lunes, 25 de diciembre de 2017

Stefano Maria Paci entrevista a Eugene Ionesco (ABC Literario, 24 de diciembre de 1989)

¿Yo absurdo?, ¡Qué absurdo!

El dramaturgo Eugene Ionesco, uno de los más insignes creadores de nuestro tiempo, expresaba el viernes su alegría por el derrocamiento de Ceaucescu y pedía el retorno de la Monarquía constitucional a Rumania. «La hora del comunismo -afirmaba desde su exilio parisino- ha sonado en todas partes. Es el fin del comunismo». Ionesco, quien ha indagado a lo largo de su trayectoria el vacío existencial del hombre y su búsqueda de Dios, nunca cayó en la tentación de olvidar que la espiritualidad es una fuerza esencial en los destinos del hombre. Esa fuerza que el materialismo se jactaba de haber barrido del horizonte de la Historia, hoy, sin embargo, ha contribuido al derrumbamiento del imperio de Stalin. «ABC Literario» ofrece esta entrevista con el escritor rumano por cortesía de la revista mexicana «Vuelta», en la que el autor de «La cantante calva» confirma su incesante búsqueda del Absoluto desde la soledad radical del mundo contemporáneo.
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Stefano María Paci: Y bien, señor Ionesco, usted ha sido el fundador del teatro del absurdo, frecuentemente identificado por los críticos con el teatro del sinsentido, de la vida privada de significado. Luego escribió una obra sobre Maximiliano Kolbe, puesta en escena por Zanussi, en la que se habla de conversión. ¿Qué sucede?
-Esta búsqueda de la espiritualidad, de lo absoluto, se inicia hace mucho tiempo, desde mi juventud. Porque el mío no es un teatro del sinsentido: el teatro del absurdo es una invención del crítico inglés Martin Esslin, que ha utilizado esta categoría para un tipo de teatro que se hacía a fines de los cincuenta. Esslin llega influido por autores como Camus, Merleau-Ponty, Sartre, que en aquellos años hablaban mucho del absurdo; sin embargo, ninguno o casi ninguno ha leído con atención lo que yo he escrito. Yo no soy un escritor de lo absurdo: para escribir textos del absurdo debería saber lo que no sé. Al contrario, busco, de modo tal vez muy aventurado, un significado, un sentido.
Rechazo categóricamente la etiqueta del «teatro del absurdo»: mi teatro siempre ha querido decir algo. Es la gente que no lo ha leído, o que no ha entendido nada de lo que ha visto, la que se acoge a esta fórmula. El libro de Esslin se ha difundido por todo el mundo y ahora todos se acercan y repiten esta definición suya. Y es así como entré a la historia literaria con una falsa etiqueta, a través de un crítico vicioso. Y ahora el término se ha difundido tanto y se ha utilizado tanto, hasta en las enciclopedias, que me resulta molesto.
Es un error fundamental. Los errores y la incomprensión nacen siempre del deseo de simplificar.
-El suyo, como el de Beckett, por ejemplo, en «Esperando a Godot», me parece más cabalmente un teatro de ausencia, la ausencia de Dios, y de la desesperada búsqueda de su revelación, y del significado que ésta daría a nuestro mundo y nuestra existencia.
Ausencia y búsqueda
-Sí, ciertamente. No se ha comprendido que el tema de nuestro teatro es justamente éste: la ausencia de Dios y su búsqueda. La obra de Beckett es un SOS lanzado a Dios, un grito permanente. Cuando por primera vez se puso en escena «Esperando a Godot», los actores no querían aceptar que el protagonista estuviera esperando a Dios y a su revelación. El director de Beckett, Roger Blin, hizo todo para embrollar los papeles y engañar a los espectadores. En aquel momento histórico no se podía hablar de Dios o de religión: era vergonzoso. Con todo, se trataba de eso y de nada más. El teatro de Beckett -como, espero, el mío- es un teatro metafísico por excelencia, no un teatro político y social, como se ha dicho. Expresa las penurias de la condición existencial del hombre separado de la Trascendencia. Y es ahí donde nace la expectativa y la esperanza de que, algún día, Él se manifieste.
Ambos somos víctimas de un terrible equívoco. Cuando mi texto «Las sillas» se estuvo representando en Polonia, los dos protagonistas fueron convertidos en pobres obreros desdichados. Yo no lo hice así; se trata de dos personas que habían extraviado el camino humano hacia Dios y que lo estaban buscando. Y, de tanto en tanto, se les presentaba en la memoria el recuerdo de un paraíso perdido. Sin embargo, nadie ha puesto atención a este aspecto. Y cuando en la escena aparece el Emperador, en realidad se trata de Dios, un Dios a la bizantina. Algunos idiotas escribieron que se trataba de una nostalgia napoleónica, y se han escrito muchas otras estupideces. En realidad. «Las sillas» pone en escena la desesperada búsqueda de un sentido; es una obra sobre el vacío ontológico. Como usted ha dicho, el mío es un teatro de la ausencia; y así quisiera que fuera recordado: la gente está y no está allí, la realidad es verdadera o irreal, y yo me pierdo en esta búsqueda.
Teatro político
-Junto al suyo, en los cincuenta y sesenta, se afirmó otra clase de teatro, considerado «político», que tenía en Brecht a su profeta. Un teatro con el que usted no quiere compartir nada. ¿Por qué?
-El teatro «político» fue mi gran enemigo, y los daños que hizo los padecemos aún. Es un teatro ametafísico, sin profundidad. Cuando la política se separa de la metafísica, no expresa los problemas fundamentales del hombre. Erradicada de las cuestiones últimas, es un «divertissement» que sirve como distracción; constituye una actividad secundaria. La vida tiene una dramaticidad propia; mi teatro no quiere dejar fuera a la angustia. Quiere hacérnosla familiar para poder superarla. Busca permanecer ante la pregunta sobre el sentido sin dejarse desviar. La pregunta es ya, de algún modo, una respuesta.
Comoquiera, el teatro político varias veces intentó reclutarme. En vanos de mis «debuts» tuve discusiones con un conocido crítico, Kenneth Tynan, que me decía: «Usted podría ser, si lo deseara, si lo quisiera, el más grande autor contemporáneo.» «Con lo que escribe -afirmó- podría, a lo más, llegar a ser otro Strindberg (eso no está mal, pensé), pero sea brechtiano y será el mejor del mundo.» «No es verdad; sería el segundo, porque ahí está Brecht», repliqué.
Se nos decía: «¡comprométanse!» Pero comprométanse quería decir inscribirse al Partido Comunista, el gran Moloch de los intelectuales.
-En aquellos años, el ejemplo de intelectual comprometido, escritor de teatro, como usted, era Jean-Paul Sartre. ¿Tendría usted algo que reprocharle?
-¿Algo? Sartre ha sido el ejemplo más aclamado del tipo de intelectual que detesto. «Sartre, la conciencia del mundo», decía la publicidad de uno de sus libros. En realidad ha representado la inconciencia del mundo. Era uno de los que no habían entendido nada, que marchaba detrás de todos los eslóganes para «estar en el sentido de la Historia». En el sesenta y ocho agitaba a los jóvenes y luego corría detrás de ellos. No hizo otra cosa en toda su vida. Era la repercusión de toda la estupidez, los eslóganes, las desinformaciones posibles.
Era el más célebre intelectual marxista, pero cuando los nuevos filósofos desmitificaron el marxismo, para no perder el tren de la Historia, dijo: «Pero si hace ya dos años que no soy marxista.» Él, que poco antes sostuvo que «el marxismo es la filosofía perfecta a la cual nada le falta».
Recuerdo del 68
-Usted fue uno de los pocos intelectuales que ofrecieron una posición crítica ante los desenvolvimientos de los sucesos del sesenta y ocho, lo cual le fue ásperamente reprochado por la intelectualidad que entonces cabalgaba en aquella embriaguez ideológica. ¿Qué juicio haría hoy de aquellos sucesos?
-El sesenta y ocho ha sido una estupidez, y aquellos que hicieron la «llamada» revolución del sesenta y ocho se han convertido en notables, en burgueses. Yo lo sabía, lo sentía. Era una revolución de bajo perfil, una especie de carnaval. Retardó nuestro proceso cultural, con su repulsión por la cultura difícil.
-Sin embargo, los jóvenes del sesenta y ocho vieron en usted, con su teatro de vanguardia y de ruptura con la tradición, un modelo...
-Se equivocaban; estaba en contra. Un día, mientras estaba con mi editor, Gallimard, en la calle de la Universidad, un cortejo de estudiantes desfiló bajo la ventana: los insulté. «Llegarán a ser burgueses», les gritó. Me arrojaron piedras. Es cierto que muchos que no comprendían mi teatro, o que lo comprendían mal, sostenían que yo era una especie de anarquista, cuando, al contrario y a pesar de mis momentos de olvido, estaba en la búsqueda de la fe y una espiritualidad. De cualquier modo, durante el sesenta y ocho, todo parecía de valor; refutar el aburguesamiento o. lo que es igual, la muerte espiritual. Sin embargo, fue como dar una patada al agua: aquellos jóvenes lograron agitarla, y luego ellos mismos se convirtieron en burgueses. En el fondo fue una revolución hecha por burgueses que deseaban permanecer en la burguesía, porque eran unos mediocres.
Una nueva ideología
-Un hecho poco notado es que usted, en los años cuarenta, cuando regresó de Rumania a París, tuvo la oportunidad de entrar en relación y estrecha amistad con el movimiento «Esprit», con Mounier, y después con Maritain, Berdíaev, Gabriel Marcel... ¿Qué han representado para usted?
-Una especie de familia espiritual. Yo venía de Rumania, donde se estaba llevando a cabo una monstruosidad inaceptable, el fascismo rumano de los Guardias de Hierro. En mi país estaba solo, con tres o cuatro amigos. Pero, aunque sea en pequeñas dosis, ellos comenzaron a aceptar la ideología fascista. «Cierto que a pesar de los hebreos...» empezaban a decir. Mas cuando se acepta, aunque sea una pequeña parte de la ideología, ésta se aferra a nosotros, nos engulle. En aquella soledad no supe cómo defenderme. Me decía: «¿Cómo es posible que yo tenga razón, en contra de todos?» Era la época en que se inventaba toda una nueva sociología, una nueva biología, nuevas teorías sobre las razas. El mundo parecía subyugado por la nueva ideología, totalmente anticristiana. Y era muy difícil resistir las argumentaciones difundidas y compartidas por los profesores, los periodistas, los escritores, los estudiantes. ¿Y cómo responder? No tenía argumentos, sólo una pequeña, frágil y muy débil rebeldía; una especie de resistencia moral. El grupo que se reunía en torno a la revista «Esprit», como Mounier, Berdiaev (a quien, sin embargo, no conocí personalmente), Marcel, fueron quienes me «socorrieron».
Mi último libro, «La búsqueda intermitente» -continúa lonesco-, es el recuento de lo que he buscado en el curso de la vida. He estado dividido entre el deseo de la gloria literaria, esa inmortalidad falsa y provisional, y la búsqueda del absoluto. Y toda mi vida ha transcurrido entre estos dos polos. Porque la estupidez literaria y todas estas historias de política, adulterio y demás asuntos que ocupan tanto tiempo de la vida humana, igualmente ocupan el espíritu de los escritores. Son lo que llamamos preocupaciones, son los «divertissements». Al igual que la guerra es un «divertissement», no obstante la crueldad que muestra. Sirven para olvidar las cuestiones fundamentales.
Yo me he visto en el estupor de la existencia: pascaliano por naturaleza, y por haber leído a Pascal, estaba aterrorizado por la infinitud de los espacios: ¿por qué existe algo, en vez de nada?, me preguntaba con Leibniz. Estoy estupefacto ante la inmensidad infinita del cosmos, que quiero comprender, pero me supera la angustia; quiero penetrar en la creación de Dios con su misma inteligencia, quiero concebir lo inconcebible... Y, tras la pregunta por la existencia, viene otra, fundamental: ¿por qué existe el mal? He escrito para preguntarme a mi vez sobre estas preguntas, sobre estos místenos.
El problema del mal me hizo dudar, hace tiempo, de la existencia de Dios. Estudié libros sobre la gnosis y fui tentado. Sufrí mucho espiritualmente. Los gnósticos sostenían que el mundo no había sido creado por Dios sino por los ángeles rebeldes que le habían robado algún secreto de fabricación. Ésta sería la razón por la que el mundo es imperfecto. El mal fue el tema de mi texto «Asesino sin móvil».
Desde hace tiempo, no mucho, a decir verdad, me resigno a no ponerme en el mismo plano de la existencia divina. Me he dicho que era imposible que pudiera comprender, y que no debía dudar. Sin embargo, dudo igual, a pesar de mis esfuerzos.
El santo Kolbe
-¿En qué punto de su búsqueda se inscribe su obra sobre Maxilimiano Kolbe?
-Un ilustre colega mío de la Académie Française, el padre Carré, me propuso escribir un texto sobre Kolbe, hace ocho o nueve años. De Kolbe me han fascinado el amor, el sacrificio, su inmensa caridad que justamente ha merecido los honores de la Iglesia, que lo ha reconocido como santo. Fue el músico Dominique Probst, aunque él también influido por el padre Carré, quien quiso hacer una ópera. Así que nos pusimos de acuerdo, yo escribí el libreto y él la música. Escribimos un solo acto, porque queríamos hacer una ópera breve, que durase treinta minutos. Terminaba con el ingreso de Kolbe al pabellón de los condenados. Nuestro trabado fue aceptado por el director de la Opera de París, con el que firmamos un contrato. Sin embargo, cuando dejó la dirección, nadie quiso ponerla en escena.
El filósofo Adorno ha dicho que después de Auschwitz el hombre no puede ser el mismo, y la filosofía debe necesariamente cambiar. Kolbe es la respuesta: no hay más que la fe, la caridad y la súplica que pueden sostenernos en nuestra propia existencia.
Para mí es la fe la virtud teologal suprema. Una vez me confesé con un monje del Monte Athos. «¿Has cometido incesto, has matado, has robado?», me preguntó. «Si has hecho algunas de estas cosas, no te preocupes. Todo es perdonable. Sólo un pecado no es perdonable: no creer, no tener fe.» «Padre -le respondí-es ahí donde se necesita sanar.» Las obras que los cristianos edifiquen, incluida la caridad, son vanas sin la fe.
-Usted fue bautizado ortodoxo, pero ha recibido una educación católica. ¿Existe algún peligro de que se confundan las Iglesias en el mundo actual?
-Si. La Iglesia tiene tanto miedo de quedar fuera de la Historia que parece querer disolverse en ella. Ha entrado de tal forma en la Historia que se confunde con ella. De estar inmersa en la Historia, acaba sumergida por la Historia. La Iglesia debe estar por encima de la Historia para poder influir en ella. Y ha sucedido lo contrario, especialmente en los países del Este, donde la Iglesia ortodoxa está completamente al remolque de los poderes del Estado. Rogar por los hombres está bien, rogar por las naciones es excesivo. Aunque también la Iglesia católica de Francia ha hecho cosas difíciles de olvidar.
Pensador solitario
-Una de sus obras más conocidas, «Rinocerontes», es la historia de un contagio ideológico en el que todos los hombres de la ciudad se transforman en rinocerontes, es decir, en hombres que reciben las ideas hechas. Todos, excepto uno que ofrece una valiente resistencia. ¿Hay un lugar, en la inteligencia o en el corazón del hombre, al cual acogerse para oponer resistencia a los rinocerontes que nos circundan?
-Sí, son las verdades fundamentales y permanentes que existen en el hombre y que no pueden ser extirpadas, sino, en todo caso, encubiertas. En ciertos hombres, estas exigencias originarias aparecen de modo evidente: son aquellos que tienen el valor de pensar por sí mismos.
En «Rinocerontes» evoqué la experiencia de los Guardias de Hierro en Rumania. Escogí esos animales porque tienen la piel tan gruesa que no es posible hendirla y es imposible cualquier diálogo.
Yo daría un consejo a los hombres: el de pensar por sí mismos y. sobre todo, elegir las minorías, no la turba. Yo fui considerado, primero, un intelectual de izquierda y, después, de derecha. Y. en cambio, siempre he sido un pensador solitario. Pensar a solas hace sufrir; aísla, pero vale la pena. Produce hombres.

ABC Literario, 24 de diciembre de 1989, pp. VIII-X

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