domingo, 26 de abril de 2020

Magia y Otredad (apuntes a partir de una lectura de Castaneda) de J. L Giménez Frontín (Camp de'l arpa 28, enero de 1976, pp. 7-12)


No necesito lápida

No necesito lápida, pero
Si la necesitáis para mí,
Querría que en ella dijera:
“Hizo propuestas. Nosotros
las aceptamos”.
Con tal inscripción, todos
Recibiríamos honor 
Ich benötige keinen Grabstein

Ich benötige keinen Grabstein, aber
Wenn ihr einen für mich benötigt
Wünschte ich, es stünde darauf:
Er hat Vorschläge gemacht. Wir
Haben sie angenommen.
Durch eine solche Inschift wären
Wir alle geehrt

(Versiones de José María Valverde)

Toda la obra de Carlos Castaneda, dice Octavio Paz[1], se reduce a una reivindicación de la experiencia de la “otredad”, a una legitimación de esta, experiencia. Derecho a la experiencia de sentirse solo en el mundo y parte de un todo, hombres incluidos; a la experiencia de la anulación del yo que creemos ser, del descubrimiento de la extrañeza de ser hombres, la extrañeza ante la muerte, la extrañeza ante el descubrimiento “del otro” que también somos y “de lo otro” que también es y que no está “más allá” sino aquí, en nosotros y entre nosotros. Derecho a la experiencia de la “otredad”, en suma.

La magia, tal como le demuestra el indio Don Juan a Castaneda, es el terreno privilegiado para tales experimentaciones; nosotros sabemos, sin embargo, que no se agotan éstas en el mal llamado universo de la brujería. Nosotros, para nuestro bien y para nuestra desgracia, recreamos día a día más de dos mil años de historia, revivimos día a día otras “otredades”: la del amor, la de la mística religiosa, la del arte, la de la praxis revolucionaria... Pero no vamos a hablar aquí de nuestra tradición heterodoxa, sino de nuestra “magia” en cuya corriente viene a insertarse la obra de Carlos Castaneda en un ambiente propicio a toda clase de confusiones y malentendidos. Porque si la apasionada defensa que de la experiencia mágica hace Castaneda, como la defensa de esta defensa que hace Paz, son en último extremo un acto reivindicativo de la experiencia de la “otredad”, habremos de clarificar a) si lo que nosotros entendemos por magia tiene siquiera algo que ver con dicha experiencia y b) si el compromiso mágico, tal como nos lo propone Castaneda, tiene algún sentido y viabilidad dentro de nuestra historia.

La “otredad” a la que accede laboriosamente Castaneda tiene lugar en un terreno fuera del tiempo y del espacio. Mientras que el hombre que no tiene otra opción que vivir en el aquí y ahora, si quiere conquistar esta experiencia, no puede hacerlo sino aquí y ahora, es decir, en el seno de unas sociedades definitivamente instaladas en el curso de la historia. La experiencia mágica de Castaneda es la propia experiencia de Don Juan, es decir, la de un heredero de una cultura precolombina en trance de disolución. No parece haber otra alternativa. En tanto que experiencia mágica, Castaneda logra detener el tiempo y el espacio, pero el universo cultural en el cual es posible dicha detención —en el cual tiene un sentido dicha detención— habrá que remontarlo a varios cientos o miles de años atrás, en el seno de una tradición racial y cultural que nos es por completo ajena. Castañeda, por el momento, accede a la “otredad” a condición de insertarse previamente en un contexto cultural que no sólo no es el suyo, sino que en cierta manera le obliga a suprimir el suyo. Su testimonio es valiosísimo, pero no puede ofrecemos la menor alternativa dentro del nuestro. Tampoco lo pretende. No fue éste el caso de Artaud en su acercamiento al universo mágico de los indios tarahumara. Artaud no pretendía reinsertar su mundo en otro ajeno, sino encontrar en éste las raíces y las claves para una alternativa válida para el suyo. Cuando descubre, por ejemplo, en la misma montaña tarahumara los signos de un teatro total y cruelísimo, no concluye en una propuesta de viaje colectivo a las montañas, sino que enriquece sus propias propuestas para la destrucción de un teatro-divertimento de unos satisfechos e intangibles espectadores.

Re-insertar la “otredad” en nuestra cultura es una tarea de locos y suicidas pero que, en todo caso, sólo adquiere un sentido cuando se realiza aquí y ahora, desde y para nuestros propios contextos socio-culturales. Aunque sólo sea para negarlos y destruirlos, aunque sólo sea para ejercer un pataleo desesperanzado. Pero si lo que está en juego es la reivindicación de la “otredad”, y de la experiencia de la “otredad” dentro de nuestro propio contexto y no de otro, habrá que interrogarse sobre los presupuestos de la inflación de la magia en el seno de nuestras sociedades industriales y acabar de una vez por todas con el más bastardo de los confusionismos. Porque la moda de la magia, tal y como nosotros la conocemos, se sitúa exactamente en el polo opuesto de la “otredad”, niega la magia, constituye una auténtica anti-magia que, para colmo, se expresa en base a una metodología falsamente científica que no hace sino irritar muy lógicamente a los sacrosantos representantes de la Razón; pero la magia tal como se manifiesta en el seno de nuestras sociedades parece situarse en el más acá, es la mera Razón Negada, la otra cara de la moneda, su sombra, su demonio.

***

No, nuestra “magia” no es, ni tan siquiera, una añoranza de tiempos anteriores a los procesos de secularización. Nuestra “magia”, tal y como han analizado nuestros ortodoxos, no es más que la manipulación industrial de unas actitudes neuróticas generalizadas. Todo esto está dicho una y mil veces, pero no está de más el recordarlo. Nos movemos en el terreno de las frustraciones, de la inseguridad, del deseo de controlar del modo que sea una existencia que no depende de nosotros mismos; son los demonios de la angustia. La carrera de ratas exhibe sus trofeos —éxito, dinero, prestigio-pero se cobra un precio en la carne y la sangre de los participantes.

Aquí no hay accesis, aceptación del riesgo e inseguridad que comporta toda accesis, sino precisamente todo lo contrario, búsqueda de seguridad, defensa contra la angustia y, naturalmente, manipulación industrial de esta búsqueda y de esta defensa. Pero, y he aquí lo más divertido, en la sociedad tecnocrática la neurosis de la falsa magia huye del auténtico universo de la magia como del diablo. La sociedad industrial, como observó Adorno, sólo puede manipular la magia a condición de racionalizarla, de revestirla de una capa de cientifismo y arroparla en un lenguaje desacralizado. En realidad, ya no estamos en el terreno de la magia, sino en el de una religión en la que el esoterismo de un lenguaje científico es a su vez manipulado para acceder a la categoría de fetiche. El caso de la astrología —“ciencia astrológica”— es un caso tipo. Obsérvese, por ejemplo, con qué admirable sutileza se cientifiza el simbolismo astrológico al tiempo que se pone al servicio de una psicología social políticamente manipuladora. Una publicación alemana de alta difusión, editada en España por Bruguera, Conozca día a día su horóscopo, puede servimos de ejemplo:

“La orientación, el consejo que usted precisa, se hallan escritos en el idioma sereno de los astros. Como ya se descubrió en tiempos antiguos, el universo es una rotunda unidad en donde lo alto y lo bajo, el cielo y la tierra, el idioma de las estrellas y nuestra vida cotidiana se relacionan íntimamente.”
Se contrasta, de entrada, la inseguridad (la necesidad de consejo) de los hombres con la “serenidad” (propia de quien da consejo) del lenguaje de los astros. De la observación —nada superficial— de que “el universo es una rotunda unidad” se deduce la dependencia de cada hombre de las fuerzas cósmicas. Además el horóscopo será redactado por “técnico”, por “especialistas” en lenguaje astral. Pero el horóscopo no es una “adivinación” (lo que sería magia-magia y no magia-científica), es, simplemente, “una guía para la mayor eficacia de su vida y de su conducta”. Garantizada así la cualidad de fetiche científico de la astrología, puede pasarse seguidamente a la fase de manipulación psicológica.

En este sentido, el estudio realizado por Adorno del horóscopo del diario Los Angeles Times sigue siendo revelador y modélico. Entre otros muchos puntos, observó Adorno: 1) Cómo se liberaba al lector de toda responsabilidad sobre su condición de ciudadano, trabajador o esposo, al depender su suerte de factores sobre los que él, como hombre, no tenía la menor influencia; 2) Cómo se introducía un concepto del trabajo en el que hay que alabar a los “superiores”, “desconfiar” de los colaboradores y en el que, de hecho, era más importante “maniobrar hábilmente” que trabajar; 3) Cómo se reducía la categoría de “amigos” a la de “elementos provechosos”, pero de los que hay que “desconfiar”, y 4) Cómo nunca se afrontaban los conflictos domésticos, que siempre eran “pasajeros”, “nubes que empañan momentáneamente” la estabilidad familiar y en los que hay que hacer gala de “persuasión y habilidad”.

Es realmente difícil imaginar una manipulación que invite con mayor sutileza a la aceptación de todos los status quo y que aliente con mayor descaro la moral del éxito y la instrumentalización de las relaciones. Manipulación que, en nombre del consejo y la serenidad, acentúa fatalmente la inseguridad de los lectores, al mismo tiempo que justifica su inmovilismo.

Ante la sutileza de la “ciencia astrológica”, el lenguaje propagandístico de los talismanes magnéticos es mucho más burdo. Aunque no por ello dejan de tener gran éxito, al menos en España. Las cruces magnéticas no aconsejan sobre cómo es mejor obrar (o maniobrar). Se limitan a infundir a quienes las llevan “fuerza”, “dinamismo”, “vitalidad” y “energía”. Hay cruces para todos los gustos. La más mágica, la de los incas, promete, “para cuando todo falle”, nada más ni nada menos que la “felicidad”. Otra prefiere persuadir proyectando la entrañable figura de un marino viajando en su trineo por los hielos polares en busca del mineral magnético. Caso digno de un más detallado estudio es el de la cruz que afirma carecer de “poderes sobrenaturales (mágicos), ni médicos (científicos)”: La cruz se limita a influir “en su optimismo, regulando sus propios impulsos magnéticos”.

Pero ¿y el papel que juega la magia astrológica en aquellos movimientos “contraculturales”, en aquellas contra-universidades, universidades de la calle que tanta tinta hicieron correr a finales de los sesenta? No existe ciertamente en su pasión astrológica utilización —al menos consciente— de una metodología prestada de la psicología social para una manipulación de las conciencias. Están, en efecto, “fuera” del sistema y de su círculo de intereses. Es mucho, sin embargo, lo que le toman de prestado. En sus manos, la simbología astrológica queda transformada en “ciencia” astrológica al mismo nivel, sino mayor, que en manos de los hábiles colaboradores de los medios de comunicación. Frente a la manipulación sociológica de éstos, los magos contraculturales alzan la bandera de una objetividad desinteresada; ellos son los únicos “expertos”, los únicos conocedores de todos los secretos de la “ciencia” astral. La operación no ha cambiado de signo. En una apología de cuyo título no quiero acordarme, que viene a ser la crónica social e ideológica de los movimientos californianos, podemos leer una entrevista con Chalón Crawford, al astrólogo “oficial” de Berkeley. Cuando se le pregunta: “¿Qué opinas de las predicciones astrológicas del día o de la semana en periódicos y revistas?”, responde Crawford las siguientes reveladoras palabras: “No se pueden tener mucho en cuenta, sobre todo porque además de un signo solar todos tenemos un signo ascendente y un signo lunar”. Quede claro, pues, que si Los Angeles Times hubiera tenido en cuenta además de los signos solares, los ascendentes y los lunares, su horóscopo hubiera constituido para nosotros una apreciable ayuda para descubrir lo que tenemos dentro de la cabeza y poder obrar convenientemente...

La des-magiaciación de la magia, su condenada al fracaso cientificación, no se agota por supuesto en el campo de la astrología. Este no es más que un ejemplo y no, quizás, el más sofisticado. Abarca desde la recuperación de técnicas adivinatorias en base a una rica simbología —completamente ajena como en el caso del I Ching o fosilizada como en el del Tarot— hasta la mimesis lúdica de reuniones iniciáticas y “satánicas”. Toda una hermosa gama de productos en venta, apenas algo más excitantes que una buena partida de póquer. Fuera de su contexto, vaciado de su sacralidad instrumental, el símbolo mágico queda reducido a un signo estético o a una técnica lúdica, y ello, tal como apuntamos ante la manipulación astrológica, sólo en el mejor de los casos. Insistir sobre el tema me parece aburrido y superfluo.

***

No es este el caso del consumo de productos psicotrópicos —plantas o derivados químicos— que Octavio Paz tildaba de “profanación de un antiguo sacramento”. Evidentemente, tal como lo confirma el propio Donjuán, dicha ingestión no constituye un fin en sí misma, sino el medio más elemental y transitorio para que el iniciado pueda experimentar la inconsistencia de sus preconcepciones y, si cabe, acceder a la vivencia de la “otredad”. Desde la óptica de Donjuán se trata de un medio entre otros; desde la del consumidor de las sociedades industriales se trata del medio por excelencia, el único y privilegiado, la experiencia reiterada en torno a la cual se reordena la existencia y en virtud de la cual la existencia adquiere un sentido. Más que profanación, adoración del sacramento.

Con todo, seamos cautelosos. No existe, no puede existir, estadística fiel de la ilegalidad. Sólo sabemos el número de los aniquilados en el encuentro —Mescalito mata—, pero ignoramos el número de los fortalecidos. Nos movemos en el terreno de las hipótesis. Sin embargo, podemos aventurar algunas que la lógica impone.

Si el consumo de productos psicotrópicos no está socialmente sancionado dentro de una tradición cultural, quiere esto decir que no le es reconocido lugar alguno dentro de un sistema de valores. La experiencia psicotrópica ya no es un factor correctivo e integrador del sistema, colectivamente asumido. La experiencia psicotrópica ya no es esa especie de esquizoanálisis que Deleuze y Guattari descubren en una sesión de hechicería tribal entre los ndembu. Es una experiencia en solitario, no en el sentido de única e intransferible, que siempre lo fue, sino en el del que es “experimentada” desde fuera y no desde dentro de la comunidad a la que el individuo pertenece le guste o no. Y esto entraña diversas consecuencias. Cabe suponer que, si en las culturas en la que la experiencia de la “otredad” mediante técnicas psicotrópicas fue socialmente asumida, se alejó de este consumo al débil y al niño, es precisamente el “débil” y el “niño” quienes en nuestras sociedades forman, sino el núcleo básico, sí un núcleo importantísimo de sus consumidores. Sin un sistema de pensamiento que asimile y reinterprete aquellas experiencias, rotas las conexiones lógicas y simbólicas con los universos en los que originariamente fueron experimentadas, y desprovistas de unos rígidos rituales cuyo sentido no era tan sólo ascético sino práctico y muy práctico, desde el momento en que suministraba una técnica para eliminar o paliar la toxicidad de las plantas.

Por otra parte, no podía ocurrir de otra manera. Porque es precisamente el “débil” y el “niño” quienes se resisten al fortalecimiento y a la madurez tal como son entendidos por una sociedad en la que ya no tienen cabida las experiencias de la “otredad”, en ninguna de sus manifestaciones. Lo grave es, entonces, que en una o dos generaciones se intente reproducir una mini-estructura social autosuficiente y que no dependa del consensus general, como si este intento no estuviera llamado una y otra vez a un total fracaso. Cuando además se asimilan superficialmente construcciones filosóficas de importación, el espectáculo es entonces de una frivolidad y de una tontería apabullantes. La tentación de volver a los orígenes y retornar a la estabilidad y seguridad garantizadas por una institución religiosa con un cuerpo dogmático y casuístico más o menos riguroso, es enorme. La única diferencia es que el sacerdote en vez de ir vestido de negro lo hace con una llamativa túnica naranja, y que la tonsura se extiende como una mancha de aceite a toda la bola de la cabeza. Pero, a la que descuidan, los neoconversos acaban “profesando”, votos de castidad incluidos.

De carácter completamente opuesto es la alternativa que propone la actual cultura musical joven. La música, forzosamente ambigua, más tendente al “silencio” que a la significación —incluso cuando se declara militante, en el acid-rock pongamos por caso- difícilmente puede convertirse en aparato dogmático y casuístico de recambio. Sus poderes son otros: constituyen una invitación lúdica y no racional, conectada a tradiciones musicales autóctonas, que pueden situar al auditor-invitado a las mismísimas puertas de la percepción. Pero el lenguaje musical es, por esencia, no significativo. La “otredad” revolotea en él pero no se manifiesta como en un libro abierto: las páginas están en blanco, el riesgo de leerlas corre a cargo del “invitado”. Y eso está muy bien. Un concierto rock puede constituir una congregación ritual de fieles, pero no una iglesia. Y ya sabemos hasta qué punto los rituales cumplen un importante cometido sociológico, ascético e incluso “práctico”.

El tema de los rituales musicales es, por supuesto, sólo ligeramente tangencial a aquél que nos proponíamos desarrollar: el de la falsa búsqueda de la “otredad” a partir de una actitud mágica —y de la utilización de métodos a los que la magia ha recurrido— fuera de contexto, racionalizada, cientificada y, en la mayoría de los casos, manipulada por la psicología de masas al servicio de los medios de comunicación.

Es necesario insistir ahora, por si no ha quedado suficientemente claro, en que la experiencia de la “otredad” no se agota en la experiencia mágica tal como, siguiendo a Paz y Castaneda, la hemos entendido, sino que se manifiesta por doquier... allí donde alguien la descubre y experimenta. Y con toda seguridad, más en la experiencia musical que en la “ciencia astrológica”, más en el amor loco bretoniano que en una desmayada reunión marihuanera, más en el acto de la creación, más en el juego desmedido, que en las instituciones religiosas del color que fueran. Más, en fin, en el contexto cultural en el que nos reconocemos que en las lejanías del tiempo o del espacio.

***

Pero el hombre gusta de estar alienado de sí mismo. Se ignora, se niega y, sobre todo, se teme. Cierto que está aprendiendo a ser racional, que le ha costado dios y ayuda empezar a serlo. Entre tanto ha dispuesto las cosas de modo que no tenga cabida en ella la experiencia de la “otredad” en ninguna de sus manifestaciones. Quizás no pudo ocurrir de otra manera. Con todo, además de racional, quiere volver a ser razonable, si quiere volver a integrar en su seno la experiencia de la “otredad”, debe empezar, allí donde crea que ha llegado el momento oportuno, por destruir un mito, el de la conciencia objetiva, y por ir haciéndose a la idea de aceptar el acto improductivo, económicamente improductivo. Y ahí es nada.

Porque el mito de la conciencia objetiva es lógicamente indestructible en tanto que único y exclusivo medio para conseguir una relación válida con la realidad. La experiencia de la “otredad”, en tanto que experiencia viva, carece de armas lógicas. El corazón —se dijo— tiene razones que la razón no comprende. Y nada más cierto. Queda, sin embargo, el incómodo testimonio de los Castaneda, de los místicos, de los amantes, de los artistas, de los revolucionarios que han llevado a cabo una revolución. La experiencia de la “otredad” establece otras relaciones con la realidad y con la “otra” realidad. Habrá que conformarse, a falta de auténtica experiencia, con meros testimonios.

Pero es que, además, aceptar la “otredad” representa el riesgo a introducir la improductividad en el seno de la sociedad de la producción. Porque la experiencia de la “otredad”, aunque puede serlo, no tiene por qué ser productiva. Antes, en principio, es “antisocial”. Todos los actos humanos, dijo Artaud, son antisociales. Boutade heterodoxa, que yo creo que Paz y Castaneda habrían comprendido plenamente y sin el menor escándalo. No se trata, sin embargo, de mera literatura. Caso de ser aceptado el derecho a la experiencia de la “otredad”, debe hacerse hasta sus últimas consecuencias, tal como Artaud reivindicaba el derecho a la existencia de “cualquier sucesión e ideas o actos humanos”, incluido el delirio, el acto improductivo por excelencia o, más exactamente, el no-acto.

Respétese, en todo caso, el derecho de la “otredad” a sobrevivir y a manifestarse en las catacumbas.

JOSE LUIS GIMENEZ-FRONTÍN[2], camp de l’arpa. Revista de literatura 28, enero de 1976, pp. 7-12.



[1] 1. Carlos Castaneda: Las enseñanzas de don Juan. Prólogo de Octavio Paz. Fondo de Cultura Económica, México, 1975. La obra de Castaneda constituye una tetralogía, cuyos otros tres títulos irán apareciendo en castellano. Las versiones originales son: A Separate Reality, 1971; Joumey to Ixtlan, 1972; y Tales of Power, 1974.
[2] José Luis Giménez-Frontín es un escritor barcelonés, nacido en 1943, que ha publicado un libro de poemas, La Sagrada Familia y Otros Poemas (Lumen. Barcelona, 1972) y otro de narrativa: Un día de campo (Lumen. Barcelona, 1974). Ejerce semanalmente “lo que se ha dado en llamar crítica literaria” en las páginas del vespertino Tele/eXpres. Ha corrido por media Europa y es, o ha sido, “estudiante, pasante, profesor, marinero de primera, negro de editorial, traductor, promotor cultural en el sentido industrial de la palabra por supuesto, crítico literario y articulista en las revistas de rigor”. Admira sin reservas a King-Kong.

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