miércoles, 26 de abril de 2017

Entrevista de Enrique Andrés Ruiz a Ramón Gaya (Nueva Revista de Política, Cultura y Arte. Nº 55, febrero de 1998)


Ramón Gaya. Madrid 1994
El día que fui a ver a Ramón Gaya, Premio Nacional de Artes Plásticas 1997, hacía poco más de un mes que había cumplido ochenta y siete años. Todos esos años son, y esto muy pocas veces se puede decir de otros creadores, los transcurridos en el tiempo de una vida que ha sido, que es hoy mismo todavía, el testimonio de la fidelidad, como dice el título de uno de sus espléndidos sonetos dedicado a Luis Cernuda, “a una verdad". Una fe y una verdad, las que vienen a nuestro encuentro desde la obra y la vida de Ramón Gaya, que a base de una hondura irreductible y sin apenas parangón en nuestro entorno artístico, ponen en jaque de continuo a las ideas más comunes, a las actitudes y a los tópicos sobre los que hace ya demasiado tiempo se levanta ese prestigioso edificio que llamamos arte moderno. Y lo más importante es que esa honestidad suya -el derecho al rechazo y a la contestación de Ramón Gaya proviene precisamente del sacrificio de esa vida entera en la que no ha cesado de predicar con el ejemplo- no es de ahora, cuando, quiéranlo o no lo quieran los aferrados a las retóricas vanguardistas, hace tiempo que cayó el polvo y la ceniza sobre los postulados de la modernidad a ultranza, sino de fechas en las que poner en duda aquellas teorías y aquellas prácticas, y hacerlo en beneficio de una particular comprensión de la tradición de la pintura, era poco menos que un anatema.

Pero así fue. En una Murcia que él mismo ha evocado prodigiosamente en sus escritos, y en la que Juan Guerrero Ruiz, el "cónsul general de la poesía", editaba la revista Verso y Prosa, donde el propio Gaya velaría sus primeras armas literarias, el naciente y jovencísimo pintor de diecisiete años pretendía, como sus amigos Flores y Garay, imprimir sensibilidad y finura a una especie de cubismo conocido por las revistas y muy poco formalista. En 1928 viajó a París y la decepción que le produjeron in situ las obras de la vanguardia le abrió el camino hacia un regreso a la tradición de la pintura que poco a poco se fue afianzando en un proyecto de vida, llevado a cabo con inusitadas radicalidad y honradez. Durante los años de la República, Ramón Gaya colaboró en los museos de Misiones Pedagógicas y en "La Barraca", el proyecto teatral popular de Federico García Lorca, y ya durante la guerra ilustró y escribió en la revista Hora de España. Tras la guerra, tras la terrible - y mucho, para Gaya- realidad de la guerra, el pintor se instala en México. Allí están también sus amigos Bergamín, Cernuda y Gil-Albert, y allí escribe, coincidiendo con la exposición bretoniana de 1940, su ataque al surrealismo. En 1952, Gaya se instala en Italia. En Venecia y en Roma continúa pintando al modo en que ya en México había encontrado una completa y definitiva madurez, y allí, sobre todo en la primera de esas dos ciudades, encuentra la que, al lado de Velázquez, será su otra gran referencia pictórica ("me había topado allí con una especie de desnudez"). Pero será en los años setenta cuando Gaya vuelva a España, a la España "sueño y verdad" a la que ha dedicado pinturas y páginas de pureza poco menos que cristalin

Amigo de Bergamín, de Cernuda, de Xavier Villaurrutia, de Tomás Segovia, de Juan Ramón Jiménez, Ramón Gaya es, además del excelente poeta, autor de los poemas que Andrés Trapiello reunió hace unos años en La Veleta, el escritor de algunos de los textos centrales que todo aficionado debe conocer si se siente persuadido de que, con respecto a la manera de ver el arte, del presente y del pasado, existe también "otra mirada". El sentimiento de la pintura (1960), Velázquez, pájaro solitario (1969) o el Diario de un pintor 1952-1953 (1984), reunidos ya en las Obras Completas que viene publicando la Editorial Pre-Textos, son algunos de esos textos insustituibles. Su pintura ha recibido homenajes: en 1985 se le concedió la Medalla de Oro de las Artes Plásticas y en 1989 se celebró en el MEAC la reunión antológica de su obra, pero su lugar no deja de ser un lugar solitario, una soledad en la que hablar a pocos amigos de una Modernidad "que no es que no exista, sino que no importa", del gran arte "que no cambia", del artista en el que debe ser "tan grande su orgullo como pequeña su vanidad"...

Es un día lluvioso, uno de esos días que no son muy del gusto de Ramón Gaya. Su mujer, Isabel Verdejo, ha abierto la puerta. Sin ella, sin su amabilidad, sin la del propio Ramón, que sale despaciosamente a recibirme, y sin la de Manuel Borrás, esta conversación a buen seguro que no hubiera sido posible o, al menos, no hubiera sido la misma.

Enrique Andrés Ruiz
Enrique Andrés Ruiz.— Mi hija Carlota, que acaba de cumplir seis meses, prácticamente destruyó el otro día unos folios en los que había preparado algunas preguntas un poco sesudas, preguntas sobre ideas... Me lo tomé como un aviso que me lanzaba la inocencia que solo ella tiene y he preferido no reconstruir aquella entrevista y dejar que este encuentro tenga un aire de conversación. Al cabo, el propio Ramón ha escrito en alguna de sus cartas que pretender hablar o escribir con meras ideas en una comunicación entre dos personas es el primer paso para no entenderse...

Ramón Gaya. — Bueno, yo con los demás no me entiendo mucho...

Isabel Verdejo. — Ramón ha dicho muchas veces que lo que hace es confesarse cuando escribe, ni siquiera quiere contagiar sus ideas a los demás o ganar prosélitos.


— Por eso lo que más me sorprendió cuando se publicó Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica), en 1996, fue que había sido tomado por un libro de ideas que discutir, de teorías o algo así, en los por otra parte escasos comentarios del libro.


I.V. — Escasísimos. Solo apareció algo muy breve y muy simpático en Sevilla, y luego otra cosa bastante negativa en ABC.

— Claro, a los críticos les debió resultar muy ajena aquella primera frase del libro, cuando comienza diciendo: "Lo más patético del crítico de arte es que entiende mucho de una cosa que... no comprende”. Los críticos opinan de Ramón Gaya como de alguien que tiene opiniones intempestivas cuando, en realidad, yo creo que se trata de testimonios intemporales, de confesiones, como decía Isabel, que tratan de afirmar y de afirmarse en la emoción y en el sentimiento, más que de tejer una red de teorías. Como el propio Ramón dice en uno de los escritos que más me gustan, "Portalón de par en par" (1951), los filósofos y los historiadores son "castigados" con encontrar lo que persiguen, la Verdad, la Belleza, algo muy alejado de la vida de la pintura.

R.G. — Para una persona de mis años, ver todo lo que se ha armado en torno al arte, en torno a la pintura, resulta, no sé, extraño, cuando menos. Yo realmente estoy un poco alejado de todo. Y eso que veo exposiciones, aunque ya sé lo que me voy a encontrar, pero mi honradez, que la tengo, me hace entrar en las galerías y en seguida vuelvo a ver que no me interesa lo que me dan... Veo que ha sido hecho con ganas de epatar y, claro, eso no me interesa nada. Y yo no quisiera criticar, no es la crítica lo que necesita la pintura, sino sentimiento, vida, pero al ver todo eso uno se encuentra solito, muy solito...

— De todos modos, esas ganas de epatar resultan tardías, como institucionalizadas, y tampoco tienen nada que ver con la alegría destructora de las primeras vanguardias...

R.G. — En pintura es donde más catástrofes se han dado. No ha ocurrido igual ni siquiera en la literatura o en la música de vanguardia. Ahí está Shostakovich, y siempre deja salvado un hilo con la tradición, pero en el mundo de la pintura hay mucho dinero moviéndose y, claro, han sabido hacerlo...Yo ya no puedo esperar ver una revisión profunda de la época porque las galerías están ahí, llenas de pintura y con necesidad de venderla. No hay más que ver más que algunas fábricas, algunas marcas de pinturas y de materiales para pintar han tenido que cerrar. En mi época, o lo que yo llamo "mi época", había unos pintores oficiales pero, en general, los pintores no tenían ese interés por hacer cosas epatantes, estaban más tranquilos. Mire, yo soy murciano y creo que en mi tierra hay cientos de pintores (muchos más que músicos, por ejemplo), que están, por decirlo de algún modo, "apuntados" como tales. Lo de la pintura es eso, es un dinero, una gran cantidad de dinero que hay para comprar cosas inseguras, para hacerlas valer convertidas otra vez en dinero. Por cierto, en mi tierra hay un pintor que estimo, que es fino, con mucha sensibilidad. Se llama Pedro Serna, es quizá un poco más modesto de lo necesario, ¿lo conoce?

— Sí, recuerdo de él unas acuarelas leves, ingrávidas... Pero, en general, creo que, salvo unos cuantos pintores con gran afición por la pintura, muy jóvenes, pero bastante apartados del reconocimiento institucional, lo que ha ocurrido es que a los viejos males hay que añadir ahora esa especie de reclamación profesional con la que los profesionales de la filosofía y de la estética han arribado al mundo de la pintura, de la práctica de la pintura. Y claro, muchos artistas han visto en ese discurso una especie de aura de intelectualidad, y lo siguen e intentan patentar algo parecido a una marca de fábrica para circular en el mercado sin necesidad de pintar; basta, a veces, con hacer unas fotocopias jaleadas por algún experto en desconstructivismo o algo así. Para ellos se trata de ilustrar bien una teoría, ni siquiera una teoría artística.

I.V. — Llegó un momento en que se descubrió que ahí había un buen negocio.

R.G. — Y hasta más ingenuo puede ser. Hay mucha ingenuidad, lo digo en serio.

— En 1928 viajó a París para conocer el arte de vanguardia que parecía tan sugestivo en las revistas, en Cahiers d'art, y volvió muy decepcionado de todo aquel artificio. Regresó a la "Roca española", como Vd. la llamó, que es el Museo del Prado, que es la tradición y que, según dice, no es un museo sino "una especie de patria"...
Retrato de Eduardo Vicente.
Ramón Gaya, hacia 1930.

I.V. — Vd. debía de estar muy vivo aquel París de 1928, ¿no, Ramón?

R.G. — Sí, yo tenía diecisiete años, y en Murcia, quizá un poco tarde, había visto las revistas que habían traído unos pintores ingleses: Japp, Tryon, Cristóbal Hall..., cosas cubistas muy bonitas (yo hacía esas cosas por entonces). Entonces llegué a París para ver aquello en su lugar y me gustó, claro, me refiero a Picasso, Braque..., pero cuando volví a España, al llegar a Murcia, recuerdo que me encontré en la calle con Jorge Guillén y me preguntó, con avidez: "¿Qué?, ¿qué? Dígame usted qué impresión ha traído de París". Y le dije: "Mire usted, a mí lo que me gusta son Las Meninas" (risas). Él lo recogió en algún sitio; yo no, no lo había contado... En cuanto a la "Roca española", aquello lo escribí a partir de mi nostalgia, de mi nostalgia sufrida en México durante catorce años, un lugar que me gustó al principio, en el que tenía muchos amigos, pero en el que no había cambios atmosféricos, no había cambio de estaciones, no percibías el paso del tiempo, y al poco comencé a encontrarle defectos, muchos defectos...

—...entre otros, que allí no había pintura, ¿no?

R.G. — Claro, allí no había más que aquellos muralistas, que hacían una especie de cartelones muy chabacanos...

— De todos modos, volviendo a su rechazo, a su "desengaño" del arte moderno, yo no quisiera parecer muy descortés, pero me gustaría salir al paso de un malentendido (y eso solo Vd. puede hacerlo con respecto a lo que ha escrito). No creo -y en esto parecen estar de acuerdo sus detractores y algunos de sus defensores, paradójicamente- que Vd. se oponga a la modernidad. Vd. mismo ha dicho que somos fatalmente modernos y contemporáneos y, en realidad, lo que importa es la permanente novedad, la permanente actualidad de la pintura. En su comprensión de la pintura, sin embargo, cabe Bellini al lado de Hiroshige, Nuno Gonçalves al lado de Velázquez, pero también lo que encuentras de "criaturas vivas " en la pintura de Picasso, en la de Van Gogh, en la de cierto Seurat, Vuillard, Klee, de modo que, como lo escribió en El sentimiento de la pintura (1960), se trata de contraponer un arte-artístico expresivo, artificial, a un arte del sentimiento, tal y como lo encontró en aquel cuadro de Carpaccio, Las cortesanas, del Museo Correr...

R.G. — Lo que yo encuentro moderno, verdadera y decididamente moderno es... Tiziano. Eso sí me parece...

I.V. —...un paso...

R.G. —...sí, un lugar... Tiziano no inventa nada. Todo eso ha ido fraguándose, haciéndose, y lo que veo es que la pintura es "una" y ya está en las cuevas; allí está ya siendo, está sin llegar a ser todavía, sin llegar al ser. El problema surge cuando se quiere convertir en "otra cosa". En esto Picasso tiene culpa, pero, claro, yo adoro a "este señor" y creo que él es de una genialidad excepcional al que se le pueden permitir cosas que no se pueden permitir a los demás. Él se permitió... locuras, pero sabía muy bien lo que era la pintura. Klee es maravilloso, pero eso no es la pintura. Al final Picasso hace unos juegos un poco a la desesperada pero no hay nadie en este siglo que se le pueda poner al lado siquiera... ¿Braque? Bueno, pero lo de Braque tiene siempre algo de buen tono, de elegancia decorativa; él es serio, no se atreve a las locuras de Picasso y no tiene esa fuerza. Además, es... francés, y cuando hace las cosas más atrevidas es como si se le quedaran vacías...

—...vacías en el estilo, en la "jaula de oro del estilo"...

R.G. — Sí, aunque yo lo veo con cierto gusto, no tanto como mi mujer (risas).

—Con respecto a su regreso a la tradición, me gustaría hablar de sus matices. Sus pinturas y sus escritos están llenos de matices, de justeza en los matices y hoy, en realidad, para muchos el panorama es demasiado simplista: a un lado está el arte de vanguardia, la retórica de la tardovanguardia oficializada y, al otro lado, hay mucha gente ganando fama de conservador de altura, algo así como fama de Lampedusa, de conservador culto por el mero hecho de poner de vuelta y media al arte moderno, así, en bloque, aunque yo creo que también les resulta imposible acercarse al arte del pasado; al menos, con la finura con la que Ramón Gaya lo ha hecho. Vd. mismo ha dicho que "no hay que confundir aquello en lo que el arte ha caído con lo que el arte es". ¿Qué opina de los momentos en los que nuestro propio siglo quiso volver, quiso regresar a una incierta Antigüedad, a una incierta Clasicidad, del retour a l'ordre, a lo Derain, o del ritorno al mestiere de Chirico y de los italianos? Yo, por mi parte, creo que su postura no ha sido nunca una postura de estilo, una cuestión de estilo y su impugnación es, en realidad, hacia la raíz, hacia el "pecado original" del arte moderno.
Ramón Gaya, años de exilio.
R.G. — Sí, claro. Todo aquello me resulta igual de lejano. Mire, en Italia, un país que adoro y en el que viví desde 1952, hay un tipo de italiano que es sinvergonzón, "frescales", gitanesco...; de Chirico es un sinvergüenza de ésos y, realmente, no es nadie. Ha ido a la escuela, ha copiado del natural y se ha amañado una especie de oficio, pero es muy falso, tan falso, con esa pintura literaria sin ton ni son.

I.V. —Sí, él es quien se pone a sí mismo el marchamo de metafísico.

— Sí, lo hace en un artículo de 1919 titulado precisamente
Noi metafisici... y en otros publicados en Valori Plastici.

R.G. — Bueno, pues, pasado el tiempo quiso hacer una pintura más pintura y quienes le compraban lo que hacía antes y querían mantener el valor de lo anterior no aceptaban el cambio. Él vio eso y lo que hizo fue empezar a hacer cuadros falsos, de la época anterior, y los firmaba con fechas de antes. Así, al mismo tiempo, mantenía lo que estaba haciendo, y lo hacía para revalorizar sus cuadros antiguos (que acababa de hacer).

— Vd. ha escrito en el Diario de un pintor (1984) -lo recordaba cuando hablábamos de Chirico- que Velázquez no es un pintor realista, sino un pintor metafísico. Esto no tiene nada que ver con la metafísica italiana de entreguerras, sino más bien con la inclinación de la pintura de Velázquez a no ser obra, a no ser corpórea, a despegarse de su materialidad, a ser un "lugar de paso", como dice en Velázquez, pájaro solitario (1969), a ser el paradigma de ese arte del sentimiento. Sin embargo, hace muy poco volví a leer a un crítico que hablaba de Velázquez como del padre del verismo, como hicieron los pintores del XIX, e incluso Ortega, que escribió un gran libro. En él, yo creo que acaba haciendo una especie de crítica sociológica, de justificación personal, social, de la pintura velazqueña.

R.G. — Velázquez no tiene nada que ver con todo eso. Lo importante en sus pinturas es la pureza, la verdad, sobre todo la verdad de la vida que él nos da y que es como salvada para siempre. Murillo es para mí otro pintor maravilloso, un pintor al que se le asocia con una imagen, en cierto modo, como para niños.

— Siempre me acuerdo de ese estupendo cuadro del Prado, El sueño del patricio, que tiene trozos de pintura excelente...

R.G. — ¿Trozos? Todo el cuadro es maravilloso; yo lo copié en una de aquellas copias que hacía para Misiones Pedagógicas. Es un excelente pintor. Y de los grandes, quizá el que menos es de mi gusto es Goya. Esto no se puede decir muy alto; es uno de los grandes, pero, no sé, hay algo en sus pinturas, en la mayoría de sus pinturas... aunque me gustan, y mucho, algunos retratos como el de Silvela, que es espléndido. Las pinturas negras son excelentes, un poco hechas a lo Picasso. Me gustan también, sobre todo, los dibujos preparatorios para los grabados, no los grabados; éstos están como acartonados, pero los dibujos son mucho más vivos.
Ramón Gaya ante "El sueño del Patricio" de Murillo. Noviembre de 1997.

— Pero estábamos hablando de los italianos y yo quisiera saber su opinión sobre Giorgio Morandi. ¿No hay en él un silencio especial, una cierta verdad espiritual?

R.G. — Bueno, ese silencio es un poco artificial, forzado, como excesivamente obligado, aunque tiene, sí, sensibilidad, buen gusto. Yo encuentro que hay una verdad en sus paisajes, más verdad que en los bodegones de las botellas pintadas. Cuando llegué a Italia, pensé: a este hombre, ¿qué le pasa? Todas esas botellas previamente pintadas, cubiertas de pintura para hacerlas opacas, mates... De todos modos, de vez en cuando hay algún cuadro muy respetable.

—... sí, algunos paisajes en los que parece ser más libre, menos estilizado, ¿no?

R.G. — Sí, además, pintar enteros, cubrir los árboles con brochazos de pintura mate es más difícil (risas).

— ¿Y Manzú? Creo que alguna vez ha hablado de él elogiosamente.

R.G. — Lo conocí porque me interesó mucho y fui varias veces a Milán a verle, pero cada vez que pasaba por esta ciudad lo buscaba y nunca lo encontraba. Sin embargo, como había dejado mi nombre a su hijo, un día recibí una carta suya en la que me decía que le gustaría conocerme, y entonces nos encontramos. Era una persona encantadora, un italiano muy "italiano" pero de un tipo de italiano que es casi ingenuo, y me gustó mucho. Vi cosas suyas estupendas. Después me gustó menos, desde que le aplaudieron ciertos atrevimientos, ciertas estilizaciones. Desde mi punto de vista, ahí perdió mucho. Pero hizo, por ejemplo, una puerta para San Pedro del Vaticano preciosa, en la que volvió a su manera de hacer de antes.

— Yo siempre he visto en su trabajo una honestidad de fondo...

R.G. — Manzú era una persona honrada, algo limitada desde el punto de vista artístico, un poco artesanal, aunque eso es algo que los escultores necesitan.

I.V. — Su figura de Giovanni XXIII es estupenda; creo que ahora está en un museo que le ha dedicado a Manzú su ciudad natal.

R.G. — La última vez vi que la habían retirado de donde estaba. Con Giovanni XXIII se entendió muy bien, fueron buenos amigos, discutían, hablaban. Manzú era un poco mayor que yo. Hizo cosas que yo estimo mucho, dibujos y cosas en barro...

— A lo mejor es uno de los últimos artistas que más le ha interesado ¿no?, uno de esos artistas en cuya obra se observa un afecto, un sentimiento distinto de la pericia, de la expresión incluso, eso que a mí me gusta llamar afición, como en los toros, y que veo que falta entre los espectadores y entre los propios artistas. Tampoco me lo he inventado yo; lo leo a veces en páginas de un amigo tuyo que habita, como Cervantes, como Galdós y como Pastora Imperio, como Manolete y como Fortunata (vista como persona, no como personaje), como Picasso, en eso que Vd. ha llamado el "milagro español". Me refiero a José Bergamín, que dedicó a la pintura, entre otros, un ensayo precioso titulado "Musaraña de la pintura", donde habla de la pintura como de un "santo oficio", unamunianamente, como de un "santo oficio de inquirir verdad". Siempre he visto algo en el talante que les empareja, algo muy español. ¿Fueron muy amigos, verdad?
Ramón Gaya,
Retrato de D. José Bergamín, 1961.

R.G. — Fuimos muy amigos. Sin embargo, no nos parecíamos. Había demasiada diferencia de edad. A mí me gustaba mucho su obra, pero me hice más amigo de lo que me parecía como escritor. Yo diría que casi me entendía mal con Pepe... también por cierto juego que él tenía, en parte como Picasso...Yo he sido poco jugador y él era muy jugador. Sin embargo, aunque nuestros criterios fueran muy distantes, como personas nos sentíamos muy cerca. Además, estuvimos juntos en México, en París, en Madrid... ¿Conoce lo que escribí sobre él?

— Conozco el epílogo a La claridad desierta.

R.G. — Sí, eso es. La poesía de Bergamín me gusta mucho; encuentro que es un magnífico caso de poeta tardío. Probablemente, no ocupa el lugar que debe como poeta.

— Vd. ha tenido mucha relación con la poesía -ha escrito poemas admirables- y con los poetas, aunque en España, tristemente, este diálogo es más bien raro.

R.G. — Efectivamente, he tenido más relación con los poetas que con los pintores. Lo digo siempre y algún día me van a pegar, pero creo que los pintores son más brutos... El primer poeta que leí, en la pequeña biblioteca de mi padre, fue Rubén Darío; fui muy amigo de Luis Cernuda...

I.V. —que, como poeta, es el que más aprecias.

R.G. — Hoy menos; yo cambio con el tiempo, ¿sabe? (risas). Al Cernuda de la República siempre lo recuerdo con cariño, sí, es verdad. Yo llevaba uno de los museos de Misiones Pedagógicas. Los llevábamos siempre dos: Antonio Sánchez Barbudo, Rafael Dieste..., Cernuda estaba en los despachos y, claro, allí él se moría. Entonces me escribía pidiéndome que lo sacara de allí. La táctica consistía en enviar una carta diciendo que teníamos mucho trabajo (que unas veces era verdad, y otras, no) y que necesitábamos otra persona. Ésa era una primera carta; luego había una segunda, sin esperar la contestación a la primera, en la que decíamos que nos gustaría que fuera alguien conocido nuestro, y entonces ya solo faltaba decir... el nombre: Luis Cernuda. Pero ahora pienso que, cuando nos volvimos a encontrar en México -claro, habían pasado muchas cosas...-, yo había recorrido otro camino y me resultó insufrible con todas sus manías... Él llegó cuando yo preparaba mi regreso a Europa. Durante la guerra, nos encontramos en Valencia; ya habían matado a Federico, y Cernuda colaboró en una representación de Mariana Pineda como actor, con un gran papel, recitando maravillosamente. Después fue secretario de Álvaro de Albornoz en París y luego se trasladó a Inglaterra y a México, a través de Concha Albornoz.

— Ramón, creo que colaboró también en "La Barraca" de Federico García Lorca con algunas escenografías, como Ponce de León, Ontañón... A propósito de esto, ¿qué cree del mito-Federico y del poeta-Federico? ¿Qué cree de aquella generación hoy tan canonizada?

R.G. — Hice unas acuarelas que eran bocetos para decorados de Los dos habladores que, por lo visto, no es seguro que sea un entremés de Cervantes. De todos modos, da igual que lo sea o no porque es un entremés estupendo. Sobre aquellos poetas he escrito en un número de Litoral dedicado a Bergamín. A mí me interesan Cernuda y Bergamín, y en aquel número me despaché suficientemente. Me da la impresión de que Federico, de haber vivido, hubiera crecido como poeta. Lo impedía aquella facilidad, aquella gracia, aquella brillantez, aquel estar como embrujado por las meras palabras, por la brillantez de las palabras...

I.V. —...y aquel éxito tan inmediato...

R.G. — Tenía una personalidad estupenda, era encantador, se le veía, no sé, con un... hambre de hacer cosas. A Federico le hubiera hecho falta esperar a su obra madura, pero...

— Recuerdo unas conferencias suyas en las que habla de flamenco, pero, en general, habla del arte, del sentimiento del arte, del toreo, del cante... Vd. también lo ha hecho, así...

R.G. — Sí, yo no hago diferencias, no las hago entre el arte del pasado y el del presente, y no las hago entre las artes, creo que hay una unidad, que todo viene del mismo sitio. Lo he escrito. De los toreros, me gustó mucho Paco Camino. Se fue de los toros antes de tiempo por culpa de El Cordobés, que lo sacó de quicio. Un día se fue a él y le dio de bofetadas allí mismo, en medio de la plaza. En mi "Carta al amigo Martínez Falso" hablo de los toros y de la afición. Fue una lástima porque aquel escrito debiera haber tenido una continuación. Lo que ocurre es que mi escritura es muy lenta y, además, claro, está la pintura. Escribir, para mí, es dejar de pintar, y yo, sobre todo, soy un pintor. Pero entre las artes no hago diferencias. Mire este libro, hay un pintor oriental del siglo XV que me gusta mucho: Seshu. Mire estas montañas, estos personajes. Seshu tiene una pintura maravillosa, en la que aparecen unos patos que tienen la cabeza debajo del agua. Hay que estar ahí para percibir, para observar, para captar ese instante milagroso y, luego, además, hay que volver a casa, y pintarlo...

— A propósito, ¿en qué trabaja ahora? En El sentimiento de la pintura, creo, habla de la pintura de Venecia, de ese cuadro de Carpaccio del que hablábamos antes y que tantas veces ha homenajeado. De él ha dicho que era como si hubieras visto surgir de las aguas de Venecia, como "una Venus cochambrosa", el "manchado cuerpo de la pintura". Alguna vez se ha referido a su proyecto de pintar un cuadro, El nacimiento de la pintura, ¿en qué fase está ese cuadro?

R.G. — Bueno, tengo bocetos, apuntes, dibujos. Ahora, quizá por una cobardía mía, vuelvo a pintar cuadros de tema. Tengo este boceto para una Anunciación. Aquí hay un dibujo con una cortesana; ese tipo de mujeres aparecen mucho en lo que pinto. Aquí tengo otros dibujos, son preparaciones... Encima, en esa fotografía de la estantería, está Victoria de los Ángeles, a la que admiro tanto...

— Yo no sé si discuto más con sus defensores que con sus detractores (con éstos apenas hay de qué discutir) porque es como si no pudieran ver otras cosas, y Vd. ha estimado a Modigliani, a Bores -a un cierto Bores-, a un cierto Matisse... De su sentimiento de la pintura está muy lejos Max Ernst, pero también Leonardo. Creo que hay ciertos malentendidos que, desde luego, no se deben a la finísima -aunque rotunda- cuestión de matiz de su pensamiento y de su propia práctica de la pintura, que no se deben a esos elocuentes y clarísimos puntos suspensivos tan suyos que lo que hacen es, sobre todo, afirmar algo. Naturalidad del arte termina con dos páginas que, después de todo, cantan a la esperanza. Creo que allí habla de un futuro "Arco Iris"; otras veces ha dicho que el gran arte solo se salva por la fe. ¿Cree que en un mundo artístico protagonizado por bienales, comisarios filósofos, museos para expertos -por cierto, en el Museo Reina Sofía todavía no hay ni un cuadro suyo- y mercados persuadidos de las mentiras del prestigio intelectual y de su rentabilidad cabe esa esperanza de ver en un futuro unas "artes verdaderas, limpias, desnudas"?

R.G. — Yo ya me he acostumbrado a la soledad. Pero lo que escribí en esas páginas lo creo sinceramente aunque yo no pueda esperar verlo. Sin embargo, yo creo que todo llegará, que dará un cambio, y lo creo de verdad, no, no es un truco literario.
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte. Nº 055, febrero de 1998.

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