El destino de la imaginación religiosa
¿Cómo
descubrir lo que ocurre en las mentes de nuestros contemporáneos? Podemos
conocer sus opiniones, sus convicciones, sus creencias, todo lo que comunican a
través del lenguaje. Pero el lenguaje no es demasiado fiable, porque suele
llevar retraso con respecto a las transmutaciones de la mentalidad que tienen
lugar a un nivel más profundo: el de los ajustes no enteramente conscientes de
la mente al mundo cambiante. Siempre me ha fascinado el destino de la religión
en nuestro siglo, aunque mucho menos por lo que dicen los creyentes o los
incrédulos y mucho más por lo que uno puede intuir detrás de sus declaraciones.
Presupongo que todos nosotros, al vivir en la misma época, tenemos en nuestras
cabezas un conjunto de imágenes del universo y del lugar del hombre en el mismo
que nos podría dar una idea del funcionamiento de la imaginación religiosa
ahora y en el pasado. La imaginación religiosa no puede ser hoy la que era en
la época de Dante, pero también tiene que diferir de la de hace cien o
doscientos años. Algunos signos externos apuntan a que existe una conciencia de
este hecho, por ejemplo, cuando, al ir a misa, no esperamos escuchar un sermón
sobre los sufrimientos de los condenados en el infierno, entre el fuego y el
azufre, aunque en tiempos eso era lo que esperaba a los feligreses. Sin
embargo, estos signos externos son pocos, y probablemente el lenguaje de los
teólogos y los sacerdotes difiera algo de la imaginación no formulada de los
fieles.
Tal
vez el acceso a la imaginación religiosa del hombre moderno sólo sea posible
indirectamente, a través de las formas cambiantes del lenguaje y también del
arte y la música. Si suponemos que todas las creaciones de la mente humana en
un periodo dado están unidas en una episteme
(conocimiento) común, de forma que al mirar un cuadro o escuchar una
composición musical podemos datarlo con bastante precisión, cualquier obra dada
no es tanto una isla aislada como lo que parece. Al contrario, un vínculo
subterráneo une, por ejemplo, la desesperada visión de la condición humana de
Samuel Beckett y el fundamentalismo religioso de hoy, incluso aunque
aparentemente no tengan nada en común.
De
ahí el conocido fenómeno de sermones y escritos huecos, semejantes a cáscaras
de las que la vida ha escapado. La revolución científica ha ido erosionando
gradualmente la imaginación religiosa. Primero llegó el golpe copernicano, que
derribó la posición central de la Tierra; Newton introdujo la idea de espacio y
tiempo eternos, que se extendían de forma infinita; una nueva cosmología ha ido
reemplazando victoriosamente a la antigua, basada en el lugar privilegiado del
hombre que fue creado a la imagen de Dios y salvado por esa misma semejanza, es
decir, a través de la Encarnación. De alguna forma, la nueva cosmología
disolvió al hombre en la inmensidad de las galaxias, donde se convirtió en una
simple mota que se atribuía arrogantemente un papel excepcional. Las ciencias
de la vida demostraron ser aún más destructivas. Para Descartes, los animales
eran máquinas vivas, con lo que se seguía manteniendo la barrera entre ellos y
los humanos, dotados de un alma inmortal. Para derribar esa barrera se
necesitaba la teoría de la evolución, y las Iglesias vieron venir el peligro
inmediatamente. (Si nos creemos una anécdota, Darwin dudó si publicar o no El origen de las especies ante las súplicas
de su devota esposa). Al difuminarse la diferencia entre las especies inferiores y el hombre, aparecieron
graves cuestiones de orden moral. Si toda la vida está sometida a ciertas
leyes, entre ellas la supervivencia del más fuerte, esas leyes también se
aplican a la lucha entre hombres (o clases, o naciones), y las lágrimas de los
moralistas o los humanitarios no sirven de nada. Es posible que el crimen del
genocidio característico de nuestro siglo haya sido un efecto secundario del
considerar al hombre como una entidad biológica no menos prescindible que los
innumerables entes vivos desperdiciados cada segundo por la naturaleza. Por
otra parte, algunas cuestiones nos han llevado en la dirección opuesta: si
estamos tan estrechamente relacionados con los animales, que son de hecho
nuestros hermanos, ¿no debería el hombre, en su protesta incansable contra el
sufrimiento, en su lamento de Job, hablar también en nombre de todas las
criaturas? Estas criaturas sufren, mueren, pero no reciben recompensa alguna.
¿Sería
razonable imaginar que sólo el hombre la recibiría? El progreso de la ciencia
ha creado una extraña dualidad en la educación de los jóvenes. En la escuela se
les forma en el pensamiento empírico y reciben una visión más o menos coherente
de un mundo gobernado por cadenas de causas y efectos materiales. Salen a la
calle y se encuentran rodeados por productos de la tecnología que aplican los
descubrimientos de la ciencia y confirman así la autoridad de los métodos
científicos. Y, sin embargo, la mayoría de esos estudiantes pertenece, al menos
formalmente, a confesiones religiosas, y tienen de alguna forma que armonizar
dos proposiciones enfrentadas sobre la estructura de la realidad a no ser que
opten por la forma científica -algo que ocurre con cada vez más frecuencia-.
Algunos defensores de la religión entran en polémicas con los científicos y
cuestionan sus teorías, por ejemplo, oponiéndose a la teoría de la evolución.
Pero la línea general es diferente: oímos que la ciencia y la religión no
pueden enfrentarse, porque la religión es una cuestión de fe, no de hechos.
Desgraciadamente,
la necesidad de coherencia es una característica que nos es innata, y nos
resulta difícil mover continuamente nuestros pensamientos por dos vías
paralelas. Y, sin embargo, nadie se atrevería en la actualidad a anunciar el
final de la religión, ni siquiera el final del cristianismo. Esas predicciones
parecían plausibles en el siglo XIX, cuando el positivista Auguste Comte llegó
incluso a poner los cimientos de una
iglesia científica.
El
número de personas que va a misa puede fluctuar, y va desde una cifra muy alta
en países católicos como Polonia, Irlanda e Italia hasta una muy baja, como en
la Francia católica o la Suecia protestante; pero las pérdidas en algunas zonas
del globo se ven compensadas por el ardor de las nuevas congregaciones -en
África, en Latinoamérica-. Los viajes del papa Juan Pablo II y las multitudes
que atrae deberían suponer un motivo de reflexión para los escépticos. También
conviene observar que en EE.UU., un país orientado tecnológicamente, la gran
mayoría de la gente se considera religiosa -bien de orientación cristiana,
judía, o con algún tipo de influencia oriental, en primer lugar la del budismo-
El renacimiento de la Iglesia ortodoxa en Rusia, después de unas persecuciones
que superaron en su crueldad a todo lo conocido en la historia del
cristianismo, es otro signo de la permanencia de las necesidades humanas.
Evidentemente,
el ataque de la ciencia contra la imaginación religiosa, aunque incuestionable,
representa sólo un elemento del problema. Me parece que si comparamos nuestro
pensamiento con el del siglo XVIII podemos encontrar algunos indicios que nos
ayuden a evitar la simplificación. A ese siglo se le llamó el Siglo de la Razón, y se ha considerado
que nuestra civilización científico-tecnológica se remontaba a las premisas
básicas establecidas por los pensadores y científicos de aquella época. Podría
parecer, sin embargo, que al valorar las costumbres de la gente que vivía en
aquel entonces somos víctimas de nuestra propensión a proyectar nuestros
propios hábitos sobre el pasado. Lo que nos debería sorprender de ese siglo es
su optimismo, en contraste con el ambiente de pesimismo que reina en la
actualidad, del que no siempre somos conscientes por lo mucho que invade
nuestro pensamiento. La razón humana se enfrentaba entonces a la
superabundancia de los fenómenos existentes con confianza en sus propias
fuerzas ilimitadas, porque Dios le había asignado la tarea de descubrir las
maravillas de su creación. En ese sentido, era el siglo de la Razón Devota.
Isaac Newton era un hombre profundamente creyente. Linneo, el gran botánico
sueco que inventó la clasificación de las especies, inicia su Systema Naturae con una cita de un salmo
(en latín): "¡Oh, Yahveh! ¡Cuán
diversas son tus obras! Con sabiduría hiciste todas ellas: la Tierra está llena
de tus riquezas".
Hoy
se tiende a acusar a los científicos del Siglo
de la Razón de duplicidad, de utilizar su creencia en la deidad como una
máscara para su filosofía básicamente materialista. Pero la atmósfera que
impregna sus escritos y el estilo de las artes y la música de aquel periodo
indican lo contrario. La noción que subyace tras todas sus creaciones es la del
orden. Dios estableció las leyes inmutables de los movimientos de los planetas,
del crecimiento de la vegetación, del funcionamiento del organismo animal, y la
vida del hombre en la Tierra está providencialmente organizada de acuerdo con
el ritmo universal. Algunas ideas, como la idea de los derechos inalienables de
todo ser humano, parecen implicar una estabilidad bajo las formas cambiantes de
la existencia social. La episteme del siglo XVIII, centrada en el orden,
encuentra su mejor expresión en la música. Creo que la música más grande se
acaba alrededor de 1800. Los que no estén de acuerdo tendrán que reconocer en
cualquier caso que alrededor de esa fecha la música toma un nuevo rumbo. No
olvidemos que el siglo XVIII trajo en varios países movimientos pietistas y una
búsqueda espiritual a través de las logias masónicas, algunas de las cuales se
constituían como logias místicas. También fue la época de los escritores
místicos: Claude de Saint-Martin, Swedenborg, William Blake.
¿Era
que aún no se habían comprendido todas las implicaciones de la revolución
científica? Es posible. Sea como fuere, al comparar nuestras vidas con las de
nuestros antepasados podemos sacar una lección sobre la existencia simultánea
de muchas tendencias e inclinaciones dentro de un determinado espacio de
tiempo. El siglo siguiente, el XIX, exacerbó algunas de las tendencias de su
predecesor y elaboró lo que podría llamarse una visión científica del mundo,
muy distante en realidad de aquellas visiones armoniosas de los científicos
anteriores. Esta visión, destructiva de los valores, llevaría a Friedrich
Nietzsche a anunciar la llegada del nihilismo europeo, por lo cual no puede
negársele un don de profecía. También hoy operan simultáneamente muchas
corrientes, ascendentes y descendentes, y en algunos terrenos el impacto de la
ciencia del siglo XIX ha alcanzado su apogeo, mientras que en otros parece
retroceder. Cualquier crítico literario está familiarizado con las voces de
desesperación, de irrisión, de insensatez universal, expresadas por poetas y
novelistas. Son antiguos estudiantes que aprendieron a reflexionar sobre el
mundo y la vida humana en los términos de la ciencia, que, sin embargo, no
ofrece nada positivo en el reino de los valores. Los poetas eminentes de esta
época son nihilistas que desesperan, que merecen tal vez admiración por su
franqueza; por citar sólo a unos cuantos: Gottfried Benn, Samuel Beckett,
Philip Larkin. La cifra, enigmáticamente elevada, de poetas y pintores que se
hicieron marxistas es explicable por su búsqueda de significado, que
encontraron a través de su fe en la salvación terrenal del comunismo: Paul
Eluard, Pablo Neruda, Rafael Alberti, Pablo Picasso y muchos más.
A
juzgar por la literatura y el arte, la existencia individual de un ser humano
es considerada absurda y desprovista de toda justificación, porque la vida, de
la que es parte, apareció sobre la Tierra no por el decreto de una divinidad,
sino por pura casualidad. Ahora, tras la caída de la utopía comunista, podemos
esperar una intensificación del ambiente de desesperación, unida a un
consumismo rapaz. En una situación así, puede que la gente se vuelva hacia la
religión, en primer lugar, porque busca un orden moral. En este aspecto, el cambio
de énfasis en las enseñanzas de la Iglesia católica romana es muy
significativo. Hace cien o doscientos años, el tema básico de los sermones era
la salvación del alma; en las últimas décadas, se oye hablar cada vez más de la
participación del hombre en la sociedad, frecuentemente hasta tal punto que el
ardor del clero parece estar sobre todo dirigido a diferentes causas sociales,
como la emancipación de los pobres, la independencia nacional u obsesivas
campañas antiabortistas.
La
religión, que tradicionalmente había tenido una dirección vertical, se hace
horizontal, probablemente porque faltan las imágenes en las que se basaba la
metafísica cristiana. Pero esa orientación horizontal hace frecuentemente que
las palabras de los predicadores suenen huecas, porque son en demasiada medida
activistas sociales como para dar la impresión de que también son hombres de
contemplación y fe. La religión como institución social no equivale
idénticamente a una vida espiritual más profunda y puede incluso prosperar durante
un tiempo cuando falta esa vida. La cuestión básica a la que nos
enfrentamos hoy es si hay signos que indiquen que la imaginación religiosa,
devastada por el ataque de la ciencia del siglo XIX, puede resucitar.
Los
cambios de mentalidad propios de un momento dado de la historia suelen ser
lentos, e incluso ahora, justo al final del siglo, es difícil desenredar las
múltiples tendencias entrecruzadas que frecuentemente se oponen entre sí.
Y,
sin embargo, no estamos en el mismo punto que, por ejemplo, en 1900. Sería
cauteloso en unirme a todos los que saludan a la nueva física como el inicio de
una era de armonía recuperada, como en El tao de la física de Fritjof Capra
(¿qué es, al fin y al cabo, el tao, sino un sentido del universo como
armonía?). Sin embargo, me resulta más espectacular cuando en El azar y la
necesidad, del bioquímico Jacques Monod, encuentro su desesperada afirmación
sobre el camino de una sola dirección por el que nos lanza la ciencia: "Una vía que el cientificismo del siglo XIX
consideraba que llevaba infaliblemente hacia lo alto, hacia una cima empírea de
la humanidad, mientras que lo que hoy vemos abrirse ante nosotros es un abismo
de oscuridad". Creo que Jacques Monod estaba escribiendo un canto
fúnebre a actitudes pasadas, mientras que la ciencia está ahora de nuevo ante
un espectáculo impresionante y milagroso de insospechada complejidad, y es la
nueva física la responsable de este cambio de orientación. Después de todo,
William Blake tenía razón cuando denunció el tiempo y el espacio absolutos de
Newton, y habría saludado la relatividad de Einstein como un descubrimiento que
liberaba al espíritu humano de las imágenes opresivas del vacío completamente
objetivo y, por tanto, arrancado de la mente humana. El universo así concebido
era para Blake "la tierra de Ulro",
el reino de la Muerte, en el que todas las cosas son meros "espectros", muertos para la
eternidad. La teoría de los cuantos, independientemente de las conclusiones
sacadas de la misma, es antirreduccionista al devolver a la mente su papel de
co-creadora en el tejido de la realidad. Esto favorece un cambio al pasar de
despreciar al hombre como una mota insignificante en la inmensidad de las
galaxias a considerarle de nuevo el actor principal en el drama universal -que
es una visión propia de cualquier religión-.
Para
un creyente como yo, la clave del misterio del universo es el misterio del
hombre, y no al revés; o, más bien, cada parte del misterio es función de la
otra. El entusiasmo de los científicos del siglo XIX que buscaban un orden
objetivo parece hoy ingenuo, pero al final de nuestro siglo percibo algo como
la renovación de un tono optimista. No habría que excluir de antemano una
posibilidad: el que la ciencia se alejara del reduccionismo y materialidad
cruda del cientificismo; pero esa situación no ayudará en absoluto a la
imaginación religiosa. La ciencia puede explorar un mundo convertido de nuevo
en milagroso, pero utilizar un lenguaje inaccesible para el público general y
no traducible a ninguna visualización, mientras que en tiempos la ciencia era
lo suficientemente potente como para atraer conversos a su mito. En un caso
así, las diferentes confesiones religiosas se harán cada vez más horizontales,
cautivas de hecho de los entornos locales, nacionales y sociales, y aliadas con
fuerzas políticas. Me parece que el fundamentalismo de EEUU podría ser un
ejemplo de una evolución así, y me temo que el catolicismo en Polonia, aunque
diferente en muchos aspectos, tiene algunos componentes que anuncian un futuro
similar. ¿O hay que mirar a Latinoamérica? ¿O al destino del sintoísmo como
religión nacional en Japón?
Es
más seguro no hacer predicciones. Mucho depende del número de pensadores
religiosos serios que exista en cada país -y no reformadores sociales de ideas
religiosas, que abundan en todas partes, sino de los que tratarían de
enfrentarse a los enigmas básicos del ser en las condiciones actuales, cuando
todas las premisas deben establecerse de nuevo-.
Czeslaw
Milosz, El País, 1 de abril de 1994