habitación estaba
iluminada por esa luz, naranja y oro, un tanto mágica, del crepúsculo y a
través de los visillos se apreciaban las formas, deliciosamente destartaladas,
de los últimos estudios que aún quedan en ese Montparnasse entregado a la
piqueta de las inmobiliarias.
—¿Qué fue Mayo de 1968,
que ahora, a los diez años, ha vuelto la actualidad con unos excesos
conmemorativos inexplicables o quizá explicables?
—En mi opinión, Mayo de 1968,
como todo movimiento subversivo, estuvo suscitado y fomentado por Moscú, como
siempre. Es cierto que tuvo muchos adeptos, pero todos los que participaron en
esa revuelta, al margen de algunos agentes titulares, de algunos profesionales
de la subversión, no se lanzaron a la calle por los mismos motivos o causas.
Las razones eran diversas y contradictorias, pero prácticamente tenían un
denominador común: el gusto del alboroto, de la perturbación. Yo hablo de
Francia.
—Pero ¿no fue, ante todo
y sobre todo, una explosión de protesta, un amago de revolución o, más bien, de
rebelión contra una forma de sociedad?
—No: en mi opinión fue,
más bien, una fiesta en la que todos querían divertirse a su modo. En realidad,
quienes participaron tenían necesidad de celebrar una forma de carnaval y yo
creo que debía llevarse a cabo un carnaval todos los años para que las masas se
desahoguen, como en Río de Janeiro, en Colonia... Sin embargo, donde el movimiento
de rebelión estaba perfectamente justificado era en Checoslovaquia.
Naturalmente, se dijeron muchas cosas y hasta se habló de crisis de civilización.
Pero yo creo que nuestra civilización no es ni buena ni mala y que puede uno
adaptarse perfectamente a ella, tal cual es. Los valores que proponía y que
propone nuestra civilización son apreciables, pero no eran esos valores los que
estaban en juego, sino unas gentes que creían poco o nada en esos valores
—Sin embargo, en París,
la revuelta adquirió unas proporciones inquietantes.
—En París fue simplemente
un alboroto, un abucheo, un griterío y un delirio verbal Pero en ningún momento
se manifestó la voluntad de la conquista del poder
—Lo que sorprende, al
considerar la revuelta de mayo, es que no tuvo una respuesta popular. En el
fondo fue la rebelión de una minoría cuya condición social estaba muy lejos de
las tituladas «masas laboriosas». Yo recuerdo la observación irónica de Georges
Pompidou al inaugurar el Salón del Automóvil en octubre de 1968. El entonces
primer ministro se detuvo ante un coche deportivo de gran categoría, y exclamó:
«¡He aquí el modelo de las barricadas!».
—Naturalmente, como que
son siempre los burgueses quienes provocan las revueltas o las revoluciones. En
1789 fue así y esto no ha cambiado desde entonces. Yo no creo en el dogma de la
lucha de clases, sino más bien en una suerte de detestación, de descontento y
de rivalidad en el interior de una misma clase, los pequeños burgueses contra
los grandes burgueses por ejemplo. Es incuestionable que en la revuelta de mayo
participaron algunos miembros de la gran burguesía, quizá para no quedarse
atrás. Yo no he creído nunca en la autenticidad de Mayo del 68, en Francia, y
en ningún momento me inquietó. Yo creo que aquello formó parte de nuestro
espíritu de destrucción, nuestro placer del escándalo por el escándalo y de
nuestro gusto por todo lo que representa ruido y furor
—¿Y Cohn-Bendit, Sauvageot
y Geismar, a quienes se les llamó «los tres moscu-teros»?
—Cohn-Bendit fue uno de
los principales agitadores y pertenecía al movimiento anarquista o algo
similar, que estaba bien organizado. Cohn-Bendit sabía perfectamente lo que hacía
y lo que quería, pero los otros se dejaron llevar por los acontecimientos
Siempre existen razones para el descontento, y en Mayo del 68 se explotó una
forma de descontento, que a fin de cuentas era de tono menor. Por ello, ni fue
una revolución ni una revuelta de masas.
—Pero ¿no cree usted que
el «mayo francés» provocó una forma de contagio en todo el mundo? ¿No fue un
detonador...?
—Mire, los
norteamericanos, que en cierto modo fueron responsables de ese mayo.... los
estudiantes norteamericanos, yo acabo de estar allí, están hoy perfectamente
tranquilos, despolitizados, porque no tienen ninguna guerra, ¿me comprende?, y
no se sublevan por cuestiones que son verdaderamente graves y trágicas, como, por
ejemplo, el genocidio de Camboya o las persecuciones y las represiones en
tantos otros países...
—Supongo que vio usted en
televisión el programa dedicado a Mayo del 68, con las imágenes de las
revueltas en numerosos países...
—Indudablemente existió
una forma de contagio, pero no hay un sólido elemento de inicio para establecer
una concatenación, una relación entre lo que ocurrió en París y sus causas y lo
que ocurrió en otras capitales del mundo. En Praga, por ejemplo, las razones de
la revuelta eran buenas, lógicas. En Praga se luchó por la libertad y ese
combate estaba perfectamente justificado, algo que no ocurría en los países
occidentales.
—Volvamos a París. Yo
recuerdo la expresión del general De Gaulle, en plena revuelta: «La reforme,
oui; la chienlit, non»....
—Y tenía toda la razón,
En París, insisto, todo fue una orgia del desorden por el desorden y nada más.
—Sin embargo, Cohn-Bendit,
Sauvageot y Geismar querían aparecer como Danton, Marat y Robespierre...
—Cómico y trágico a un
mismo tiempo. Esos tres jóvenes no eran más que unos aprendices de
revolucionario. Naturalmente, a los diez años de aquella revuelta, se habla de
ellos, pero reducidos a su verdadera dimensión. Yo también vi el documento que
difundió la televisión, en el que se le concedió muy poco espacio a la rebelión
de Praga y se hablaba púdicamente de los ejércitos del Pacto de Varsovia, que
habían invadido el país; pero no se dijo en ningún momento, de modo claro y
determinante, que eran las fuerzas soviéticas...
—En ese reportaje, que le
dedicó una mínima atención al Mayo de París, hasta el extremo de limitarlo a
imágenes fijas, sin el menor movimiento, como si no existiesen documentos
cinematográficos en archivo, mientras que Méjico, Madrid, Tokio y otras
capitales del mundo merecieron espléndidas imágenes y comentarios de
circunstancias: faltó la conclusión, el resumen, que podía haberse titulado
«diez años después».
—Tiene usted toda la
razón. Pero es así y hay que conformarse con esa lamentable realidad.
—Yo creo que todo podía
haber terminado con una imagen expresiva, aquella que el general De Gaulle
metió en una de sus reflexiones que Malraux recoge en un libro de memorias: «Al
final, todo terminará en un par de pantuflas».
—Así es, y una vez más De
Gaulle estuvo acertado en el vaticinio.
—¿Qué queda de Mayo del
68?
—Prácticamente, nada. A
lo sumo, una leyenda a la que se le quiere conceder una significación profunda.
Todos los años lo candidatos al título de bachiller organizan su alboroto, su
monote, apedrean escaparates de Saint-Michel,
quieren repetir aquello; pero todo se queda en una serie de carreras delante de
los guardias, como entonces...
—Para mí, Mayo de 1968
fue una revolución de vocabulario, de palabrería, un delirio retórico...
—Simplemente, un alboroto
sin imaginación y sin objetivo.
—Y, sobre todo, sin
humor. La revuelta de Mayo del 68 sólo tuvo algunos atisbos de humor, pero a la
juventud actual le falta esa tercera dimensión de la inteligencia que es el
humor.
—Tiene usted toda la
razón. La juventud actual no tiene sentido del humor, ni sentido de la amistad.
Pero hay algo más inquietante que ha venido mucho después de Mayo: el
terrorismo, que no ha hecho más que empezar.
—¿Dónde está la fuente de
ese terrorismo?
—Como siempre, en Moscú.
La Unión Soviética prepara minuciosamente la conquista del mundo. Una vez caída
Francia, toda Europa caerá, África está ya ampliamente invadida, las revueltas
llamadas «espontáneas» no tardarán en producirse aquí y allá, y al final los
Estados Unidos quedarán aislados, unos Estados Unidos que viven en la
indiferencia y en la ceguera...
—¿Qué se puede hacer?
—Yo creo que la
civilización actual no tiene por qué cambiar sus valores, sino purificarlos y
restablecerlos. Es cierto que la burguesía ha cometido errores criminales, pero
no son nada comparables con los que se preparan.
—Puede que a quienes lean
este diálogo les sorprenda la pregunta que quiero hacerle y que para usted no
será más que una cuestión perfectamente lógica: ¿No cree usted que el humor es
una fórmula de salvación?
—Indudablemente. Allí
donde no hay humor se engendran la crueldad y el odio. En un libro de David Rousset
sobre la represión en el mundo se destaca de modo muy especial que individuos
como Hitler y Stalin no tenían el más elemental sentido del humor y por ello
eran crueles, despiadados, inhumanos.
—Yo pienso en lo
importante, en lo trascendente que habría sido o que sería un «mayo humorístico»,
una gran revolución humorística...
—Desgraciadamente es
inconcebible. Actualmente se representa en París una comedia de un español,
Arrabal, que se titula «Punk et punk et cólegram», una obra humorística en la
que se muestra el absurdo total de la época, con los trapicheos de los
políticos, las historias de espionaje, con unos espías pederastas, etc., y
esto, junto a otras manifestaciones literarias, artísticas, revela que hay algo
así como un retorno al humor. Hace años hicimos un teatro humorístico cuya
intención no era otra que el arrebatarle su excesivo significado a ciertas
palabras, desarticular las frases hechas, los tópicos... Era un teatro
saludable, pero no prosperó porque los críticos serios y graves, dogmáticos,
marxistas sin humor, tristes por excelencia, interpretaron a su modo y
conveniencia nuestro teatro, y pese a nosotros y a nuestro pesar hicieron un
teatro que se pretendía comprometido, con un mensaje dentro, como esas botellas
que tiran al mar los náufragos. En fin, fueron ellos quienes escribieron nuestras
obras...
—Yo creo, como dijo un
gran humorista español, Ramón Gómez de la Serna, que conviene establecer la
diferencia entre la seriedad y el seriecismo, que es la seriedad sobrante, una
seriedad ridícula. Todo lo que no tenga humorismo, decía, se convierte en un
cuento de miedo que no mete miedo a nadie.
—Ese fenómeno que el
humorista español llamaba seriecismo, yo creo que lo han estudiado los
escritores rusos llamados «disidentes», como si fuese disidente un hombre que
expresa su oposición a algo en lo que nunca creyó y a lo que jamás perteneció.
Esos escritores, como Bukovski, Sinovief, Amalrik, Solyenitsyn, Siniavski,
Daniel, etcétera, se dieron cuenta de todo eso y lo denunciaron...
Evidentemente, en 1968 no faltaron los discípulos de Marx, Althusser o de ese marxista
tardío que es Sartre, pero cada vez hay menos, y aunque le parezca
contradictorio, paradójico, los países donde el marxismo ha desaparecido son
Rusia, Polonia, Hungría, Rumania, Checoslovaquia... Es decir, si vivimos
todavía unos diez años, tendremos que refugiarnos en esos países para tener la
libertad de imaginación, la libertad de reír, porque el Occidente estará
completamente contaminado.
—Pero si el marxismo ha
desaparecido en esos modelos del marxismo, ¿qué es lo que hay?
—Unas organizaciones
burocráticas muy poderosas, sin ningún intelectual marxista, sino con una enorme
presencia de arribistas, de oportunistas, que se inscribirán en el partido para
hacer carrera. Hippolyte Taine escribió que la clase aristocrática del siglo
dieciocho era una clase que se sentía culpable, que tenía mala conciencia de sí
misma y que dimitió. Pero en Rusia no ocurre lo mismo, porque no creen en sus
valores, sino que tienen un cinismo brutal y pleno de agresividad que les
permite proseguir su acción sin necesidad de ideología alguna. Precisamente, lo
que resultaba simpático, un poco simpático, en Mayo de 1968, en Francia, es que
no había ideología de ninguna clase, porque las ideologías no son, a fin de
cuentas, más que las coartadas de las acciones más vehementes, más crueles y
más pasionales. Las ideologías sólo sirven para ocultar los impulsos
irracionales que excitan a los hombres a destruirse entre ellos.
—A propósito de
ideologías, ¿qué piensa usted de esa entelequia llamada eurocomunismo?
—Yo no creo una sola
palabra. En 1948 hubo un eurocomunismo en Praga. En aquel entonces, los
comunistas checoslovacos renunciaron a la dictadura del proletariado y repetían
que a partir de esa revisión el comunismo tendría los colores de la nación
checoslovaca. Cualquiera que ha leído un poco la Historia se puede dar cuenta
que, una vez más, se juega haciendo trampas. El eurocomunismo es un engaño, y un
engaño de lo más burdo.
Terminado el diálogo
sobre Mayo de 1968 y sobre tantas otras cosas, la conversación discurrió por
los caminos del más puro humorismo. Se habló de Miguel Mihura, de Tono, de
Ramón Gómez de la Serna, de las falsificaciones del humor en nuestro tiempo,
del insoportable seriecismo de los hombres políticos, del humorismo
involuntario, etcétera, y la unanimidad fue absoluta. Así da gusto. Eugéne Ionesco
me enseñó los retratos que hizo Miró de él y de su esposa, Rodica, así como un
delicioso Chagall y un prodigioso Max Ernst, homenaje en el estreno de «El
rinoceronte». Y de nuevo se volvió al tema de la unanimidad: el humor.
—El humorista es un
hombre alegre al que ponen triste los demás.
—¿De quién es esa
definición?
—De Ramón Gómez de la
Serna.
—Es admirable porque,
además, es cierta,
Rodica, Eugène y «Zed» me
acompañan hasta la puerta:
—Buenas tardes, maestro.
—Por favor, no me llame
maestro.
—De acuerdo, maestro.
Hasta siempre.
Enrique LABORDE,
ABC Dominical, 28 de mayo de 1978, pp. 12-14.