LA GRAN TENTACIÓN
EL DRAMA DE LOS
INTELECTUALES EN LAS DEMOCRACIAS POPULARES[1]
En Varsovia, Praga, Budapest, Bucarest, Sofía,
en el centro del sistema circulatorio de cada democracia popular, se encuentra
un mundo especial que abarca las casas de la Unión de Escritores, los
Institutos de Diamat[2],
las redacciones y firmas editoriales oficiales, las salas de exposiciones y de
conciertos. Gentes —cuyos días transcurren entre los libros, las luchas
personales y la firma incesante de nuevas resoluciones— constituyen un círculo
cerrado y que, para el profano, tiene algo misterioso e irreal. Están como
suspendidas en las nubes por encima de los simples habitantes del país. Se
puede comparar su navío de nubes a la isla de los Filósofos creada por la
imaginación de Swift. El sistema staliniano es una dictadura filosófica y este
mundo aéreo lo domina todo: el resultado del trabajo de los intelectuales es lo
que ha formado la mentalidad del niño en la escuela y la del lector de diarios
o libros.
Yo he pertenecido a ese círculo no hace mucho y
sólo hace unos meses he roto mis vínculos con Polonia. Y si lo he hecho ha sido
a disgusto, simplemente porque no veía otra salida.
Quisiera disipar aquí todo malentendido.
Personalmente, ningún peligro me amenazaba en Polonia. El escritor en las
Democracias Populares se encuentra en la cima de la escala social y goza de
todos los privilegios, con tal de que resulte útil. El carácter de mi poesía,
tal como la practicaba hasta 1950, me exponía sin duda a ciertos reproches (se
me acusaba de una inclinación hacia “la metafísica” y lo trágico puro). No
obstante, se me contaba entre los poetas reconocidos como tales. Se me apreciaba
también como traductor de poetas extranjeros, particularmente de Shakespeare.
Como la mayoría de los escritores de la Europa
central y oriental, jamás pertenecí al Partido; no se me consideraba como un
staliniano; era un “buen pagano”, es decir un hombre que no es reaccionario y
que no ha tenido en su pasado simpatías por la derecha. Antes de la guerra, no
ocultaba mi actitud hostil a los antisemitas cuya propaganda tenía, en aquella
época, un éxito considerable. Pasé la guerra en Varsovia, escribiendo y
publicando clandestinamente contra el nazismo. Después me enviaron a los
Estados Unidos como agregado cultural. El hecho de no ser comunista facilitó
más bien el nombramiento: era aún la época del liberalismo transitorio. Pasé
algunos años en el territorio americano, enviando siempre a Polonia mis poemas,
mis traducciones y mis artículos para las revistas, y tomando parte en
polémicas literarias; más tarde me' hicieron agregado cultural en París, pero
sólo ejercí el puesto poco tiempo. Durante mi última estadía en Varsovia, me di
cuenta de que, de allí en adelante, no podría ya publicar otra cosa que propaganda. Se me exigía una ortodoxia
estricta. Fue entonces cuando tomé mi decisión.
Como conozco bien la Isla suspendida en las
nubes, esto es los intelectuales de las Democracias Populares, intentaré dar de
ella una descripción lo más precisa posible, aunque reducida a sus líneas
principales.
EL
PROBLEMA DE LA FUGA
Conviene advertir que todos los artistas o
sabios de las Democracias Populares se encontraron en 1945 ante este dilema:
emigrar o trabajar en su país. Nadie era lo bastante ingenuo para imaginarse
que las exigencias de Moscú no serían cada vez mayores; sin embargo, la opinión
general se pronunció del modo siguiente: los intelectuales debían quedarse en
su país; toda fuga sería un signo de debilidad. De hecho, existía una
probabilidad, precaria sin duda, de un "camino nacional hacia el socialismo”
—y obsérvese que ningún intelectual quería la vuelta al estado de cosas de
preguerra. Tratábase de aprovechar les años de libertad relativa para organizar
la vida cultural, componer buena música, publicar el mayor número posible de
buenos libros y oponerse por todos los medios a la presión rusa. Comenzó el
juego, un juego que es muy difícil de presentar a quienes no lo han conocido;
sólo los intelectuales del Este o los recientemente evadidos saben sus
secretos. No es susceptible, como he podido comprobarlo, de ser comprendido en
el extranjero. En este juego entraban los mejores sentimientos humanos, y en
primer lugar el amor hacia el propio país, terriblemente devastado por la
guerra. Se incurre en un error estableciendo un signo de igualdad entre la actitud
de los Occidentales que se stalinizan y la de los hombres que trabajan por el régimen
en las Democracias Populares. En principio un occidental es el servidor de la
doctrina comunista por su propia voluntad (aunque este hecho tome a veces un
giro casi inevitable: en Francia, por ejemplo, un obrero ajeno al partido se
siente aislado). En las Democracias Populares, en que cada habitante es, por
necesidad, una pieza del mecanismo de Estado, no existe una gran diferencia
política entre el funcionario de ministerio, el profesor de universidad y el
miembro de la Unión de Escritores. Asimismo la diferencia se borra entre los
miembros del partido y los “sin partido”. La institución de los “simpatizantes
activos”, aunque nacida en Rusia, ha tomado en Occidente una significación a
tal punto definida que sería injusto buscar su aplicación en las Democracias
Populares. El simpatizante activo” occidental es un hombre de izquierda que
coopera por su propia voluntad con el partido. Este grado de cooperación es, en
el Este, un mínimo vitalmente indispensable para todo ciudadano.
El drama del intelectual en las Democracias
Populares consiste en que su destino transcurre al margen de la compasión del
mundo. El Occidente, incapaz de descifrar el juego complejo que se desarrolla
en los países del baluarte soviético, considera a todos los escritores,
artistas y sabios militantes en aquellos países como stalinianos por
convicción. La actitud de la emigración política hacia quienes forman allá
parte de la “máquina” es francamente hostil. Y sin embargo muchos artistas y
sabios de estos países han viajado al extranjero después de la guerra y hasta
trabajado en puestos diplomáticos; y sólo un porcentaje mínimo ha resuelto el
problema interior mediante la fuga. “Vuelvo a mi campo de concentración” , me
ha dicho en el extranjero uno de mis amigos; y cada uno de aquellos que volvía
pensaba lo mismo. Sin embargo, volvían. A veces, el motivo de la decisión eran
razones de familia; no obstante, aun los que no estaban ligados por obligaciones
de ese género emprendían el camino del regreso. El motivo general era el
sentimiento del deber para con la nación y la vergüenza de aprovechar una
posibilidad privilegiada de evasión. Durante la última guerra conocí en
Varsovia muchos judíos que, pudiendo quedarse fuera del Ghetto, volvieron a él por su propia voluntad, sabiendo que elegían
la muerte. Los lazos del hombre con la colectividad son extremadamente fuertes.
El sentimiento de lealtad del individuo hacia el grupo social es un motivo de
acción más poderoso de lo que suele suponerse. Yo he tenido ocasión de sentirlo
por mí mismo, puesto que he escogido, por mi propia voluntad, la permanencia
bajo la ocupación nazi y, después de la guerra, me he defendido como podía
contra el hecho de convertirme en emigrado. Este motivo de lealtad actúa en el
Este de un modo particularmente fuerte entre los escritores, los compositores,
los artistas y los sabios —es decir, entre los "trabajadores de la
cultura”. En la Europa Central y Oriental se subraya siempre especialmente la
función social de estos, trabajadores de la cultura y se la entendía como un
deber hacia la colectividad. Siendo Agregado Cultural en Washington, le
pregunté a un joven sabio polaco que había llegado como becario a los Estados
Unidos lo que pensaba hacer; me contestó que volver a Polonia sería para él una
solución heroica, y quedarse un signo de debilidad, pero que no' sabía si
tendría las fuerzas necesarias para elegir lo heroico. Este hombre no era staliniano
y me hablaba con toda franqueza. Imaginemos que se decidiera a obrar
heroicamente; sin duda, los pasajeros del barco en que vino lo trataron como un
bolchevique peligroso, y los emigrados lo consideraban como un fiel servidor
del régimen odioso, cuando no como un agente de la policía secreta.
Huir al extranjero, o quedarse en el
extranjero, a juicio de los intelectuales que viven hoy en las Democracias
Populares, es sinónimo de renunciar a la función social. Un sabio eminente, si
tiene suerte, podrá encontrar trabajo en un laboratorio; pero no trabajará por
su país, y sus posibilidades de crédito en lo que atañe a las investigaciones
científicas serán más estrechas que en un sistema particularmente generoso1 con
los sabios. Un director de escena, un actor conocido, lavará platos en un hotel;
el compositor tendrá que empezar de nuevo su carrera. En cuanto al escritor, se
verá privado de su público y, por consiguiente, de la posibilidad de publicar
nada en su idioma. Sus libros no tendrán entrada en las bibliotecas; su nombre
será pronunciado como el de un traidor y él mismo tendrá que ganarse el pan con
un trabajo extraño a su profesión.
Un intelectual que huye al extranjero, ¿qué
puede hacer para luchar contra el stalinismo e influir sobre la opinión de su
país? Esta lucha sería la única justificación moral de la fuga a los ojos de
sus compatriotas que se han quedado. ¡Ay!, lo que puede hacer es muy poco. En
primer lugar, el Occidente no ha atribuido nunca a los intelectuales tanta
importancia en la formación de la vida social como hace la Europa Oriental.
Hoy, el sistema staliniano considera a los intelectuales como una herramienta
de primer orden.
En segundo lugar, las autoridades desconfían
del recién llegado, y el juego que tiene lugar en el Este es demasiado
complicado para que aquéllas sepan exactamente a qué atenerse. Por último, en
los medios de emigrados la opinión reinante es hostil al que huye. En una
palabra, el tránsfuga se expone a humillaciones sin límites. Puedo ilustrar
esta situación citando un fragmento del poema satírico aparecido en Varsovia
con motivo de mi marcha:
Sentirás la cultura en las bestias de la
Military Pólice
Cuyas manos detienen la visación tan deseada,
Gemirás por un asilo, y los agentes estúpidos
Pondrán sus pies sobre la mesa para que lamas
sus botas
Existe un conflicto entre los políticos de la
emigración y los intelectuales. Es algo más que el conflicto clásico entre las
emigraciones antigua y nueva. Pueden encontrarse en él los rastros del
conflicto de dos grupos sociales. En la Europa Centro-Oriental hay un contraste
entre la intelligentsia y los
intelectuales. El término de "intelligentsia” abarca el conjunto de
aquellos que, poseyendo cierta educación, no se ganan la vida mediante un
trabajo físico; una porción de rasgos característicos definen este grupo que
todavía recientemente era por sus costumbres el heredero de la nobleza. Un
médico, por ejemplo, un funcionario de correos, un abogado, un redactor de
ministerio, pertenecen a la «intelligentsia». Los intelectuales propiamente
dichos son lo que se llama la intelligentsia
creadora. Son los sabios, los hombres de letras y los artistas; entre ellos
y la «intelligentsia» (que es la equivalente de la clase media en Occidente)
existían, ya antes de la guerra, intereses contradictorios. La diferencia entre
los dos grupos se ha acentuado más tarde cuando los intelectuales se
convirtieron en una casta plutocrática del nuevo sistema, mientras la antigua
«intelligentsia» cayó al nivel de los parias bajo la presión de una nueva
«intelligentsia», de origen proletario, que constituye un grupo absolutamente
distinto.
La mayoría de los políticos de la emigración
pertenece, por su origen, a la «intelligentsia» de preguerra, y su mentalidad
es considerada por los intelectuales creadores como un residuo fósil del pasado.
Las relaciones entre los dos clanes no se distinguen por su simpatía. De una
parte hay el desprecio, de la otra el rencor de un grupo que perdió su posición
social contra un grupo que ha permanecido vigoroso. "No tenemos
posibilidad alguna de entendernos con los reaccionarios de la emigración; es
preferible trabajar con los stalinianos”. ¡Cuántas veces no habré oído la
frase! En estas condiciones, la fuga de un intelectual es considerada en el
Este como un paso al nirvana. No es
una solución honorable. El intelectual que huye se libera del sufrimiento que
le impone la presión del régimen, elige una duración puramente fisiológica. El
olvido cubrirá su nombre en su país. Su fuga equivale a su muerte.
La elección se halla, pues, entre dos géneros
de mal, y quedarse en su país es considerado el menor. Durante estos últimos
cinco años, muchos cientos de artistas, sabios, escritores polacos han ido a
Occidente; muy pocos han decidido no volver a Polonia. Los que se quedaron
fuera han pasado al nirvana, y nadie
en su país sabe nada de su existencia. Entre ellos, sin embargo, hay espíritus
de primer orden.
A menudo he discutido con mis amigos el
problema de la fuga. Todos, incluso los católicos fervorosos, opinaban que tal
decisión debe ser individual, pero que es preferible no romper los lazos con su
nación para obtener tan sólo la libertad "puramente negativa”, es decir la
libertad sin la posibilidad de ninguna realización artística o política. Si
toda la nación se halla sumida en una situación trágica, hay que compartir el
destino común tratando de hacer lo que se pueda. Después de todo, traducir a
Shakespeare es una actividad socialmente útil, en tanto que trabajar en una
fábrica del Oeste, con el único objeto de mantenerse en vida, no es una
actividad que merezca tal nombre.
Siempre he tenido que declararme de acuerdo con
semejantes argumentos. Yo no quería convertirme en un emigrado, y mi fuga fue
un arrebato de locura individual. Había comprendido que el juego había
terminado para mí y que no podría evitar ya el escribir una oda en honor del
"Padre de los Pueblos” o un poema sobre Félix Dzierżyński. Es posible que
para poder traducir Shakespeare valga la pena escribir un poema semejante, pero
yo no me sentía capaz de pagar ese precio.
La fuga de un intelectual tiene, generalmente,
consecuencias tragicómicas. Como he dicho, nuestro mundo, es decir el mundo de
los intelectuales de las Democracias Populares, es un mundo cerrado, y las
leyes que lo rigen no son conocidas afuera. Todo el que sale de ese mundo
encuentra, no sólo el malentendido cuando se trata de sus intenciones, sino
también la imposibilidad de explicarse públicamente, a menos que escriba todo
un libro. Para el occidental, la cuestión es bastante simplista: se estaba
vinculado con un país comunista; luego, se era staliniano; el “elegir la
libertad” quiere decir que uno ha renunciado a sus ilusiones. He leído muchos
artículos, en la prensa de la emigración polonesa, sobre mi fuga al Oeste. Es
curioso observar que el único que muestra cierta comprensión del problema apareció
en Suecia, esto es en un país donde los emigrados, gracias a una afluencia
constante de gente nueva, están mejor informados de las reglas del juego.
Permítaseme citar unas líneas de dicho artículo, no para atraer la atención
sobre mí, sino porque proyectan cierta luz sobre el problema en conjunto. “Un
período de muchos años, durante el cual la izquierda polaca consideraba que el
campo de la lucha se limitaba exclusivamente al interior de Polonia, queda
definitivamente concluso. La huida de Milosz es, en cierto modo, simbólica;
Milosz no era comunista, pero era de izquierda y de ideas avanzadas. Pertenecía
así a aquellos que los comunistas quieren a toda costa convertir en aliados y que, en fin de cuentas,
consideran como sus peores enemigos.
He tratado de presentar la situación de los
intelectuales en el Este demostrando hasta qué punto es injusto reducir su
problema a una cuestión de condiciones políticas. El temor a perder la función
social es un móvil poderoso. El que huye no puede librarse de un sentimiento de
traición con respecto a los que se quedan. El único medio de librarse de ese
sentimiento es la actividad. Por lo que a mí toca, trataré de ser activo como
escritor; y sólo cuando llegue a la conclusión de que he perdido la partida y
cuando me sienta totalmente impotente, pasaré al nirvana.
LA
TÁCTICA
Los intelectuales en las Democracias Populares
son colocados en la posición de poder llegar a constituir la nueva
aristocracia, con la condición absoluta de obedecer siempre. Como el corazón
esparce la sangre a través del organismo, así la tarea de los intelectuales,
según el designio del partido, debe consistir en esparcir a través del cuerpo
social la idea directriz; propagan el materialismo dialéctico en su versión
staliniana. Procediendo lenta y pacientemente para hacer al intelectual digno
de esta tarea, el partido, o sea Moscú, está resuelto a hacer a toda costa su
conquista. La antigua «intelligentsia» está destinada a desaparecer. En su
lugar, la nueva «intelligentsia» obrera debe entrar en funciones. En cuanto a
los intelectuales, se necesita su nombre, su talento, su saber, que no son
reemplazables.
La inmensa mayoría de los intelectuales se ha
pronunciado por la revolución. Esta revolución no tenía en las Democracias
Populares un carácter espontáneo. Era llevada a cabo a golpes de decreto
provenientes de arriba y apoyada en la fuerza del ejército rojo. Era una
revolución burocrática. De todos modos, la nacionalización de la industria y la
reforma agraria eran consideradas como medidas útiles. Los puntos litigiosos
eran la independencia nacional y la adopción de la doctrina staliniana; en este
terreno, los intelectuales desplegaron una sorda resistencia y fueron ayudados
por las tendencias de las masas en el seno de la nación, tendencias que podrían
definirse cuando menos como disidentes. La táctica aplicada con respecto a los
intelectuales puede, en sus grandes líneas, presentarse como sigue.
1º Dar y no pedir al comienzo nada a cambio.
Lo mismo que se dio la tierra a los campesinos
sin pedirles nada en un principio, así se aseguró a los escritores la
posibilidad de imprimir sus obras, a los músicos el uso de las salas de
conciertos, a los sabios el acceso a los laboratorios; y grandes posibilidades
se abrieron entonces, pues en las Democracias Populares el gobierno consagra
sumas inmensas a sus fines culturales. Por otra parte, el público, después de años
de guerra, estaba ávido de libros, de publicaciones, de espectáculos y de
conciertos. La venta del material impreso iba cada vez en aumento. Se abrían
nuevos teatros de vanguardia. Los intelectuales trataron de aprovechar este
período de auge que duró unos años para publicar lo que habían escrito durante
la guerra, discutir los problemas estéticos y sociales, traducir buenos
escritores occidentales y, en general, llenar las lagunas producidas por la
guerra.
2º Aumentar la presión gradualmente para no crear
un punto de resistencia psíquica.
Es ésta una regla muy importante. Hay que
evitar una situación en la que el paciente pudiese gritar: ¡no! Produciendo una
atmósfera conveniente y aplicando presiones delicadas, se lo inclina a las
concesiones. Se dice a sí mismo: "¡Bah, no es nada! No tengo inconveniente
en escribir ese artículo si, gracias a ello, me dejan en paz para que pueda
trabajar en mi novela, que no está en la línea”. Obtenido este resultado, se
aumenta suavemente la presión de las críticas, de las exigencias. El paciente
se dice: "Ya he escrito un artículo de ese género, ¡por qué hacer tantas
historias por tan poca cosa!” Hay que proceder de modo que el paciente no logre
tomar ninguna decisión; por eso, cada aumento de la dosis es insignificante, y
la diferencia con la etapa precedente demasiado débil para que "valga la
pena” resistir. El resultado es tal que después de algunos años el paciente
traga dosis enormes. En esa forma muchas personas han llegado inconscientemente
a escribir, pintar y enseñar de manera muy ortodoxa. Algunos —muy pocos— han
advertido la trampa y han huido en seguida para evitar la continuación del
tratamiento. Pero la mayoría han comprendido bien el juego y lo han aceptado,
utilizando todas las posibilidades de resistencia que puede ofrecer. Han hecho
concesiones mesuradas, tomando en cuenta a cada paso las ganancias y las
pérdidas y calculando si la diferencia estaba de su lado. Por ejemplo,
"vale la pena” escribir un artículo atacando a los existencialistas si,
gracias a ello, se puede publicar un poema que se burle del realismo
socialista. “Vale la pena” firmar una declaración política si, a cambio de
ello, puede uno hacer valer su buena reputación y sacar de la cárcel a uno de
sus parientes. “Vale la pena” escribir la música de una canción que glorifique
el sistema si por ello se obtiene el permiso de ejecutar una sinfonía. Tal es
la regla del juego. No es sólo un juego individual: se trata de salvar muchas
instituciones, grupos, talleres, revistas, etc. El desarrollo gradual de esos
compromisos individuales y colectivos es una de las razones por las cuales los
intelectuales del Este, en general, no han creído necesario convertirse en
emigrados.
3º Poner el vino nuevo en odres viejos.
Al sistema le interesa conservar las
instituciones universalmente conocidas y universalmente honradas empleándolas
como fachadas. Poco a poco se las llenará de un contenido nuevo. Por ejemplo,
se transformará un museo célebre en una galería de exposición consagrada a la
propaganda. Se conservará el nombre de una revista conocida y se le cambiará la
redacción. La misma cosa se practica con los hombres. Se les conservará el
rostro y el nombre; pero se los vaciará y se los llenará con una nueva
filosofía. Tal escritor, que era conocido como un celoso católico, firmará
ataques contra el Vaticano. Esta transformación, que se diría mágica, no es en
modo alguno mágica. No es sino el resultado del principio: “La existencia
determina la conciencia”. Al crear condiciones especiales en las que está
encerrado el paciente, se alcanza el objetivo sin gran dificultad.
4º Evitar en lo posible las presiones directas
y utilizar la presión de las situaciones.
No debe imaginarse que en una Democracia
Popular alguien ordene a los
intelectuales, de manera positiva, escribir esto, pintar aquello, hacer
investigaciones científicas en tal o cual sentido. Por el contrario, se subraya
a cada paso que nadie obliga nada a nadie, que todo es voluntario. Este
principio se aplica de una manera general, no sólo a los intelectuales. ¡Nadie
obliga a los campesinos a formar un koljós, no!. . . Se los arruina con el
impuesto; se les arrebata su trigo; se los extenúa por medio de la brigada de
los jóvenes, y la situación aparece sin otra salida que formar un koljós. De igual
modo el intelectual advierte en un momento dado que debe escribir un poema
sobre un tema dado. Este poema será considerado como un acto voluntario aunque
su autor, a decir verdad, haya sido puesto entre la espada y la pared.
5º No permitir que se forme solidaridad de
grupo.
Bajo la ocupación nazi, la solidaridad de los
intelectuales estaba bien desarrollada. Baste decir que en Polonia, por
ejemplo, no había un escritor (uno solo)
que colaborara ni aun tímidamente con los alemanes. Esta solidaridad se mantuvo
algún tiempo después de la guerra. Pero muy pronto fue reemplazada por una
nueva jerarquía. Las divisiones surgieron entre "bien vistos” y "mal
vistos”. A su vez, los bien vistos se dividieron en "mejor vistos”,
"menos bien vistos” y "tolerados”. Esta división tiene su equivalente
en la vida de la fábrica, donde la jerarquización de la masa obrera, conforme a
la ortodoxia política y a la emulación socialista, hace siempre nuevos
progresos.
Las reglas tácticas que acabamos de enumerar
han dado buenos resultados. El juego está casi ganado por el partido. La
importancia de esta victoria es que lo
que no está expresado no existe: la insatisfacción de las masas no puede
encontrar ninguna expresión, salvo el reflejo emocional, desde el momento que
aquellos que manejan la pluma, el pincel o el cincel sólo expresan el optimismo
éxito. Los esfuerzos de los escritores, de los compositores y de los oficial.
El poder sobre el intelectual da la clave para gobernar el país. El juego de la
resistencia continúa, pero cada vez con menos pintores, que tratan de no caer
al nivel del realismo socialista ruso, son desesperados.
LAS
TRANSFORMACIONES
En las Democracias Populares tenemos que
vérnoslas con un fenómeno histórico completamente nuevo. Este hecho no
encuentra analogía en Rusia donde la evolución se llevó a cabo en un período
más largo y tuvo, por lo menos al comienzo, rasgos de espontaneidad. Tampoco se
lo puede aproximar a las dictaduras pasadas y presentes que no son dictaduras
filosóficas. Los países de la Democracia Popular han sido sometidos a un
sistema, elaborado en sus menores detalles, cada una de cuyas etapas estaba
planeada por adelantado. Es, en verdad, la aplicación más científica de los
principios del materialismo dialéctico al “material humano”.
Las condiciones establecidas, de acuerdo con el
principio de que la existencia determina
la conciencia, hacen que no tengan ya objeto muchas cuestiones que se
plantean en Occidente. Sería ocioso, pienso, preguntarse si los habitantes de
Marte son cristianos o budistas. De igual modo, la división entre comunistas y
no comunistas, que existe en Occidente de manera tan acentuada, pierde su importancia
en las Democracias Populares. Gran número de miembros del partido odian el
sistema; pero, así como los sin partido, í están sometidos a un desdoblamiento
interior que los vuelve inclasificables según los criterios occidentales. A las
buenas o a las malas, aquí hay que razonar dialécticamente y renunciar al sí=sí y al no=no.
Los fenómenos psíquicos que surgen en las
Democracias Populares son fascinantes para el observador. Confieso que me
cautivan y que trato de analizarlos, en un libro que escribo. Es una tarea
extremadamente difícil, a causa de la novedad del tema. Al mismo tiempo, es una
especie de deber.
Se habla del intelectual comunista. Comprendo
que ese término pueda encontrar una aplicación en Francia y en América. Pero
desde el momento que en las Democracias Populares existe una situación de
hecho, no es fácil encontrar un criterio de apreciación.
Pertenecer al partido no suministra medio de
discriminación. Un escritor que conozco y que, después de haber pasado algún
tiempo en territorio de ocupación rusa, durante los comienzos de la guerra, no
había mostrado mucha simpatía por el comunismo, sacó de su bolsillo, ante mí,
en 1945, la libreta del P. C. y me dijo: "Estaba harto de ese miedo de ser
deportado. Se acabó”. Otro amigo, un artista miembro del partido, declara
cuando está borracho: "Vuestro socialismo, ¡conseguiré sortearlo!” Según
un tercero, el centro intelectual del mundo se ha desplazado del Occidente a
Moscú, y lo prueba el que Moscú no puede perder: basta sacar las consecuencias
de ese hecho.
Para los jóvenes la cuestión se presenta de muy
otra manera. Pero aquí también las consideraciones de doctrina tienen menos
importancia que el mundo tal como es. Tropiezan con el "hecho” de que
existe tan sólo un sistema de pensamiento posible y de que Occidente es una
periferia donde no sucede nada que sea digno de atención.
No cabe duda, el elemento tiempo cambia a los
hombres: muchos de aquellos que prosiguieron el juego, palmo a palmo, se
resignan y abrazan la ortodoxia con gran entusiasmo. El hombre quiere creer; no
puede vivir en un estado de negación permanente. El ritmo de transformación es
muy rápido; quien quisiera inmovilizarse retrocede y es incluido entre los
reaccionarias. Hay que "atrapar de nuevo” el ritmo de la vida, llena de un
trabajo colectivo y afiebrado. Las posibilidades, para aquellos que quieren
actuar, son ilimitadas. Es un sistema en que la cuestión dinero no desempeña
ningún papel a condición de ser uno útil. La ortodoxia se convierte en una
condición de la felicidad. Asegura ese vuelo que impulsa automáticamente al
hombre a "ponerse al paso”. Un número creciente de intelectuales pasa por
una crisis interior dolorosa, pero después de la cual el hombre puede por fin
abrazar la Nueva Fe. Que se haya convertido no significa que se libre del
desdoblamiento, pero significa que puede actuar, es decir, que ya le han
proporcionado los eslabones intelectuales que le faltaban: de un modo u otro,
se ha convencido de que las dudas que lo obsesionaban no tenían sentido. Esas
dudas subsisten, pero en otro plano. Diríamos: en un plano paralelo.
Analizando la psicología de este intelectual,
trataré de enumerar los argumentos principales que emplea consigo mismo:
1º La necesidad histórica.
Los acontecimientos en Europa, entre las dos
guerras mundiales, y la marcha del ejército rojo sobre Berlín han impresionado
grandemente a los habitantes de la Europa central y oriental. El comunismo
luchaba contra el fascismo, y el fascismo ha sido vencido. ¿Acaso eso no
confirma la tesis del leninismo-stalinista según la cual, en el mundo
contemporáneo, hay tan sólo fascismo y stalinismo, y es el fascismo el que debe
desplomarse? Quien llega a tal conclusión no debe colocarse en el campo que
está condenado, implícitamente, por el ser que ha tomado en nuestro siglo el
lugar de Dios, es decir la Historia. Un escritor que escribe contra la Historia
será impotente y aniquilado.
Polonia, que los dirigentes rusos han
considerado siempre como el país más importante para sus intereses, porque era
el puente hacia Europa, ha vivido ese dilema de manera particularmente penosa.
Allí, durante la guerra, había una resistencia ¿entra los nazis extremadamente
fuerte. Ese movimiento de resistencia dependía del gobierno exilado en Londres.
La insurrección de Varsovia que estalló en 1944 tenía dos objetivos: liberar la
capital de alemanes y, al mismo tiempo, tomar el poder antes de que el ejército
rojo, que se aproximaba ya, entrara en la ciudad. Era la insurrección de una
mosca contra dos gigantes. Uno de los gigantes se detuvo en la orilla del
Vístula y esperó que el otro aplastara la mosca. Un gigante trabajó dos meses
en aplastar esta mosca, empleando aviones, la artillería más pesada y tanques.
La aplastó por fin, y después fue echado a tierra por el otro gigante que había
esperado pacientemente. Cerca de doscientas mil personas perecieron en Varsovia
y la ciudad fue transformada en un Hiroshima más grande que el del Japón. He
aquí la prueba de que ninguna tercera fuerza es posible. La destrucción de
Varsovia debía encender el odio contra la Unión Soviética. Y este odio no faltó
a Polonia, pero gradualmente comenzó a producir respeto por la fatalidad de la
fuerza. El ejército rojo actuaba como el instrumento de la Historia, como un
poder impersonal. En realidad, se ha dicho, un mundo nuevo está en vías de ser
creado, con Moscú por capital, y quizá ya no haya lugar para los nacionalismos
utópicos. Es curioso señalar que Diamat, que tiene dos aspectos, dialéctica y
materialismo, ha sido sometido al cambio en la medida misma de los éxitos
obtenidos; en todo caso, en las Democracias Populares se subraya más bien el
determinismo, es decir más bien la necesidad de los procesos que su
contingencia.
Para presentar ahora un cuadro de lo que fue la
influencia de esta necesidad sobre los espíritus diré algunas palabras acerca
de un personaje que conozco, el señor X., que vive en Varsovia. X. es un artista.
Proviene de una familia rica. Antes de la guerra, su profesión no le permitía
vivir independientemente; en la actualidad, sus padres, que antes eran ricos,
están arruinados, mientras él tiene un bonito departamento y lleva una vida
próspera. X. es un hombre bien educado y de espíritu refinado. Conduce el juego
con gran habilidad. Cede lentamente sus posiciones; concede lo que en un
momento dado es necesario conceder, y nada más. Debe decirse que la agilidad
intelectual es altamente apreciada en el Sistema. Cuanto mayor es esta agilidad
más libertad se obtiene. X., cuyas réplicas son siempre oportunas y cuyo
dominio de la dialéctica no es menor que el de los filósofos- del Partido, se
mantiene hábilmente en equilibrio sobre la cuerda floja. Después de la guerra,
ha viajado muchas veces al extranjero. En Varsovia me dijo: "En fin, todo
esto me parece una especie de diluvio. Los pequeños países de la Europa
occidental serán sumergidos y sólo quedará América como un peñasco al cual
treparán los últimos sobrevivientes, matándose unos a otros al borde del
precipicio. ¡El diluvio bíblico de Gustave Doré! En cuanto a mí, prefiero que
todo esto ocurra a espaldas mías.”
X. es, por naturaleza, un observador de los
acontecimientos, y en caso de que la derrota rusa aconteciera, no la recibiría
sin placer. Al mismo tiempo, sus obras se convierten lentamente en una
glorificación moderada del stalinismo. Que cada uno juzgue hasta qué punto X.
es “un intelectual comunista”.
La necesidad histórica es el argumento más fuerte
que se emplea en las Democracias Populares. En las masas del Partido, e incluso
entre los más altos dignatarios, esta fe en la necesidad' corre parejas con el
odio. A pesar de todo, la libertad como “verdad de la necesidad”, de Hegel, es
una libertad difícil de alcanzar. El hombre no ama la necesidad, hasta cuando
sabe que debe someterse a ella. El argumento de la necesidad tiene un lado
débil. No es sino el culto de la fuerza que se disfraza en ley de la Historia.
Si Rusia diera un traspiés, el odio amasado podría convertirse en un torrente
devastador.
2º La integración del intelectual.
La alienación del intelectual en Occidente ha
sido, desde hace largo tiempo, un tema de consideración para muchos espíritus.
El intelectual se siente colocado fuera de la sociedad: extraño a la burguesía,
de donde casi siempre ha salido, tanto como a las masas obreras. El sentido de
su actividad es muy a menudo poco comprensible para aquellos que lo rodean, con
excepción de un grupito profesional. Por ejemplo, la historia de la poesía
occidental puede enseñarnos muchas cesas sobre el aislamiento del poeta y sobre
lo que resulta de ello: el hermetismo' de su estilo.
El stalinismo crea un nuevo tipo de sociedad
donde se asigna a la cultura una importancia particular. Lo que en las
sociedades cristianas era la Iglesia con sus ritos religiosos accesibles a cada
habitante del pueblo, está dado en el stalinismo por el Hogar rojo, las
conferencias, los cursos políticos, etc. . . . Existe también una liturgia,
igual para todos los países que se extienden desde el Elba hasta el Océano
Pacífico.
El Hogar rojo para la tripulación de un barco
que pertenezca a una Democracia Popular no difiere del de un pueblo aislado en
las montañas: los retratos, el color rojo, los discursos prescritos son los
mismos. La "cultura” así difundida es, a decir verdad, equivalente a la
"educación política”, que sin embargo no está concebida estrechamente,
pues la doctrina es universal y puede ser aplicada de igual modo al presente y
al pasado de la humanidad. La historia de la Reforma, o las obras de los poetas
del siglo XIX, pueden dar ocasión a consideraciones relacionadas con el
conjunto. Nunca en otras épocas se han impreso tan importantes tiradas de los
clásicos como en las Democracias Populares, de acuerdo con el principio de que el
Proletariado es el heredero de la Humanidad”. El hecho de que los clásicos
estén al alcance de todos, y la creación de un interés real por los problemas
históricos y literarios en las masas, es un serio argumento en favor de la
nueva religión laica. La "cultura” así concebida, que no es otra cosa que
la organización de la distribución en el plano mental, cambia por completo el
carácter del trabajo confiado a los escritores, compositores y pintores, porque
les abre un consumo de masa.
En el siglo XIX apareció por primera vez la
popularización de la ciencia. Cuando ciertas teorías científicas —por ejemplo
la de Darwin— se hicieron célebres, los folletos populares pusieron esas
teorías, en forma simplificada, al alcance de todos. En este hecho se ocultaba
un grave peligro: las teorías así vulgarizadas tenían pocas cosas en común con
lo que constituía precedentemente su papel de interpretación científica; pero
se convertían en un elemento sociológico de primer orden. Los autodidactos a la
Adolf Hitler han cosechado sus conocimientos en esos folletos populares seudocientíficos.
En el stalinismo, este peligro aparece casi en
estado puro. Todo es explicado y, cosa peor aún, un semianalfabeto,
políticamente educado, comienza a creer que lo comprende todo; es un sistema de
puentes construido sobre abismos. Se prohíbe mirar hacia abajo, a las
profundidades, en tal forma que uno olvida que existen.
Hay, sin duda, grados diferentes de iniciación.
Un filósofo que interpreta a Platón según las reglas del Diamat se encuentra en
un nivel más elevado que las masas a las cuales se les da como alimento una
versión predigerida. Pero también un filósofo debe simplificar; a suerte de G. Lukács,
que quiso aplicar métodos complejos a las materias complejas, puede servir de
advertencia.
Por lo tanto el vínculo indiscutible con la
masa, ese vínculo que el intelectual debe a la ortodoxia, se paga bastante
caro. Pero el intelectual del siglo XX padece su aislamiento de modo
particular, y está pronto al sacrificio para sentirse entre les hombres; el
dinero y los honores, que caen en su mano son el signo externo de su utilidad
en el organismo social.
La integración tiene mucho encanto, aun para
aquellos que continúan jugando el Juego defensivo. Por ejemplo, gran número de
historiadores de la literatura, que trabajan en preparar nuevas ediciones de
los textos antiguos, consideran ese género de trabajo como digno de extremadas
concesiones.
3º El ritmo de la vida.
La Wasteland
descrita por T. S. Eliot, en la que viven tantas personas del Occidente, no es
un lugar envidiable. No me corresponde aqui ahondar las causas que nos han
llevado a este punto. En todo caso, en la Edad Media, por ejemplo, no había
signo de ecuación entre la "vida personal” y la "vida fisiológica .
La vida personal entonces era tanto la duración fisiológica como la vida del
alma inmortal. Al fin de la Wasteland
el trueno habla en sánscrito y formula las bases de la moral. Mientras que el
mismo T. S. Eliot buscaba una salida de la Wasteland
en una contemplación religiosa escribiendo Ash
Wednesday y Four Quartets,
aquellos que no podían soportar la vida disipada entre los estados nerviosos y
los flujos y reflujos de la energía animal, y que no podían seguir el camino de
T. S. Eliot, buscaban una salida de la Wasteland
en lo social. Se han convertido en un material especialmente flexible para la
nueva doctrina que reivindica ser la verdad científica. Me intereso
particularmente en la historia de la poesía de estos últimos años. He tenido
ocasión de seguir la evolución de muchos poetas de las Democracias Populares.
Esta evolución se dirigía en curva ascendente a medida que el autor enriquecía
su obra con muchos elementos de la vida colectiva. Tales elementos son, sin
duda, necesarios a la poesía. El solipsismo no conduce a nada. Sin embargo,
cuando la obra de un poeta se impregnaba de lo social, a tal punto que la
política la invadía por completo, la curva caía súbitamente y el talento más
grande nada podía contra ello. Es una trampa de lo social que acecha a todos
los artistas de las Democracias Populares. Cuando se la ha pisado, es difícil
librarse de ella.
El vigor de la primera fase, cuando las
Democracias Populares sólo pedían a los intelectuales que se interesaran en la vida colectiva, ha
persuadido a muchas personas de que por fin se encontraban en la Tierra
Prometida después de haber salido de la Wasteland
en que vivieron antes de la guerra. Una vez aceptados todos los inconvenientes
del sistema, el ritmo de la vida en una gran colectividad liberaba al escritor
del círculo de la soledad personal. Por lo demás, el período de la ocupación
nazi había creado la creencia de que el escritor debe "comprometerse”. Lo
que se produjo después de la guerra no parecía sino la intensificación de ese
estado de cosas.
Por desgracia, el realismo socialista ruso,
introducido últimamente, no es sólo el interés
por lo social; es una disciplina a tal punto precisa, y que exige tal dosis de
mentira y de "pompierismo”, que la Tierra Prometida se transforma muy
pronto en Sahara. A pesar de eso muchos escritores y artistas, después de haber
sido embriagados por los primeros signos eufóricos de la salud recobrada, no
pueden ya vivir sin la doctrina que disuelve completamente al hombre en lo
social, y que condena todas las manifestaciones de la vida personal como no
siendo otra cosa que "fisiología”, "psicología” y "mística”.
4º La necesidad práctica.
Un escritor, un profesor de universidad, un
pintor, un compositor, debe “ponerse al
paso”. De otro modo perderá su sitio en la escala social y se encontrará en
la miseria. También actúan motivos de ambición; entre los que no pueden ponerse
al paso están ante todo los hombres de una mentalidad decididamente
reaccionaria, los hombres de edad, los espíritus devotos o estrechos. No
podrían aunque lo quisieran seguir el pelotón. Encontrarse entre ellos no es
cosa de la cual pueda uno jactarse. Cualquiera que se pone al paso da pruebas
del vigor y de la agilidad de su espíritu. Aquí se impone de nuevo la
comparación con la fábrica: el sistema estajanovista explota la ambición de los
obreros, y aquellos que están orgullosos de sus músculos, satisfechos de la
coordinación de sus movimientos, deseosos de hacerse notar, ocupan los primeros
puestos. La adaptación a la línea en el dominio de la ciencia y del arte pierde
su sentido ideológico y se convierte en una habilidad profesional como las
otras. El conformismo pasa a ser la virtud superior. Algunos se rebelan; la
mayoría hace su trabajo con un cinismo absoluto. Pero casi todos los
intelectuales no pueden soportar un desdoblamiento total y alcanzan la fe por
la práctica.
De igual modo las asambleas en los clubs, los
cursos políticos tienen una influencia considerable en la población. Es bien
sabido que la Iglesia Católica pone más bien el acento en la práctica religiosa
que en la fe teórica; la fe viene por añadidura cuando se frecuenta la iglesia,
el confesonario, etc.... El intelectual que toma parte activa en la vida de su
sindicato —de su unión de escritores o de artistas— queda como marcado
convencionalmente por ello. Al cabo de algún tiempo, ya no puede hablar ni
pensar de un modo distinto de quienes lo rodean. Ni siquiera puede escribir
para guardar manuscritos en un cajón porque un acto de este género se le antoja
desprovisto de sentido.
En suma, todos los argumentos que en un caso
semejante el hombre emplea consigo mismo se reducen al sentimiento de que es
imposible una sociedad distinta de aquélla creada por el stalinismo. La
necesidad histórica pasa a ser algo mucho más profundo que la simple
preponderancia para Rusia de las posibilidades de victoria. Todo es
perfectamente lógico. Querer algo diferente sería querer que dos y dos no
fueran cuatro sino cinco. El pensamiento de volver al estado de cosas de
preguerra parece absurdo y no se ve otro camino que el stalinismo hacia la
civilización basada en el primado de lo social.
El entusiasmo por el mundo nuevo coexiste con
el odio. Conozco gentes cuya vida está, en cada momento, colmada por el odio a
Stalin, y que sin embargo son comunistas fieles.
El ciudadano de las Democracias Populares debe
consagrar mucho tiempo a lo que se llama el trabajo social y a la participación
en las asambleas. Está siempre entre los hombres y no se le deja casi tiempo
para la soledad. Como está siempre entre los hombres y siempre sometido a las
exigencias del conformismo, procede como un actor. Una verdad existe para él en
un circulito de amigos; otra se impone en un lugar público. De tal manera, una
jerarquía de verdades aparece.
En los países del Islam, durante el período de
florecimiento de las sectas, no había, parece, musulmanes absolutos. La unidad
exterior ocultaba una diversidad infinita de creencias y aun de filosofías que
rechazaban en secreto el Islam aunque guardando hacia él un respeto exterior.
El método de comportamiento, que consistía en decir cosas completamente
opuestas a las convicciones íntimas para protegerse contra las sospechas, en
los países del Islam se llamaba "Ketman”. La práctica del Ketman era considerada
como una actividad. Era prueba de habilidad. Por lo demás, muy a menudo el
Ketman era cuestión de vida o muerte.
Observando la vida en las Democracias
Populares, he podido comprobar que el Ketman se practica universalmente en
ellas. Unos piensan que las teorías soviéticas del arte son absurdas; otros
están contra la teoría de Lyssenko; otros clasifican entre las empresas
criminales toda la política de las nacionalidades conducida por Moscú. No
faltan personas que consideran escépticamente el Diamat, creyendo que es, a
decir verdad, un método pragmático, producto de cierto período histórico, y que
desaparecerá cuando el comunismo se realice. Muchos observan con temor el
equilibrismo del Kremlin en el dominio de la política internacional, pensando
que Moscú puede fácilmente ir demasiado lejos.
El Ketman, que tiene gran cantidad de
variedades, no conduce a la verdadera resistencia contra el stalinismo. Por el
contrario, un hombre ama su Ketman y gracias a él empieza a amar la Nueva Fe,
porque sin ella su Ketman ya no sería posible. El Ketman tiene muchas ventajas.
Para apreciarlas, basta observar la vida de los
países occidentales. Los intelectuales sufren en ellos de un género particular
de "taedium vitae”; su vida emocional y espiritual está demasiado dispersa.
Todo lo que piensan y sienten se volatiliza como vapores en el espacio infinito.
La libertad es para ellos un fardo. Ninguna de las conclusiones a que llegan
los comprometen; puede “ser así”, pero puede "ser de otra manera”. De ahí
un malestar continuo. Mientras que el Ketman consiste en realizarse contra
algo. Los vapores que se volatilizan quedan de esta manera comprimidos. Aquel
que practica el Ketman sufre por el obstáculo que encuentra, pero si el
obstáculo llega a desaparecer súbitamente, se encuentra frente al vacío, lo que
es quizá mucho más desagradable. Creo que el hombre de nuestra época no tiene
un centro interior y por eso la Nueva Fe seduce tanto a los intelectuales. Esa
Nueva Fe, sometiendo al hombre a la presión de cuanto lo rodea, crea ese
centro; en todo caso crea la impresión de que ese centro existe. Uno de mis
amigos, dialéctico del Partido, me gritaba, hace algún tiempo, en Varsovia:
“¡Pero tú no puedes escribir nada partiendo de ti mismo! ... En el hombre no
hay nada, nada, nada”. Así, en el hombre no hay nada, todo es producto del
determinismo social; de ahí su terror pánico de alejarse de lo colectivo en que
vive. Irá, con lo colectivo, a todas partes, incluso al Infierno, para no estar
solo.
EL
OCCIDENTE
Los métodos empleados en el Este para envilecer
al Occidente son demasiados conocidos para que debamos mencionarlos aquí. El
ciudadano de las Democracias Populares escucha de la mañana a la noche la misma
música: la marcha fúnebre del mundo capitalista que corre a su ruina. Se le
dice que la muerte de Occidente está inscrita ya en los hechos. Lo que sucede
ahora es la agonía, es decir, el fascismo. En la conciencia del ciudadano eso
equivale a elegir entre el hitlerismo, que conoce por experiencia, y el
stalinismo. Tal es el provecho evidente obtenido gracias al descubrimiento de
las “leyes de la historia”, es decir gracias a la construcción de puentes
tendidos sobre la realidad. El Juego de los intelectuales, gracias a la inmensa
fuerza subjetiva de esta situación, es puramente interior: todo sucede como si
la victoria del stalinismo estuviera decidida. La evolución que se cumple en
las Democracias Populares es considerada como la prefiguración de un destino
que llegará a ser común a los franceses, a los italianos, a los ingleses, a los
americanos.
Los intelectuales del Este, que no creen en la
fuerza espiritual del Occidente, se inclinan con todo a mirar hacia el Oeste
con un resto de esperanza. Son bastantes inteligentes para comprender que el
sistema staliniano, en el cual no es posible decir la verdad, no asegura un
porvenir a la humanidad, y que el Estado universal, con Moscú por capital,
sería más bien una pesadilla. Están, pues, particularmente ávidos de las
noticias de Occidente, sobre todo de aquéllas susceptibles de probar que el
fatalismo histórico puede romperse.
Sin embargo, las consignas de la libertad,
empleadas por el Occidente, los dejan indiferentes. Admiten de buena gana que
la libertad es algo valioso, pero ¿y después? ¿Cómo llegar a ella? Se irritan
cuando oyen repetir, a mediados de este siglo XX, lugares comunes tomados de la
Revolución Francesa o de la Guerra Americana de la Independencia. Las opiniones
de muchos políticos emigrados los hacen sonreír, porque son opiniones basadas
en la creencia de un posible retorno del statu
quo. Ese retorno no es posible. Las transformaciones en curso penetran
demasiado profundamente. De ellas resulta una sociedad muy distinta de la de
preguerra: una sociedad en la que todos son empleados de Estado, salvo cierto
número de campesinos no colectivizados aún. ¿Qué restauración puede imaginarse?
¿Irá a buscarse a los herederos de los propietarios de minas y fábricas?
¿Resucitarán la burguesía que ha sido destruida? ¿Habrá que recrear las luchas
nacionales entre los Estados de la Europa Centro-oriental? ¡No! Todo esto no
tendría ningún sentido.
Los intelectuales del Este son sin embargo muy
vulnerables cuando se trata de las noticias del extranjero y esas noticias les
aportan pruebas de que en Occidente existen personas que comprenden sus
problemas y que buscan para ellos soluciones diferentes de las soluciones
stalinianas. Si un artículo, un libro o una conferencia los conmueve, este
acontecimiento es para ellos, durante meses, tema de discusión. Son, sin duda,
un público severo y difícil de contentar. Tienen el adiestramiento de los
acróbatas intelectuales porque la teología del Diamat es un ejercicio que da
flexibilidad al espíritu.
El Occidente, visto desde el Este, da la
impresión de un completo desierto intelectual. No es ése el caso; pero sucede
un poco con la vida espiritual del Occidente como con la construcción de
diques, rutas y alojamientos en los países occidentales. Hace algunos años, en
Nueva York, el amigo en cuya casa me alojaba me preguntó si tenía conocimiento
de las nuevas avenidas construidas sobre el East River, en Brooklyn, y de un
nuevo túnel entre Brooklyn y Manhattan. Le contesté que nunca había oído hablar
de ellos. Entonces me llevó a conocerlos. Si trabajos semejantes se hubieran
emprendido en Moscú, la prensa del mundo entero estaría llena de las noticias
de esta construcción socialista gigantesca. En Estados Unidos se los considera
naturales y no se les presta atención. Lo mismo sucede, y en mayor grado, en el
dominio de la ciencia y del arte que, en Occidente, son un tema que tan sólo
interesa a los especialistas.
CONCLUSIÓN
La paradoja de la situación mundial consiste en
que en las Democracias Populares y —en la medida en que podemos adivinarlo—
también en la Unión Soviética, encontraríamos pocas personas que tengan una
simpatía sincera por el sistema en que viven. Al mismo tiempo, esas masas están
prontas a formar filas e imponer al mundo entero una Dictadura que para ellas,
sus hijos y sus nietos no tiene salida, porque el totalitarismo moderno dispone
de medios harto poderosos para hacer ilusoria toda revolución. Esas masas están
prontas a marchar en, nombre del fatalismo histórico. El hombre nos asegura que
ha abolido a Dios, pero en su lugar ha implantado al dios nuevo: la Historia.
Es un dios cruel y sanguinario. Las órdenes que salen de su boca son la voz de
sacerdotes astutos ocultos en su vientre vacío. Los ojos de ese dios están
construidos de tal manera que tienen un poder magnético. La humanidad se divide
hoy en dos géneros: aquellos que no han conocido nunca esa mirada magnética y
nada saben del peligro intelectual, y aquellos que han caído en su poder, y
saben que el dios que sirven es perverso.
En aquellos que han conocido el poder magnético
de ese dios y no se han sometido a él —porque creen que el hombre mismo puede
formar su historia— recae un especial deber.
(Traducción de Antonio Miranda)
CZESLAW MILOSZ
Sur, Numero 211–212, mayo-junio de 1952, pp. 1-24
[1] En esa alejada provincia de
Europa que es Lituania, donde bosques sombríos encierran iglesias doradas y
blancas construidas por arquitectos italianos, y una de las más antiguas
universidades latinas, entre un pueblo que habla toda una Babel de lenguas diversas
y que ha cambiado siete veces de señores antes de ser dispersado por los
transportes y las deportaciones totalitarias, nació en 1911 Czeslaw Milosz,
sobrino de Oscar V. Milosz.
Czeslaw Milosz hizo sus estudios en
Polonia y en Francia; después publicó en polaco, su lengua materna, dos libros
de versos que lo pusieron a la cabeza de los "poetas de la catástrofe ,
joven escuela marcada por el presentimiento del gran derrumbe que amenazaba a
la civilización.
Bajo la ocupación nazi en Varsovia,
Milosz participó en la resistencia del lado de los elementos socialistas e
internacionalistas; publicó tres volúmenes clandestinos conteniendo su mensaje
personal, una antología de poemas antinazis y una traducción del libro de
Maritain A traves le désastre.
Durante este período también tradujo obras clásicas de Burns, Wordsworth,
Browning y líricos modernos angloamericanos y latinoamericanos, así como de
poetas negros.
Sus trabajos de ensayista y de
crítico, sus traducciones de Shakespeare llevadas con gran éxito a la escena,
su actuación como representante oficial de la cultura polaca en Washington y en
París, el papel que desempeñó en el movimiento literario que se produjo en
Polonia en seguida de la liberación, lo convertían en, uno de los privilegiados
del nuevo régimen. Pero este régimen exigía de uno de los poetas más notables
de la nueva Polonia un acto que repugnaba a su naturaleza íntima: el homenaje
obligatorio al ídolo Stalin y todo lo que de ello se desprende: la versión
staliniana de la dialéctica y el "realismo socialista”.
A ese precio Milosz hubiera podido
ser en Polonia el autor de una traducción monumental de las obras de
Shakespeare, con la que soñaba desde hacía mucho tiempo. Pero se sintió incapaz
de pagar ese precio. Renunció, pues, al contacto del único país en que su
lengua natal es comprendida, y permaneció en, Francia, donde la revista
Preuves”, que aparece bajo lea auspicios del Congreso por la Libertad de la
Cultura, publicó en 1951 su declaración Un
pagano ante la nueva fe. Desde entonces Czeslaw Milosz ha hecho conocer
desde las páginas de "Preuves” una serie de artículos sobre los problemas
que se le plantean al intelectual en los países totalitarios.
Agradecemos a "Preuves” que
nos haya permitido transcribir el estudio que publicamos [La Grande tentation: le drame des
intellectuels dans les démocraties populaires, Paris: Société des éditions
des Amis de la liberté, 1951. 23 S. : Ill.. Collection de la revue
"Preuves" / Essais et témoignages.], aparecido en la colección de folletos que edita, y
presentado en septiembre de 1951 en las entrevistas de Andlau, que organiza el
Congreso por la Libertad de la Cultura.
[2] Sigla del Materialismo Dialéctico