La ideología de William Blake
No
se puede otorgar la dicha de ser probado en una «existencia» sino con la
solución de los problemas que dicha existencia le planteó, con la entrega de
aquello que la existencia nunca le dio, o le arrebató después de concedérselo
«por un tiempo». La sorpresa de una
dicha infinita es incoherente con el sentido de la vida. No se hable de
misterio a su propósito, pues no se creó el cerebro del hombre ni se le arrojó
en un mundo dado para que esa mente le engañara y ese mundo le ofreciera sólo
fantasmas del ser. La apetencia real de lo vivo, la salvación del hombre total,
en alma y cuerpo, esto es lo que William Blake deseó. Y lo milagroso —y aquí
tenemos que pasar al otro lado de la barrera levantada por nosotros mismos,
tras estudiar su obra— es que ese mismo poeta, cantor de una irredención
progresiva, de quien los analistas confirman que avanzó de lo lírico a lo trágico,
de lo confiado y angélico a lo espantoso de visiones cosmogónicas ligadas
siempre a tormentos inauditos; lo milagroso es que ese hombre, que, además de
poeta, fue artista (dibujante, acuarelista, grabador e ilustrador
incomparable), y que, como tal, plasmó un mundo de cuerpos humanos titánicos,
dotados de una hermosura casi irreal a fuerza de corporeidad, murió
improvisando himnos a la gloria de Dios, de un Dios cuyos poemas no nos
permiten ver sino a través de una óptica tan pronto subjetiva en la
interpretación (el Jesús de «El Evangelio eterno») como a través de un radical
pesimismo gnóstico.
William
Blake, hombre conflictual, podría definírsele. Ambivalente, hasta cierto punto.
Mejor, visionario de la ambivalencia real que subyace en todas las cosas de
este mundo (y del otro mundo). Sus poemas contraponen: jardín-cementerio,
cordero-tigre, rosa-gusano, tiempo-eternidad, placer-padecimiento. Blake vivió
en sí los conflictos cosmogónicos y los supo expresar con un arte que sintetiza
tradición y revolución. Pues su idioma se mantiene en parte fiel a esa
condición de la poética germánico-anglosajona, aliteración no ya de vocales
sino de consonantes, que le permite, como luego a Poe, conseguir esos hallazgos
de expresividad profunda en que el sentimiento es dicho, no ya por la secuencia
de palabras sino por lo que Herescu, en Style
et Hasard (1963) denomina «arquitecturas fónicas», valorando esa
correspondencia entre el pensamiento y la expresión que ya los antiguos
estudiaron, desde Platón en el Cratilo o Quintiliano. Y podemos leer, en Blake,
por ejemplo: Answered the lovely maid, and said «I am a waterv weed» (Respondió
a la amable doncella, soy una hierba del agua; El Libro de Thel, 1789). Blake
dispuso también de la tradición del kenningar, o metáfora-cifra, que en su arte
carece de la reiteración primitiva y de origen a series analógicas que
transponen en varios planos de lo real el acontecimiento profundo.
William
Blake, además, fue tradicionalista puro en su vida, en su modo humilde pero
sacro de existir, y, mejor que tradicionalista, debiéramos decir arcaico, pues
reasumió aquella antigua cualidad del poeta-profeta, el scop británico que era considerado por los demás, pero esencialmente
por sí mismo, como personaje sagrado, como iniciado, como intermediario entre
el mundo de los humanos y un mundo superior en el que las intuiciones flotan en
espera de [que] quien puede verlas y traducirlas en un lenguaje de
comprensiones siquiera esotéricas. Blake heredó en parte la «geografía
visionaria» de los antiguos mitos y por sendas que, desde Jung, podrían
considerarse como estrictamente introspectivas o propias del inconsciente
colectivo, pero que, sin duda, se deben también a sus lecturas y en especial a
la influencia de Emmanuel Swedenborg, que lo afectó justamente desde 1787, año
de la muerte de su hermano Robert —que para él fue algo distinto de un hermano
meramente terrenal— aunque necesitó luego años de gestación para dar sus obras
más representativas, que se inician en 1793, con Las bodas del cielo y del infierno, la Visión de las hijas de Albión y América,
profecía. Luego se precipita el torrente, desde 1794, con El primer libro de Urizen hasta las
obras de último período, que pueden considerarse iniciadas en el Milton de 1804, en su primera fase,
siendo la segunda, y final, la de los poemas de la etapa 1818-1827, año de su
muerte, a los setenta de su nacimiento. Pero Blake sintetiza pasado y futuro, y
si es un tradicionalista e incluso se sume, con sus mitos, en el humus
primigenio, prefigurando ciertas visiones de una M. P. Blavatsky, pasando a
través de una peculiar «historia de las religiones» reinventada por él para su
uso —deslumbrante uso— particular, también se adelanta hacia el futuro y es
justamente considerado como un antecesor directo de Nietzsche en varios puntos
ideológicos, cual el titanismo del superhombre soñado por el filósofo de Sils Maria, ciertos presentimientos de un «eterno
retorno» cuya fábula reducida al ciclo biológico sería el Libro de Thel antes mencionado. En Blake hallamos una mezcla (acaso
la más extraña de su ideología) de felicidad y desgracia hondísimas. Si
responde a la trayectoria que M. M. Dubois, en su libro sobre La Litterature anglaise du Moyen Age
(1962) atribuye al fondo germánico, de gusto por la meditación, alindo a un
pesimismo, a una desilusión sobre el sentido general de toda forma de
existencia, también se percibe en sus obras un gozo intensísimo que se basa
acaso en su creencia en que «la obra de la imaginación es obra de la
eternidad», aunque la de la fecundación y la fertilidad sean sólo obra del
tiempo.
Pero
sus comentaristas han hallado una profundizaron progresiva del pesimismo en su
arte. En sus primeras obras, señala Caracciolo, en William Blake, Poemas y profecías (1967), cuyas traducciones muy
justas utilizamos —en los Songs of
Innocence and of experience— el «mal es exterior» (social, natural,
humano); pero en los «Prophetic Books» (transición entre 1793 y 1794) el «mal
es ya interior» (metafísico, consubstancial, gnóstico). Por ahí preconiza Blake
al Nietzsche que cree al hombre una «criatura errónea», dotada de demasiada
inteligencia y sensibilidad para el destino que la existencia, en su
implacable, vidente o ciego, programa, le ha asignado. Pero Blake se esfuerza
constantemente por encontrar un punto de sutura. Dice haberlo hallado, y en
esto se adelanta al Bretón del Second
manifesté du surréalisme, pues afirma que «hay un punto en que los
contrarios son iguales». ¿Qué padeció Blake para encontrar ese punto? ¿Podemos
decir que no nos importa? ¿que no nos interesan los dramas de su vida personal,
do sus sentimientos, de su equilibrio entre su necesidad de convertirlo todo en
religión y en ceder a la violencia de unos instintos que se adivina
formidables, tanto por el ideal titánico de los cuerpos que pintó y grabó como
por la vehemencia inigualada de sus versos, que recorren todos los registros de
los metros, de los ritmos y de las extensiones amétricas? En el hombre
superior, y Blake lo fue, cualquier emoción tiene un poder que, a falta de
mejor denominación, hemos de calificar de satánico. El «punto de sutura» es el
punto de inversión. Y si, en él, el martirio puede ser éxtasis, también el
éxtasis pasa a ser tortura. Cuando Blake poseía el cuerpo amado, cantado,
pintado, exaltado como centro de un mundo de «incontables edades», no ignoraba
que, a pesar suyo, ese cuerpo estaba trabajando misteriosamente ya para arrebatarle su bien, es decir, para
envejecer, deformarse y morir. Y si Blake encontró el ser perfecto que
algunos bailan en su paso por la tierra no pudo ignorar que era un encuentro
fugaz en una selva de llamas y torbellinos, instante destinado a la
destrucción, a la pérdida, al interior quebrantamiento, pues el instinto do
muerte, presintiendo y sabiendo desde siempre la orientación de esa realidad
«exterior», la virtualiza en lo interior y la convierte en actividad
tremendamente dolorosa, en hierro al rojo aplicado a la frente, a las manos, a
la boca y al corazón del hombre.
Blake
intentó «distraerse» de sus problemas fundamentales implicándose en ideologías
revolucionarias de la política y de la sociedad de su tiempo que, en el fondo,
le importarían relativamente. Pues el tenia del amor libre, del amor a los
niños, de la glorificación de las cosas son lo que verdaderamente le obsesionó
hasta convertirlo en un «excéntrico», es decir, en uno de esos hombres que sus
«semejantes» (?) ven así, desde fuera, cual explica, justamente a propósito de
su relativa abundancia en las Islas Británicas, Arnold Schröer en su Historia de la Literatura inglesa (1935).
Pero el «fool» es el hombre de la fachada extraña, no el minero prodigioso cuya
locura avanza en espiral terrible hacia el interior de la historia del alma. El
propio Blake hablaba de sí, al respecto, cuando en sus famosos proverbios de Las bodas del cielo y del infierno
afirma: «Si el loco insistiera en su locura, se convertiría en sabio»; y
confirma: «El camino del exceso conduce ni palacio del saber». ¿A qué exceso, a
qué insistencia se refiere Blake? No a los meramente mecánicos, que no darían
sino un monótono giro en tomo a unos mismos problemas y a unas mismas
angustias. El exceso es lo que supera el esfuerzo, es el sobresfuerzo que da, en
el movimiento de giro, la transformación necesaria para cambiar la
orientaciónla incrementar el conocimiento. En la insistencia se advierte un
factor de orden menos lógico, no por ello irracional, sino mágico (y por tanto
psicológico). La insistencia se fundamenta en In fe (confesada o no) de que el
tiempo es discontinuo y aporta «momentos privilegiados». Sólo por la
insistencia se puede encontrar uno de esos momentos, garantizado a su vez por
el sobresfuerzo de salvación. Así Blake fue traspasando los círculos de su
infierno, ciertamente más vivido que el de Dante, o vivido más en la carne y en
la sangre, menos en la inteligencia pura (desencarnada casi) del poeta
italiano.
Aunque,
con todo, Blake se muestra partidario del irracionalismo, del vitalismo, y ahí
es acaso donde se prueba como mayormente afirmativo. Pues ve los seres como expresiones,
discierne en ellos cualidades y se atreve a decir: «Los tigres de la cólera son
más sabios que los caballos del saber». Dicho de otro modo, en la rebelión
interior, contra sí mismo, el hombre puede entrar, en un instante de esa «furia
sagrada» —que fue uno de los primeros valores del surrealismo— más que con el
trabajo paciente de elaboración. Y dicho de otro modo, aún: la intuición en
agresiva; el raciocinio es sólo lentamente trabajador. Y que Blake justificó la
muerte, la destrucción como factores necesarios para el equilibrio cósmico, aunque
esto le desgarrara a él las entrañas (como se ve en sus grabados), lo atestigua
su proverbio: «El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la ira del mar
tempestuoso, la espada destructora, son porciones
de eternidad demasiado grandes para el ojo humano». Es decir, Blake retorna
aquí al sistema trinitario hinduista: creación-conservación-destrucción. Y ve
que los hombres «reprimen» el lado destructor, el lado «volátil» de su ser —para
usar de un término alquímico— y desearían ser siempre el «fijo» —dentro de la
misma disciplina. Pero no es posible: el mundo avanza por unidades
discontinuas, mortales, que se renuevan. Y la conciencia es el hilo que cose
esa destructividad perfecta inherente a todo. «Pues la metafísica es fácil (el
ser es) si se aparta de ella el tiempo. Pero ni se introduce el Tiempo (con su
grave mayúscula terrible) en el ser, Heráclito resulta más verídico que
Parménides (el ser es y no es) y Heidegger (la nada en un componente del ser)
nos aterra con su verdad, que creemos a
pesar nuestro.
Pero
Blake casi nunca expresó conceptualmente estas intuiciones y prefirió (tuvo
que) transfigurarlas en mitos. ¿Nos garantiza algo esta transfiguración? Tal
vez sí. No deja de haber quien diga, quien baya dicho que, al final, «el Tiempo
será vencido por la Eternidad». Pero hemos hablado demasiado del Blake pensador
y poco del Blake poeta. Siendo el mismo no son lo mismo. Blake es el afortunado
creador de imágenes en que la consistencia no es reticencia («La Tierra irguió
su cabeza, de las tinieblas lóbregas y temibles») y en las que un sentimiento
—por ejemplo el de la ambivalencia del amor, antes citado— puede ser escrito
con frases lapidarias, cual ya en los Cantos
de Inocencia: (El amor) «construye un cielo en la desesperación del
infierno». / «Y un infierno construye a despecho del cielo». Aunque le persigan
siempre las visiones, en el sentido de la Seraphita
de Balzac -de «un joven y una doncella, brillantes / A la luz sagrada /
Desnudos se deleitaban bajo los rayos del sol», no puede evitar que «abracen
con zarzas» / «sus deseos y alegrías». Llega incluso a mezclar lo opuesto en
géneros monstruosos e híbridos (otro lado de su inspiración peculiar, quizá el
más extenso, simbólico y profundo), como esos ángeles «erizados de negras escamas»
que describe en América, o, más espantoso
aún, «esas almas de las muertas, consumiéndose en los lazos de la religión» y
aspirando, todavía en las tumbas, a una liberación total de los sentimientos
instintos. Gnóstico, Blake declara en el Primer
libro de Urizen que «la eternidad permaneció apartada (igual que lo están
las estrellas) de la tierra». «Eternidad que se estremeció al ver al hombre
procreando su imagen / de su propia imagen dividida».
Hombre
conflictual, poeta atormentado y atormentador (como en música ha podido decirse
de un Schoenberg), y a la vez místico iluminado o lo largo de toda su vida, desde
que en la infancia viera ángeles posados en el árbol de cerca de su casa, hasta
que en la agonía hubo de ver algo que
nosotros todavía no sabemos ver, aunque busquemos en sus libros —y en todos los
libros de la tierra— esa luz que queremos celeste y humana, porque no somos aún
capaces de ser solamente ángel ni de olvidar la «residencia en la tierra»,
morada que Rilke pedía «grabásemos profundamente» en nosotros para luego no olvidarla. Los griegos, tan
sabios en la invención de mitos como en la del pensamiento filosófico,
desdoblaron a la diosa del amor en una Afrodita-Urania y una Afrodita-de-los-jardines.
Blake no intentó, en toda su obra de poeta Y de artista, en todos sus padeceros
e inspiraciones sino juntar, en su interior, esas dos imágenes. ¿Podremos
hacerlo nosotros?
JUAN-EDUARDO
CIRLOT
BIBLIOGRAFÍA
BLAKE,
Poems. Londres. The W. Scott Publishing,
s, f.
WILLIAM
BLAKE, Poet, Printer, Prophet.
Londres, Methuen & Co. Ltd. 1964 (con texto de Geoffrey Keynes).
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M.-M.
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I.-N.
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ARNOLD
SCHRÖER, Historia de la Literatura
inglesa. Barcelona, Editorial Labor, S. A. 1955.
Los
cuadernos de Son Armadans, Año XI, Tomo XLIII, Núm. CXXVIII,
Madrid-Palma de Mallorca, 1966, pp. 166-176
"Si un loco persistiera en su locura se volvería un sabio". No se lo que quiso decir. Porque dicho así, a simple vista, parece una tontería, una boutade. Ha habido y hay muchos locos que han persistido, básicamente involuntariamente, en su locura y que de sabios tienen casi nada, o nada.Es verdad que a veces la genialidad y la locura están muy próximas, incluso van mezcladas, puede ser el caso del mismo Blake, pero no hay que confundir la genialidad con la sabiduría, pueden ir juntas o no, pero son dos cosas muy distintas. Y en cuanto a la versión en la que en vez de loco se dice necio aun me parece más absurda, no le veo sentido ninguno. Y también ha habido y hay muchos necios que han persistido en su necedad, más o menos voluntariamente, y que de sabios también tienen casi nada, o nada. Y aun hay versiones de esta frase más absurdas.
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