sábado, 4 de marzo de 2017

"La rebelión de las élites" de Christopher Lasch


Christopher Lasch
La rebelión de las élites
Hubo una época en que se sostuvo que la «rebelión de las ma­sas» amenazaba el orden social y las tradiciones civilizadoras de la cultura occidental. Pero en nuestra época la principal amena­za no parece proceder de las masas sino de los que se encuentran en la cúspide de la jerarquía social. Este notable cambio de rum­bo confunde nuestras expectativas sobre el curso de la historia y pone en cuestión suposiciones aceptadas desde hace mucho tiempo.
Cuando José Ortega y Gasset publicó La rebelión de las ma­sas, traducido al inglés por primera vez en 1932, no pudo prever una en la que sería más adecuado hablar de una rebelión de las élites. Escribiendo en la era de la Revolución bolchevi­que y el ascenso del fascismo y bajo los efectos una guerra cataclísmica que había desgarrado Europa, Ortega atribuyó la crisis de la cultura occidental al «dominio político de las ma­sas». Hoy, sin embargo, son las élites -las que controlan el flu­jo internacional de dinero e información, presiden fundaciones filantrópicas e instituciones de enseñanza superior, manejan los instrumentos de la producción cultural y establecen de ese modo los términos del debate público- las que han perdido la fe en los valores, o lo que queda de ellos, de Occidente. Actual­mente, para muchas personas el término «civilización occiden­tal» evoca un sistema organizado de dominio diseñado para im­poner la conformidad con los valores burgueses y mantener a las víctimas de la opresión patriarcal -las mujeres, los niños, los ho­mosexuales, las personas de color- en un estado permanente de sometimiento.
Desde el punto de vista de Ortega, que muchos compartían en su época, el valor de las élites culturales estribaba en su voluntad de responsabilizarse de las estrictas normas sin las que la civili­zación es imposible. Vivían al servicio de exigentes ideales. «La nobleza se define por las exigencias que plantea; por obligacio­nes, no por derechos.» El hombre de la masa, por el contrario, no necesitaba obligaciones, no entendía lo que éstas suponían ni tenía «sensibilidad para los grandes deberes históricos». Lo que hacía era defender los «derechos del vulgo». Resentido y satisfe­cho de sí mismo a la vez, rechazaba «todo lo excelente, indivi­dual, competente y selecto». Era «incapaz de someterse a direc­ción alguna». Careciendo de toda comprensión de la fragilidad de la civilización o del carácter trágico de la historia, vivía irreflexivamente con la «seguridad de que mañana [el mundo] será aún más rico, más amplio, más perfecto, como si disfruta de un po­der espontáneo e inagotable de crecimiento». Sólo le preocupaba su propio bienestar y se prometía un futuro de «posibilidades ili­mitadas» y «completa libertad». Entre sus múltiples defectos se encontraba una «carencia de romanticismo en sus relaciones con las mujeres». El amor erótico, un ideal exigente por sí mismo, no le resultaba atractivo. Su actitud respecto al cuerpo era estrictamente práctica: hacía de la forma física una religión, y se sometía a regímenes higiénicos que prometían mantenerle en un buen estado y aumentar su longevidad. Sin embargo, lo que caracterizaba ante todo a la mente de la masa tal como Ortega la describía, era un «odio mortal contra todo lo que no es ella misma». El hombre de la masa, incapaz de asombro y de respeto, era el «niño mal­ criado de la historia de la humanidad».
Me permito señalar que todos estos hábitos mentales son ahora más característicos de los niveles superiores de 1a sociedad que de los niveles inferiores o intermedios. Actualmente apenas puede decirse que la gente corriente se prometa un mundo de «posibilidades ilimitadas». Hace tiempo que se ha esfumado la sensación de que las masas son las que dirigen la marcha de la historia. Los movimientos radicales que perturbaron la paz del siglo XX han fracasado uno tras otro, y en el horizonte no han aparecido sucesores. La clase obrera industrial, en otro tiempo sostén principal del movimiento socialista, se ha convertido en un lastimoso vestigio de sí misma. La esperanza de que los «nuevos movimientos sociales» ocuparan su puesto en la lucha contra el capitalismo, que sostuvo brevemente a la izquierda a finales de los años setenta y principios de los ochenta, se ha quedado en nada. No sólo es que los nuevos movimientos sociales -feminismo, derechos de los homosexuales, derechos de bienestar, agitación contra la discriminación racial- no tengan nada en común entre sí; además, su única exigencia coherente aspira a la inclu­sión en las estructuras dominantes más que a una transforma­ción revolucionaria de las relaciones sociales.
Las masas no sólo han perdido todo interés en la revolución; se puede demostrar que sus instintos políticos son más conserva­dores que los de sus autonombrados portavoces y supuestos libe­radores. Después de todo, son las clases obrera y media-baja las que favorecen la limitación del aborto, se aferran a la familia con dos padres como fuente de estabilidad en un mundo turbulento, se resisten a experimentar con «estilos de vida alternativos» y tie­nen reservas sobre la acción afirmativa y otras empresas de inge­niería social a gran escala. Ciñéndonos más al planteamiento de Ortega, estas clases tienen más desarrollado que sus superiores el sentido de los límites. Al contrario que sus superiores, entienden que el control humano del curso del desarrollo social tiene lími­tes intrínsecos, igual que sucede con el control de la naturaleza y el cuerpo, de los elementos trágicos de la vida humana y de su his­toria. Mientras los jóvenes profesionales se someten a un arduo programa de ejercicio físico y control dietético destinado a man­tener a raya la muerte -a mantenerse en un estado de juventud permanente, eternamente atractiva y casadera-, la gente corriente, por el contrario, acepta la decadencia del cuerpo como algo contra lo cual es más o menos inútil luchar.
Los liberales de clase media-alta, incapaces de comprender la importancia de las diferencias de clase en la configuración de las actitudes ante la vida, no se percatan de la dimensión de cla­se de su obsesión por la salud y la edificación moral. Les cuesta entender por qué su concepción higiénica de la vida no suscita un entusiasmo universal. Han puesto en marcha una cruzada para volver más sana la sociedad americana: para crear un «am­biente sin humo», para censurar todo, desde la pornografía hasta el «lenguaje del odio», y, simultánea e incoherentemente, ampliar el campo de elección personal en asuntos en que la ma­yoría de la gente siente la necesidad de sólidas pautas morales. Cuando encuentran resistencia frente a estas iniciativas, mues­tran el odio venenoso que se esconde tras la cara sonriente de la benevolencia de la clase media-alta. La oposición hace que los humanitarios olviden las virtudes liberales que dicen defen­der. Se vuelven petulantes, pagados de sí, intolerantes. En el ca­lor de la discusión, les es imposible ocultar su desprecio por los que se niegan testarudamente a ver la luz; por los que «sencilla­mente no se enteran», según la jerga autosatisfecha de la recti­tud política.

A la vez arrogantes e inseguras, las nuevas clases, especialmente las clases profesionales, consideran a las masas con una mezcla de desdén y aprensión. En los Estados Unidos, la «América media» -término con implicaciones tanto geográficas como sociales- ha llegado a simbolizar todo lo que obstaculiza el camino del progreso: los «valores familiares», el patriotismo irreflexivo, el fundamentalismo religioso, el racismo, la homofobia, la concepción retrógrada de la mujer... Para los creadores de opinión ilustrada, los americanos medios son irremediablemente desharrapados, anticuados y provincianos, están mal informados sobre los cambios de los gustos y las tendencias intelectuales, son adictos a pésimas novelas de amor y aventuras y están atontados por una prolongada exposición a la televisión. Son a la vez absurdos y vagamente amenazadores, no porque quieran derrumbar al antiguo orden sino precisamente porque lo defienden de un modo aparentemente tan irracional que, cuando la intensidad de su defensa se acentúa, desembocan en el fanatismo religioso, en una sexualidad represiva que ocasionalmente explota como violencia contra las mujeres y los homosexuales y como un patriotismo que sostiene las guerras imperialistas y una ética nacional de masculinidad agresiva.
Christopher Lasch.  La rebelión de las élites y la traición a la democracia. Barcelona, 1996. pp. 31-34.

Christopher Lasch The Pursuit of Progress (1/2)
Christopher Lasch The Pursuit of Progress (2/2)

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