viernes, 17 de diciembre de 2021

"Paisaje para después de la posmodernidad" de Andrés Ibáñez

 


Si queremos pintar un paisaje para después de la posmodernidad, la palabra clave debe ser ecología. También simbiosis.

La ecología es el estudio de los ecosistemas, pero una verdadera ecología debería integrar también las ciudades, las máquinas, la cultura, el pensamiento y las creaciones de la imaginación, porque todo es parte del ecosistema. Todo es real. Todo está vivo. Todo interactúa.

A lo largo del siglo XX se produjo un fenómeno curioso: la ciencia, por un lado, y las ciencias humanas, por otro, llegaron a la conclusión de que el pensamiento lineal y mecanicista que heredamos del siglo XVII y XVIII resultaba insatisfactorio, y que la realidad había que explicarla en términos de procesos y sistemas. Lo fascinante es que la biología y la lingüística han llegado a las mismas conclusiones sin saber la una lo que hacía la otra.

A principios de siglo, la publicación del Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure en 1916 creó una nueva forma de ver los fenómenos humanos que se llamó estructuralismo. Saussure estudia el lenguaje como un sistema, un sistema de signos, cuyos elementos adquieren su valor no de sus propiedades intrínsecas, sino de sus relaciones con otros elementos. Ese año, 1916, señala, por tanto, el final del pensamiento lineal y mecanicista. En los años treinta, los lingüistas de la escuela de Praga aplicaron el estructuralismo de Saussure y su distinción entre «lengua» y «habla» al sistema de los sonidos de una lengua, y se creó la distinción entre fonología (el estudio del sistema) y fonética (la realidad física de los sonidos de una lengua). Las relaciones entre los elementos del sistema fonológico son, como lo serían luego los de los sistemas cibernéticos, binarias: un elemento se define por sus respuestas sí/no a una serie de parámetros. Más tarde, el estructuralismo se extendería con desigual fortuna a la antropología, al estudio de la cultura, al análisis literario, a la psicología, etcétera.

Estudiar los fenómenos humanos como estructuras o sistemas ha tenido un curioso efecto deshumanizador. Porque los elementos de un sistema no son otra cosa que haces de relaciones. El sistema no es una suma de elementos, sino una suma de relaciones entre elementos. Los elementos de un sistema no son, en realidad, nada. El estructuralismo y sus sucesivas encarnaciones, postestructuralismo, deconstrucción, etcétera, describieron así un mundo sin presencia, un mundo que no era más que una serie de redes y sistemas que interactúan entre sí. Este es el mundo posmoderno. Un mundo sin presencia, sin yo, sin sujeto. Un mundo compuesto por sistemas que no son en última instancia otra cosa que construcciones: construcciones sociales, construcciones arbitrarias.

El estudio de sistemas se llamó en lingüística «estructuralismo». En la ciencia se llama, más adecuadamente, «teoría de sistemas», y podemos remontar su origen a los tres tomos de la Tektología de Alexander Bogdanov, aparecidos entre 1912 y 1917, las mismas fechas que la publicación del Curso de lingüística general de Saussure. La «tektología» trata de la organización de «complejos», lo que más tarde serían llamados «sistemas», que Bogdanov estudia y agrupa según sean más o menos caóticos u ordenados. La Teoría general de sistemas, del biólogo Bertalanffy, se publicó en otra fecha mítica para el estructuralismo: 1968. Bertalanffy comenzó sus investigaciones en los años veinte, y fue un precursor de la cibernética, cuyo desarrollo comienza en los años cuarenta con las famosas conferencias Macy de Nueva York. De la cibernética provienen los conceptos de «retroalimentación» y «bucle de retroalimentación», que hacen referencia a sistemas que se regulan a sí mismos.

Otros conceptos importantes aportados por la teoría científica de sistemas son: el de «red» y «patrón», el de «autoorganización» de Walter Pitts y Warren McCulloch; las «estructuras disipativas» de Ilya Prigogine, que postula que los sistemas se ordenan cuando están al borde del caos, y el concepto de «autopoiesis» de Humberto Maturana y Francisco Várela, cuya diferenciación entre «organización» (redes de relaciones abstractas entre elementos) y «estructura» (la materialización concreta de esas relaciones) es idéntica a la que hace el estructuralismo entre «lengua» y «habla» o entre «fonología» y «fonética». «Autopoiesis» es la capacidad que tienen los sistemas vivos de crearse a sí mismos o de crear réplicas de sí mismos.

Todas estas ideas preparan la aparición de la hipótesis Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis, que postula que la biosfera es un organismo autorregulador y autopoiésico o, dicho de otra forma, más inexacta aunque mucho más espectacular, que la Tierra es un ser vivo.

En realidad, las ciencias puras y las humanidades estuvieron durante todo el siglo XX estudiando las mismas cosas sin saberlo y sin comunicarse entre sí. Las dos elaboraron su propia visión sistémica del mundo. Así, no es una casualidad que a la hora de analizar las creaciones de la cultura posmoderna, los términos y conceptos elaborados por la ciencia nos resulten a veces tan útiles, o incluso más, que los de las ciencias humanas.

Por poner un ejemplo, creo que los conceptos de «red» y «patrón», que provienen de la ciencia, son los que mejor explican la novelística del escritor posmoderno por antonomasia, Thomas Pynchon. Porque en las novelas de Pynchon los verdaderos personajes, las verdaderas unidades narrativas, los verdaderos constituyentes del texto, tanto sincrónica como diacrónicamente, no son ni los actantes, ni sus acciones, ni tampoco ningún tipo de «motivación» psicológica, sino las «redes» y los «patrones» que recorren el texto en todas direcciones, de una forma no lineal, no psicológica y definitivamente autorreferencial.

Por poner otro ejemplo, ¿cómo no poner en relación la famosa «autorreferencialidad» de la literatura posmoderna, su carácter «metaliterario», con las nociones de «autorreferencialidad», «retroalimentación» o «autopoiesis» venidas de la ciencia? Libros como El gabinete del coleccionista o La desaparición, de Georges Perec, o Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, el ejemplo supremo del libro que «se hace consciente de sí mismo», no son otra cosa que sistemas autorreferenciales y autopoiéticos en los que operan numerosos y complejos bucles de retroalimentación.

Sin embargo, existe una diferencia radical entre el tipo de pensamiento sistémico desarrollado por la ciencia y el desarrollado por las humanidades. El pensamiento sistémico de la ciencia ha llegado hasta un nivel global y ecológico, mientras que el pensamiento sistémico de las ciencias humanas se ha quedado atrapado en un mar de falsa erudición, fárrago incomprensible y nihilismo ingenioso. El discurso literario se ha convertido en post-literario y posthumanista y ha elaborado una poética de la muerte y de la ausencia. La ciencia, más ingenua, más literal, se ha tropezado con el ser vivo más grande y abarcador que existe: la biosfera, Gaia, nuestro planeta. El discurso post-humanista describe la ausencia del sujeto, los infinitos condicionamientos que intervienen en cada uno de nuestros actos. La ciencia, más ingenua, se adentra con valentía en el estudio de la conciencia.

Pensemos, entonces, en la posibilidad de una literatura que se mueva también en esas dos direcciones: en la dirección del mundo externo, la ecología, el pensamiento holístico, la simbiosis, y también en la dirección del mundo interior: el estudio y la cartografía de la conciencia.

Al principio decía que la palabra clave era «ecología» y también «simbiosis». En realidad, las dos significan lo mismo, pero yo prefiero usar la palabra simbiosis porque tiene menos connotaciones. Simbiosis de sistemas vivos y de máquinas; simbiosis de descripciones de la realidad; simbiosis de naturaleza y de técnica; de objetividad e imaginación.

¿Es posible esta literatura simbiótica? ¿Es posible una literatura integrada en una simbiosis de máquinas, flores, ciudades, templos? ¿Es posible conciliar las palabras del poema con las del manual científico, la del pájaro y la del ángel?

Es posible, pero sólo a través de la imaginación.

Y aquí comienza la verdadera tarea: comprender qué es la imaginación, cómo funciona, para qué sirve. He aquí algunos apuntes.

La literatura es un arte de la imaginación y no de las palabras. La imaginación es una potencia de nuestra psique distinta del intelecto y también un lenguaje distinto del lenguaje articulado. Es un lenguaje específico, tan específico como el de las palabras o como el de la ciencia. La literatura utiliza las palabras como soporte, pero su verdadero idioma es la imaginación. (En realidad, ningún lenguaje puede manifestarse en estado puro: todos los lenguajes aparecen como combinaciones de lenguajes: hasta el de la música, que parece el más «puro».)

El lenguaje de la imaginación se parece al de la ciencia en su capacidad sintética. El lenguaje verbal procede por distinciones y conceptos. El de la ciencia, lenguaje sintético, trabaja con cantidades. El de la imaginación, también lenguaje sintético, utiliza semejanzas e imágenes. La teoría de Darwin no es más verdadera que la historia de Adán y Eva. Ni más verdadera, ni menos: pertenece a otro lenguaje. La teoría de Darwin, si es que es cierta, explica unos hechos que tienen que ver con la evolución biológica, mientras que la historia de Adán y Eva es una explicación mítica del origen de la conciencia y del funcionamiento del cerebro y un mapa energético del ser humano. Los propios científicos tienen que recurrir al lenguaje de la imaginación cuando quieren explicarse: ¿qué es la noción de «agujero negro» más que una imagen de la imaginación, la creación de un nuevo mito que ayuda a explicar, de forma sintética, lo que de otra manera no sería más que un inextricable amasijo de fórmulas y ecuaciones?

Sabemos mucho de la ciencia y sabemos mucho del lenguaje, de la lógica, de la filosofía, porque sabemos mucho del lado izquierdo del cerebro. Del lenguaje de la imaginación sabemos poco. El carácter sospechoso que en nuestra civilización tienen la magia o la espiritualidad han dejado reducida a la imaginación a una especie de función decorativa. Vivimos en una imaginación degradada y de segunda clase.

Creo que nuestra tarea consiste en integrar las diversas facetas de lo humano en una visión polimórfica de la realidad, parecida a la de los ojos multifacéticos de las libélulas. Los animales depredadores tienen los ojos situados enfrente para ver la presa. Las vacas, los antílopes, los peces y los otros animales que son comidos, tienen los ojos a los lados, para ver de dónde puede venir el cazador. Los cazadores ven sólo lo que tienen delante, y los cazados ven todo menos lo que tienen delante. Ha llegado el momento de que dejemos de mirar el mundo como depredadores, de que dejemos de observar con apasionada intensidad un solo punto preguntándonos si podemos o no comérnoslo. Algunos pensarán que esta propuesta es muy estúpida. En efecto, sería verdaderamente estúpido ser un leopardo y desear convertirse en una vaca. Lo que yo propongo es que nos convirtamos en libélulas, cuyos ojos múltiples les permiten ver al mismo tiempo distintas versiones de la realidad.

Propongo, para terminar, una breve lista de obras de arte simbiótico. En casi todas ellas aparecen combinados los cuatro elementos, el natural, cultural, psicológico y mecánico o, por decirlo de otra forma, la naturaleza, la cultura, la mente y las máquinas; o, por decirlo de otra forma, la realidad física, las creaciones culturales, la realidad interior y las creaciones mecánicas: la flor, el libro, el ángel y el ordenador.

Un importante precedente cinematográfico: 2001 de Kubrick-Clarke, donde la evolución de las especies se relaciona con la presencia en nuestro planeta de máquinas extraterrestres, y donde el tema de la máquina autoconsciente (el ordenador Hal 2000, que se vuelve loco) se combina con el del viaje por el interior de la conciencia, y las máquinas, la ciencia, y la exploración interior postulan un casi inconcebible estado superior de la evolución.

Teatro: The day before, de Robert Wilson, por ejemplo en la última escena, donde la máquina humana (máquina de los recuerdos, cine) se combina con la naturaleza (imágenes del mar), el ángel, que es quizá un ángel andrógino (además del texto sobre la reunión de opuestos, Shiva y Shakti), el arte (el viejo actor de Chéjov, los zapatos de Magritte), la historia (la bomba atómica), etcétera.

Manga: Ghost in the Shell, donde el sistema de información se hace autoconsciente y el cyborg, el ser que es en parte humano y en parte máquina, descubre al ángel en el interior de su conciencia a través de un éxtasis de conciencia ampliada.

Artes visuales: el «Jardín de televisiones», por citar sólo una obra de Nam June Paik, artista y compositor coreano, donde la naturaleza y la máquina se unen en un jardín que es ya lo que Lezama llamaba «sobrenaturaleza», lo que Lyotard llama la «segunda corteza».

Literatura «infantil»: la trilogía Materia oscura, de Philip Pullman, donde se combinan los animales inteligentes (el país de los osos polares), con el clan de las brujas del norte, la máquina inteligente (la «brújula dorada»), los ángeles, la física cuántica, la antropología, la teoría de los universos paralelos, el gnosticismo, etcétera.

Literatura: Masón & Dixon, de Thomas Pynchon, donde la máquina se hace humana (el pato robot, el perro automático, los relojes que hablan, una máquina que es un país en el proceso de hacerse autoconsciente), y donde la ciencia de los topógrafos se une con la magia de los indios americanos y las voces de los habitantes del interior de la tierra (la voz de Gaia).

Ciencia-ficción: Vurt, donde Jeff Noon crea un mundo compuesto a partes iguales por la opresiva tecnología propia del ciberpunk, los sueños (el universo onírico de Vurt, que crea una realidad paralela), y donde hay seres humanos que son mitad animales (los perros hombres), mitad espíritus (las sombras), mitad muertos (los zombies), mitad máquinas (los robots), además de seres humanos «puros», los más raros.

A esta lista apresurada y provisional me gustaría añadir también El mundo en la Era de Varick, de Andrés Ibáñez, una novela muy mal comprendida y donde se combinan la reflexión sobre el lenguaje (las «indeterminaciones»), la teoría de los universos alternativos (el «planeta análogo»), la búsqueda espiritual (la historia del monasterio perdido), la ecología (el propio Varick como metáfora de la voz de Gaia), la era de la comunicación (el Centro Internacional de Transmisiones que canaliza los mensajes de Varick), la imaginación como «realidad segunda», etcétera.

 Andrés Ibáñez, "Paisaje para después de la posmodernidad" (Eduardo Becerra, coord.), Desafíos de la ficción, Alicante, Universidad de Alicante, 2002), pp. 35-44.