jueves, 12 de enero de 2017

Un relato de José María Castroviejo


Marineros de Vigo. Años cincuenta.
EL CURA DE DARBO Y LOS MARINEROS

Nochebuena en Cíes

HACE bastantes años, estaba yo a bordo de un pesquero de la marinera villa de Cangas de Morrazo, llamado el «Camina», un cabeceante día de diciembre con altas olas y mayores salseros.
Habíamos salido la antevíspera de Nochebuena con intención de perseguir a unos jureles que los escuchas del mar —que nunca se sabe de donde surgen ni como lo saben— nos habían señalado a veinte millas, al N.E. de «Cabo do home», en las graníticas y atlánticas Cíes.
Yo atravesaba una época de sarampión marinero, de la que, gracias a Dios, aún no me he curado, y todos mis escapes eran hacia el mar galaico, con el corazón palpitante y la ilusión por ronsel y guía. Aprovechando las vacaciones de Navidad, en cuyos endémicos alborotos preparatorios puse singular empeño personal para acudir a la cita de mis amigos los marineros, corrí de Santiago a Vigo, si es que correr se puede llamar al transporte que de mi cuerpo mozo hizo el ferrocarril, perteneciente entonces a una compañía inglesa, que une las dos ciudades. Pero aquel tren, objeto reiterado de todo caricaturista gallego de la época, me depositó al fin en Vigo, tras patriarcales horas de desliz por la campiña de la «beiramar» con paradas eviternas en todas las estaciones conocidas y en otras particulares, para viajeros amigos del maquinista. Digo todo esto sin la menor malignidad, pues una de las cosas más abominables que conozco, aparte de algunas actuales que no considero oportuno relatar, es la manía de la velocidad, que todos los idiotas y «snobs» de este mundo ejercen sin ton ni son y al final de la cual se consideran verdaderos personajes Pero es posible que en aquellos momentos maldijera de la Compañía, porque todo mi afán iba hacia el encuentro con «Chischís», el patrón del «Camina», que me esperaba en Cangas, para salir al mar y regresar en Nochebuena, en cuya fecha pensaba reintegrarme al fuego chisporreante del hogar paterno, que decía Querol. De Vigo a Cangas es corto el periplo, y aunque los vapores de pasaje entre la ría no constituyen un modelo de velocidad, llegué a la antigua villa marinera antes de finalizar la tarde y con un hambre endiablada.

Poemario Mar del Sol  (1940) de José María
Castroviejo sobre sus viajes a Gran Sol.

Me esperaban «Chischís», su cuñado Jesús, el timonel conocido por el nombre de «Jesucristo», los marineros «Llombo», «Xarmada», «Maumau», «Lumbrigante» y «Cavite», aparte de otros dilectos amigos entre los que figuraban el cura de la cercana parroquia de Darbo, don Francisco Lariño, que cosecha un excelente vino blanco, el cual ha contribuido, aparte su propia y nunca extinguida inspiración, a dotarle de las más refulgentes narices que jamás mortal alguno ha poseído, hasta el extremo de poder actuar de faro indicador en las noches de mucha cerrazón, para consuelo y alivio de navíos perdidos, desde el promontorio de Limens. Pero aunque no niego la posibilidad orientadora de las impares narices de mi querido amigo D. Francisco, debo decir en honor de la verdad que este último extremo no lo he personalmente comprobado. En unión de todos ellos me encamine, con esa alegría única de estudiante en vacaciones de Navidad, a casa de la señora Filomena, madre de «Chischís», donde fui obsequiado con sardinas cabezudas, congrio, lomo de cerdo y bistec de Moaña, que es la mejor carne conocida. Todo ello fue regado como Dios manda con vino de «Campañón», que madura entre- unas piedras lamidas por el sol y cercanas a Darbo, las que logran el milagro de producir uno de los mejores vinos del mundo, chispeante y grato como un vino de la Champaña, pues no en vano los nombres son parejos.
ENCUENTRO CON LOS PESCADORES DEL «GRAN SOL»
Pescando en Gran Sol
Salimos al anochecer, con un nordeste fresco y marinero, entre las bendiciones del cura de Darbo, que me despedía desde el muelle, con su hermosa nariz de reflejos metálicos, recomendándome prudencia.
El barco puso proa a las Cíes y Cangas, Balea y las playas de «Areabrava», «Area Milla», «Barra» y «Límeos» fueron quedando por estribor, rápidas y espumeantes en el rosa frío de la noche de diciembre, diciéndonos adiós desde los oscuros pinares que las festonean. La marinería iba alegre, «Chischís» muy locuaz v el barco muy marinero, mientras las estrellas se encendían parpadeantes y sobre una bruma sutil se alzaba la rodaja de la Luna, amarilla y agria, como un limón recién cortado.
Anduvo el «Camina» toda la noche soplando al cielo haces de chispas por la bocana de la chimenea, que temblaban un momento bajo el parpadea de las estrellas hasta caer sobre el frío mar, impulsadas por el viento. Mucho tiempo estuve contemplando la lucería de las calderas, que se me antojaba simbólica y alegre como un mensaje del barco a la próxima Nochebuena.
Al amanecer ya se veía saltar a los jureles por la proa del «Camina». Eran tantos que el mar parecía hervir y semejaba una inmensa caldera de pescado al blanco, preparado para una legión de Pantagrueles. Se lanzó en seguida el aparejo, a lo que ayude gozoso, saltando a la chalana, que bogaba lentamente en torno al hilo sumergido, para ayudar al cerco del pescado. Hicimos varios lances y cargamos el barco de jureles, que, asados sobre las brasas de la caldera, estaban deliciosos, bien regados con el «Campañon», del cual sabiamente embarcara «Chischís» existencia. Emprendimos el regreso a última hora de la tarde, ya entre fusco y lusco, viendo saltar por babor a los delfines, relucientes y bellos. Con dos rizos al Nordeste y oyendo las cantarelas sentimentales de «Maumau» que iba a la rueda:

Toda de mozos sáltenos.
Patraña dos marínenos.
Guíame a minha cuadrilla
Toda de mozas solteiras...
De entre unas nubes espesas, que volaron al límite las últimas luces del día, como un precipitado químico, salió un extraño impulso que hizo aumentar la fuerza del viento de modo inusitado, lo que nos obligó a avanzar muy lentamente, pues en proporción aumento la fuerza del mar, e íbamos siempre con la proa entre las olas, como un «pointer» estremecido, ante la proximidad de las perdices.
A medida que nos aproximábamos a la costa era peor el tiempo, conducido ya sin pudor alguno por un viento ebrio que convirtió a nuestro barco en una caja de resonancias llena de mil sonidos maravillosos. Cuando divisamos Cíes ya la cosa se presentaba como galerna fungente y amenazadora, y como veníamos muy cargados, por la suerte de los jureles, decidió «Chischís» refugiamos al abrigo de la playa grande de la isla, en espera de alguna bonanza para poder continua a Cangas. No éramos sólo nosotros los acogidos al amparo de la ensenada, pues se encontraban otros barcos de Cangas, entre los que recuerdo el «Antolina», el «Weyler núm. 2», el «Déjales que Digan» y el «Filomena», que mandaba un cuñado de «Chischís», conocido por «José Patrón», hombre de buenos sentimientos y muy malas pulgas. También se encontraban dos parejas del «Gran Sol» a quienes el tiempo obligara, como a nosotros, a buscar el «acougo» de la solitaria playa de Cíes. Una de ellas la reconocí con verdadera alegría, va que era «Nuestra Señora del Carmen», en la cual había realizado el pasado año un viaje al «Gran Sol» de emociones v permanentes recuerdos. Nos acercamos a ella y decidí darles una sorpresa, saltando a bordo sin anuncio.
Manuel Pérez, de Bueu, en un barco
de Bouzas en Gran Sol en 1950.
Mientras los marineros del «Camina» cambiaban saludos con los tripulantes del «Nuestra Señora del Carmen» me colé por la popa de mi antiguo barco, deslizándome como en una novela de aventuras, hasta el fondo de la máquina, en la que se hallaban reunidos «Perrachica», D. Serapio, «Patachín», el maquinista Prudencia, Germán y todos los restantes compañeros de fatigas en el viaje al «Mar del Sol».
Caí con estruendo por la escalerilla y pronto era sofocado por cordales abrazos y bienvenidas atlánticamente sinceras. Todos estaban alegres con mi llegada, incluso D. Serapio, adusto normalmente, que por cierto conservaba la marca del «cosido» que el marinero Germán le hiciera en la cabeza, con motivo de una herida atroz recibida en 1a «galerna» del «Gran Sol». Las puntadas de Germán, prodigadas tal vez un poco descuidadamente, le mantenían una ceja, la izquierda, algo tirante, por lo que la expresión del lobo de mar recordaba a la de ciertos actores en escenas de final de tragedia, singularmente a Ricardo Calvo.
Mi presencia fue considerada como de buen agüero y después de honradas libaciones acordamos, a propuesta de «Perrachica», trasladarnos al «Camina» para tratar sobre la Nochebuena.
FRANCACHELA EN LA «TABERNA DEL COJO»
Hicimos cónclave con «Chischís» y fue decidida, por unanimidad, la celebración de la fiesta en Cíes, ya que el temporal no amainaba y no se consideró factible la salida. Estábamos al abrigo y era reconfortante, como una faja interior, oír fungar al viento desesperadamente y entender el restallo frenético de las olas sobre los cantiles en la noche tenebrosa. Saltamos a bordo de las chalanas y remamos hacia tierra, cantando como energúmenos en la paz del abrigo.
Tocada playa, fuimos en peregrinación los tripulantes de los dos barcos, subiendo por un camino endiablado, con «Patachín» al frente, que bailaba en cada vuelta. Nos encaminábamos a la «Taberna del Cojo», especie de pirata que tenía establecida su industria en lo alto del monte de las Cíes grande, que nos recibió con su pata de palo, su grueso pitillo, que siempre conocía apagado, y su vieja malicia.
Este cojo era una especie de rey natural de las Cíes y no toleraba competidores —tres que quisieron establecerse allí desaparecieron misteriosamente—, vendía vino, tabaco y aguardiente a los marineros, y no estoy seguro de que en ciertas noches de temporal no ejerciera la piratería por su cuenta; parecía un personaje de Stevenson y lo tuve siempre por pájaro de gran cuidado, aunque conmigo estuvo siempre deferente y cordial.
En un periquete armamos la fiesta, uniendo dos mesas de pino nudoso existentes en la taberna, y se procedió a un condumio maravilloso, entre la voz tremenda del viento, que entraba borracho por la chimenea, el socavón cercano del mar y la pinocha que nos llenaba con olor de incienso campesino, al asar los jureles.
Cenamos largo y bien y bebimos propiamente. Hubo congrio acezado, un jamón de York que guardaba «el Cojo», procedente de un naufragio, unos conejos de los que pululan por las islas, y chorizos fritos, aparte de los jureles que nosotros pescamos. Después de la cena, la mujer .del «Cojo», que era aún más temible que el marido, con los ojos ardidos y la morena greña despeinada, nos hizo café en una vieja tartera y procedimos a tomarlo acompañado de una gran «queimada», mientras se retorcía por la chimenea el trasgo aullador del viento.
La «queimada» tiene mucho de litúrgico y no puede hacerla cualquiera; lo de menos es prender fuego al aguardiente y dorar las cáscaras de limón mientras el azúcar se va tostando. Hay un punto especial que no puede ser descrito y que sólo un gran práctico, aparte de cierta precisa intuición, logra hacer viable. Por unánime consenso, del que me sentí orgulloso, me fue encomendada la conducción de la misma y procedía a encender una gran pota de aguardiente, que pronto iluminó con los más avernales reflejos los rostros de los participantes en aquella extraordinaria Nochebuena
D. Serapio, congestionado como un lama de bronce, parecía un antiguo dios munificiente. «Perrachica», un jocundo Sileno. «Chischís», un gato encendido, y «Patachín», un diablo burlón y fosforescente Pero a todos superaba «el Cojo», verdoso y siniestro, con los ojos en lumbre y la risa espantable, verdadero demonio oficiante entre el lostrego del cucharón ígneo que, sin cesar, iba y venía, de la pota a los viejos vasos de vidrio tallado, restos de otros naufragios. 
APARECE EL BERGANTIN SINIESTRO
Estaba todo tan adecuado témpora, lívidas luces, y Francisco «el Cojo» como marco, que nos pareció naturalísimo el aceptar la extraña proposición de este último para asomarnos a las rocas que bordeaban «punta do Cabalo» y ver si se acercaba a la isla el antiguo bergantín naufragado, con toda su tripulación de muertos Este bergantín se hundió, «comido por la mar», en una noche de tempestad, hace mucho tiempo. Traía un cargamento de onzas y doblones, parte del cual fue a parar a la arena del fondo de una gruta, bajo la misma «punta do Cabalo», que conserva desde entonces el nombre de «Cova dos pesos».
Los tripulantes del bergantín parece ser que eran piratas desalmados y su capitán el más desalmado de todos. Cuando se hundió el navío, su negra alma, estaba tan sólo con las riquezas del mismo y blasfemaba, impotente, alzando los puños al cielo, mientras las olas se lo tragaban.
Desde entonces se ve al barco, en ciertas noches de tempestad, surgir, siniestro, dando bordadas entre la mar rompiente y con ruido de lucha a bordo.
Allá fuimos todos, calentados por la «queimada» y entre un viento desgarrado y agorero, Francisco « Cojo», que nos guiaba, parecía desaparecer por veces pero luego surgía, enigmático y excitado, trepando con increíble agilidad por las escurridizas y negras piedras. Llegamos al fin al borde del acantilado y nos asomamos con respeto. Era en el fondo un fragor siniestro «De Profundis» entre los gritos de las aves marinas desveladas. Nada veíamos, salvo unos blancores repentinos que se alzaban por veces ululantes, y nos salpicaban con amargos y tristes goterones, pero el socavón de las olas angustiaba...

De pronto «el Cojo» dio una voz y se alzó como un gigante, poseso y frenético, mientras su mano señalaba como una garra hacia el norte Por allí venía raudo y cabeceante, un bergantín con las velas aferradas y una siniestra luz, que proyectaba, desde el palo mayor sus resplandores sobre cubierta. Lo teníamos ante nuestra vista, sin posible engaño, y enfilaba la boca norte con la proa hacia las peñas guardadoras de la gruta y un tremendo vocerío a bordo. Oímos un juramento temible y vimos sobre el bauprés la figura de un hombre alto, con la barba negra y crecida que el viento aborrascaba, y los ojos como carbones encendidos. Cuando el bergantín rozaba, en lo alto de una ola las piedras oscuras, dio un salto, hasta la cima de una roca con las manos en alto. Francisco «el Cojo» lanzó un gran grito y desapareció por las piedras abajo, yo sentí sobre mi mano la helada del «Perrachica», que me arrastraba hacia el interior de la isla, mientras, «Cavite», «Patachín» y «Mauman» rezaban de rodillas llorando.
Cuando al día siguiente regresamos a Cangas, ya pasado el temporal, nadie hablaba a bordo, y al relatar al cura de Darbo lo sucedido me dijo muy serio, bajo el deslumbramiento de su enorme nariz, que si volvía a acompañar «al Cojo de Cíes» en sus expediciones nocturnas no podría ser absuelto.

José María Castroviejo. Destino Año XXVI, Núm. 1324 (22 dic. 1962) pp. 19-20

José María Castroviejo oficiando un ritual de queimada.

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