sábado, 27 de mayo de 2017

"Primer mundo" de Eugenio Trias (ABC, 11 de abril de 2010)


1 Hay una vida anterior a esta vida, o un mundo sui generis que es previo respecto a este mundo (el único mundo existente en el que gozamos, o sufrimos, la condición de ser, unos con otros, contemporáneos).
A ese primer mundo se refiere T. S. Eliot al comienzo de Burnt Nortorn, el primero de los Cuatro Cuartetos. En él sólo es posible una contemporaneidad en el genesíaco registro del Mito. Sólo existe un tiempo compartido por dos personajes, la madre y el homúnculo encerrado en su seno. Protagonizan el paradigma de toda intersubjetividad; antes, mucho antes de que adquieran sentido las dialécticas hegelianas de la lucha a muerte y del señorío y de la servidumbre, o del acceso al universo del lenguaje, o a la idea existencialista (de Heidegger, de Albert Camus) relativa a la caída, la chute, o al ser «arrojado al mundo»; o en términos mítico-religiosos, a la expulsión del edén paradisíaco, cuya reducción fenomenológica nos conduce a la vida intrauterina.
La fuente de la intersubjetividad remite a esa cueva matricial en la que tiene lugar el primitivo «ser con», para decirlo en terminología heideggeriana: la trama que la madre va componiendo con el homúnculo, ese ser vivo que alberga en sus entrañas. Ambos forman una unidad sustancial de cuerpo y alma, y a la vez un comienzo de diferenciación radical.
Constituye la raíz y el fundamento de todo amor, con su inevitable línea de sombra. Ubi caritas et amor/ Deus ibi est, donde hay caridad y amor/ allí está Dios, para decirlo con la voz del canto llano. El Dios Amor se encama en ese idilio tan decisivo, y tan tergiversado por voces integristas de todos los bandos, de manera que en esa unión, patrón y fundamento de toda unión, se produce la emergencia y el paulatino crecimiento de ese ser vivo que no es, desde luego, pura naturaleza.
No lo es ni siquiera en sus estadios primerizos, albergado dentro del saco amniótico que constituye su envoltura, sustentado a través del cordón umbilical que le nutre de la sangre materna, protegido por el líquido salado de amarilla transparencia.
Un prejuicio demasiado cartesiano reparte la distinción del homúnculo respecto al recién nacido en dos ámbitos ontológicamente diferenciados, la naturaleza (culminante) y la cultura (balbuciente), la zoología (que en el homúnculo acaba) y el mundo humano (que en el recién nacido irrumpe), como si pudiera pintarse una línea roja separadora, de nítidos y gruesos trazados, entre el reino animal y la condición centáurica y fronteriza que nos es propia y común.
2 ¿En qué sentido este apunte antropológico abre un ámbito fecundo de tanteo ensayístico y de posible investigación con referencia a la música?
Quizá sugiere el entendimiento de una condición —la nuestra— que se inicia bastante antes del nacimiento, y que debe ser comprendida en unidad procesual, sin cortes que acarreen una diferenciación ontológica abismal.
No se trata de que de pronto un organismo perteneciente al reino animal se transmute en un viviente que es también inteligente, o que un tránsito radical tenga lugar desde el infans —animal que no dispone del lenguaje— al homo loquens o al homo symbolicus.
Se trata, más bien, de un ser viviente que va alcanzando forma fronteriza —humana— siempre de manera anticipada; un ser antes del ser que se manifiesta en la vida intrauterina, antes de que se establezca la adecuación del existente a su mundo.
3 Ya en los primeros días tras su nacimiento logra el recién nacido distinguir el timbre de voz de su madre. Cuando, en medio de diversas voces que le hablan, la voz materna le interpela, inmediatamente se gira hacia ella. Distingue el timbre vocal que es específico de quien le ha llevado en su seno. El timbre del sonido de su voz se le revela con evidencia. Esta comprobación ha sido atestiguada por muchos estudios.
Constituye el movimiento reflejo del infante hacia un sonido que le es familiar, y que le es beneficioso, con la connotación que implica de albergue hospitalario, de provisión de alimentación, o de expectativa de emoción vinculante. Esa voz sugiere al recién nacido una conexión viva con el micro-mundo en que vivía protegido.
En pleno proceso de transformación del líquido amniótico en un medio vasto y con límites difusos —donde se cambia el agua salada por el aire atmosférico— el bebé, en el experimento citado, recaba el primer reconocimiento sonoro-musical, el timbre y la cualidad de la voz, o la inflexión y matiz específico, que adscribe, sin vacilación ni duda, a la cualidad prosódica de la voz materna.
Este dato nos proporciona un indicio de la significación e importancia que el sonido adquiere desde el principio. O que ya en ese incipit existencial del ser-en-el-mundo del infante algo llega del «otro mundo», de ese primer mundo pre-liminar, cargado de señales vivas a través de la percepción auditiva. Algo atraviesa el portón y deja oír «la música no oída oculta en los arbustos» (T. S. Eliot), o los ecos de ese «primer mundo» que desde allí resuenan.
Allí, en ese ámbito prenatal, se fue gestando ese oído musical en sus más arcaicos orígenes.
4 La formación del oído musical exige una dramática transformación, una verdadera metamorfosis. Tiene que producirse la compleja, perturbadora y peligrosa mutación de un oído adiestrado a la proto-audición acuática (navegación y odisea del homúnculo en el interior de su envoltura), en un oído apto para discernir las ondas sonoras en el medio vibratorio elástico que constituye el aire atmosférico. Eso no se produce de manera sencilla. Requiere un período de adaptación al nuevo medio del órgano auditivo, con todas sus complejidades.
Pero antes de consumarse esa transformación ha debido producirse la gestación de ese órgano de filtraje que constituye el aparato auricular del homúnculo.
Algunos sonidos de voz soprano, convenientemente amortiguados, derivarían de la voz materna transmitida a través de su cuerpo convertido en caja de resonancia, en instrumento musical sui generis, en violoncello viviente. El instrumento se correspondería con el tamaño del tronco torácico femenino, con las costillas como protección y filtro, con la pelvis como sustento del porte erguido de la mujer embarazada.
Se ha dicho, sobre todo en la teoría de Jacques Lacan, que el lenguaje se instituye «en el nombre del padre», en esa órbita paterna y falo-crática que exige la creación de un imaginario constituido a través del «estadio del espejo», ámbito de las identificaciones.
Pero existe un mundo anterior, previo en sentido lógico y simbólico: ese ser antes del ser que evoca Platón en su leyenda de Er, al final de La República, y que las filosofías de la existencia eludieron del modo más imperdonable.
Se trata de un pre-mundo que goza de significación sonora. Si el lenguaje es signo de identidad de la voz paterna, la música procede de un «matriarcado acústico» (Alfred Tomatis, Peter Sloterdijk) que se le anticipa y adelanta. La música da cauce articulado a la voz que desde lo matricial resuena.
EUGENIO TRÍAS
ABC 11/4/2010. p 3

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