martes, 9 de agosto de 2022

"Los consuelos prohibidos". Entrevista a Gabriel Albiac. Miguel Ángel Quintana Paz (Cuaderno gris, nº. 9, 2007, págs. 61-88)


El aire frío de Madrid crea una luz pulida, mucho más que transparente. Place caminar dentro de ella si uno no se cura de la gelidez y gusta, en cambio, de la transparencia.

He fijado una cita con Gabriel Albiac un madrileño sábado invernal de 2006, en su estudio, para platicar sobre su pensamiento político. Ya mientras acordábamos el encuentro me ha llamado la atención su cordialidad a trompicones, fresca, grata. Ahora conversamos largamente mientras por la ventana del techo abuhardillado columbro de vez en vez la azotea del Edificio España, que se va oscureciendo, disgregando por momentos: cae la tarde.

Al ir a iniciar la entrevista le comento a Albiac el plan de la misma. Me excuso por adelantado ya que había abordado con un cierto «academicismo» tal preparación. (Dado que Albiac es uno de los filósofos españoles más habituados a utilizar los medios de comunicación de masas, presupongo apresurado que él preferiría un formato de entrevista más ligero, menos académico y más «comunicacional».) Sensato, Albiac me garantiza que «el ser académico no es ningún defecto», y he de otorgarle toda la razón.

Durante la entrevista se le nota cómodo, le gusta ser entrevistado. A mí me gusta estar entrevistando a una de las mentes más tónicas del hodierno pensamiento español. Ganador del Premio Nacional de Literatura en 1988 por su ensayo La sinagoga vacía (Hiperión) —donde se las había con varias de las figuras más heterodoxas del judaísmo español—, es nota internacionalmente la especialización de Albiac en filósofos como Spinoza, Pascal y Maquiavelo. Desde 1988 es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente colabora en la cadena radiofónica COPE, en el diario de internet Libertad Digital y en el diario impreso La Razón, tras haber sido durante largo tiempo columnista del diario El Mundo, así como más brevemente de Diario 16 y El País. Nació Albiac en 1950 en Utiel (Valencia), y no sólo destacan entre sus ensayos obras del calado de Caja de muñecas (Destino 1995), Desde la incertidumbre (Plaza y Janés 2000) o su recentísimo Diccionario de adioses (Seix Barral 2005), sino que se ha adentrado en diversas ocasiones en el territorio de la novela (Ahora Rachel ha muerto, Alfaguara 1994; Últimas voluntades, Plaza y Janés 1998; Palacios de invierno, Seix Barral 2003).

Buen conocedor de la mejor etapa del rock and roll, nada le empece a Albiac para reconocerse aún hoy discípulo de ese peculiar marxista que fue Louis Althusser (dentro de cuyo equipo de trabajo realizó su tesis doctoral). Ahora bien, quien espere reencontrar en Albiac todos los manoseados tópicos de las izquierdas divagantes, extravagantes o fundamentalistas (por utilizar la afortunada taxonomía de su amigo Gustavo Bueno[1]) saldrá defraudado (y, a menudo, enrabietado: sólo hay que contemplar el malhumor que exhiben muchos de sus pasados contrincantes en la polémica). Quien desee recrearse durante un rato pensando saldrá, en cambio, vigorizado. Albiac, en suma, resulta tan acogedor como sólo sabe ser la lucidez, tan hospitalario en su estudio como minucioso en sus respuestas.

 

PREGUNTA Me gustaría que comenzásemos, si le parece a usted bien, haciendo una suerte de autobiografía intelectual. Pues una de las cosas que más llama la atención a cualquiera de los que le leemos, don Gabriel, es que se pueden encontrar ideas en apariencia muy disímiles escritas por usted (seguramente en circunstancias asaz disparejas) a lo largo de su ya ancha trayectoria como pensador. Tal vez una manera de poner en orden todo ese conjunto de nociones sea el ordenarlas diacrónicamente; pues, ello, como mínimo, nos habrá de permitir el contemplar la lógica socio-histórica de su sucesiva generación. Así pues vayamos, si me lo permite, a los cimientos de su desarrollo intelectual: ¿Cómo surgió en usted la vocación por la filosofía? ¿Qué le enganchó de los afanes filosóficos, y con qué expectativas arrostró usted la tarea del pensar?

RESPUESTA —. En realidad, mi propósito de dedicarme a la filosofía fue bien temprano. Hacia los dieciséis años —que era el momento en el cual en este país, en mi época, se empezaba a estudiar filosofía en el bachillerato— la filosofía me produjo una enorme fascinación. Lo he contado muchas veces: para mí solamente había dos opciones a aquella edad, y eran la filosofía o la matemática. En ambas disciplinas me entusiasmaba lo mismo: el principio de rigor; la idea de que se puede pensar de un modo riguroso en medio de un universo caracterizado por unos usos del lenguaje extraordinariamente blandos. ¿Por qué escogí la filosofía y no la matemática? No lo sé; probablemente porque en aquel momento pensé que realmente el principio fundante de la razón podría de algún modo buscarlo ahí. Quizás la única línea de continuidad que hay en toda mi vida intelectual es precisamente esa: la voluntad (que en cierta manera yo creo que es una apuesta ética) de no hacer jamás concesiones en el terreno del rigor, de buscar el rigor por encima de todo.

P. —. Esto suena un tanto wittgensteiniano, ¿no es cierto? E incluso me hace venir a las mientes aquella frase de Otto Weininger con que Ray Monk inicia su biografía de Wittgenstein[2]: «Ética y lógica son dos manifestaciones de una misma cosa: la obligación hacia uno mismo». Parece que a estos dos vieneses también les hubo embargado la convicción de que poseer un pensamiento lógicamente riguroso es, ante todo, una especie de imperativo ético, una suerte de obligación...

R. —. Una obligación absoluta, sin duda de ningún tipo. Pienso además que eso es lo que, al fin y al cabo, queda de todas las retóricas y todas las (a veces no muy claras) fantasías sobre la «función ética del intelectual».

P —. Y bien, ¿por dónde empezó usted entonces a practicar ese rigor?

R. —. Desde un primer momento a mí me fascinaba Platón. Supongo que a todos los que nos dedicamos a la filosofía nos ha pasado: esa cosa tan extraña (que después, además, con el paso de los años y a medida que le vas añadiendo conocimiento al asunto, te vas dando cuenta de que es aún más dura de entender), esa cosa tan extraña y tan sugestiva, decía, de que de algún modo toda la historia de la filosofía esté ya en Platón: ¡Toda! En cierta medida te das cuenta de que el trabajo de veinticinco siglos de filosofía ha consistido en ir haciendo pequeñas glosas al texto platónico, pequeñas notas a pie de página. Fíjese en que (se trata de un escrito que he utilizado en múltiples ocasiones) no creo que haya un texto donde se puedan plantear mejor las paradojas de la relación con lo político de la gente de mi edad (y son paradojas muy tajantes, a veces muy dramáticas en lo personal) que un texto platónico, precisamente: «La Carta Séptima». Al principio de ella, como recordará usted, Platón narra la paradoja de su juvenil deseo de dedicarse a la política, y el modo en que acabó revirtiendo a la filosofía: «Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos Pero llegado un determinado momento comprendí [...] que nada era reformable en aquel terreno» y que sólo un largo rodeo a través de la filosofía podría al menos hacernos entender por qué no era reformable.

P. —. Bien, esto prácticamente nos induciría a preguntarle ya por el final de su propio rodeo vital, don Gabriel; pero resistiré de momento la tentación y seguiré concentrándome en los episodios iniciales de su vocación filosófica. Entiendo, por lo que nos ha narrado, que usted en un principio sí que creyó (como creyó Platón, como creyeron tantos otros miembros de su generación) que el campo de la política era un campo al que podemos confiar nuestras mejores esperanzas...

R. —. No hay que olvidar que estamos hablando del año 1966. Yo era entonces una criatura de la dictadura; además una criatura, digamos, de los aspectos más conflictivos de la dictadura: nací en una familia de tradición netamente republicana; mi padre era un militar profesional de la República, condenado a muerte en el 39; mi familia materna también mantenía esa tradición... En suma, hacia la mitad de los años 60, para los que habíamos vivido la dictadura como un infierno realmente inmerecido (pues, ¿por qué diablos la gente de mi edad tuvo que heredar todo aquel horror y convertirse en depositarios de toda la memoria de una guerra civil que no nos correspondió a nosotros, pero que sin embargo tuvimos que interiorizar como parte de nuestra biografía?), para nosotros, decía, (o al menos, para mí) había dos factores que eran simultáneos: En lo político, un odio —yo diría que racional— contra la dictadura, y una apuesta de gente que por entonces era muy joven (monstruosamente joven) por la lucha a cualquier precio (y digo «a cualquier precio» pues hubo gente de mi edad que pagó muy caro aquello); y en el terreno intelectual lo que para mí no era sino el paralelo lógico de aquello: la lucha, la guerra a muerte contra las formas de embrutecimiento depositadas en el lenguaje. Repare usted en que por aquella época lo que yo, o más bien nosotros, podíamos llamar revolución se correspondía con nuestra vibrante necesidad de volar, de hacer saltar por los aires, una cotidianeidad invisible, sórdida —no, no se trataba ya de lo político diferenciado de la vida privada: era la sordidez interiorizada en cada acto...—. En fin, ni siquiera quiero hablar de esa época porque verdaderamente parecería que estoy haciendo una caricatura. La necesidad de volar aquello, en fin, era un principio de supervivencia: no se podía vivir así. Y tampoco se podía vivir repitiendo las majaderías del saber común. La liberación para mí estaba, pues, en ese doble plano: el plano de la intervención política (que en mi caso, como en el de prácticamente toda la gente de mi edad y de mi medio, se produjo muy pronto: hacia los diecisiete años, cuando llegamos a la universidad) y el plano de la apuesta contra la interiorización del orden dentro del lenguaje, dentro del discurso —y para mí eso era la filosofía—

P. ¿Qué clase de apuesta por la intervención política fue la que usted emprendió entonces? ¿Comunista?

R. —. Sí, comunista ya desde el primer momento. Entre otros motivos, porque no había otra opción. Tenga en cuenta que, cuando yo llego a la Universidad Complutense en 1967, apenas había leído a Marx. Sí que tenía un cierto dominio (con todas las limitaciones propias de un chaval de 17 años) de los clásicos: había leído a Platón, sentía una cierta fascinación por los intelectuales franceses del período de entreguerras (que es una cosa que luego en mí siempre ha permanecido) … pero sin embargo mi lectura de Marx era superficialísima. Y claro, llegar a la Complutense era llegar a una especie de «territorio liberado» dentro del franquismo (sé que son cosas que hoy suenan a increíbles). Venías de la calle, donde te encontrabas una sociedad que era una especie de monstruo anacrónico, de gran dinosaurio muerto de pie... y de pronto entrabas allí y te encontrabas con un lugar en el que se vivía, bueno, en algo que podríamos llamar un espacio semialucinatorio, como un delirio: todo en la Complutense te remitía a una visión de la revolución, de la destrucción del régimen, pero al mismo tiempo de experimentación de modos de vida cotidiana fuertemente alternativos. Debo decirle que con el paso de los años uno entiende que buena parte de aquello estaba hecho de mera alucinación, o de delirio: pero también ese delirio podía tener efectos de potenciación, de liberación personal y de apertura intelectual si sabías usarlo. Yo intenté saber usarlos. Cierto es que nunca llegué al límite de riesgo político al que llegaron buena parte de mis amigos; como contrapartida traté de reservarme (tal vez sólo por incapacidad de hacer otra cosa) para el trabajo teórico, intelectual.

En el 67 en España no había alternativas; la única oposición al franquismo eran las distintas variantes de los diferentes movimientos comunistas. El solo pensamiento alternativo frente a esa especie de Nada en que se vivía era el intento de recuperación, de relectura, de Marx. Yo en lo político desde el año 1967 me ligué al Sindicato Democrático de Estudiantes, que era la organización de base del movimiento comunista hasta el estado de excepción de 1969. Me movía en el área de lo que era en esos años el maoísmo (el cual, junto con el trotskismo, representaban entonces en la universidad española las dos corrientes hegemónicas). Entre 1967 y 1970 yo estaba muy distante, como todos los de mi edad, del Partido Comunista. Lo veíamos como un vejestorio, de una pobreza conceptual terrible. Sin embargo más tarde entré en el Partido, en 1970, sin que se hubiera modificado ni un átomo mi concepción acerca de la inanidad de su dirección política y de su concepción teórica. Recuerdo perfectamente habérselo dicho a mis correligionarios ya en el momento de entrada en el Partido: «Pienso que sois una banda de revisionistas impresentable», les dije, con la reconocible jerga de aquellos años, «...pero no hay otro sitio».

La mayor parte de mis amigos, con todo, sí que habían encontrado otro sitio: habían construido sus propias organizaciones. Y la verdad es que ello me resulta admirable. Aunque después con alguno de ellos haya tenido fuertes discrepancias y nos hayamos distanciado, eso no modifica el pasado; y la verdad es que entre los años 1967 o sobre todo 1969 (que es cuando se produce la reestructuración política de la extrema izquierda española) y el final del franquismo, el que cuatro chavales (de entre diecisiete y veintidós años), sin respaldo de ningún tipo, sin organizaciones previas algunas, lograsen estructurar redes operativas clandestinas... lo cierto es que resulta admirable. Sé que muchos de esos muchachos acabaron enloquecidos, de acuerdo: pero eso es inevitable, la clandestinidad enloquece (lo sabe cualquiera que trabaje en esas condiciones), y no hay que reprochárselo a nadie... sólo hay que reprocharle el que luego no sea capaz de readaptarse: el delirio tiene un límite.

Yo, sin embargo, no me sentía en condiciones de dar ese paso que dieron muchos de mi edad: proletarizarse, marcharse a las fábricas, entrar en la clandestinidad (hubo gente que permaneció en la clandestinidad hasta el final del franquismo, ¡más de ocho años!). Yo no tenía fuerza para eso. Desechada esa opción, quedaba el Partido Comunista, aunque no estuvieras de acuerdo con su línea... y yo no lo estaba. Pero no había otra elección: sólo habría quedado la escapatoria de abandonar el espacio de lo político y, francamente, en aquella época, abandonar el espacio de lo político me hubiera parecido indecente (ahora no, ahora es otra cosa distinta).

      P. —. Fue entonces cuando se trasladó usted a Francia...

R. —. Exacto, en 1972. Yo había publicado mi primer artículo teórico hacia 1970 ó 1971, no recuerdo ahora bien, y se lo había enviado a Louis Althusser, que era en aquel entonces el punto de referencia central del marxismo serio: de hecho, si se compara lo que era el marxismo europeo de antes y el de después de Althusser, es fácil comprobar cómo este autor marcó una diferencia abismal entre uno y otro. Es más, los mecanismos de desligamiento con respecto a esa tradición marxista que se produjeron entre los intelectuales franceses de mi generación pasan necesariamente a través de Althusser. Al fin y al cabo, por decirlo de un modo sencillísimo, Althusser fue el primero que planteó abiertamente que la manualística estaliniana había convertido los textos de Marx en unos textos de carácter catequético, y había eclesializado el pensamiento teórico. El intento de Althusser era pues, sencillamente, el de recuperar la literalidad del texto, tratando al texto como tal; tratar, en suma, a Marx como texto, y no como referente eclesial.

A raíz del artículo que yo le había enviado, Althusser me sugirió la posibilidad de trasladarme a París y colaborar allí con su gente (él estaba ya bastante enfermo, pero aun así seguía escribiendo), Comencé entonces a trabajar allí en mi tesis doctoral, que versaba sobre el barajamiento de diversos niveles de textualidad en El Capital de Marx. Aunque finalmente esa tesis se leyó con un título bastante más rimbombante y absurdo[3], creo que el subtítulo resultaba mucho más iluminador: «El Capital: Lectura y escritura». Siempre lo he dicho y lo diré siempre: yo a Althusser en el terreno intelectual (pero también en el político) se lo debo todo. Incluso hoy, cuando me he alejado de los postulados políticos de aquellos años. Althusser nos enseñó a todos algo absolutamente esencial: que hay que saber leer. Algo tan elemental como eso. Y que no se puede desplazar la lectura correcta de un texto por la superposición en él de elementos afectivos, que lo único a lo que nos conducen es a acabar formulando disparates. En suma, esta enseñanza althusseriana me sirvió para tres cosas. Primero, para no tener que pasar bajo la manualística ortodoxa estaliniana en la cual se apoyaban todos los partidos comunistas occidentales. Segundo, para saber considerar a la dirección de todos esos partidos comunistas occidentales como una banda de incompetentes (en aquella época yo pensaba que eran sólo incompetentes, hoy sé que eran algo bastante peor). Y tercero (algo importantísimo para toda la gente de mi generación, y eso se lo debemos a Althusser), no haber sentido jamás la menor afección hacia la Unión Soviética: siempre tuvimos claro, antes de ser comunistas y mientras éramos comunistas, que la URSS era el horror en estado puro, que no era más que lo que en la época llamábamos «un capitalismo de Estado con estructura política despótica».

Tuve esa suerte: en una época en que no era tan fácil desplazarse por Europa como ahora, y en que la gente de mi generación tuvo que hacerse con una formación teórico-política autodidacta —lo cual a menudo conllevó una serie de vicios muy difíciles de desarraigar a posteriori—, Althusser nos salvó a cuantos tuvimos la fortuna de trabajar con él de todos esos menoscabos. Es él quien nos orienta a mí y a una parte importante de los franceses de mi edad (o quizás algo mayores —yo fui la generación más joven que llegó a trabajar con Althusser—) hacia el siglo XVII, algo que nunca dejaremos de agradecerle. La idea de Althusser, al fin y al cabo, es que el riesgo de la sacralización del discurso de Marx, el riesgo de convertir su texto en un discurso salvífico (y, por lo tanto, peligrosísimo: pues un discurso salvífico en el campo político se puede convertir en lo que de hecho se había convertido Marx, en el estalinismo), ese riesgo proviene de su continuidad con el discurso del idealismo clásico alemán, que es un discurso esencialmente marcado por la teleología: y la teleología inevitablemente genera teología. Por ello Althusser desde muy pronto, desde los primeros años 60, estaba planteando la necesidad de retomar al momento en el cual la teleología todavía no había triunfado en el ámbito del pensamiento, el momento en el cual se dieron hipótesis, de corte materialista, de pensamiento no teleológico. Y ese momento es el siglo XVII: muy especialmente con Baruch Spinoza, pero del mismo modo (y por muy extraño que parezca) con Blaise Pascal. Creo que ese fue otro factor que conceptualmente nos salvó a todos, porque cualquiera que haya pasado a través de Spinoza es muy difícil que luego vaya a poder aceptar las «evidencias» de la teleología, del finalismo, del soteriologismo, de todas esas cosas.

P. —. Me gustaría que me ampliase un tanto el modo en que esos dos autores, Spinoza y Pascal, a los cuales había llegado usted de la mano de Althusser, acabaron incidiendo indeleblemente en su pensamiento.

R. —. De acuerdo. Lo primero que todos leíamos de Spinoza con Althusser era el Apéndice a la Parte Primera de su Ethica more geometrico demostrata: una crítica al finalismo. En ese texto, prodigioso, Spinoza explica (además, con una claridad meridiana) que todas las mistificaciones, todos los autoengaños en los cuales se hallan presos los hombres provienen de uno solo, que es el que genera todos los demás: la presuposición de la finalidad. Tal autoengaño es, por lo demás, comodísimo, pues se halla inserto en nuestro mismo lenguaje: el lenguaje ayuda a presuponerlo, es más, lo presupone él solo, pues basta con que dejemos el lenguaje funcionar por sí mismo para que vaya construyendo finalidades. Spinoza da a este respecto un ejemplo de gran sencillez, pero inatacable, y que demuestra cómo la estructura del lenguaje se articula por medio de conjunciones finales que, si uno las estudia con atención, repara inmediatamente en que no poseen un valor conjuntivo sino retórico, abiertamente retórico: el ejemplo de Spinoza es el de que «Se dice que los pájaros tienen alas para volar, los hombres tienen ojos para ver...»; pero, si uno lo medita, se da cuenta de que lo único que se puede decir es que los pájaros vuelan porque tienen alas, no que los pájaros tengan alas para volar.

En fin, ese Apéndice spinoziano —que hoy en día es muy fácil de analizar con los alumnos, que no les presenta ninguna conmoción— en los años 60 ejerció una función liberadora enorme. Pues precisamente nos venía a decir: ¡Cuidado! Cuando usted está diciendo que la Historia tiene una finalidad, cuando usted está diciendo que la actividad humana está orientada en función de un progreso, de una vía ascendente, de lo que sea (lo que Hegel llamaba das Prinzip der Entwicklung [el principio de desarrollo, o de evolución o de ascenso]), lo que usted en realidad está realizando es una retórica inconsciente; la cual, de facto, lo único que hace es proyectar su propio deseo bajo un disfraz de realidad. Empecemos, entonces, a tratar de distinguir la realidad con respecto al deseo, y eso nos permitirá tratar de entender por qué es justo ese deseo y no otro el que se forma en el imaginario humano». Todo eso era esencial, pues te libraba precisamente de toda aquella visión salvífica, de toda aquella especie de Providencia sin Dios que era el marxismo de los partidos comunistas.

P. —. Y, por lo demás, casa perfectamente con aquello que usted ha empezado describiéndome: aquel afán vocacional suyo por introducir rigor en nuestros lenguajes.

R. —. Efectivamente, y por ello Althusser me fascinó y nos fascinó cuando empezamos a leerlo, en el 68; yo en aquel momento sentía un desprecio absoluto hacia los pensadores marxistas del siglo XX. Me ayudó mucho en aquel contexto un artículo que sigo pensando que es soberbio: se trata de Matérialisme et révolution[4] , de Jean Paul Sartre, escrito hacia 1946; el cual es paralelo de uno de los ensayos más antiguos de El grado cero de la escritura, de Roland Barthes[5]. Ambos versan acerca de la interiorización en los pensadores marxistas oficiales franceses de todos los tópicos más difuntos de una especie de idealismo en grado plano, reconvertido en una nadería, y del cual era epítome privilegiado el que durante mucho tiempo ejerció de «ideólogo» estalinista del Partido Comunista Francés, Roger Garaudy (quien, por cierto, hoy es islamista). Era precisamente Garaudy el autor de varios pasajes en los que Barthes detecta ese «punto cero» al que había llegado la literatura francesa de posguerra; y fue precisamente Garaudy quien se encargó de expulsar de tal Partido a todos los discípulos de Althusser hacia el año 66 —si no logró expulsar al propio Althusser fue sólo porque el secretario general del Partido en esa época, Waldeck Rochet, se lo impidió personalmente--. (Resulta, por lo demás, fantástico este Garaudy: todo un paradigma del filósofo funcionario, del comisario político —y uno de los seres más indecentes de todo el siglo XX—.)

P. —.  Hablaba usted antes de que, justo cuando logramos comprender que el discurso teleológico no es más que una trampa del lenguaje (por cierto, esta idea de que haya ciertas «metáforas desorientadoras» presentes en el lenguaje no deja de recordarme de nuevo a Wittgenstein, pero dejemos esto de momento estar), justo cuando entendemos gracias a la filosofía (spinoziana, por ejemplo) que el finalismo no es más que una proyección con la que nos autoengañamos, confundiendo deseo y realidad, justo entonces también entendemos cuál es ese deseo que subyace a tal autoengaño. ¿A qué deseo se refiere?

R. —. Al deseo de supervivencia de la religión. La salvación es una categoría ligada a determinadas tradiciones religiosas. ¿Qué se trata de obtener mediante esa identificación con el lenguaje de las finalidades? Pues una especie de acogida en el seno materno, una especie de consuelo: el consuelo más fantástico. Pero lo primero que se tiene que entender cuando hacemos filosofía es que los consuelos están prohibidos. Spinoza lo dice mediante una fórmula que yo creo que es definitiva: Hay en la mente humana dos elementos que son los generadores esenciales de toda servidumbre; uno de ellos lo reconoce inmediatamente todo el mundo como tal, y es el miedo; pero el otro, que es tan poderoso y aún más terrible que el miedo (pues es menos identificable), es la esperanza. ¿Por qué miedo y esperanza son los dos elementos de toda servidumbre? Porque ambos son a la postre lo mismo: la proyección hacia el futuro para renunciar al presente. El miedo es la paralización de la acción que se produce ante la expectativa de que en el futuro sucederá algo terrible. La esperanza es exactamente lo mismo, pero supliendo el factor de lo terrible por el del beneficio: la esperanza es la renuncia al presente en función de un futuro que será fantástico. Naturalmente, cualquiera que hubiese estudiado la tradición del estalinismo sabe perfectamente que esa, la esperanza, fue la gran máquina de autoengaño de toda una generación de militantes comunistas (que, he de decirlo, llegó a reunir, en algunos momentos del siglo XX, a lo mejor tanto de la intelectualidad como de la ciudadanía europea). Sólo se explica aquel autoengaño monstruoso, y de monstruosas consecuencias, como una cesión del presente en manos de un futuro más o menos inescrutable, pero que uno llegaba a creerse que vendría dado por algo así como una orientación general de la Historia. Y esa es también la perspectiva de las grandes religiones, las religiones de salvación.

Las consecuencias de todo ello pueden ser terribles. Quien lo narra espléndidamente es Arthur Koestler en El cero y el infinito[6]. Recordemos que el narrador de esa obra, Rubashov, es el último superviviente de la vieja guardia de la revolución bolchevique; y que mientras es interrogado va reconstruyendo mentalmente la fotografía (ya eliminada, de ella sólo resta el polvillo negro que queda en toda pared cuando retiramos un cuadro que en ella ha estado mucho tiempo) del comité insurreccional de 1917. Al reconstruir esa imagen, Rubashov se da cuenta de que sólo quedan vivos dos antiguos miembros de todo aquel comité: uno es Stalin, y el otro es él. Y él ni siquiera puede justificarse frente a su depuración, porque él mismo ha sido un depurador. Hay un pasaje fascinante en la novela, cuando Rubashov aduce la idea que en la cabeza de esos personajes de la fotografía había más sabiduría que en todos los catedráticos de todas las universidades europeas juntas: «Todas nuestras ideas eran impecablemente correctas, y sin embargo todos nuestros resultados han sido monstruosos». Y bien, eso es la novela. Nos permite ver cómo una visión providencialista, finalista de la Historia, puede distorsionar la sabiduría hasta convertirla en pura atrocidad.

P. —. ¿No había, empero, cierta esperanza (en la política, en cambiar las cosas, en un mundo mejor) también en ustedes, los que luchaban contra Franco aun sin haberse creído las catequesis estalinistas?

R. —. Claro que la había. Pero llegado el momento, lo que hay que hacer es ser capaz de desmarcarse de ella Y Althusser nos sirvió más tarde a tal efecto. Me temo que un porcentaje muy alto de la militancia de aquella época no llegó nunca a ese punto y guardó siempre una especie de subsuelo salvífico, religioso, que naturalmente nunca era admitido abiertamente... pero que estaba ahí. Y yo creo que es ese subsuelo el que explica que, por ejemplo, ya en los años 80 ó 90 toda esa gente de mi generación (todos ellos de tradición materialista, explícitamente no religiosa) de pronto se sintiesen fascinados por cosas tan abiertamente primitivo-religiosas como la teología de la liberación o las tonterías esas de los zapatistas...

      P. —. ... O incluso el islamismo...

R. —. Bueno, ahí yo creo que lo que nos encontramos es ya otra patología. Pues ahí sí que se puede diagnosticar toda una crisis de identidad completa. Al fin y al cabo, en la tradición apocalíptica cristiana sí que podías, si eres comunista, reconocer un conjunto de valores coincidentes con los tuyos. En cambio, la fascinación por el islam, en gentes de una generación como la mía (que es la que propició la plena integración de las mujeres en la sociedad), sólo se explica como una quiebra terrible.

P. —. Hablando de la conexión del teleologismo con las grandes religiones del Libro, ello me recuerda al otro autor que antes mentó usted como fundamental adalid en contra de la concepción soteriológica de lo político: Blaise Pascal. Pues, al fin y al cabo, Pascal era un ardiente cristiano: ¿cómo puede, al mismo tiempo, sernos útil con miras a eliminar todo finalismo, toda Providencia, del ámbito de la política?

R. —. Hay que mirar a Pascal en el contexto, yo diría, del jansenismo en general. Althusser, fíjese, no le dedica ningún estudio específico, pero le hace continuas referencias en su obra (por ejemplo, en un texto muy interesante, su Philosophie et philosophie spontanée des savants[7]), pues no en vano él era un gran lector de Pascal: ahora sabemos, porque tenemos publicados parte de sus inéditos, que durante los dos o tres años que estuvo recluido en un campo de encierro para militares (durante la Segunda Guerra Mundial), el único texto académico que Althusser manejó fue el de la obra completa pascaliana, en la edición de La Pléiade. Pues bien, lo que ya Althusser subrayaba (y yo estimo que hoy deberíamos subrayar aún mucho más) es lo siguiente: Que aquella idea del jansenismo de trazar una barrera infranqueable entre la esfera de lo religioso y la esfera de lo mundano, naturalmente, coloca al cristiano en la posición de que su única verdad sea la de pasar del otro lado —y tender a ese momento último en que su alma se convierte en Dios—; pero eso tiene una contrapartida que en los jansenistas es igualmente sagrada: pues, si bien es absolutamente cierto que la razón no tiene nada que decir en el campo de la religión, es entonces exactamente igual de cierto que el discurso religioso no tiene nada que decir en el ámbito del análisis racional. De hecho, sería degradante, además, para lo religioso el ponerse a esa altura: pues el campo del conocimiento racional es un ámbito de juegos que se autocodifican, un campo de juegos autocodificados que no contienen realidad sino normas de regulación interna; y, por supuesto, si ante lo que estamos es ante un campo de juegos autocodificados, entonces ya desde el inicio la idea de una finalidad global de lo mundano desaparecerá por completo.

Tenemos ahora esta primavera un congreso en París justamente sobre Pascal y Spinoza (algo que desde hace años teníamos pendiente el grupo de aquellos que, tras trabajar con Althusser, acabamos estudiando a Spinoza: Balibar, Moreau sobre todo... gente clave para la renovación de los estudios spinozianos particularmente en los años 80 y 90); y puede ser divertido.

P. —. ¿Conocía Spinoza a Pascal?

R. —. No. Pero la problemática de ambos es la problemática del Barroco. Porque ¿qué es lo que descubre el Barroco (y ahí el papel de la Compañía de Jesús es esencial)? Lo que descubre el Barroco es que la subjetividad se puede tallar a la medida. No es que se pueda influir en ella: eso se ha sabido siempre. No; lo que el Barroco descubre (y nosotros consumamos: por eso yo siempre digo que nosotros somos el confín del Barroco) es que la subjetividad es una red de representaciones imaginarias, y que las representaciones imaginarias son artesanalmente regulables. Eso la Compañía no sólo lo descubre, sino que propone una aplicación magistral de ello: piense, de hecho, en toda la concepción arquitectónica de la Compañía; en la Roma barroca, por ejemplo, que es la Roma de la Compañía. La Roma barroca es toda ella un gran vía crucis en el cual el fiel va pasando continuamente a través de un espacio escénico sin salir un solo momento de escena; el fiel va pasando de iglesia en iglesia hasta llegar al Vaticano, y todas ellas se hallan en un ámbito de construcción, de representación de realidad.

La iglesia jesuita barroca está concebida precisamente con esa misma finalidad: con una fachada que teatraliza y, a continuación, con un espacio vacío en el cual la palabra repercute lo que la teatralización exige. Naturalmente eso, que primero aparece ligado a la idea misma de la propaganda fidei, a continuación se materializará en los propios usos estéticos del barroco: unos usos para los cuales es capital la certeza de que no importa la realidad de la obra estética, sino el efecto de realidad que la obra produce en quien la ve. Por eso yo, en el Diccionario de adioses, utilizo el ejemplo (que también suelo usar en clase) de la iglesia de Sant'lgnazio en Roma. ¿Por qué es esa iglesia (para mí mucho más que la del Gesù) el arquetipo de la estética jesuítica? —Y tengamos en cuenta que la iglesia de Sant'lgnazio tenía que ser el centro de la Roma jesuita, porque era efectivamente la iglesia del fundador...— Pues bien, cuando uno entra en Sant'lgnazio, al principio esta parece una iglesia como las demás, con su bóveda, sus columnas, su cúpula; uno va avanzando por su nave central y de pronto se da cuenta... ide que no hay cúpula! De que lo que hay es el artesonado imaginario del efecto visual producido por una cúpula. No importa la realidad del objeto; lo que importa es el efecto que esa realidad produce en el fiel. Por ello evidentemente la Compañía, a la hora de realizar ese trazado, utilizó al más grande matemático jesuita de aquellos tiempos —y uno de los más grandes matemáticos del siglo XVII—, Andrea Pozzo, con el fin de que pudiese crear precisamente tal certeza visual.

No es un azar en absoluto que Spinoza fuera óptico, ya lo creo que no. Porque de hecho la óptica es uno de los saberes que revolucionan el siglo XVII: es la comprensión de que el ojo no es un espejo de la realidad, sino que el ojo estructura sistemas de imágenes conforme a determinadas reglas de distorsión; y que esas reglas de distorsión pueden ser reguladas. De algún modo lo que Spinoza hace en su Ethica es transferir el hallazgo de los ópticos (él mismo trabajaba como óptico, pero además estaba en contacto con los principales ópticos de la época —con los Huygens, por ejemplo—), transferir todo eso al ámbito de la metafísica; y entender que al igual que el ojo es construido por los sistemas de imagen, del mismo modo la subjetividad es construida por sistemas de imagen trabados. Conocer cuál es la matemática, la geometría de esos sistemas de composición, permite al óptico no sólo hacer hipótesis razonables acerca de la realidad que estamos viendo sino también, y esto es esencial, entender el funcionamiento del propio ojo, con lo cual llegará a ser capaz de corregir lo corregible; pues bien, exactamente de igual modo, el conocimiento de los mecanismos que forjan las ilusiones imaginarias de la subjetividad no sólo nos va a permitir entender que lo que estamos diciendo es una distorsión de lo real, sino al mismo tiempo comprender cuáles son las causas que nos llevan a hacerlo así y, por lo tanto, poder de algún modo introducir elementos, si no eliminadores de la distorsión (porque ello sería absurdo), sí por lo menos correctores.

P. —. Ahora bien, dado que no existe (según esta perspectiva spinoziana, y corríjame si me equivoco) ningún modelo predefinido de lo que sería una «buena subjetividad», un prototipo al cual todos los sujetos nos tuviésemos que amoldar, ¿cuál ha de ser entonces el sentido de esa manipulación de las distorsiones?

R. —. La potenciación. El ejemplo que da Spinoza es el siguiente: estamos viendo el disco solar y lo vemos como un disco de unos veinte centímetros de diámetro; y eso lo ve exactamente igual la más ignorante portera del último poblacho de una sociedad primitiva y el más refinado astrónomo de la sociedad más avanzada. Lo que ven es lo mismo; ahora bien, aquel que conoce cuáles son los mecanismos que hacen que lo que no es un disco de veinte centímetros se vea como un disco de veinte centímetros, ese puede regular todo lo que le relaciona con tal hecho de modo más favorable, de una forma que le permita potenciarse más que aquel otro que, por el contrario, piensa que lo que está viendo es ese disco. Todo lo que efectuamos, pues, con la subjetividad no es en modo alguno reajustarla según algún modelo; eso sería completamente absurdo, porque no hay ningún modelo de subjetividad: la subjetividad es ese coágulo de elementos imaginarios que pueden o potenciar o despontenciar. Y la apuesta ética es la apuesta por la potencia que, dice Spinoza, es la apuesta por la alegría, por la laetitia. Todo lo cual resulta muy lucreciano; de hecho creo que Spinoza es el último avatar del epicureísmo...

P. —. Me gustaría retomar el hilo, don Gabriel, que habíamos dejado hace un rato: el de lo que provisionalmente llamamos su «autobiografía intelectual». Ese hilo nos había conducido ya hasta su estancia en París, junto a Althusser, en torno a 1972. ¿Cuánto tiempo permaneció usted en París y cuál fue su evolución intelectual y política posterior a aquella estancia?

R. —. En París permanecí de manera estable solamente un año. Al cabo de ese período, los archivos franquistas se dieron cuenta de que se habían equivocado al darme un pasaporte. Es de recordar aquí aquella cosa tan bonita que decía Agustín de Foxá de que el franquismo era una dictadura muy atenuada por la incompetencia. Yo ya debo mi existencia a esa tremenda incompetencia, pues aunque a mi padre lo condenaron a muerte en 1939 (fue uno de los primeros juicios militares de la posguerra), lo cierto es que por un cúmulo de azares y de incompetencia no fue fusilado, y al cabo de un año se le notificó que se había producido un fallo de trámite. Pues bien, mi segundo fruto de esa incompetencia franquista resulta de un curioso hecho: mi segundo apellido es muy raro, no me llamo «López» sino «Lópiz». Cuando a mí me fichó la policía, en enero del 68, debieron de redactar mal la ficha, y durante mucho tiempo debí de salvar mi pasaporte precisamente por ello. Pero no obstante, ya en 1972, cuando estaba en París, se debieron de dar cuenta del asunto y me notificaron que se habían retirado mis exenciones del servicio militar (tenía una lesión en el hombro) y que debía volver a España.

Siempre he pensado que cometí el peor error de mi vida volviendo, pero, en fin, mi padre era ya muy anciano y realmente yo era la única familia que a él le quedaba aquí. Tuve, en todo caso, mucha suerte al volver, dado que la gente de mi edad disfrutó en España de grandes ventajas académicamente hablando: en aquel entonces había muchos puestos de trabajo libres en la universidad (cosa que la gente de la edad de usted ha tenido ya más difícil; y los que acaban ahora su licenciatura tienen prácticamente imposible). Ello significó que para mí la vuelta a España fue prácticamente equivalente a mi entrada como becario de investigación en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Además, pude seguir manteniendo una fluida relación con el grupo de París (no sólo porque mi familia contase con una casa allí, sino también porque durante la dictadura París fue siempre la retaguardia de la oposición, o mejor dicho, del PCE).

Esa vinculación mía con París ha dado lugar a avatares de lo más pintorescos. Por ejemplo, en el libro de Antonio Damasio En busca de Spinoza[8], que usted estuvo hojeando antes en mi biblioteca, se hace una referencia a mi ensayo La sinagoga vacía... en su versión francesa[9], como si ese un original galo —es más, el traductor, algo despistado, ha añadido una nota que viene a «precisar» que «existe una traducción española de esta obra en...»—. O, por ejemplo, dentro del Reading que editaron en la Universidad de Minnesota sobre los trabajos acerca de Spinoza en el área del marxismo europeo, se incluye una parte de La sinagoga vacía... asimismo como obra francesa. Lo cual es divertido y, a decir verdad, me trae al fresco. Yo he sido siempre muy transversal en eso de las identidades, si le soy sincero. Además, lo que para mí es claro es que, sin esa relación mía con el mundo académico francés a partir del inicio de los 70, hubiera perdido como mínimo muchísimo más tiempo para formarme.

De modo que los últimos años de la dictadura los pasé como becario de investigación. La tesis la leí en 1975, unos meses antes de la muerte de Franco, lo cual en la Complutense era un tanto curioso: una tesis sobre El Capital de Marx, allí, con el añadido (sabido por todo el mundo) de que en realidad yo con quien la había preparado era con Althusser... pues la verdad, venía a resultar un tanto raro.

Seguí en el PCE hasta muy poco después de acabar la dictadura; creo que hasta el 76, no quisiera equivocarme. En todo caso se puede fijar la fecha con mucha claridad, pues coincidió con el momento en que se reunió el comité de Roma del PCE y se disolvió su estructura de células para pasar a una estructura más convencional. Abandoné entonces el PCE sin ningún conflicto; de hecho, recuerdo habérselo comentado abiertamente a quien fuera entonces mi responsable: «Mira, yo entré aquí como instrumento de lucha, pues para mí este era el único instrumento operativo de lucha en el que creía que se podía hacer algo; una vez desaparecida la estructura militante, en fin, ya no creo que tenga sentido mi permanencia» ...

P. —. ¿Cómo vivió usted el momento de la transición española desde la dictadura hasta la democracia? ¿Cómo la vio entonces y cómo la ve ahora?

R. —. Como una derrota absoluta. Además me parece que ya estamos mayorcitos como para que nadie siga jugando a ocultarse lo que sucedió entonces. Y lo que sucedió entonces fue que sencillamente todas las claves sucesorias esenciales del franquismo se completaron herméticamente. No me refiero con esas «claves sucesorias» a lo que Franco personalmente pensase: una vez desaparecido Franco, eso ya carece de importancia. A lo que me refiero es a lo que la lógica del franquismo exigía. Y esta exigía claramente la configuración, en primer lugar, de una monarquía ligada a la fijación de sucesión establecida por Franco y, en segundo lugar, exigía la normalización de esa monarquía dentro de las condiciones mínimas requeridas por Europa —pues era ya perfectamente claro entonces que la economía española era una economía moderna; es absurdo olvidar que la gran mutación en ese sentido, la gente aún lo recuerda, se produjo entre 1961 y 1973; de modo que no había más opción que integrarse en la Europa moderna—a La alternativa por la cual nosotros habíamos apostado (un acontecimiento revolucionario que remitiese a alguna forma de replanteamiento de una república más o menos radical o en el límite de una socialdemocracia), bueno, eso se fue al garete prácticamente durante los primeros meses de la transición. Yo a partir de ese instante opté por estar completamente al margen de la esfera de lo político. Y sé que ello puede sonar hoy un tanto irónico, el que yo desde entonces me mantenga fuera de lo político: pero es que lo que yo trato de hacer en el terreno de la teoría es precisamente una analítica de lo político, y una analítica de la desfundamentación de lo político en las sociedades contemporáneas. De hecho, creo que, de una forma u otra, otro de los elementos de continuidad en todo aquello que he escrito es también ése —dentro de las grandes variaciones que hay a lo largo de mi evolución intelectual—.

P. —. ¿A qué se refiere usted con la idea de «desfundamentación» (de lo político)?

R. —. A que lo político, que nace con la revolución de 1789, se configura (y creo que en mi último libro, Diccionario de adioses, este es uno de sus goznes teóricos esenciales) como sucedáneo de la religión. La política que surge en 1789 es una política ligada, por un lado, a la muerte de Dios y, por otro, a la eclesialización de lo humano-histórico en el lugar en que antes había estado lo religioso-trascendente. Tal cosa se comprueba, por supuesto, de un modo sencillísimo entre 1789y 1794, donde se percibe de manera clara la fuerte necesidad de los dirigentes revolucionarios (Robespierre, muy especialmente) de reconstruir modelos eclesiales: llegan incluso a proponer una «religión» de la razón, un calendario festivo que parangone el antiguo santoral católico, etcétera.

Ese planteamiento, empero, tiene un ciclo más largo que duraría, en realidad, desde 1789 hasta (por dar una fecha, con todo lo simplificadoras que estas suelen resultar) el año 1989. Es el ciclo de lo político como sucedáneo de lo religioso. Ahora bien, aunque en 1989 ese ciclo se cierra, toda la gente de mi generación que hubo pasado por la práctica de lo político desde finales de los años 60 tuvo claro, en realidad, ya a partir de mediados de los 70, que lo político se había convertido en una gran máquina de distorsión, una gran máquina de mistificación del conocimiento y de lo real. Yo eso creo haberlo captado desde muy pronto, si bien, naturalmente, mis primeros textos son muy confusos a ese respecto. Pero cada vez he ido comprendiendo mejor (y pura mí es esa hoy una noción de una nitidez absoluta) que la función de la filosofía reside en una cierta resistencia a lo político, en la medida en que lo político siempre necesita establecer sentidos, siempre necesita establecer consensos, siempre necesita establecer finalidades. Ahí reside la tarea de desfundamentación que la filosofía tiene encomendada. Por eso le comentaba yo a usted antes que no creo que se pueda encontrar un texto que describa mejor a nuestra generación que el viejo escrito epistolar de Platón, donde se explica precisamente tal cosa.

P. —. De alguna manera, pues, la fe religioso-eclesial en lo político, que tuvo cierta congruencia en algunos momentos de la Historia, habría perdido ya toda plausibilidad después de 1989; y, sin embargo, aún nos toca estar rodeados de muchísimos «creyentes» o «militantes» en tan peculiar iglesia...

R. —. Efectivamente. A mí me parece que desde mediados de los 70 ya prácticamente todos nosotros íbamos trabajando en el sentido de mostrar que aquella vieja fundamentación pseudorreligiosa de lo político había dejado de ser sostenible. Ahora bien, 1989 nos muestra, como en un experimento histórico, que todo aquello simplemente cae a plomo. Yo tuve la inmensa suerte de que en ese año el periódico El Mundo me enviase a Berlín durante el momento de la Caída del Muro. Había estado ya diez años antes en el Berlín Oriental y había recomido la Alemania del Este; también conocía Rumanía, si bien aquello era ya la variante monstruosa del régimen, claro. Ahora bien, dejando a un lado las variantes monstruosas, lo que de pronto percibías allí en el 89 era algo que, cuando había estado diez años antes, en 1979, ya sospechabas: que allí no había nada, que todo estaba flotando en el aire, que no había nada. Lo fascinante de la Caída del Muro, es decir, de la caída del Este, es que es una caída en el vacío: no es una voladura, sino que ocurre como en esas películas de dibujos animados en que un personaje va corriendo, se sale del barranco, sigue corriendo en el aire y de pronto se detiene, dirige su mirada a derecha e izquierda, mira luego abajo y cae: no hay nada.

P. —. Claro. Pero entonces, según su análisis, desde 1989 tendría que resultar mucho más fácil la tarea desfundamentadora de la filosofía frente a lo político, ¿no es cierto?

R. —. La verdad es que esa tarea nunca resulta sencilla. Porque cuando uno pierde una certidumbre, la tentación es la de tratar automáticamente de buscar otra, como sea. La tentación es culpabilizar, tratar de comprender aduciendo cosas como que «esto ha sido así porque ha habido tales responsables que con su maldad han hecho que todo esto fuera así» ... Yo no digo, naturalmente (sería absurdo negarlo), que Stalin no fuera malísimo, que Hitler no fuera malísimo. Pero no se puede explicar ni el estalinismo ni el nazismo en función de lo malos que eran Hitler o Stalin: no se puede, del mismo modo que sería necio intentar explicar las dinámicas propias del franquismo en función de la bondad o maldad del general Franco. Ahora bien, es cierto que cuando las cosas se caen hay dos posibilidades: o bien quedarte con los ojos abiertos y decir «¡Caray, qué trompazo que nos hemos dado!», o bien negar la realidad. Y eso ha pasado siempre. Y también hay que entender (o al menos yo lo entiendo) que gentes de determinada edad no puedan hacerlo: no se le puede pedir —o sólo se le puede pedir en casos muy excepcionales— a una persona de sesenta o setenta años que en un momento dado diga: «He arruinado mi vida». Aunque ha habido gente que lo ha hecho: y yo los conozco. Con todo y con eso, a cuantos teníamos menos de cuarenta años en el 89 sí que se les puede exigir.

¿Qué es doloroso? Claro que es doloroso. Sobre todo porque podríamos decir, con razón, que nunca fuimos cómplices de la Unión Soviética: y es que de hecho habíamos sido antisoviéticos desde mucho antes de llegar a 1989. Pero eso da, a la postre, igual. Pues incluso siendo antisoviéticos habíamos seguido manteniendo simbólicamente ese sistema de demarcación entre dos grandes universos en conflicto; y aunque uno personal, o incluso públicamente, hiciese gala de antisovietismo, todo aquello formaba parte de un modelo de reproducción que en último término beneficiaba la existencia de aquel modelo monstruoso.

Yo de todo eso, si bien ya lo sabía teóricamente, me di cuenta físicamente en el verano del año 1979, cuando estuve durante un mes estudiando alemán en Berlín Oriental. Al volver, escribí tratando de explicar algo que resultaba muy difícil de explicar (probablemente, de hecho, no lo logré; muchos me contestaron, en consecuencia, aduciendo que todo aquello era un disparate): traté de explicar que, al lado del control social que existía en el Berlín comunista en nada menos que un 1979, el control policial que yo había conocido durante los años de clandestinidad en el franquismo resultaba un juego de niños. Entre otras cosas, naturalmente, porque puede haber estructuras clandestinas en sociedades en las cuales se distingue entre lo público y lo privado —ya que lo clandestino se instala precisamente en esos elementos de intersticio entre ambos—; pero en sociedades en que no hay espacio privado, no hay lugar ni para la clandestinidad

P. —. Voy a serle sincero, don Gabriel: siento muchos deseos de preguntarle más acerca de este punto, para que siguiese usted profundizando en él. Pero la verdad es que me da la sensación de que nos hemos saltado en su relato un período histórico que no me gustaría que dejásemos de lado. Se trata del período del gobierno del PSOE en España entre 1982 y 1996. Recuerdo que la primera vez que le vi a usted en televisión, en un debate presentado por el periodista Luis Herrero, se refirió a esa época con una expresión no escasamente contundente: dijo usted que el «felipismo» era...

R. —. ...la forma superior del franquismo. Sí, aquello le costó a Luis Herrero la cancelación de su programa. Y para mí significó, vaya, mi «momento de gloria»: merecer el primer editorial del diario El País, que imploraba ¡que nunca más se permitiese a un sujeto como yo aparecer en televisión!

R —. Sí, creo recordar que incluso hubo un debate en el Congreso de los Diputados al respecto. En todo caso, ¿qué quería usted decir con esa frase?

R. —. Bien, para mí era algo bastante elemental, y además traté de argumentarlo en ese mismo programa, utilizando elementos textuales y de la práctica política de la época. Para empezar, hay que remitirse a lo obvio: el Partido Socialista no había existido prácticamente durante los años de la dictadura, y mucho menos durante los años finales de la misma, que eran los que yo viví. De modo que el PSOE es reinventado mediante una inyección de dinero (concretamente, de la socialdemocracia alemana, y probablemente también de Estados Unidos) sobre una base bien comprensible en la época: la experiencia portuguesa había enseñado que no se podía permitir bajo ningún concepto que se efectuase una transición a la democracia con el Partido Comunista como única fuerza política hegemónica. De modo que había que inventar otra opción como fuera. Y bien, la formación política de todas estas gentes de la primera generación del Partido Socialista Obrero Español era una formación política de tradición netamente franquista. Cuando uno contempla a todo ese grupo de personas, se detectan en ellos dos cosas que priman de forma palmaria: en primer lugar, una incultura faraónica, inconmensurable, una cosa de estas que le dejan a uno estupefacto; y, en segundo lugar, un sistema de categorías políticas que era directamente heredado de las ideas del proteccionismo, la asistencia social y el paternalismo franquista (con, naturalmente, las pequeñas correcciones retóricas al uso). Todos ellos se habían formado en el Frente de las Juventudes falangista, todos ellos habían llevado camisa azul en algún momento. Y la camisa azul se les traslucía constantemente. Recuerdo a un viejo republicano que me decía: «Vaya, a mí la verdad es que esto de González, no sé... en ocasiones le oigo por televisión, y si prescindo de la imagen o me pongo de espaldas, ¡me da la sensación de estar oyendo de nuevo a Solís![10]. Y no es sólo que, efectivamente, ambos hablasen igual, sino es que además decían lo mismo.

Esto hace emerger en el Partido Socialista de los años de González la hipótesis (que era, por lo demás, sumamente verosímil) de que si conseguían consolidar bien ese modelo, asentar esa traslación del control paternalista de la sociedad, podrían muy fácilmente articular algo que yo en aquel momento solía llamar «el PRI a la española» (recuerdo haber hecho alguna vez cierto chiste sobre si habría que llamarlo PRI Sociedad Anónima, pero eso ya son maldades.. Mas es cierto: ese era el modelo. Y cuando González en aquellos tiempos dice que necesitan un plazo, no sé si de cuarenta o de cincuenta años (algo, en todo caso, desmesurado), para completar su proyecto, lo está diciendo ciertamente en serio. Yo pienso que el PSOE de esos años ve la política desde una idea (aunque ellos nunca lo piensen explícitamente así, pero sin duda era el referente que funcionaba en sus cabezas) afín a la del Partido-Movimiento; algo que es mucho más que un simple partido político: pues éste y el Estado se funden, y lo hacen en un control completo de la sociedad.

Naturalmente, eso requiere dos dispositivos importantes: hablábamos antes del miedo y la esperanza a los que se refería Spinoza. Pues bien: con respecto a la esperanza, yo alguna vez cité (creo que también en aquel debate televisivo al que hemos aludido antes) el pasaje de Hitler en las conversaciones con Rauschning[11] acerca de la corrupción: «No se meta usted con la corrupción», venía a decir Hitler, «pues la corrupción es un elemento central de la consolidación del Partido como Estado. Yo siempre digo a los míos: enriqueceos... pues ése es el modo de que todos estemos en situación de dependencia los unos con respecto a los otros». Aquella famosa frase del ministro de economía socialista Carlos Solchaga sobre el enriquecimiento en España viene a ser un calco de esta sentencia hitleriana. Se trata de una corrupción que prometió —y que, ciertamente, generó— toda una nueva casta social.

P. —. Me parece ésta una idea muy sugerente: la corrupción no como una especie de sustracción desde el espacio público hacia el campo de lo privado, sino como un mecanismo más de control del propio espacio público.

R. —. Por supuesto: ya desde los clásicos del pensamiento político, la corrupción se ha considerado siempre como una erza constituyente, no lo olvidemos. De esa potencia constituyente proviene su importancia en el ámbito político. Recordemos, por ejemplo, cómo se realiza toda la revolución burguesa en Gran Bretaña por contraposición al modelo francés: se trata de la idea, sencillísima y por lo demás inteligentísima, de que, puesto que no tenemos fuerza para destruir el Ancien Régime... comprémonoslo. No tenemos suficiente fuerza pero sí suficiente dinero. Y lo que se efectúa es esa traslación (muy bien analizada, además, por los historiadores de ese momento de ascensión burguesa): «Hagamos por vía comercial lo que los franceses tuvieron que hacer cortando cabezas; nos va a salir más barato y, como podemos pagarlo, no va a haber ninguna dificultad». Efectivamente, los modelos de consolidación de las sociedades burguesas en Europa desde finales del siglo XVIII han sido siempre dos: la revolución como mitología constituyente, y la corrupción como erza constituyente.

Aquí, en la España del gobierno socialista de Felipe González, se genera eso mismo. Y ello permitirá, entre otras cosas, el control (muy importante, por lo demás) de aquellos aparatos del Estado franquista que habían quedado intactos tras la Transición. No es un azar que el centro de gravedad de la corrupción institucional durante los años de González fuera el Ministerio del Interior: que hubiera dos ministerios del Interior, el ministerio real y el ministerio sumergido, con dos presupuestos, el real y el sumergido. No era casual: el gobierno socialista entiende que hay un sector en el cual no se ha efectuado ningún tipo de modificación durante la transición; que eso no se puede, o no se quiere, volar; y que por lo tanto la única opción que queda es comprarlo. Cuando uno analiza lo que han sido las cuentas del Ministerio del Interior durante los años del exministro José Barrionuevo en particular, pero también del exministro José Luis Corcuera, es exactamente eso lo que se percibe. Y naturalmente ese centro de la corrupción funcional de las instituciones se prolonga después en el resto del Estado. Pues si uno va a establecer la identificación entre Partido y Estado, eso significa que el Partido no puede funcionar tan sólo con los presupuestos legalmente establecidos para un partido político, los cuales no dan ni para cañamones; lo que habrá que hacer es lograr que los negocios del Estado reviertan en las finanzas del Partido. Cierto que al final una parte de esos casos terminaron en los tribunales; pero, no nos vamos a engañar, lo que terminó en los tribunales fue una fracción mínima de lo que realmente significó el gran aparato de la corrupción.

Todo eso por un lado; pero, por otra parte, existía todavía un factor más que no se había resuelto desde los últimos años del franquismo, y era el del terrorismo en el País Vasco. Ahí el PSOE apostó por la peor opción de entre todas las posibles; una opción que cualquiera que no fuese imbécil tenía que entender que sólo serviría para producir el efecto contrario: el efecto de la consolidación del entorno de ETA. Se trataba de la opción del terrorismo de Estado, del GAL.

Los años del terrorismo de Estado y de la corrupción fueron, pues, una verdadera tragedia para este país. Como dijimos antes, el PSOE lo reconstruyeron una panda de parvenus que le quitaron su partidito a un grupo de viejecitos que vivían allá en Toulouse; bien, pero, pese a todo, ese partido seguía siendo visto por una parte de la ciudadanía española como un referente de orden moral. Lo terrible que produce el PSOE a los muy pocos años de su llegada al gobierno con Felipe González es la certeza en toda la sociedad de que moral y política se excluyen mutuamente; y que se excluyen de un modo frontal y absoluto. Esa especie de envenenamiento de la conciencia ciudadana, a la que se transmite la idea de que aquí lo que hay que hacer es «arramblar» con todo cuanto se pueda, pues todo lo demás no es sino un cuento chino, produce un efecto de desmoralización en la sociedad española que no se curará fácilmente. Es la conciencia de un enfangamiento atroz de lo político.

P. —. A pesar de esas secuelas (ciertamente terribles, por otra parte) que está usted mencionando, lo cierto es que, en todo caso, aquel proyecto fuerte, aquel proyecto de identificación absoluta entre el Estado y el Partido Socialista, al menos sí que quebraría más tarde, en 1996.

R. —. Sí, fue un proyecto que quebró. Y yo pienso que tuvimos cierto papel todos aquellos que ya en los años anteriores habíamos venido dando la batalla contra el asunto del GAL, y conseguimos que ello terminase en los tribunales, lo cual fue todo un acontecimiento. Recuerdo que, cuando empezamos con aquello (cuatro muertos de hambre que por aquel entonces éramos), jamás habríamos imaginado que pudiésemos llegar a tal punto. Fue importante eso, así como los dislates económicos que realizó el PSOE en los años 90, que jugaron un papel importante para que su propia clientela se desmoronase.

Naturalmente, ante lo que nos encontramos hoy, y que a mí me parece altamente preocupante, es ante lo que yo creo que es el intento de retomar aquel viejo proyecto del Partido-Estado, pero en circunstancias que no permiten ya que todo ello funcione por sí solo (ya no basta con mantener la inercia propia del régimen del general Franco). Hoy se intenta realizar lo mismo pero por una vía tremendamente pragmática y, a mi parecer, con costes muy altos, prácticamente suicidas. Pues ahora lo que resulta necesario es proceder a una voladura de todas las estructuras del Estado que sean necesarias para conseguir el efecto de la exclusión de toda aquella forma de perspectiva política que no sea la articulada dentro de aquella hipótesis de Movimiento, de Partido único, que creo que sigue siendo la gran tentación del PSOE. El cálculo, pues, que está haciendo el señor Rodríguez Zapatero es el cálculo más arriesgado que se ha realizado en España desde la transición, y sería el siguiente: En primer lugar, la identificación Partido-Estado solamente puede producirse garantizando una permanencia de ciclo largo como mayoría parlamentaria. Esa permanencia, a su vez, únicamente es viable sobre la base del barrido —o, al menos, el encierro en una zona marginal— del partido que puede aparecer como una alternativa: el partido de la oposición. Sólo hay un modo de efectuar esa marginación de manera estable: mediante la alianza estratégica (no meramente táctica) entre el PSOE y los partidos de carácter nacionalista; alianza que, en caso de consolidarse de manera estable, otorgaría efectivamente una mayoría cómoda.

Ahora bien, no hay que olvidar algo: y es que los partidos nacionalistas no son idiotas; nos podrá gustar o no lo que hacen, pero idiotas no son. Y los partidos nacionalistas han entendido que ésta es una ocasión histórica, única, que jamás antes han tenido ni volverán a tener después: la ocasión de un Estado que necesita, y que necesita de un modo aritmético, absoluto, su apoyo incondicional. Y naturalmente, en política, cuando uno se sabe imprescindible, se hace pagar al contado. Lo que el Partido Socialista parece no entender (o, si lo entiende, entonces resulta aún peor) es que ese pago al contado lo que implica es la desaparición o, al menos, la fuerte quiebra de la estructura nacional sobre la cual el Estado ha venido funcionando en España a lo largo de los dos últimos siglos. Y que, por cierto, una voladura de ese tipo no es simplemente un acontecimiento político, o no únicamente un acontecimiento moral, o histórico, sino también un acontecimiento económico, que entre otras cosas puede generar (o me sentiría tentado a decir que generará inevitablemente) la bancarrota del Estado, sin más.

P. —. Eso me recuerda que en su último libro, el Diccionario de adioses, uno de esos adioses va dedicado a España y a Europa. ¿De veras piensa usted que tanto España como la cultura europea están en nuestros días agonizando?

R. —. Sí, así lo creo. En mi libro citaba un texto, que a mí me gusta mucho, de Francesco Guicciardini, en el que se venía a decir que, bueno, todo es mortal, tanto las naciones como los individuos. Ahora bien, no nos dolamos por la nación cuando esta muere, pues a la nación no le va a doler. No obstante, los que tenemos la mala fortuna, la desdicha —prosigue Guicciardini— de que nos toque vivir en ese período, tenemos que saber que el Estado no se cae en el aire: el Estado se cae encima de nuestras cabezas. Y que, naturalmente, quienes saldremos hechos cisco de este hecho somos todos. Pues el Estado no es sólo un acontecimiento, insisto, político, moral, histórico; el Estado es también un acontecimiento económico. Y (volviendo al caso español sobre el que estábamos hablando), romper un Estado significará romper un mercado nacional. ¿Alguien se da cuenta de lo que significa eso para una economía moderna? ¿O de lo que significa romper un sistema de imposición de escala también nacional?

P. —. ¿Apostaría entonces usted por una preservación del Estado, pero sin una nación detrás de él que lo sustente?

R. —. No, simplemente no apostaría. En esto yo pienso que debemos ser muy cautos y no andar haciendo apuestas. El análisis (no la apuesta) en que nos encontramos en estos momentos es el de que tanto España como Europa (por razones distintas) atraviesan por un período extremadamente crítico: en lo que atañe a la primera, como ya hemos dicho, no existe la menor garantía de que la estructura de la nación, tal como la hemos conocido en los últimos dos siglos, vaya a mantenerse en la década que viene, y ello encerrará con seguridad altísimos costes de todo orden; en lo que atañe a Europa (y esta es una hipótesis con la que yo vengo jugando desde hace mucho tiempo), nuestro continente no sobrevivió a la crisis de 1914-1919, y ello se revela en la absoluta incapacidad que desde entonces ha tenido Europa para defenderse absolutamente de nada. Cuando uno piensa en la Segunda Guerra Mundial, uno tiene que entender que, en lo que respecta a la Europa continental, esa guerra acabó en menos de dos semanas: lo que tardan los tanques alemanes en llegar desde la frontera belga hasta el Atlántico. Lo que a partir de entonces prosigue hasta 1945 es la guerra entre Alemania y Gran Bretaña (con el posterior apoyo de Estados Unidos) y la ruptura del pacto germano-soviético; pero lo que llamamos Europa, en el sentido limitado del término, no movió un solo dedo para defenderse del nazismo: como, por lo demás, tampoco lo está moviendo en estos momentos para tratar deponer coto a una agresión militar extraordinariamente importante, que es la del ascenso del yihadismo, unida a la aparición de algo que en las sociedades modernas parecía impensable, el retorno a formas de guerra religiosa que creíamos extintas.

P. —. Algunos autores han postulado que la raíz de esa incapacidad de defendernos estaría en el nihilismo rampante que nos circunda.

R. —. En términos depuro análisis, las posibilidades de supervivencia de Europa son escasísimas. En primer lugar, hay que tener en cuenta que el gran desarrollo económico de Europa después de 1945 se efectúa sobre la base de la reducción, prácticamente al mínimo, de los costes de inversión militar. No es esta una cuestión menor: esos costes militares significan una parte importantísima de los presupuestos de un Estado moderno. Esa operación se pudo llevar a cabo en la medida en que Europa contaba con el paraguas militar —y, en el fondo, de todo orden— de Estados Unidos. Naturalmente, eso tiene una contrapartida: y es que Europa no tiene capacidad militar autónoma prácticamente para nada. En un momento, además, en que una de las tendencias (no sé si hegemónica, pero, en todo caso, muy importante) de la Europa de los últimos años es la de la fisura de la alianza con los Estados Unidos, ello deja a Europa en una situación cuando menos problemática. Lo he apuntado ya en alguna ocasión: el hecho de que Irán pueda tener misiles para bombardear con armamento nuclear Israel puede, evidentemente, preocupar a Israel; ahora bien, los israelíes hace ya años que se tomaron las molestias de hacerse con un paraguas antimisiles razonablemente sólido, mientras que Europa no. Y, desde luego, un misil que llegue desde Irán hasta Tel Aviv puede llegar exactamente igual hasta Sicilia y, con muy poco más de tecnología, a todo el Sur de Europa.

Europa no tiene, en estos momentos, prácticamente estructura militar. Y, sobre todo (y quizás también en función de ello), Europa lleva una serie de años tratando de negarse la realidad, de no ver lo que está pasando. Hace poco he leído un libro de Alan D. Dershowitz[12], profesor en Harvard, sobre el ascenso del yihadismo en el mundo. Y creo que tiene razón en lo principal: según él, la responsabilidad básica de ese ascenso es fundamentalmente europea; aparte de la complacencia en 1979 con la instauración del régimen de los ayatolás en Irán, habría otro factor significativo (que, curiosamente, ahora está muy de moda debido a razones cinematográficas anecdóticas), como es el atentado de Múnich en 1972 y la respuesta europea a éste. La tesis de Dershowitz es que, tras ese atentado, Europa prefiere una vez más, como siempre, rendirse antes de sufrir el riesgo de volverse a ver atacada. Y, efectivamente, es después de ese atentado cuando todos los países europeos empiezan a admitir delegaciones oficiales de la OLP en sus capitales, y empiezan a financiar económicamente a la OLP

En este tipo de asuntos ocurre siempre lo mismo: allá donde no hay una respuesta firme, lo que se está propiciando es el ascenso de elementos incontrolables. Europa pensó que podía blindarse respecto de esto y que, de algún modo, Israel pagaría la cuenta (o, al menos, por delegación, Estados Unidos). Y aún en el día de hoy es muy alto el porcentaje de europeos que se niegan a aceptar lo evidente: y es que el objetivo primero del yihadismo es ni más ni menos que Europa, entre otros motivos porque es en Europa donde existe la mayor concentración de población islámica fuera de los territorios islámicos tradicionales, árabes y asiáticos.

P. —. De algún modo volvemos entonces a aquello que usted señalaba al principio de nuestra conversación: lo que tendríamos aquí sería una prueba más de la carencia de ese rigor en el análisis de la realidad que usted consideraba como un imperativo ético.

      R. —. En efecto. Europa viene negándose la realidad desde 1919.

P. —. Y, por lo tanto, no sería preciso reclamar aquí ningún tipo de esperanza (algo así como «apostemos por defender Europa contra viento y marea»), sino que bastaría con pedir que, al menos, no nos engañemos sobre la realidad que tenemos ante nuestros ojos.

R. —. Cierto. Europa se está suicidando. Y nadie puede impedirle que se suicide. Tiene todo el derecho de hacerlo. Pero que no se diga que está haciendo otra cosa, que está «construyendo el futuro» o algo así. Simplemente, se está suicidando.

P. —. Si me lo permite, don Gabriel, voy a plantearle ahora una pequeña paradoja que se me ocurre tras todo lo que llevamos charlado. En una declaración suya de no hace mucho tiempo afirmaba usted que «el fin del Estado-nación no puede sino regocijarme»[13]. ¿No resulta esta frase un tanto contradictoria con lo que me ha ido exponiendo hasta ahora en esta entrevista?

R. —. Bueno, eso era una hipérbole. Por supuesto, a mí el Estado no me es simpático: a ningún ciudadano, a ningún individuo le puede ser simpático el Estado; entre otras razones, como dice Spinoza en su Tratado Político, porque el Estado es un individuo colectivo que concentra en sí tal cúmulo de potencia, que cualquier individuo que pudiera levantarse contra él acabaría siendo apisonado. Por ello, lo que caracteriza al Estado moderno es el intentar acotar zonas de autodefensa ciudadana frente a esa omnipotencia del Estado: sin ellas quedaríamos inermes. Por eso yo afirmo, naturalmente, que a mí el Estado me cae antipatiquísimo; ahora bien, sé perfectamente (como sabe Spinoza, y como sabe cualquiera que no sea imbécil) que entre los distintos Estados hay formas más habitables y otras menos habitables. Yo eso mismo lo he comentado varias veces con mis viejos amigos de tradición izquierdista que nunca han querido entenderlo: «Mira, entre Israel y los países colindantes hay para nosotros, para ti y para mí, una diferencia esencial», les he dicho, «y es que en cualquiera de los países colindantes nos hubieran fusilado antes de llegar a los 19 años, y en Israel no. Será una diferencia mínima; pero ya, en el punto en el que estamos, tendremos que ponemos a defender también esas diferencias mínimas».

Para mí en ese juego de la autodefensa ciudadana, de limitar la capacidad demoledora de las grandes máquinas de concentración de poder, se juega todo. La única zona de libertad que tenemos es ésa: en la que logremos limitar el poder. En un modelo como el islamista en el que, no ya el Estado en este caso, sino la Umma, la comunidad de los creyentes, es la potencia que se impone sobre cualquier tipo de contenido individual, desde luego la libertad se ve fuertemente menguada. Basta con leerse el Corán (hemos llegado a un momento que haría sumamente necesario que la gente se lo leyese): allí comprobaríamos que la pena impuesta por el Corán hacia los ateos es la de ejecución inmediata; hacia los monoteístas no islámicos, la pena reside en diversas formas de opresión.

P. —. ¿Cree usted que el terrorismo islámico estaría, como ha aventurado André Glucksmann [14], transido de nihilismo?

R. —. No. Ese me parece un grandísimo error de Glucksmann, aparte de que implica una utilización metafórica de los términos con la cual hay que tener mucho cuidado. El nihilismo clásico, es decir, aquel que en la política europea hace referencia a los nihilistas rusos, proviene de una tradición fuertemente intelectualista, que lo que plantea es justamente la voladura de todos los sistemas de certidumbre y de solidez. (Por cierto: yo no estoy defendiendo eso, pues ya sabemos a qué conduce: basta con leer Los diablos, de Dostoievski.)

Por el contrario, el yihadismo, o el islamismo en general, defienden exactamente lo contrario: el islamismo (e incluso podríamos decir que el islam mismo) abogan por un sistema teocrático, donde no hay espacio para nada que no sea la certidumbre, y la certidumbre más perfecta. Yes que, a diferencia de los otros libros de las religiones monoteístas, que aparecen como escritos por hombres que interpretan la palabra de Dios (y que por lo tanto requieren exégesis: una cosa maravillosa, pues es precisamente en ese campo de la exégesis donde uno puede buscar fisuras, campos de fuga, etcétera), con el Corán no ocurre eso: el Corán es un objeto que existe en el cielo, con anterioridad por lo tanto a su dictado, y que Dios luego dicta a una sola persona y en un solo ámbito temporal. Otros libros sagrados son esencialmente narrativos, y por consiguiente, en cuanto tales, juegan continuamente con la alegoría y con la metáfora; el Corán, en cambio, es fundamentalmente normativo, con lo que su punto de fuga posible es prácticamente igual a cero,

P. —. Don Gabriel, en cierto sentido me da la sensación de que en esta entrevista hemos ido trazando un recorrido que iría desde lo más particular (su propia evolución intelectual, sus maestros y su época de juventud) hasta asuntos cada vez más y más generales (la corrupción política, el terrorismo, el rol del Estado-nación, el islam). Para ir concluyendo, pues, me gustaría que me dijese usted algo sobre ese otro asunto general (tal vez, el más general de todos) que es la globalización hodierna. Y tal vez podríamos tomar pie para ello de las tesis del libro Imperio, de Toni Negri y Michael Hardt[15] . Según éstas, en nuestros días estaríamos viviendo una situación imperialista en la cual, sin embargo, la potencia imperial no resultaría identificable con ningún Estado-nación concreto.

R. —. Esa idea de Imperio me parece una noción extremadamente inteligente. Con excepción de las páginas finales del libro (que me parecen un tanto postizas: me refiero a esas páginas sobre Francisco de Asís, etcétera...), a mí Imperio me parece un muy buen libro. Y, sin embargo, creo que el segundo volumen, Multitud, en el que Hardt y Negri trataban de prolongar las tesis de Imperio añadiendo sus propias propuestas programáticas[16] , resulta mucho más deficiente.

En definitiva, lo que Imperio venía a decir es que la construcción de la economía en nuestros días (la economía del Imperio) no es equivalente a la de los modelos del imperialismo del que habló Lenin o a la del colonialismo clásico, con una potencia centralizada que expande su capital y hace revertir sus ganancias hacia el centro; sino que lo que caracteriza la estructura actual de la economía mundial es la «economía-mundo», en la que el Imperio no es localizable como espacio físico. Cuando apareció el libro de Negri y Hardt, yo insistí en que aquello era un mentís muy bien construido de los infantilismos existentes en los movimientos antiglobalización (si bien es justo en este sentido en el que la segunda parte, Multitud, me parece que deja mucho que desear).

Y es que proponer una antiglobalización en nuestros días me parece similar a aquello que defendían los luditas en el momento de la revolución industrial. Es ahí donde la crítica de Marx resulta impecable: rompiendo máquinas no va a ser como se solucione la situación de los obreros, pues ese anhelo de dar marcha atrás está abocado al fracaso; así sólo se puede ser ridículo y, a fin de cuentas, extremadamente malvado, pues si bien el desarrollo de la técnica puede estar creando actualmente problemas en un sector determinado del artesanado, a la postre eso es lo que nos va a posibilitar vivir en unas condiciones económicas, si no mejores, sí como mínimo menos malas. En lo que concierne a la globalización, resulta igualmente de una maldad impensable la obsesión por retomar a economías nacionales cerradas. Pues una lección histórica importante de los últimos tiempos es la siguiente: que ha sido sólo gracias a la mundialización de la economía como se les ha permitido a grandes zonas del mundo, que hasta hace poco estaban hundidas en el más craso subdesarrollo, experimentar un salto económico descomunal (pensemos especialmente en amplias zonas de Asia). La telemática y la universalización de los modelos informáticos han conseguido que, con muy pequeñas potencias, uno pueda penetrar en áreas de mercado que, hasta hace muy pocos años, estaban reservadas a países con unos recursos económicos monumentales.

Naturalmente, esto requiere, en primer lugar, de una gran capacidad de adaptación a los nuevos modos de producción (fundamentalmente inmateriales, como en el ejemplo de la innovación telemática); pero también precisa de un fortísimo cambio de mentalidad a la hora de situarse en la esfera de lo productivo. De hecho, uno de los motivos de la crispación loca (en el límite del delirio) de los países, no tanto islámicos, sino de los países islámicos árabes, durante los últimos veinte o quince años reside en este factor. Si uno toma en términos relativos las economías del Sureste asiático por comparación a las de países como Argelia o Egipto en aquellos tiempos, uno percibe entre ellas una distancia abismal: pero una distancia favorable a esos Estados árabes islámicos. Hoy esa relación se ha invertido —y lo ha hecho, incluso, con respecto a países asiáticos también musulmanes, como Indonesia, donde reside la mayor cantidad de población islámica—. De modo que la pregunta durante estos últimos años en todos los países árabes es: ¿Qué maldad deliberada, qué conspiración ha podido producir esto —que nuestras economías, ligadas a la producción nada menos que del petróleo, no hayan hecho nada más que hundirse desde mediados de los años 70, mientras que países que por aquel entonces estaban en un pozo, hoy se encuentren entre los más desarrollados del mundo—? Este planteamiento parece infantil, pero se puede encontrar frecuentemente justo en estos términos. Y la respuesta recurre por lo general a la noción de una conspiración «judeocristiana», apoyada fundamentalmente en Israel y Estados Unidos, que se ha propuesto con vehemencia mantener al mundo árabe en una situación de subdesarrollo, con un boicot constante y un rechazo sostenido.

P. —.  Esto me recuerda un comentario que hace poco tuve ocasión de escuchar al catedrático de Filología Árabe en la Universidad Autónoma de Madrid, Serafín Fanjul, el cual aseveraba que una de las palabras que más se repiten en los medios de comunicación árabes es precisamente esa: «Conspiración».

R. —. De hecho, hay varios sitios de internet donde se puede consultar ese mismo extremo: por ejemplo, en http://www.memri.org. Yes que en efecto no existe, si no, otra manera de vender esa idea a la gente.

P. —. Me parece que todo esto enlaza perfectamente con algo que no quería dejar sin preguntarle, pues le ha ocupado muchos esfuerzos. Se trata de su opinión sobre la cuestión judía. De hecho, usted piensa que no existe tal «cuestión judía», sino más bien una «cuestión judeófoba», ¿no es cierto?

R. —. A mí el judaísmo es un asunto que me ha interesado desde muy pronto. Entre mis primeros intereses (desde los quince o dieciséis años) estuvo Jean-Paul Sartre; y entre aquellos libros suyos que realmente me produjeron una revelación teórica se encuentra lo que, para mí, es una de sus obras maestras: las Réflexions sur la question juive, que, por cierto, hace poco se ha vuelto a traducir[17]. Y la tesis de Sartre es justamente ésa también: no hay cuestión judía, sino cuestión antisemita o judeófoba, como se la quiera llamar. Las fobias no son algo que surja injustificadamente: el antisemitismo clásico, el europeo (pues, evidentemente, en el caso islámico el asunto adquiere otros tintes), es algo que emerge vinculado a la formación de la modernidad europea, al modo mediante el cual se produce la identificación de lo europeo frente a aquello otro que, estando dentro de Europa, parece sin embargo como una amenaza hacia ella.

El mecanismo, al fin y al cabo, es clásico: Freud analiza maravillosamente estos mecanismos de identificación (no con respecto al antisemitismo, sino en general) en sus trabajos de entre 1914 y 1919, los más relacionados con la pulsión de muerte. Y es que la pulsión de identidad es lo mismo que la pulsión de muerte. La pulsión de identidad es aquello que yo me invento cuando algo en mí razona diciéndome lo que soy: pero esa identidad no es más que un «cuento chino». Tú no eres una identidad, sino un nudo de lenguas, un nudo de representaciones que se pueden desanudar en cualquier momento. Naturalmente, con respecto a esto hay dos posibilidades: La primera consiste en entender que ese desanudamiento, que esa no substancialidad del sujeto, que ese carácter no idéntico del mismo es precisamente el punto de quiebra en el cual se puede introducir la libertad; pues la libertad no es más que eso precisamente que me permite jugar con las diferentes ficciones de identidad en que se mueve mi yo —y saber que son ficciones—. Ahora bien, una segunda posibilidad resulta más problemática: se trata de sentir cierta crispación sobre la identidad. ¿En qué consistiría ésta? Residiría en haber admitido que algo en mi yo huye continuamente, y entonces alimentar el deseo (letal, por lo demás) de retornar a lo idéntico, a lo que era yo antes de que el yo fuese esta multiplicidad. Y eso sólo se puede hacer mediante un mecanismo que creo que Freud analiza majestuosamente, y que es el mecanismo de las fobias. Pues únicamente al construir una red de fobias sólidas, frente a las cuales sea preciso blindarme, puedo recuperar esa estabilidad total del yo: yo soy lo que no es ese otro.

Sarre analiza, pues, tal mecanismo con respecto a los judíos de una forma magistral en el texto que ya hemos aducido; y lo hace de una manera que resulta paralela a la de otra de sus grandes obras, que a mí me gusta muchísimo, Saint Genet, comédien et martyr[18], en el cual hace lo mismo exactamente en el plano individual: ¿De dónde viene la importancia de la obra de Jean Genet? Precisamente de esa necesidad de ir construyendo un paradigma negativo frente a la sociedad que aparece ante el individuo como una amenaza permanente.

Para mí, desde la primera vez que leí a Sartre me fue absolutamente clara la tesis que él mantenía: que en las sociedades actuales hemos comprendido hasta qué punto el antijudaísmo es la fobia básica que busca una identificación (búsqueda que es idéntica a la pulsión de muerte); y, por ello, que después de Auschwitz todos somos judíos... o bien todos somos un horror.

Por lo demás, en lo que concierne al conflicto israelo-palestino, hay que tener varias cosas claras: Palestina, si en la guerra de 1948 hubiesen vencido los países de la Liga Árabe, hubiese desaparecido. Pues en esa guerra estos países se levantan no sólo contra la existencia del Estado de Israel, sino también, simultáneamente, contra la existencia del Estado palestino previsto por la partición de las Naciones Unidas. Además, en lo que concierne a esa línea de confrontación, como comentábamos antes, hay para mi algo absolutamente patente: puede que sea sólo un pequeño matiz, pero ese pequeño matiz es que Israel es el único Estado garantista de la zona; el único Estado en el que quien desee pensar de un modo laico, sin más, puede existir. La defensa del único polo de sociedad garantista del Cercano Oriente me parece un elemento que debería haber sido esencial, y por su propio interés, para la Europa de la segunda mitad del siglo XX. Yesa Europa se encuentra ahora con que la situación que ella misma ha generado en el Cercano Oriente ha pasado a ser incontrolable. Lo que se ha producido hace unos días, por ejemplo, en las elecciones palestinas, donde ha vencido Hamás, ha sorprendido a otros, pero a mí no: era de una lógica inapelable; una vez que en el 2000 la OLP o Yasir Arafat más específicamente, se negó en redondo a acometer el acto de constitución nacional (que entre otras cosas hubiera implicado la formación de un ejército nacional y el desarme de los grupos irregulares; con todos los aspectos amargos que, en suma, supone siempre la construcción de un Estado-nación), entonces la única vía que quedaba abierta era ésta: pues, si no hay Estado-nación, lo que hay es Umma, es islam.

P. —. A modo de balance final de todo lo dicho, don Gabriel: ¿Qué tareas piensa usted que son los nodos cardinales que quedan por pensar ahora en lo político?

      R. —. Lo antipolítico.

      P. —. Lo antipolítico. Hoy como siempre.

R. —. Hoy más que nunca. A mí es lo que me preocupa. Desde que acabé el Diccionario de adioses no hago más que darle vueltas, tomar notas. Y todavía no le encuentro una línea expositiva clara. Pero es lo que he tratado siempre de ir haciendo en mis columnas, y aún más en los últimos tiempos. El ciudadano está acosado cada vez más por una dinámica invasiva de lo político como imposición de Estado. Y yo pienso que hoy la salvación del ciudadano pasa por saber acotar las líneas de defensa y las líneas de impenetrabilidad. Del mismo modo que las sociedades modernas se articularon sobre el muro establecido entre el espacio religioso y el espacio político, yo creo que hoy cada vez más debemos ir fundamentando cuáles son las líneas de demarcación que dejen espacio para algo que, por lo demás, el primero que lo formula es Louis Antoine Saint-Just, cuando afirma aquello tan bello de que la vida privada es el territorio sagrado del ciudadano, y que el Estado no debe ni rozarlo. Es éste un proyecto muy limitado: al contrario de aquello que podíamos pensar hace veinte o treinta años, cuando se trataba de establecer grandes modelos salvíficos, hoy el asunto es meramente defensivo. Pero esa defensa hoy en día es una cuestión de supervivencia.

      P. —. ¿Cabría llamar a tal defensa «liberal»?

R. —. No lo sé. Y, sobre todo, no me gustaría etiquetar. Para pensar, y más para hacerlo en un momento como el actual, en el que creo que nos hemos quedado flotando en el aire, hay que tratar de ir produciendo análisis concretos, y tal vez alguna vez le podamos dar un nombre a todo ello. Pero dejémoslo sin nombre de momento.


Miguel Ángel Quintana Paz, Cuaderno gris, nº. 9, 2007 8, págs. 61-88



[1] Gustavo Bueno: El mito de la izquierda. Barcelona: Ediciones B, 2003.

[2] Ray Monk: Wittgenstein: The Duty of a Genius. Londres: Vintage, 1991.

[3] Gabriel Albiac: La opción sobre el dominio del significante en El Capital de K Marx. Madrid: Facultad de filosofía y Letras, Universidad Complutense, 1976.

[4] Jean-Paul Sartre: Materialismo y revolución (traducción de Bernardo Guillén). Buenos Aires: Dédalo, 1960 [edición original: 1946].

[5] Roland Barthes: El grado cero de la escritura, seguido de Nuevos ensayos críticos (traducción de Nicolás Rosa). Madrid: Siglo XXI, 2005 (edición original: 1953).

[6] Arthur Koestler: El cero y el infinito (traducción de Eugenia Serrano Balanyà). Barcelona: Círculo de Lectores, 2001 [edición original: 1940].

[7] Louis Althusser: Curso de filosofía para científicos (traducción de Albert Roies). Barcelona: Laia, 1975 [edición original: 1967].

[8] Antonio Damasio: En busca de Spinoza (traducción de Joandomànec Ros). Barcelona: Crítica, 2005 [edición original: 2003].

[9] Gabriel Albiac: La synagogue vide: les sources marranes du spinozisme (traducción de Marie-Lucie Copete y Jean-Frédéric Schaub). París: Presses Universitaires de France, 1994.

[10] El ¿republicano? al cual cita Albiac alude a José Solís Ruiz (1913-1980), que participó en diversos gobiernos de Franco como secretario general del Movimiento (1957-1969), y como ministro de Trabajo entre 1975 y 1976. Ligado desde siempre al sindicalismo y a las «políticas sociales», su imagen política se asoció pronto con la de una figura presuntamente campechana y dialogante.

[11] Hermann Rauschning: Gesprãche mit Hitler. Zúrich-Nueva York: Europa Verlag, 1940.

[12] Alan M. Dershowitz, ¿Por qué aumenta el terrorismo? Para comprender la amenaza y responder al desaFo (traducción de Gabriel Rosón). Madrid: Encuentro, 2004.

[13]Gabriel Albiac, Encuentro digital, en el diario electrónico elmundo.es (25 julio 2001), http://www.elmundo.es/encuentms/invitados/2mI/07/67.

[14] André Glucksmann: Dostoievski en Manhattan (traducción de María Cordón). Taurus: Madrid, 2002 [edición original: 2002]; Occidente contra Occidente (traducción de Mónica Rubio). Taurus: Madrid, 2004 [edición original: 2003]; El discurso del odio (traducción de Mónica Rubio). Taurus: Madrid, 2005 [edición original: 2004).

[15] Antonio Negri y Michael Hardt: Imperio (traducción de Alcira Bixio). Barcelona: Paidós, 2002 [edición original: 2000].

[16] Antonio Negri y Michael Hardt: Multitud guerra y democracia en la era del imperio (traducción de Juan Antonio Bravo). Barcelona: Debate, 2004 [edición original: 2004].

[17] Jean-Paul Sartre: Reflexiones sobre la cuestión judía (traducción de Juana Salabcrt)- Barcelona: Seix Barral, 2005.

[18] Jean-Paul Sartre: San Genet, comediante mártir (traducción de Luis Echávarri). Buenos Aires: Losada, 1967.

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