lunes, 5 de julio de 2021

"Tiempos de mala fe" por Nicola Chiaromonte (Cuadernos del Congreso por la libertad de la cultura nº2, julio-agosto de 1953)


Nuestra época no es ni de fe ni de incredulidad. Es una época de mala fe, es decir de creencias impuestas por la fuerza, por odio contra otras creencias, y sobre todo por falta de verdadera creencia. Es la época de las «mentiras útiles», de las ficciones perfectamente conscientes en los que las fabrican y en los que las aceptan, pero que ocupan pronto el lugar de la verdad simplemente porque son útiles, de empleo fácil y universal, de tal manera que terminan por constituir un lenguaje en el que el hombre verídico se encuentra fatalmente cogido en la trampa.

Cambios en la colectividad

Naturalmente, este fenómeno apenas concierne al individuo, que en su vida privada mantiene la dosis de rectitud y de veracidad que considera como deber suyo o esa mixtura de sinceridad y de ficción que juzga buena a la marcha de sus asuntos. Se puede admitir fácilmente que los individuos cambian bastante poco bajo la influencia de las modificaciones del ambiente, y que en ellos la proporción de buenos y malos, de verídicos y de trapaceros, de honrados y de bribones continúa siendo casi la misma. Por el contrario, lo que ciertamente cambia y lo que sin duda alguna modifica, sino la naturaleza del individuo al menos la calidad y la forma de sus relaciones con los otros, es la manera de ser de la colectividad.

La colectividad —la sociedad de los hombres— no es la suma de los individuos; tampoco es el conjunto de las instituciones políticas y jurídicas, ni se reduce a las formas de la vida económica y cultural. En un cierto sentido, que después de todo es necesario considerar como esencial, la sociedad es la resultante de las creencias en torno a las cuales los miembros de una comunidad se ponen de acuerdo o entran en conflicto. Las creencias son el tejido conjuntivo de la sociedad, simplemente porque más allá de toda circunstancia material aquellas constituyen el lazo de las conciencias. A causa de esto, la vivacidad o la apatía de las creencias son el signo más cierto del vigor o de la corrupción de una sociedad.

Hoy día nuestra sociedad, la sociedad europea, vive por lo que respecta a las creencias que han hecho su grandeza en un estado de mala fe generalizada, pudiendo datar con precisión el acontecimiento: remonta al 2 de agosto de 1914, comienzo de la primera guerra mundial.

Esta afirmación puede parecer dogmática. Desde luego, merecería ser justificada por una larga demostración y múltiples argumentos. Me limitaré a un solo aspecto, que trataré de resumir diciendo que la primera guerra mundial rompió la única creencia que en Europa había logrado sobrevivir a las decadencias de las fes religiosas: la creencia en el progreso de la humanidad. Y esto no sólo en el espíritu de los intelectuales —que desde hacía al menos treinta años habían previsto la crisis— sino asimismo en la conciencia del gran número, de las masas humanas a la greña con el acontecimiento, y, en consecuencia, en la sociedad entera y tomada en su conjunto.

La creencia en el progreso coincidió durante mucho tiempo con la fe en la ciencia y en la razón. En la hora actual se me antoja evidente que la voluntad de conocimiento y de racionalidad no implica necesariamente la fe en el progreso. Esta fe admite por sostén un fermento, indudablemente religioso por su naturaleza, siendo así que la razón y la ciencia, que son quienes garantizan el «progreso», se proponen llegar a ser socialmente fecundas; substituir en pleno derecho y por completo las funciones de la fe religiosa y la obra de las iglesias. Lo que ha habido de religioso en la idea del progreso de la humanidad mediante la acción del hombre mismo, fruto de una convicción sólida no acreditada ni modo alguno puramente racional, es la seguridad de que entre el orden, de las cosas y las esperanzas del hombre existe una armonía preestablecida; que ambos son parles integrantes del mismo proceso de evolución y que, en suma, la historia natural y la historia humana, mutuamente solidarias, profesan en necesario concierto formando una realidad única cuyas leyes sen descubiertas por la razón a través de la experiencia, y que la razón práctica debe saber imponer.

Esta fe no es forzosamente optimista. Señala más bien un deber absoluto, que prescribe al hombre de actuar en. el sentido que ella indica, el de la única verdad surgida después que la verdad cristiana se convirtió en dudosa primero, y en evidentemente ineficaz después. La creencia en cuestión no afirma que inevitablemente las cosas irán cada vez mejor; simplemente afirma que no existe límite alguno preestablecido a la mejora moral y material de la condición humana. El conflicto, el dolor y el mal se reconocen como inevitables, más contra ellos la última palabra pertenece a la voluntad creadora del hombre. Voltaire se burlaba de la Providencia, pero compartía con Mozart el entusiasmo por esa visión esencialmente generadora de alegría. Leopardi maldecía la Naturaleza madrasta y detestaba la idea de progreso, más descubría justamente en el dolor universal la norma de una alianza, también universal, de los hombres contra el mal común: la nostalgia de las esperanzas valerosas y eficaces fue el límite de su pesimismo.

De esta fe en la actividad victoriosa del hombre nació la democracia moderna, y sobre dicha fe convertida en voluntad religiosa de palingenesia se fundó el socialismo. Este socialismo —interesa el recordarlo y el repetirlo— no nació ya hecho de la cabeza de Carlos Marx, sino que fue ante todo la fe y la esperanza de los humildes, surgidas de su sufrimiento, cuando a las leyes de hierro de la edad industrial se añadió para ellos esa buena noticia de que el orden social no era ni eterno ni divino y que podía y debía convertirse en un instrumento de la razón, y por tanto de la felicidad humana.

La destrucción de la fe

¿Por qué la guerra de 1914 destruyó esa fe? ¿Es qué una fe puede ser destruida por un hecho, por catastrófico que sea? A esta última pregunta, la respuesta general es negativa; pero es positiva en lo que se refiere a esa fe y a ese hecho, ante todo porque la guerra, por sí misma, arruina esencialmente la confianza en la evolución, sino enteramente pacífica al menos no catastrófica, de la sociedad, y sobre todo en el poder de la razón humana de dominar los acontecimientos. Fue una guerra insensata, que sacrificó millones de vidas en aras de objetivos a la par mezquinos y grandiosos: por una rectificación de fronteras o por una paz perpetua, según uno se coloque en el plano del «realismo» de los gobernantes o que se tome en consideración las palabras que esos mismos gobernantes estaban obligados a pronunciar al objeto de justificar ante los puebles la enormidad de la matanza. Finalmente ningún objetivo fue alcanzado, ni tan siquiera les más irrisorios, puesto que ni se halló criterio bastante neto para determinar el lugar de los postes fronterizos.

La confianza en la evolución o incluso en la más sutil de la dialéctica de los acontecimientos, pudieron subsistir tanto tiempo como subsistió una cierta medida entre los objetivos proclamados y adoptados y el resultado definitivo; entre las esperanzas o las ilusiones que se alimentaban mientras hacía estragos la brutalidad del hecho y el final del drama, tal como podía verse. Mas cuando entre las esperanzas y la solución final, entre los objetivos proclamados y los objetivos realmente alcanzados, se vio que no había ni medida ni relación, entonces lo que se hundió no fue tan solo la creencia ilusoria en la sabiduría de los gobernantes, sino la fe misma que hasta entonces se había mantenido contra viento y marea más allá de los límites de lo que se podía esperar. Alcanzado este límite, la fe cae por sí misma en minas, sin que el individuo tenga conciencia de abandonarla o de transformarla en un culto vacío. Ella se corrompe y se destruye, por el solo hecho de que comienza a no ser ya verdaderamente posible, es decir auténtica y firmemente mantenida frente a todas las circunstancias. Por mi parte, me siento tentado a afirmar que la creencia no solamente en el socialismo sino en una democracia verdadera, se hundió en Europa cuando el primer socialista y el primer demócrata sincero, en presencia del hecho de la guerra mundial, viéndose obligados a elegir entre sus convicciones reales y el estado de necesidad, se plegaron, desalentados, ante la necesidad.

A partir de ese día, no fueron solamente los intelectuales los que en Europa se encontraron en estado de «nihilismo», sino la sociedad entera. Esta se halló —por lo que respecta a esa realidad decisiva que es la realidad de la conciencia— obligada a pensar que ninguna creencia vale verdaderamente nada frente a los hechos cumplidos. En efecto, un límite puramente ideal separa lo que puede ser un simple estado de alma de duda y de desánimo pasajeros, de esa confusa y fatal decisión que consiste en esta conclusión: ninguna creencia tiene valor y sólo lo tiene la voluntad de realizar hechos, y, con o sin fe, el que ejecuta hechos tiene razón, en el sentido de que se forja a sí mismo su propia razón. Este paso fue audazmente franqueado por hombres de acción. Y se asistió a lo que yo denominaría las «restauraciones ideológicas»: comunismo, fascismo, nazismo.

Lo que distingue las «restauraciones ideológicas», es la mala fe. Cada uno de estos movimientos, producto de la crisis mortal de una creencia colectiva, pretende restaurarla in abstracto y realizarla íntegramente, como si no dependiese de nada; al propio tiempo, cada uno de ellos se niega inaplicablemente a ser medido o limitado por las normas de la fe en que pretende inspirarse. Y es que esa fe, en tanto que tal, es juzgada simplemente inapta.

De esto, no existe nada más grandioso ni ejemplo más claro que el comunismo, surgido como reacción radical ante la bancarrota del socialismo evolucionista y filantrópico del siglo XIX, y que se definió como la voluntad de realizar íntegramente los ideales, sin tener cuenta más que la forma utilitaria de la substancia misma de esta fe. De hecho, el comunismo contemporáneo tiene dos características fundamentales, ambas enunciadas por Lenin. La primera es que el socialismo se realiza por la voluntad esclarecida del pequeño número; la segunda es que, en el curso de la acción, no existe principio ideal alguno que deba ceder al criterio de la oportunidad. Existe entre tales normas y la antigua fe socialista una contradicción esencial; de hecho ya no se trata de fe sino de implacable voluntad.

Triunfo de los sucedáneos

No debe de sorprendemos que a falta de buena fe triunfen sus sucedáneos. Un intelectual en la duda puede replegarse sobre sí mismo y reflexionar, admitiendo claro está que pueda y sepa resistir a las presiones que se ejercen sobre él, al igual que sobre todo el mundo. Pero las sociedades no se repliegan sobre sí mismas de esta manera: las sociedades no viven de dudas, sino de actos y de hechos. Y dado que los actos y los hechos tienen que justificarse, las sociedades exigen razones, verdaderas o fingidas. El famoso primum vivere es, para el individuo, el principio de la abdicación. Sin embargo la colectividad que, arrastrada por los acontecimientos y su fuerza mayor, ha perdido el sentido de las esperanzas generosas y de la opiniones firmes, obedece fatalmente a su ley de inercia. El gran número, la mayoría, es decir la masa —si nadie la alienta y no la ayuda verdaderamente— vive en estado de necesidad. Mas es un error vulgar y particularmente ciego pensar hoy día que las necesidades a que obedecen las grandes masas son sólo materiales. Lo que caracteriza la Europa de ambas postguerras, es el hecho enorme de masas sedientas de ideal, que siguen inevitablemente a los que ofrecen la ilusión más grandiosa, o la ficción más grosera. «La multitud quiere ser engañada», dice la brutal máxima latina. Pero, en el hambre de esperanza y de fe que empuja a las masas modernas a alimentarse de engaños enormes se halla, desfigurada y envilecida, la esencia misma de la grandeza humana.

Por lo tanto no es sobre las masas que podemos descargamos del peso de la desilusión y de la duda en que hoy pasamos una gran parte de nuestra existencia, nosotros los intelectuales. Bien sabemos que es una carga que es necesario asumir tanto tiempo como sea necesario. Mas tampoco podemos limitarnos a denunciar los falsos profetas y considerar nuestra tarea como cumplida una vez acumulado contra ellos las pruebas de su falsedad. Los falsos profetas llevan en ellos mismos la Némesis que los perderá; no somos nosotros, los intelectuales, los que debemos convertimos en instrumentos del Destino.

Existe una clase de personas, empero, hacia las cuales nosotros, individuos que hacemos una profesión del velar por el sentido de las cosas, por la exactitud de las palabras y por la conveniencia mutua de las formas, tenemos pleno derecho a ser severos: es justamente nuestra propia clase. Si existe un deber al que no podemos fallar sin degradación, es el de denunciar en nosotros las ficciones y no reconocer a las «mentiras útiles» el título de verdades. Para esto, no es necesario que paseamos o creamos poseer nosotros mismas la verdad. La exigencia de la duda basta, o más bien la facultad de plantear cuestiones. Y el hecho social bastante grave de la ausencia, hoy día, de una creencia que sea al mismo tiempo auténtica y eficaz, no nos dispensa del deber de resistir por nuestra cuenta a las creencias prefabricadas y a sus divulgadores.

No podemos faltar a este deber de resistencia, no sólo porque sus ficciones nos ofenden directamente, sino sobre todo porque ya es hora que las generaciones venidas a la vida en estos años de negación violenta y de desprecio del hombre reciban otros ejemplos que los de la mala fe organizada, y otra alimentación que la de los sucedáneos de verdades.

NICOLA CHIAROMONTE Cuadernos del Congreso por la libertad de la cultura nº2, julio-agosto de 1953, pp. 71-74.

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